Alí Murió de Tristeza y Juan Rulfo era el Zorro/Juan Eduardo Martínez Leyva
(22-10-10)
A Guillermo Chumacero, con afecto
Nadie quien haya conocido a Alí Chumacero puede creer que murió de tristeza. Un hombre con su vitalidad, con su sentido del humor, con la fortaleza física y de espíritu que lo caracterizaba, al final sucumbió antes de morir. El parte médico reporta que fue neumonía la causa de su deceso. Seguramente así fue y eso será lo que quede asentado en su acta de defunción. A sus noventa y dos años dos acontecimientos inesperados como indeseables lo asaltaron en su anterior indomable y afable carácter. La amputación de su pierna y la amputación de una parte de su alma confiada fueron la causa de su caída. El médico fue el ejecutor de lo primero y su ayudante de toda la vida, el villano de lo segundo. Parecía que el tiempo de morir había pasado por su vida sin atreverse a tocarlo. "Es más joven mi abuelita que yo, ella murió a los 72 años", escribió el poeta.
La muerte lo había respetado como al violinista de Saramago, tal vez por las mismas causas que al personaje del Nobel también recientemente fallecido. Sin embargo, era sólo una ilusión intermitente. Resultó, para desgracia del mundo de la cultura y para su familia, que Alí era un hombre mortal.
Un escritor tan admirado como poco leído, casi olvidado en nuestra época, fue además de exquisito poeta, el implacable crítico literario. No dejaba títere con cabeza. En asuntos de creación literaria, con él había que andarse con cuidado. Aunque era elogioso con algunos, otros le temían en grado sumo. Recuerdo aquí la demoledora crítica que hizo de "Pedro Páramo", apenas unos días después de su publicación.
Chumacero señaló que la principal falla en la que incurrió Rulfo es el esquema en el que se basó para escribir su novela. El autor intenta hacer una novela fantástica, "pero la fantasía empieza donde lo real aún no termina" En el desarrollo de la novela Rulfo se enreda en una serie de peripecias, concebidas sin delimitar los planos de los varios tiempos en que transcurren, "tornan en confusión lo que debió haberse estructurado previamente cuidando de no caer en el adverso encuentro entre un estilo preponderantemente realista y una imaginación dada a lo irreal. Se advierte, entonces, una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir de una obra de esta naturaleza. Sin núcleo, sin un pasaje central en que concurran los demás, su lectura nos deja a la postre una serie de escenas hiladas solamente por el valor aislado de cada una". Y aunque anteriormente, al elogiar "El llano en llamas", advierte que el cuento y no la novela es el campo idóneo para este escritor, termina su ácido comentario diciendo que: "Más no olvidemos, en cambio, que se trata de la primera novela de nuestro joven escritor y, dicho sea en su desquite, esos diversos elementos reafirman, con tantos momentos impresionantes, las calidades únicas de su prosa".
Alí criticaba la obra desde su perspectiva ortodoxa, aún no había aparecido lo que después se denominó el realismo mágico. Cuando Picasso empezó se decía que como pintor era un buen caricaturista, cada nuevo cuadro era recibido por el público con indignación para luego terminar siendo admirado.
El desenlace de la historia del éxito de Juan Rulfo y de Pedro Páramo todos la conocemos. Afortunadamente los lectores de todo el mundo no coincidieron con la apreciación del poeta nayarita. Sin embargo, a diferencia del excéntrico pintor andaluz, a quién la crítica no lo amedrentaba, me temo que a Juan Rulfo sí, sobre todo viniendo de quién venía. Coincidencia o no, Juan Rulfo no volvió a escribir jamás. Augusto Monterroso, ese escritor breve de origen hondureño-guatemalteco-mexicano, a quien Alí reclamaba acerca de sus obras, que "no es recomendable tanta parquedad", parece que encontró la causa del retiro de Rulfo de la práctica de la escritura. Según Monterroso, la causa de que Rulfo no escribiera otra obra literaria, es que él era "El Zorro más sabio".
La gente empezaba a murmurar y a preguntarse: "¿Qué pasa con el Zorro?", y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros, respondía con cansancio. Y muy buenos –le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: "En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer." Y no lo hizo".
Chumacero tampoco volvió a escribir, quizá porque no soportaba su autocrítica, quizá porque también él era como el Zorro.
"La muerte es un tema que acompaña, sobre todo, a los jóvenes. En su mentalidad lírica, el poeta joven está pensando en la muerte. De entre todos los temas del amor, las mujeres y la muerte, éste es el que predomina… La muerte es un tema casi privado del poeta, que trabaja por encima de las contingencias históricas inmediatas". (Escribir Poesía 42)
Alí murió al finalizar un día de otoño, como un poeta joven, pensando en la muerte.
Descanse en Paz
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
23 oct 2010
El silencio de los animales
El silencio de los animales
GUSTAVO MARTÍN GARZO
El País, 23/10/2010
En una escena de Mi tío, la película de Jacques Tati, monsieur Hulot tropieza con un ladrillo al atravesar un solar olvidado. Le vemos detenerse, tomar el ladrillo y volver a colocarlo en su sitio, antes de alejarse. En las últimas páginas de El cuento de nunca acabar, Carmen Martín Gaite nos cuenta una tarde de paseo con su hija, que es aún una niña. Pasean cerca del agua y la niña ve un sapo sobre una piedra. Y se queda inusualmente silenciosa. Ya en casa, y cuando ambas están acostadas, la niña despierta a la madre para decirle: "Qué raro lo del sapito, ¿verdad? ¡Cómo nos miraba!"
Un ladrillo y un sapo, ¿qué tienen que ver con nosotros, los hombres? Hemos construido sobre el mundo natural un mundo de representaciones que nos permite intercambiar deseos, promesas y proyectos con los demás. Así define Savater la ética: "El reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone". Sin embargo, ni el personaje de Tati ni la niña del recuerdo de Martín Gaite dejan de ser humanos al ocuparse de un ladrillo o un sapo. La poesía, deudora del mundo del mito, habla de la relación con nuestros semejantes pero también con lo que es distinto a nosotros. Tiene que ver con ese saber tratar adecuadamente con lo otro al que los griegos llamaron piedad. "Cuando hablamos de piedad", escribe María Zambrano, "siempre nos referimos al trato con algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital; un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del ser". James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con lo real. Y tanto la escena del ladrillo como la del pequeño sapo nos aportan instantes así.
Claudio Eliano nació en el siglo II de nuestra era. Es famoso por su obra Sobre la naturaleza de los animales, una curiosa colección, en 17 libros, de breves y sorprendentes historias seleccionadas para proporcionar lecciones morales. Las más hermosas son las que narran los amores entre las muchachas y los animales. Eliano nos habla de una grajilla que en Soles de Sicilia cayó extenuada a los pies de una joven, tras volar sin descanso a su alrededor; de la citarista Glaucis, que fue amada, según las versiones, por un cordero, un perroo un ganso; o la de aquel elefante que en Alejandría llegó a competir con Aristófanes de Bigas por los favores de una mujer que era tejedora de guirnaldas. En un cuento de Isaac Bashevis Singer, un ciervo anuncia al llegar a una casa que su dueña concebirá un niño en esos días, y en otro un pequeño cerdo regresa después de muerto para consolar a su amiga. Y Cervantes nos conmueve cuando narra en El Quijote cómo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor.
Uno de los deseos que de una forma más constante e íntima han acompañado al hombre desde el origen de los tiempos es el deseo de comunicarse con los miembros de las otras especies. A él se debe que bestias y animales hablen en los cuentos de hadas y que sus protagonistas humanos comprendan mágicamente su lenguaje. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de la ruptura de esa comunicación; pero también la convicción de que fue traumática. Los animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que con los que, en el mejor de los casos, mantiene un difícil e inestable armisticio.
El mundo es un inmenso matadero. Miles de animales se amontonan en granjas y piscifactorías, en condiciones infames, solo esperando su muerte. Singer reprochaba a su dios que hubiera creado un mundo en que las criaturas necesitaran matarse unas a otras para vivir y Canetti, dolorido por esta misma evidencia, dijo que deberíamos comer llorando. En una obra de Tennesse Williams alguien reprocha a la protagonista, una de esas mujeres frágiles y maravillosamente disparatadas que pueblan el mundo del escritor sureño, que su corazón no sea recto. "Recta puede ser una línea o una calle -le contesta ella-. Pero el corazón del hombre nunca es recto".
En los cuentos hay ogros, y si están ahí no es solo para asustar a los niños, sino para hablar de lo que también inevitablemente somos, aunque no nos guste: de esa naturaleza devoradora que nos define. Los cuentos son el verdadero realismo, dijo Chesterton. En ellos no solo hay criaturas aladas y dulces, incapaces de hacer daño a nadie, sino también ogros y sacamantecas. La vida del hombre es esa deriva interminable, esa proliferación de identidades. Saber aceptar las contradicciones.
Y la caza y el toreo son pura contradicción, pues tanto el buen cazador como el buen torero no se acercan a los animales para hacerles daño, aunque finalmente se lo hagan, sino para entrar en contacto a través de ellos con las fuerzas libres del mundo. Pocos han escrito páginas más hermosas sobre los animales que Isak Dinesen y, en nuestro país, que Miguel Delibes; y sin embargo, ambos eran unos contumaces cazadores. Los toros mueren en las plazas, pero sería injusto olvidar que pocos los aman y respetan tanto como los toreros.
En un mundo en que los animales apenas cuentan para otra cosa que para animar nuestras excursiones dominicales o nuestras citas gastronómicas, las plazas de toros son de los pocos lugares donde no se les cosifica y se les respeta y ama por su belleza y su fuerza. Pero esto no quiere decir que debamos justificar cómo se les trata en ellas. Tras la belleza del toreo está el horror, y sería absurdo negar que tras una limpia verónica no hay un animal asustado que sufre y quiere escapar como sea del lugar infernal al que se le ha conducido. ¿Y qué arte puede ser ese que en vez de salvar destruye lo que ama?
Fernando Savater, en su artículo La barbarie compasiva, critica con razón a los que no distinguen entre los animales y los hombres. "Sin duda -escribe-, biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética". Y es verdad, pero el problema reside justo en eso, en que somos noveleros. Es decir, que no podemos evitar ponernos en lugar de los otros y hacernos la ilusión de mirar por sus ojos. Mirar por los ojos de un niño, de un anciano, de una muchacha; pero también por los ojos de un toro, de un perro, de una hormiga. William Faulkner, en páginas inolvidables, nos narra la huida de un muchacho subnormal con una vaca; y el cuento más hermoso de Clarín, Adiós, Cordera, tiene por protagonista a una vaca a la que dos niños acuden a la estación a despedir porque sus padres, que son pobres, la envían al matadero.
La vaca del cuento de Clarín no protesta cuando la arrancan de sus prados, como tampoco lo hacen los toros bravos que llevan a las plazas. ¿Cómo podrían hacerlo si no pueden hablar? Pero que no puedan hablar no quiere decir que no seamos responsables de lo que les pasa. El silencio de los animales guarda historias que misteriosamente nos están destinadas. No escucharlas es un acto de impiedad hacia esa vida que compartimos con las otras criaturas del mundo.
Nadie me leyó: Alí Chumacero
–Alí, usted llegó a México en 1937, antes de cumplir 19 años de edad.Alí Chumacero: “Nadie me leyó”Armando Ponce Y Rafael VargasPublicado en la revista Proceso, no.1651, 22 de junio de 2008;El próximo 9 de julio Alí Chumacero cumplirá 90 años de edad. En esa cifra caben muchas otras: un matrimonio, cinco hijos, 50 años de labores en el Fondo de Cultura Económica, pero, sobre todo, 70 años de vida literaria.
Es cierto que Chumacero no ha publicado un nuevo libro de poemas en largo tiempo. No obstante, su participación en el ámbito de las letras ha sido siempre intensa. En primer lugar porque –a pesar de que él mismo opine lo contrario– ninguna de las generaciones de lectores que ha venido después de él ha dejado de acercarse a sus poemas.
Es testimonio de ello el Retrato crítico que la Universidad Nacional Autónoma de México publicó hace 13 años: una extensa selección de ensayos sobre el trabajo de Alí que incluye colaboraciones de gente nacida en fechas tan distantes como 1906 y 1957.
Y refuerza nuestra afirmación otro libro: Alí Chumacero, pastor de la palabra, impreso en 2004 y precedido por un ensayo de Gabriel Bernal Granados (nacido en 1973).
Pero Chumacero también ha estado presente como editor, crítico, jurado de importantes premios de letras. Es uno de los maestros sin cátedra más apreciados del país y un testigo privilegiado de una de las más ricas etapas de la vida cultural de México. Lo demuestra sobradamente la siguiente conversación con Proceso realizada en la legendaria biblioteca del poeta, en la que no falta, según se ha dicho muchas veces, ninguna de las obras de la literatura mexicana que merecen ser leídas.
Chumacero sigue teniendo una fortaleza extraordinaria y un sentido del humor espectacular. Cabe describirlo de la misma manera en que él describió a Gilberto Owen: “Siempre la broma a flor de labio y enemigo de solemnidades”. Y quizás otras de sus palabras dedicadas al maestro sinaloense se le podrían aplicar a él: “Tras la máscara del que esconde la intimidad lírica, supo custodiar el ‘dolorido sentir’ que ampara a todo auténtico poeta”.
Este lunes, en el Palacio de Bellas Artes, a las 19 horas, se le rendirá un homenaje nacional.
–Llegué a vivir a la casa de la tía de un compañero, en República de Costa Rica 118 interior 16. Era una señora muy humilde.
También vivían otros dos muchachos con nosotros, de manera que éramos cinco en un cuarto de 5 x 5. Tres de nosotros dormíamos en el suelo y nos tapábamos con lo que fuera porque hacía un frío del carajo.
Yo vine a México con el propósito de inscribirme en la universidad. Pero aquel año no pude hacerlo porque quedé a deber unas materias en Guadalajara.
Me consolaba que empezaba a escribir. La pobreza no me importaba. En el Centro tenía bibliotecas maravillosas a mi disposición y en ellas leí un montonal de libros que me interesaban.
Todas esas lecturas resultaron valiosísimas tiempo después, cuando empecé a tomar cursos en la Facultad de Filosofía y Letras. Conocí entonces a José Gaos y empecé a leer a los poetas españoles que habían llegado a México en busca de refugio después de la guerra civil. Y a partir de esas lecturas fue como, más tarde, tuve oportunidad de tratarlos.
–¿Recuerda a alguien especialmente?
–Yo conocí mucho a Luis Cernuda, porque estuve encargado de la primera edición de su poesía completa para el Fondo de Cultura Económica: La realidad y el deseo. Corregimos juntos las pruebas. Fue una edición bastante bien hecha. Ahora sé que han hecho una edición en España que todavía no conozco.
Él era un hombre muy huraño, muy extraño. No se llevaba con los españoles. Peleaba con todos. Cuando murió, aquí en México, fuimos a su entierro 17 personas.
–Usted, Max Aub y unos cuantos más.
–Sí, José Luis Martínez, en fin, eso lo digo porque indica que no tenía muchos amigos. Yo hice la observación en el camposanto y me dijeron: “No, es que toda la gente fue a Gayosso. Por eso no vienen”. Pero cuando a un muerto no lo acompañan más que 17 personas, eso quiere decir que no es precisamente un personaje muy popular.
Fui muy amigo de Emilio Prados, otro poeta español muy distinguido. Conocí mucho a José Bergamín, incluso estuve más de una vez en su editorial Séneca.
–Bergamín era otro peleonero, ¿no?
–Sí, pero era un peleonero distinto, no era rencoroso. Era un hombre que usaba la palabra con agilidad, no con rencor. Es menos dañina una alusión, una referencia, que retirarle el saludo a una persona.
Varias veces fui con Bergamín a los toros. Soy muy aficionado a los toros, a lo que queda del toreo.
Fui muy amigo de Pedro Garfias. Garfias era un poeta desmedrado que tenía una virtud muy respetable: nunca trabajó. Era un hombre alcohólico al que no le gustaba trabajar. Vivía no sé cómo. Se la pasaba en la cantina. Un día estaba con él en una cantina y me dijo: “Yo sé cómo es el Zócalo, me lo han contado”. Y estábamos a tres o cuatro cuadras del Zócalo (risas). No había llegado nunca al Zócalo. Había encontrado un bar cercano y ahí se quedaba todos los días. Eso quiere decir que era un hombre muy inteligente. Pedro bebía tequila. Decía: “Yo bebo lo que se bebe en el pueblo donde estoy. En Londres bebí whisky y aquí bebo tequila”. Y es una aseveración muy respetable.
El poeta nayarita ríe constantemente durante la entrevista.
–Garfias vivió en Londres rescatado por un millonario inglés. Y me contaba que su amistad era verdaderamente hermosa. “Porque yo no sé una palabra de inglés y él no hablaba una gota de español. Nos poníamos los dos a beber whisky y no nos dirigíamos la palabra. Lo que era perfecto”.
–Entonces, ¿Garfias vivió un buen tiempo en la Ciudad de México? Todo mundo sabe que vivió en Monterrey, pero su vida en el DF es menos conocida...
–Sí, Garfias vivió mucho aquí, y vivió en varios pueblos. Cuando la campaña para gobernador de Agustín Yáñez, Agustín me invitó a mí para una parte de la gira, en Jalisco, que se hizo por Autlán, y fuimos y salí a dar la vuelta por la noche, a conocer y ver el jardín, y ahí encontré a un tipo que estaba sentado en la banca y me le quedo viendo: ¡Era Pedro Garfias!
“¿Qué haces aquí? –le pregunté.
“Ya tengo tres meses viviendo acá –me dijo.”
Qué curioso, ¿verdad? Después se fue a Monterrey y por allá murió. Allá le publicaron un libro de toros, que yo tengo por allí, y una antología. Era un hombre fantástico. A pesar de lo mucho que bebía, a pesar de que el alcohol ordenaba su vida, tenía una memoria excepcional. Me parece que la primera o la segunda vez que publicó un libro en México fue a dictarlo a la editorial. No llevaba un original a máquina; llevaba su libro en el cráneo. Era un hombre muy simpático.
–Y con Manuel Altolaguirre compartías muchos intereses, ¿no? La poesía, la tipografía...
–A diferencia de Garfias, Manuel no era muy bebedor, pero era muy generoso, muy inclinado a la amistad.
–¿Ustedes hicieron juntos algún trabajo editorial?
–No, nada. El había creado en España la editorial Isla, para la cual hizo algunos libros. Y aquí hizo más de alguno, como esa antología, grandota... una antología de poesía mexicana, muy rara, de la que sólo imprimió 50 ejemplares, o 100. Muy rara, yo la tengo. Es muy mala, está mal hecha. No conocía la poesía mexicana. Nadie la cita, nadie la ha leído más que yo.
–¿Y Juan Rejano?
–Rejano fue un hombre utilísimo para la cultura mexicana. Porque Juan dejaba un poco su propia obra por contribuir a que los demás hicieran la suya. Fue un hombre que estuvo al servicio de nuestra literatura, de nuestros escritores. Era un excelente tipo que sabía que su trabajo iba a redituar, y redituó. Porque lanzó a muchos escritores, gracias a que hacía un suplemento cultural muy importante –el del periódico El Nacional–, creado por Fernando Benítez. Allí le dio oportunidad a muchos escritores.
Lo traté mucho porque yo también trabajé con Benítez en El Nacional. Ganábamos cualquier cosa y nos dedicábamos alegremente a la literatura, que es lo que hay que hacer: ganar lo menos posible para evitar pervertirse, porque el dinero pervierte, es malo. Lo pervierte todo –menos a los ricos; a ellos los conserva, de ahí que se hagan conservadores.
–Esos son algunos de sus amigos españoles, parte de todo ese mundo riquísimo que llegó a México. Pero también conoció a muchísimos latinoamericanos. En El Nacional también trabajaba Luis Cardoza y Aragón...–De los latinoamericanos conocí a todos los guatemaltecos, incluido Raúl Leiva, a quien también lo persiguieron los fascistoides. Él era entonces el poeta joven más distinguido de Guatemala. Se vino a México y vivió en mi casa. Vino a acrecentar mi pobreza, el maldito (risas). Luego llegó su mujer. Les dimos un pequeño cuarto y ahí vivíamos todos como se podía, apretados y pobres, como es natural, pero la pasábamos muy bien.
También fui muy amigo de Otto Raúl González, que acaba de morir. De Carlos Illescas, de Tito Monterroso (eran cuñados), de Cardoza, en cuya casa estuve muchas veces. Guardo mucho cariño por los guatemaltecos. Todos encontraron en mí una mano franca.
No conocí a muchos otros sudamericanos. De Chile conocí a Pablo Neruda, naturalmente –me lo presentó Octavio Paz en el velorio de Silvestre Revueltas–, y a quien era su amigo y secretario, Luis Enrique Délano.
De Venezuela conocí a Rómulo Gallegos cuando anduvo por acá, exiliado gracias a los creativos canallas que se hicieron del gobierno en su país.
¡Ah!, de Argentina llegué a saludar a Borges. Lo ví una vez, nada más. No tuve la suerte de conversar con él. Fui a una comida con un grupo de amigos taurófilos, a un restaurante que se llama El tío Luis, al que aún voy. Y de pronto vi que empezó a llegar un grupo de otros amigos –entre ellos Marco Antonio Montes de Oca. “¿Y a qué vienen? –le pregunté. Tú no eres taurino”.
“–Es que le vamos a dar una comida a Borges –me dijo.”
Borges estaba de visita en México. Llegó y me lo presentaron. Tuve el gusto de darle la mano a Borges. Después regresé a mi mesa, con los ilusos taurófilos que creen que la tauromaquia es un arte. Yo estoy entre ellos, conste, de modo que lo que estoy diciendo es un elogio (risas).
–¿Y los cubanos? ¿Nicolás Guillén?–
¡Ah! Nicolás estuvo en mi casa. Estaba casado con una muchacha veracruzana. Estuvo en mi casa porque era muy amigo de Raúl Leiva. Él lo llevó a mi casa. Andaba solo, sin la mujer. La mía nos dio de cenar. Era muy simpático. Pero no conocí a más cubanos, aunque saludé a Fernández Retamar y en los últimos tiempos traté un poco a Eliseo Diego, porque le hicimos un libro en el Fondo de Cultura Económica. Nos entendíamos muy bien porque él era, igual que yo, enemigo del que está ahí (señala una fotografía de Fidel Castro que se encuentra a sus espaldas y ríe). Antes lo tenía en un lugar distinguido, pero ahora está castigado.
No hace mucho hicimos una reunión y me divertí escuchando lo que platicaban un par de señoras. En cierto momento una le dijo a la otra que se veía alarmada. “¿Pero de qué te asustas, si estamos en casa de un señor que tiene a ese bribón en la biblioteca?”. Por eso tuve que quitarlo (risas), a pesar de que es una foto autografiada, ¡con dedicatoria! ¡Y me la mandó él! ¡Soy todo un personaje! (En efecto, la fotografía dice, del puño y letra de Castro: “Al poeta mexicano, Alí Chumacero, fraternalmente, Fidel Castro. 1985”).
–¿Y con motivo de qué le regaló esa foto?
–No, nada más
–¿Estuvo usted en La Habana?
–No, nunca. Me la mandó con un tipo que es amigo suyo y mío. Es la foto clásica que él da, hecha por un fotógrafo muy famoso que acaba de morir...
–¿Korda?
–Sí, también estuvo aquí conmigo, y comió en la casa. Porque yo soy rojillo, y me corren de todas partes, lo cual me da gusto (ríe). Si no me corren, me voy. Siempre me he dedicado a cosas útiles. Sólo esta biblioteca es una cosa tonta, aunque a veces me dan ganas de leerla.
–¿Va a seguir la recomendación que Novo le dio a Salomón de la Selva, cuando éste se preguntaba qué hacer con su biblioteca: Por qué no la lees?–Olvidaba a Salomón de la Selva, lo conocí, y conocí a su hermano, León, que era médico radiólogo (imagínense ponerle León a un hijo, y encima que se apellide así), y trabajaba en el IMSS. Y yo era muy amigo, prácticamente hermano, de Jorge González Durán, que era subdirector del IMSS. Entonces León me buscaba mucho para que le ayudara a ver si lo cambiaban de turno, o no sé qué cosa. Claro que yo nunca le dije nada a Jorge, dejé al pobre León con sus rugidos. León me regaló, y por allí están perdidas, escritas a máquina, algunas cosas de su hermano –tengo, por cierto, cajones y cajones llenos de papeles; tengo miles y miles de papeles, carpetas con originales, con fotografías. Escarbando me he encontrado con muchísimas cosas, textos míos de 1934, de cuando tenía 16 años.
–¿Y no tiene algún poema inédito?
–Sí, tengo muchísimos.
–¿Y nos va a regalar uno?
–Por supuesto que no. Yo ya cerré. Eso digo en la “Losa al desconocido”.
–¿Por qué decidió no publicar esos textos que han permanecido inéditos?
–Yo dejé de escribir, o quizá, más bien, de publicar, porque nadie me leyó. Yo me decía: Caramba, pero si yo me tardo tres o cuatro meses en un pinche poema. Y se publicaba, y nada. Bueno, pues qué pasa, me preguntaba. O no saben de poesía, o no sé, porque malos, malos, no son. Me costaba muchísimo trabajo hacer un poema. Uno de los poemas que escribí más rápido –mi mejor poema– fue Responso de un peregrino, y me costó cuatro meses. Me acuerdo muy bien. Yo escribía uno o dos poemas por año, con mucho cuidado, con referencias cultas, y no pasaba nada.
–Pero, ¿tiene muchos poemas de aquella época que decidió dejar inéditos, poemas de los años cuarenta y los cincuenta?
–Se perdieron. He encontrado poemas escritos en Guadalajara en los años treinta, que son curiosos, pero son muy malos. Tienen interés como curiosidad solamente, como la tendrían unos versos escritos por Darío a los 10 años, pero no por ser de Darío dejarían de ser espantosos (risas).
Sí, dejé de publicar porque nadie me leyó.
–Sus lectores han llegado después.
–Han llegado los homenajes. Esta serie de festejos que están haciendo. Ahora me admiran. Tengo invitaciones para ir a todas partes: de Ciudad Juárez a Cancún, pero no, no voy a ir.
Les voy a contar: Palabras en reposo, que es mi mejor libro, es un buen libro, en ése sí creo, es un libro que me daba al año, de ganancia, 75 pesos anuales. Valía 10 pesos. Me daban un peso por ejemplar y yo vendía 75 ejemplares al año. Como negocio estaba muy pinche (risas).
–La poesía se vende poco y se lee menos.
–Exactamente, se lee la décima parte de lo que se vende...
–Pero sus lectores ya están llegando ahora...
–Sí, ahora que me muera.
–La poesía se digiere lentamente, ¿no? Es una bomba de tiempo, un mecanismo de acción retardada...
–La mía es una poesía difícil, de las difíciles, como la de Gorostiza. ¿Quién lee Muerte sin fin? Como la de García Lorca. Yo no conozco a nadie que haya leído –salvo Octavio Paz– Poeta en Nueva York. Sólo se lee el Romancero gitano.
“A Paz le gustaba la poesía más experimental. Yo le hice casi todos los libros y platicaba mucho con él. Es un poeta sensacional, lentamente cayendo en el olvido. Piedra de sol, ¿quién lo ha leído? Yo tuve que leerlo a fuerzas” (risas).
–¿Pero usted no se amargó porque no lo leyeran?
–No. Yo he creído siempre en otras cosas, y era fuerte. Viví en una azotea, dormí en el suelo, era un cabrón bien hecho. Me di vuelo con las mujeres. Entre un verso bonito y una mujer bonita, para mí no había duda. Incluso aunque la mujer no fuera tan bonita. Me gustan mucho las mujeres.
–Con todo respeto, Lourdes era una mujer muy guapa...
–Sí, era una buena mujer, cómo no, ¡cuando estaba dormida! No, no hay mujer buena. La única mujer buena es la mujer ajena. Lo único bueno que tiene el matrimonio, como decía Juanito de la Cabada, es la viudez, aunque uno sea el muerto. Pero ya es muy tarde para eso...
–Entra a los 90 años...
–¡90 años! Ya me está fallando la vista, y exagero en mi seguridad al caminar, claro, pero todavía aguanto un piano.
–Y a los 90 años, ¿siente en algún momento nostalgia de algo?
–De la literatura o el arte, nada. Conocí a los escritores y poetas, a todos. Fui muy cuate de González Martínez, que nació casi el mismo año que nació Amado Nervo, en 1871. Fui muy cuate de Alfonso Reyes, y no fui cuate de López Velarde porque ya se había muerto. De escritores los conocí a todos: los que prometían, los que lo lograron –Manuel Calvillo, que fue muy amigo mío, no llegó; Jorge Hernández Campos, que acaba de morir, no llegó; Efraín Huerta, él sí llegó, Octavio… Jorge González Durán, que se retiró (hubiera sido un gran poeta, no quiso). Es que andar metido en la chamba es del carajo. Y todo mundo quiere chambas, yo nunca las tuve. Yo soy un obrero, corrector de pruebas…
–¿Hay algún otro autor que haya sido muy importante para usted?
–Villaurrutia. Seguí mucho a Villaurrutia, el tipo de poesía que él escribía, misteriosa… y José Gorostiza. Gorostiza es esencial para mí.
–Tuvo una amistad muy cercana con Gilberto Owen, otro de los contemporáneos.
–Ese sí era amigo mío, él único de los contemporáneos que de verdad fue amigo mío. Lo conocí en mil novecientos cuarentaitantos, gracias a la revista El Hijo Pródigo. Se había peleado con su mujer, con la que vivía en Colombia –una señora muy adinerada– y se vino a México. Estuvo 17 años fuera de México.
Me acuerdo de que a Andrés Henestrosa le caía mal. “Es un pendejo”, me decía. Pero Owen no tenía nada de pendejo. Era un hombre católico pero muy liberal, con ideas sociales muy claras, muy bien fundamentadas. Se volvió alcohólico, de eso murió antes de cumplir los 50 años.
En esos años yo trabajaba con Octavio G. Barreda en El Hijo Pródigo. Tenía una oficina pequeña en donde leía los textos para la revista. Ganaba 100 pesos al mes. Barreda también le dio trabajo a Owen, y me lo presentó. Compartíamos la oficina y nos veíamos todos los días. Yo me encargaba de cosas de la revista y a él Barreda le puso un escritorio con una máquina de escribir para que tradujera para diversas editoriales y se ganara unos centavos. Vivía en un cuartucho horrendo en el Centro, en la calle de Nicaragua, cerca de Argentina. Era un cuarto feísimo, medio abandonado. Claro que a él eso le importaba un carajo.
Estando en Toluca –eso me lo contó él– pasó por ahí Obregón. No sé si seguía en campaña o si ya era presidente de la República. Owen estudiaba la escuela primaria y le encargaron que dijera el discurso de recepción a Obregón, pues era un chiquillo aprovechado en sus estudios. Y Obregón le echó ojo. Estando ya aquí, en México, Obregón mandó por él y se lo trajo para estudiar aquí. El primero al que conoce es a Jorge Cuesta, y luego ya se liga al grupo.
De ahí se mete a la Secretaría de Relaciones Exteriores y lo mandan como esclavo a Buenos Aires. De Buenos Aires se va a Lima. Ahí se mete en problemas por sus simpatías hacia Haya de la Torre.
–Hace un envío de Haya de la Torre a través de la valija diplomática mexicana, y eso desencadena un conflicto enorme…
–A Owen terminan expulsándolo del servicio exterior mexicano. Entonces se va a Colombia. Allí se hizo muy amigo de Jorge Zalamea, quien, por cierto, luego fue embajador de Colombia en México. Cuando estuvo aquí, Owen y él se veían mucho. Eran íntimos amigos.
–Owen fue uno de sus grandes amigos en los años cuarenta. Después, en años más recientes, ¿con quién tenía más amistad?
–Con José Luis Martínez. Fuimos amigos de toda la vida. Muy amigos. Tras la muerte de González Durán, él y yo éramos los únicos poetas que quedábamos del grupo que fundó Tierra Nueva. Y también mantuve una gran amistad con Andrés Henestrosa, que era de otra generación, mayor que nosotros.
Hoy, pues ya no me quedan muchos amigos, porque ya no tengo coetáneos, ni modo, quién le manda a uno cumplir 90 años. Ahora me he vuelto muy amigo de los amigos de Luis, mi hijo, que tiene 57 años.
–Y es muy amigo de Marco Antonio Campos, quien debería estar aquí, pero anda en Europa.
–Yo quería que él participara en los festejos de estos días, pero por desgracia él no regresa sino hasta comienzos de julio.
El silencio de los animales
El silencio de los animales
GUSTAVO MARTÍN GARZO
El País, 23/10/2010
El País, 23/10/2010
En una escena de Mi tío, la película de Jacques Tati, monsieur Hulot tropieza con un ladrillo al atravesar un solar olvidado. Le vemos detenerse, tomar el ladrillo y volver a colocarlo en su sitio, antes de alejarse. En las últimas páginas de El cuento de nunca acabar, Carmen Martín Gaite nos cuenta una tarde de paseo con su hija, que es aún una niña. Pasean cerca del agua y la niña ve un sapo sobre una piedra. Y se queda inusualmente silenciosa. Ya en casa, y cuando ambas están acostadas, la niña despierta a la madre para decirle: "Qué raro lo del sapito, ¿verdad? ¡Cómo nos miraba!"
Un ladrillo y un sapo, ¿qué tienen que ver con nosotros, los hombres? Hemos construido sobre el mundo natural un mundo de representaciones que nos permite intercambiar deseos, promesas y proyectos con los demás. Así define Savater la ética: "El reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone". Sin embargo, ni el personaje de Tati ni la niña del recuerdo de Martín Gaite dejan de ser humanos al ocuparse de un ladrillo o un sapo. La poesía, deudora del mundo del mito, habla de la relación con nuestros semejantes pero también con lo que es distinto a nosotros. Tiene que ver con ese saber tratar adecuadamente con lo otro al que los griegos llamaron piedad. "Cuando hablamos de piedad", escribe María Zambrano, "siempre nos referimos al trato con algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital; un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del ser". James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con lo real. Y tanto la escena del ladrillo como la del pequeño sapo nos aportan instantes así.
Claudio Eliano nació en el siglo II de nuestra era. Es famoso por su obra Sobre la naturaleza de los animales, una curiosa colección, en 17 libros, de breves y sorprendentes historias seleccionadas para proporcionar lecciones morales. Las más hermosas son las que narran los amores entre las muchachas y los animales. Eliano nos habla de una grajilla que en Soles de Sicilia cayó extenuada a los pies de una joven, tras volar sin descanso a su alrededor; de la citarista Glaucis, que fue amada, según las versiones, por un cordero, un perroo un ganso; o la de aquel elefante que en Alejandría llegó a competir con Aristófanes de Bigas por los favores de una mujer que era tejedora de guirnaldas. En un cuento de Isaac Bashevis Singer, un ciervo anuncia al llegar a una casa que su dueña concebirá un niño en esos días, y en otro un pequeño cerdo regresa después de muerto para consolar a su amiga. Y Cervantes nos conmueve cuando narra en El Quijote cómo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor.
Uno de los deseos que de una forma más constante e íntima han acompañado al hombre desde el origen de los tiempos es el deseo de comunicarse con los miembros de las otras especies. A él se debe que bestias y animales hablen en los cuentos de hadas y que sus protagonistas humanos comprendan mágicamente su lenguaje. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de la ruptura de esa comunicación; pero también la convicción de que fue traumática. Los animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que con los que, en el mejor de los casos, mantiene un difícil e inestable armisticio.
El mundo es un inmenso matadero. Miles de animales se amontonan en granjas y piscifactorías, en condiciones infames, solo esperando su muerte. Singer reprochaba a su dios que hubiera creado un mundo en que las criaturas necesitaran matarse unas a otras para vivir y Canetti, dolorido por esta misma evidencia, dijo que deberíamos comer llorando. En una obra de Tennesse Williams alguien reprocha a la protagonista, una de esas mujeres frágiles y maravillosamente disparatadas que pueblan el mundo del escritor sureño, que su corazón no sea recto. "Recta puede ser una línea o una calle -le contesta ella-. Pero el corazón del hombre nunca es recto".
En los cuentos hay ogros, y si están ahí no es solo para asustar a los niños, sino para hablar de lo que también inevitablemente somos, aunque no nos guste: de esa naturaleza devoradora que nos define. Los cuentos son el verdadero realismo, dijo Chesterton. En ellos no solo hay criaturas aladas y dulces, incapaces de hacer daño a nadie, sino también ogros y sacamantecas. La vida del hombre es esa deriva interminable, esa proliferación de identidades. Saber aceptar las contradicciones.
Y la caza y el toreo son pura contradicción, pues tanto el buen cazador como el buen torero no se acercan a los animales para hacerles daño, aunque finalmente se lo hagan, sino para entrar en contacto a través de ellos con las fuerzas libres del mundo. Pocos han escrito páginas más hermosas sobre los animales que Isak Dinesen y, en nuestro país, que Miguel Delibes; y sin embargo, ambos eran unos contumaces cazadores. Los toros mueren en las plazas, pero sería injusto olvidar que pocos los aman y respetan tanto como los toreros.
En un mundo en que los animales apenas cuentan para otra cosa que para animar nuestras excursiones dominicales o nuestras citas gastronómicas, las plazas de toros son de los pocos lugares donde no se les cosifica y se les respeta y ama por su belleza y su fuerza. Pero esto no quiere decir que debamos justificar cómo se les trata en ellas. Tras la belleza del toreo está el horror, y sería absurdo negar que tras una limpia verónica no hay un animal asustado que sufre y quiere escapar como sea del lugar infernal al que se le ha conducido. ¿Y qué arte puede ser ese que en vez de salvar destruye lo que ama?
Fernando Savater, en su artículo La barbarie compasiva, critica con razón a los que no distinguen entre los animales y los hombres. "Sin duda -escribe-, biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética". Y es verdad, pero el problema reside justo en eso, en que somos noveleros. Es decir, que no podemos evitar ponernos en lugar de los otros y hacernos la ilusión de mirar por sus ojos. Mirar por los ojos de un niño, de un anciano, de una muchacha; pero también por los ojos de un toro, de un perro, de una hormiga. William Faulkner, en páginas inolvidables, nos narra la huida de un muchacho subnormal con una vaca; y el cuento más hermoso de Clarín, Adiós, Cordera, tiene por protagonista a una vaca a la que dos niños acuden a la estación a despedir porque sus padres, que son pobres, la envían al matadero.
La vaca del cuento de Clarín no protesta cuando la arrancan de sus prados, como tampoco lo hacen los toros bravos que llevan a las plazas. ¿Cómo podrían hacerlo si no pueden hablar? Pero que no puedan hablar no quiere decir que no seamos responsables de lo que les pasa. El silencio de los animales guarda historias que misteriosamente nos están destinadas. No escucharlas es un acto de impiedad hacia esa vida que compartimos con las otras criaturas del mundo.
Un ladrillo y un sapo, ¿qué tienen que ver con nosotros, los hombres? Hemos construido sobre el mundo natural un mundo de representaciones que nos permite intercambiar deseos, promesas y proyectos con los demás. Así define Savater la ética: "El reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone". Sin embargo, ni el personaje de Tati ni la niña del recuerdo de Martín Gaite dejan de ser humanos al ocuparse de un ladrillo o un sapo. La poesía, deudora del mundo del mito, habla de la relación con nuestros semejantes pero también con lo que es distinto a nosotros. Tiene que ver con ese saber tratar adecuadamente con lo otro al que los griegos llamaron piedad. "Cuando hablamos de piedad", escribe María Zambrano, "siempre nos referimos al trato con algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital; un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del ser". James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con lo real. Y tanto la escena del ladrillo como la del pequeño sapo nos aportan instantes así.
Claudio Eliano nació en el siglo II de nuestra era. Es famoso por su obra Sobre la naturaleza de los animales, una curiosa colección, en 17 libros, de breves y sorprendentes historias seleccionadas para proporcionar lecciones morales. Las más hermosas son las que narran los amores entre las muchachas y los animales. Eliano nos habla de una grajilla que en Soles de Sicilia cayó extenuada a los pies de una joven, tras volar sin descanso a su alrededor; de la citarista Glaucis, que fue amada, según las versiones, por un cordero, un perroo un ganso; o la de aquel elefante que en Alejandría llegó a competir con Aristófanes de Bigas por los favores de una mujer que era tejedora de guirnaldas. En un cuento de Isaac Bashevis Singer, un ciervo anuncia al llegar a una casa que su dueña concebirá un niño en esos días, y en otro un pequeño cerdo regresa después de muerto para consolar a su amiga. Y Cervantes nos conmueve cuando narra en El Quijote cómo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor.
Uno de los deseos que de una forma más constante e íntima han acompañado al hombre desde el origen de los tiempos es el deseo de comunicarse con los miembros de las otras especies. A él se debe que bestias y animales hablen en los cuentos de hadas y que sus protagonistas humanos comprendan mágicamente su lenguaje. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de la ruptura de esa comunicación; pero también la convicción de que fue traumática. Los animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que con los que, en el mejor de los casos, mantiene un difícil e inestable armisticio.
El mundo es un inmenso matadero. Miles de animales se amontonan en granjas y piscifactorías, en condiciones infames, solo esperando su muerte. Singer reprochaba a su dios que hubiera creado un mundo en que las criaturas necesitaran matarse unas a otras para vivir y Canetti, dolorido por esta misma evidencia, dijo que deberíamos comer llorando. En una obra de Tennesse Williams alguien reprocha a la protagonista, una de esas mujeres frágiles y maravillosamente disparatadas que pueblan el mundo del escritor sureño, que su corazón no sea recto. "Recta puede ser una línea o una calle -le contesta ella-. Pero el corazón del hombre nunca es recto".
En los cuentos hay ogros, y si están ahí no es solo para asustar a los niños, sino para hablar de lo que también inevitablemente somos, aunque no nos guste: de esa naturaleza devoradora que nos define. Los cuentos son el verdadero realismo, dijo Chesterton. En ellos no solo hay criaturas aladas y dulces, incapaces de hacer daño a nadie, sino también ogros y sacamantecas. La vida del hombre es esa deriva interminable, esa proliferación de identidades. Saber aceptar las contradicciones.
Y la caza y el toreo son pura contradicción, pues tanto el buen cazador como el buen torero no se acercan a los animales para hacerles daño, aunque finalmente se lo hagan, sino para entrar en contacto a través de ellos con las fuerzas libres del mundo. Pocos han escrito páginas más hermosas sobre los animales que Isak Dinesen y, en nuestro país, que Miguel Delibes; y sin embargo, ambos eran unos contumaces cazadores. Los toros mueren en las plazas, pero sería injusto olvidar que pocos los aman y respetan tanto como los toreros.
En un mundo en que los animales apenas cuentan para otra cosa que para animar nuestras excursiones dominicales o nuestras citas gastronómicas, las plazas de toros son de los pocos lugares donde no se les cosifica y se les respeta y ama por su belleza y su fuerza. Pero esto no quiere decir que debamos justificar cómo se les trata en ellas. Tras la belleza del toreo está el horror, y sería absurdo negar que tras una limpia verónica no hay un animal asustado que sufre y quiere escapar como sea del lugar infernal al que se le ha conducido. ¿Y qué arte puede ser ese que en vez de salvar destruye lo que ama?
Fernando Savater, en su artículo La barbarie compasiva, critica con razón a los que no distinguen entre los animales y los hombres. "Sin duda -escribe-, biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética". Y es verdad, pero el problema reside justo en eso, en que somos noveleros. Es decir, que no podemos evitar ponernos en lugar de los otros y hacernos la ilusión de mirar por sus ojos. Mirar por los ojos de un niño, de un anciano, de una muchacha; pero también por los ojos de un toro, de un perro, de una hormiga. William Faulkner, en páginas inolvidables, nos narra la huida de un muchacho subnormal con una vaca; y el cuento más hermoso de Clarín, Adiós, Cordera, tiene por protagonista a una vaca a la que dos niños acuden a la estación a despedir porque sus padres, que son pobres, la envían al matadero.
La vaca del cuento de Clarín no protesta cuando la arrancan de sus prados, como tampoco lo hacen los toros bravos que llevan a las plazas. ¿Cómo podrían hacerlo si no pueden hablar? Pero que no puedan hablar no quiere decir que no seamos responsables de lo que les pasa. El silencio de los animales guarda historias que misteriosamente nos están destinadas. No escucharlas es un acto de impiedad hacia esa vida que compartimos con las otras criaturas del mundo.
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