24 mar 2017

Un globalismo más peligroso

Un globalismo más peligroso/
Jeremy Adelman is Director of the Global History Lab at Princeton University.
Anne-Laure Delatte is Director of the Centre d’Études Prospectives et d’Informations Internationale, Paris.
Traducción: Esteban Flamini.

Project Syndicate, 24 de marzo de 201u..
“Estados Unidos primero”, insiste Donald Trump. “Gran Bretaña primero”, dicen los partidarios del Brexit. “Francia primero”, alardea Marine Le Pen con su Frente Nacional. “Rusia primero”, proclama el Kremlin de Vladimir Putin. Con tanto acento puesto en la soberanía nacional, hoy la globalización parece terminada.
Pero no es así. La batalla que se desarrolla hoy no es entre globalismo y antiglobalismo; más bien, el mundo está suspendido entre dos modelos de integración: uno es multilateral e internacionalista; el otro, bilateral e imperialista. Dos extremos entre los que ha oscilado a lo largo de toda la edad moderna.
Después de 1945 dominó el internacionalismo, partidario de la cooperación y la promoción mediante instituciones multilaterales de bienes públicos globales como la paz, la seguridad, la estabilidad financiera y la sostenibilidad medioambiental. El modelo internacionalista limita la soberanía nacional, al supeditar los estados al cumplimiento de normas, convenciones y tratados comunes.

En 2016 la balanza se inclinó hacia el bilateralismo, que considera la soberanía nacional un fin en sí mismo: cuantas menos restricciones externas, mejor; la paz y la seguridad resultarán de un equilibrio entre las grandes potencias. El modelo bilateralista favorece al fuerte y penaliza al débil; recompensa al competidor a expensas del cooperador.
Durante la mayor parte del siglo XIX, la integración fue un híbrido de internacionalismo e imperialismo. El libre comercio se convirtió en palabra santa, se alentó la migración en masa y los países adoptaron nuevas reglas globales como la Primera Convención de Ginebra (1864) sobre el trato dispensado a los enfermos y heridos en el campo de batalla. Pero los globalizadores también podían ser prepotentes: el Tratado de Nanjing (1842) entre Gran Bretaña y China dejó el Reino del Medio subordinado a Occidente. Y el imperialismo bilateral mostró su peor cara en la repartija europea de África en dominios exclusivos.
En el período más horrendo de la historia, triunfó el bilateralismo. Entre 1914 y 1945, el afán de grandeza nacional provocó una ruinosa rivalidad económica y violencia extrema. La debacle financiera de 1929 desestabilizó un orden internacional ya vacilante. Los países, uno tras otro, se encerraron; en 1933, el comercio internacional se derrumbó a la tercera parte de lo que había sido en 1929.
Movido por el racismo y el temor a la falta de espacio, el globalismo se volvió predatorio: los países poderosos impusieron a sus vecinos y socios pactos comerciales desiguales, o simplemente los conquistaron. En 1931, Japón se propuso convertir a Manchuria en un estado títere, y en 1937 invadió China. Los soviéticos aplicaron a las zonas fronterizas rusas la misma modalidad. Los nazis impusieron tratados a sus vecinos más débiles y se adueñaron de otros por la fuerza; después se lanzaron a despoblar las tierras eslavas para hacer lugar a colonos teutones.
La brutalidad del bilateralismo impulsó al presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, y al primer ministro británico, Winston Churchill, a redactar en 1941 la Carta del Atlántico, un esquema para el orden de posguerra, que consagró la libertad como pilar de la paz y la necesidad de poner límites al bilateralismo. Ya no más conquistas ni hostigamiento arancelario: libertad en los mares.
Lo que surgió de la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial y de la Carta del Atlántico fue un Nuevo Pacto Global: los países se sujetaron a normas e instituciones internacionales para participar en la bonanza de la posguerra. En este experimento de globalismo multilateral, la integración europea fue esencial: con la reconciliación francoalemana, Europa, zona de conflicto crónico, se convirtió en una región de cooperadores ejemplares.
Con la restricción de la soberanía nacional, fue posible para el comercio internacional, las inversiones y las migraciones impulsar la prosperidad de la posguerra. Multitudes escaparon de la pobreza, y se mantuvo una relativa paz.
Pero el Nuevo Pacto Global parece agotado. Para demasiados, el mundo se volvió complicado, peligroso, embrutecedor y amenazante: al revés de lo que preveía la Carta del Atlántico. Después de 1980, la integración global fue de la mano de un aumento de la desigualdad intranacional. A la par que el horizonte de oportunidades se ensanchaba para los residentes de ciudades grandes cosmopolitas y educados, los contratos sociales nacionales se desintegraron y se debilitaron los lazos entre los ciudadanos.
El desdibujamiento de las divisorias globales profundizó las grietas locales y sentó las bases para un regreso triunfal del bilateralismo. Entre bastidores, líderes como el presidente ruso Vladimir Putin esperaban el momento en que se volviera a un mundo de soberanía irrestricta, indiferente a refinamientos multilaterales; hoy tienen quién les haga compañía en países clave.
Dos días después de la asunción al cargo, Trump anunció que Estados Unidos tendría “otra chance” de hacerse con el petróleo iraquí. Luego retiró a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico y juró renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA). El futuro del arduamente conseguido acuerdo climático de París está en duda. Se intensificaron las acusaciones de manipulación cambiaria y las amenazas de medidas proteccionistas. Ahora que el Reino Unido (que en la década de 1840 dio al mundo el libre comercio) decidió seguir camino solo, los antiguos aliados de la Carta del Atlántico están poniendo la soberanía nacional por encima de los bienes públicos internacionales.
La atención mundial está puesta en Francia y su inminente elección presidencial. Está en juego el traqueteante motor francoalemán, que impulsó la integración europea y la mantuvo en el centro del sistema multilateral de la posguerra. Si mayo trajera una victoria de Le Pen, sería el fin de la Unión Europea; la canciller alemana Angela Merkel quedaría como el último pilar de un orden mundial en descomposición. El país más transformado por el internacionalismo después de 1945 sería su último bastión, rodeado de bilateralistas en Francia, el RU y Rusia, con su principal patrocinador (Estados Unidos) en manos de nativistas.
Imagínese la escena pocas semanas después de una victoria de Le Pen, con los líderes del G7 reunidos en un lujoso hotel de Taormina, Sicilia. Estados Unidos y Canadá discutiendo por el NAFTA; el RU, con Francia y Alemania por el Brexit; Japón, todavía tratando de encajar la anulación del ATP. Y mientras todos vuelven la espalda a los compromisos internacionales, los refugiados, ahogándose en el mar circundante, le ponen epitafio a una era que ya no es.

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