Los poetas, ya muertos, ganan/Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 19/01/08;
Ha muerto Ángel González y hoy sábado su ciudad natal, Oviedo, que no le dio ni un sitio donde cobijar su vejez, le regalará una plaza pública y muchas palabras de cínicos instalados. Porque los poetas ganan al morir, y es pena, porque a ellos ya no les sirve de nada, ni siquiera para escribir unos versos melancólicos sobre la desvergüenza. La gente adora a los poetas cuando ya tienen encima unas capas de tierra y dos quintales de papel de prensa dedicada. Cuando son glosados por sus amigos, sus viudas, sus amantes, sus enemigos, sus colegas curados ya de envidia, por los aspirantes al título, a quienes pagó un café, o el vecino que le señalaba a sus hijos con palabras cargadas de futuro, que diría otro poeta: “Ese tipo que va por ahí, con esa pinta, es poeta. ¡No te jode, poeta! ¡Vaya morro!”. La gloria para los poetas alcanza el paroxismo cuando fallecen. Los homenajes, los recuerdos, incluso se ponen sus nombres a fundaciones y premios que ellos no atisbaron en vida.
César Vallejo, cuando murió, sobre todo “de hambres”, se convirtió en una leyenda y su tumba parisina en lugar de peregrinación. Como Machado más o menos, al que tiraban piedras los niños de Soria, por rijoso. Y Leopardi; vaya vida puta. No digamos Gustavo Adolfo Bécquer, que no alcanzó a ver en libro ni una sola de sus obras; todo póstumo, salvo la pornografía a la que se dedicó durante años con notable éxito. Es verdad que algunos suertudos, sobre todo en países de alta cultura, lograron la gloria en vida, pero son escasos y no siempre los mejores.
Los dos poetas españoles que más estimo de la segunda mitad del siglo pasado, se apellidan González y Rodríguez (Claudio), y eso es jodido en un país donde los apellidos son importantes desde antes incluso del inquisidor debate sobre los cristianos viejos y la pureza de sangre. Un político o un empresario ya se encargan ellos, y sobre todo sus empleados, de hacerles brillar el apellido como si fuera único. Yo nací a la vida y a la pelea, que es lo mismo, con la poesía de Ángel González. El procedía de otro Oviedo que el mío, por edad y por amistades, y jamás nos encontramos fuera de dos saludos convencionales. Estaba empleado en el Ministerio de Obras Públicas, junto a otro grande y fallido creador, Juan García Hortelano. Ambos militaban a la sazón en el Partido Comunista, y si conseguían mantener el empleo en Obras Públicas, donde no pegaban literalmente ni un palo al agua, se debía al patrocinio de un fascista con rostro humano, emparentado con las máximas autoridades del franquismo, que les cubría diciendo: “La próxima, no lo podré parar y tendré que echaros a la calle”.
Nunca hablé con él de nada y no me produce ninguna envidia no haber participado en las sesiones etílicas hasta el alba, multitudinarias a lo que parece por la cantidad de reseñistas póstumos, donde el poeta desgranaba canciones hasta el amanecer.
Sin embargo seguí atentamente sus versos y sus pasos. Tengo grabada en mi memoria el efecto que nos causó su Tratado de urbanismo,que en muchas librerías y en casi todas las bibliotecas figura en la sección de Arquitectura. Y cuando uso el plural es porque me estoy refiriendo a unos cuantos que poblábamos entonces pensiones y casas de alquiler en el bronco e hirsuto Madrid de los sesenta; probablemente no éramos muchos pero lo creíamos. Conservo aún el ejemplar de 1967, editado por José Batlló en Barcelona, cuando esta ciudad era la capital intelectual de España. (Siempre que veo a Batlló, en su digna librería de Gràcia, con su aspecto de capitán de barco antiguo, me falta valor para inclinarme y respetuosamente darle las gracias; jamás en mi vida he cruzado con él una palabra, por vergüenza histórica y respeto. Como también es poeta, habrá que esperar a que se muera para que echen sobre su tumba dos quintales de loas en papel impreso)
Los poetas vivos son un incordio porque quieren comer y vivir normalmente, tal que las personas, pero conservando alguna engorrosa peculiaridad, como insistir en publicar sus textos, en vez de reservarlos para la posteridad. Me irrita, lo reconozco, cada vez que veo escrito negro sobre blanco que tal poeta o escritor tuvo que marchar de España por “el franquismo”, porque entonces la palabra “franquismo” adquiere una apelación ahistórica, cósmica. Nada real y social, como el cólera que fue.
Porque en muchos casos quien los echó no fue “el franquismo” en genérico sino los colegas de la universidad, los críticos de los diarios, los periodistas canallas, los denunciadores voluntarios, los inquisidores pasionales y los editores sátrapas y filisteos. Franco no supo ni de la existencia de Ángel González, ni Antonio Ferres, ni Jesús López Pacheco, por citar tres nombres que son el ramillete de escritores entonces con “mucho futuro” que se diría hoy, pero ahora desconocidos para casi todo el mundo que no esté avezado en el gremio. Ellos tuvieron que irse de esa España inhóspita de los años setenta y buscarse la vida en universidades norteamericanas, o canadienses. Y estoy seguro que este inmenso detalle no va a ser destacado en los kilos de elogios que va a desatar la muerte de ese gran poeta que fue Ángel González. Porque es verdad que sobrevivieron a los durísimos sesenta, y si consiguieron hacerlo es por las complicidades que generaba la esperanza en el fin de esa dictadura, de ese cólera que impregnó toda la sociedad. Pero desde finales de los años sesenta, tras el estado de excepción de enero de 1969, la vida empezó a carecer de futuro y sobre todo de presente.
Luego advino la democracia y se les concedió un homenaje aquí, una conferencia allá, y algún premio compensatorio. Ponerse el traje de pingüino y bien capadito ya, tener derecho a entrar en la Real Academia. ¡Qué pasmo si levantara la cabeza la generación de la República!, esa que los profesores siguen llamando “del 27″ sin saber que fue a causa del miedo etílico de Dámaso Alonso que la bautizó en la revistucha nacionalcatólica Finisterre (1948). Me estoy refiriendo a los Cernuda, Bergamín, Salinas, Lorca, Hernández… los que llamaban “putrefactos” a los caballeros del pingüino y la Academia. Pero en la cultura, como en tantos campos, el cólera siguió vivo.
Como nadie lo va a recordar se lo cuento yo y así sabemos lo mismo todos. Ese notable poeta que acaba de morir, Ángel González, vivió desde los años setenta gracias a la universidad norteamericana de Albuquerque, en Nuevo México, que le acogió dignamente. Todos los intentos que hizo el poeta por conseguir algún curso, algunas clases continuadas que le permitieran abandonar aquel destierro americano chocaron con la resistencia berroqueña de las universidades españolas. Incluso les digo más, en la Universidad de Oviedo, donde fue invitado en 1985 para dar un curso de cuatro meses se planteó la posibilidad de nombrarle “profesor invitado”. Pero no fue posible. Ningún departamento ni decano ni rector encontró la fórmula que le permitiera quedarse y hubo de volver a los Estados Unidos. Reunido el departamento de Literatura de la Universidad de Oviedo, capitaneado por dos amantes de la mejor poesía, los catedráticos Martínez Cachero y Caso, padre de la escritora Ángeles Caso, rechazaron por doce votos frente a uno que un poeta vivo alcanzara un privilegio como el suyo. ¡Cómo va a dar clase, si ni siquiera es licenciado!
Así se comprende que el pasado diciembre, con el poeta tambaleante – “soy lo que queda de un señor antiguo”-, jugando ya las últimas cartas con la vida, la Universidad de Oviedo le nombrara doctor Honoris Causa. Probablemente estaban presentes los que le negaron el derecho a quedarse en España y dar clases de lo que sabía más y mejor que ellos. Hubo discursos académicos, aplausos y hasta lloros de emoción. La memoria ausente facilita los fluidos; se llora y se orina con impávida parsimonia. Pero nadie recitó esos terribles versos del último periodo del poeta:
“¿Qué sabes tú de lo que fue mi vida?
Ahora sólo ves estos últimos años que son como la empuñadura de un [ cuchillo clavado hasta el final en mi costado.
Arráncalo de golpe y un borbotón de [ sueños salpicará tu rostro”.