El Papado como
infierno/Miguel Boyer Arnedo es economista.
El
Mundo | 14 de febrero de 2013
A mi no me extraña nada que haya dimitido el
papa Benedicto XVI. En cambio, estoy sobrecogido por el hecho de que la opinión
pública no parece tener nada claros los motivos de tal cosa. Parece que la
gente se ha creído la excusa de la edad, o que la decisión tiene algo que ver
con los escándalos de este pontificado: con la pederastia, o con las intrigas
sucesorias que se desvelaron en el asunto de los papeles que había robado el
mayordomo.
Para
mí la causa de esta dimisión es bastante simple. Sencillamente, el hecho duro y
brillante de que para un Papa la preocupación por la verdad parece que no
importa. Y esto hace que ser Papa se convierta para un intelectual en una carga
insoportable.
En la
televisión ha salido el actual ministro del Interior, que parece que es
cristiano y que además pertenece a una oscura orden religiosa. Y ha dicho que vio a Ratzinger hace poco,
pero que le encontró igual que siempre y que no parecía más cansado.
Yo me
imagino a Ratzinger recibiendo a Jorge Fernández Díaz; y después a alguien
parecido; y después a otro; y a otro más. Con esto no pretendo decir que
Fernández Díaz sea ni particularmente soporífero ni tampoco la alegría de la
huerta. Precisamente, ése es el problema. Que este ministro español seguramente
es como muchos otros: un elemento más dentro de una interminable retahíla a la
que el Papa tiene que dedicarle una gota de contenido y un océano de tiempo. Un mar de tiempo que pasa mientras, sobre
la mesa de su estudio, quedan abandonados Aristóteles o Kant, y Habermas o
Hegel. Esperando durante largas horas a que Ratzinger regrese, confinados en
las páginas de un libro cerrado y polvoriento.
Me
imagino la tortura que ha debido padecer el pobre hombre. Obligado a circular
en el horrendo Papamóvil. Convertido en una estampita viviente que saluda
moviendo la mano muy poquito, al más puro estilo de la reina de Inglaterra.
¡Dios mío! Hora tras hora. Inmerso en esa ritual trivialidad a modo de condena.
Freud decía que los miembros de la tribu usamos la liturgia para castigar a
nuestros reyes. Quizá tenía mucha razón.
Y lo
peor de todo es que cuando termina el pomposo castigo del Pontífice, y por fin
se le requiere para decidir finalmente alguna cosa, todo parece indicar que al
pobre hombre le llaman solamente para decidir sobre cuestiones de poder. Y da
la casualidad, o quizá no, de que esas son precisamente las más triviales de
todas las cuestiones. Los cargos, los nombramientos, las pequeñas ambiciones.
Todos
los ignorantes de este mundo piensan que el poder es inmensamente divertido.
Pero los intelectuales, que para algo son más listos, saben perfectamente que
lo divertido es la verdad. Quizá porque en el fondo la palabra tiene mucho más
poder que el lamentable tiovivo de los cargos. No es ninguna casualidad que
ahora haya dicho Benedicto que quiere dedicarse a la oración y la escritura. Lo
de escribir es evidente y necesita poca explicación. Pero lo de orar tampoco es
muy difícil de entender: lo ha mencionado porque la carga del Papado exige una
intransigente protección de la fachada.
Quizá
haya que explicar aquí que los papas intelectuales no creen en el cielo
folclórico de la tradición católica, sino que creen en la filosofía, en la
ontología, en la ética, y en la metafísica. Es decir, en la religión de Kant.
Por supuesto que sí. Pero también es cierto que para llegar tan alto han tenido
que convencerse en algún momento de que la institución de la Iglesia universal
necesita absolutamente la liturgia. Porque la liturgia es el idioma de los
pobres, de los ignorantes, y del pueblo. En el fondo, la Iglesia considera que
la masa es bastante ignara. Y también cree que si, en la lucha milenaria que ha
librado en favor de la verdad, ha sido necesario construir una institución tan grande
como la Iglesia católica, tiene que ser por una buena razón.
Por
eso incluso los papas filósofos como Ratzinger creen que hay que preservar las
pompas de la Iglesia como un mal menor. Saben que si hicieran lo que de verdad
les pide el cuerpo, si tradujeran todo el cuento folclórico al lenguaje formal
de la verdad, entonces esa gran institución, ese antiguo garante del humanismo
ilustrado, se evaporaría en poco tiempo.
Lo
que quizá no comprendan de entrada los papas filósofos, en ese trascendental
momento en el que se aprestan a aceptar el cargo, es cuán enormemente pesada se
les hará la carga de la trivialidad escénica con el transcurso de los años.
Porque ante la brutal sobredosis de liturgia que conlleva la cátedra de Pedro,
la renuncia al rigor intelectual se hace finalmente insoportable. Cuando
Ratzinger aceptó el Papado sin duda pudo ampararse en la herramienta
psicológica del deber y la resignación cristiana. Pero la frustración siempre
ha sido un veneno de carácter acumulativo. Tanto, que al final ni la amenaza de
la incomprensión puede frenar lo inevitable. Porque, no debemos engañarnos,
Ratzinger ha dimitido aun sabiendo que se iba a convertir en un gran
incomprendido. Y es que poca gente llegará a darse cuenta de que su último acto
como Papa ha sido una profunda reafirmación de su fe. Y esto es así porque
aunque es una fe católica muy pura, también es muy distinta de lo que creen las
mayorías más superficiales.
Escépticos
habrá que digan que lo que sostengo es mucho aventurar. Pero mis razones están
claras: basta conocer un poco los textos de la tradición cristiana, y la
historia de la filosofía occidental, para comprender que el catolicismo es en
el fondo lo mismo que la Ilustración. Es verdad que el cristianismo añade al
cóctel una chispita genial y genuinamente original: el detallito ese de que la
razón se haya encarnado en un niño al que poder amar. Y el cariño es una
importante diferencia. Cuando la totalidad abstracta de los griegos simbolizada
en un círculo perfecto se transmuta precisamente en su antítesis geométrica, es
decir, la cruz cristiana, la diferencia está en el amor que nos produce un bebé
inocente. Por lo demás, y considerando que Ratzinger no es un cura de pueblo,
sino que ha estudiado filosofía seriamente, es evidente que contempla la
religión y la razón del mismo modo.
Sea
como sea, quizá es hora de asumir que el Papado se ha convertido en una cosa
tan absurdamente ritualista que, si bien constituye un buen negocio para
actores como Wojtyla, también es un asunto ruinoso para filósofos sinceros como
Ratzinger. Y la verdad es que considerado así, a primera vista, esto de
expulsar a los mejores no parece una política de recursos humanos muy
brillante. Todo lo cual seguramente nos indica que la Iglesia católica tiene
que ponerse urgentemente a meditar sobre un problema muy profundo en relación
con cuál quiere que sea su esencia para el próximo futuro.