Queda por saber cómo se rematará la inacabada transición de Chile, que en todo caso ha sufrido ya una transformación sustancial e irreversible. Hasta 1996, era el paradigma de la impunidad. No constituye novedad alguna señalar que Pinochet fue, por este orden, un traidor, un asesino y un corrupto, uno de tantos matarifes de la doctrina de seguridad nacional. Lo que le convirtió en un personaje singular fueron su víctima y sus éxitos. La primera, el Chile democrático que decidió romper las reglas de Yalta impuestas en 1945, que dividían el mundo en dos áreas de influencia. Los éxitos, la prosperidad de Chile -que despegó económicamente apenas Estados Unidos retiró los palos en las ruedas que Nixon había colocado para derribar a Salvador Allende- y la impunidad. Pinochet había sido el cartero de la guerra fría que envió a la comunidad internacional un mensaje disolvente de muerte y destrucción para recordarles las reglas vigentes, y que, acabada la guerra, se paseaba por el mundo a salvo de cualquier exigencia de responsabilidad penal amparado en sus condiciones sucesivas de presidente, comandante en jefe y senador vitalicio, todas ellas mal habidas, haciendo negocios y alardeando de su triunfo con una prepotencia temeraria que a la postre le costaría cara. El personaje mediocre y astuto que en los setenta se confesaba admirador de Franco no se conformaba dos décadas más tarde con menos que Bonaparte.
La comunidad internacional le respondió cuando pudo: en 1996 los carteros fuimos los integrantes de la siempre minoritaria Unión Progresista de Fiscales, que al menos por una vez tuvimos sentido de la oportunidad y decidimos, mediante una denuncia, poner al personaje donde por muchos años le hubiera correspondido estar: ante un tribunal de justicia.
Aunque lo más cariñoso que nos dijeron entonces es que estábamos locos, el tiempo demostró que habíamos acertado, puesto que las condiciones estaban dadas: había caído el muro de Berlín, las Torres Gemelas seguían todavía en pie, y la comunidad internacional se estaba acostumbrando a dirimir sus conflictos más o menos pacíficamente. Eran los años del Tribunal de la ex Yugoslavia, del de Ruanda, y de la Corte Penal Internacional.
Entonces ocurrió. Durante esa luna de miel sin precedentes, el general decidió realizar uno más de sus muchos viajes de negocios a Londres, desoyendo las advertencias de que en Madrid tenía abierta una causa penal que paciente y discretamente habíamos alimentado entre unos pocos dotándola de una prueba de cargo demoledora.
El 16 de octubre de 1998, los viejos principios de Núremberg que dos años antes habíamos desempolvado y engrasado con más fe que destreza demostraron su plena vigencia, y el viejo dictador quedó atrapado en esa telaraña que llamamos espacio judicial europeo. Millones de víctimas en todo el mundo sintieron en ese instante la misma emoción que debió estremecer a David al comprobar que Goliat no era invencible. Se pudo. Pinochet no era inmune, y había dejado de ser impune. No lo había conseguido Gobierno alguno. Era el juicio de las víctimas, y su grandeza consistía en que la justicia alcanzaba por primera vez a quien no había sido previamente vencido por las armas.
Siguió el examen de los Lores, que con meticulosidad británica comprobaron uno por uno los argumentos de la demanda y llegaron finalmente a la conclusión que cabía esperar desde un principio: ellos jamás brindarían protección a un personaje tan siniestro, inasequible a la compasión y con el corazón tan lleno de escorpiones como Macbeth, el arquetipo anglosajón de la ambición desmedida, la traición y el crimen.
Apareció luego la razón de Estado desnuda para despertarnos del sueño. Cuando la extradición ya había sido concedida en primera instancia, después de 503 días de arresto domiciliario -uno por cada diez de sus víctimas mortales- volvió la impunidad, el agujero negro de la justicia por el que se nos caen a diario, sin que acertemos a evitarlo, las víctimas desprotegidas de la violencia oficial en los cinco continentes.
En este caso, la impunidad tiene nombres propios: Tony Blair, José María Aznar y Eduardo Frei. El proceso judicial fue interrumpido con el argumento que enseguida se demostraría falaz de que el estado de salud de Pinochet no le permitía afrontar el juicio, y el general fue devuelto a Chile a sabiendas de que en aquel país, como los hechos han demostrado más tarde, no se daban las condiciones mínimas para que las víctimas encontraran ante sus tribunales la verdad, la justicia y la reparación a que tienen derecho según las Convenciones que los Estados ratifican y los Gobiernos incumplen.
Había una salida digna, respetuosa con el orden jurídico internacional, que los políticos europeos podrían y deberían haber exigido: que Chile solicitara la extradición. Su petición hubiera resultado preferente a la española y conllevado el compromiso de juzgar al general de vuelta en Chile. Prefirieron no hacerlo.
Abandonados de nuevo a su suerte, los chilenos se toparon otra vez frente a frente con el personaje que había destruido la democracia más vieja de América del Sur con ayuda -paradojas de la política- de la democracia más vieja de América del Norte. Libre, otra vez impune, Pinochet fue protegido entonces por sus muchos cómplices, todos los que habían ejecutado sus órdenes criminales, quienes le habían encubierto y apoyado, los que se lucraron con su dictadura. Algunos jueces chilenos, sin apenas respaldo institucional, hicieron su mayor esfuerzo, pero no fue suficiente.
Estos días, los partidarios del general presumen de que ha muerto sin ser condenado. Es cierto y no lo es. El Chile al que volvió es muy distinto del que había dejado al partir: la Corte Suprema que él había elegido le desaforó y los Juzgados pudieron procesarle; a él y a centenares de sus cómplices, muchos de los cuales se encuentran en prisión. Imperfectas, incompletas, la verdad y la justicia se han abierto camino en Chile, mucho más que en otros lugares; infinitamente más que en España, sin ir más lejos. Y finalmente, se ha confirmado una regla universal que, no obstante serlo, pocas veces logra demostrarse: no se encuentran personajes limpios para encargarse del trabajo sucio. Quienes hacen del secuestro, la tortura y el asesinato una forma de vida, perciben obviamente el robo como un pecado venial. Amasando una fortuna a cuenta de sus víctimas, Pinochet convirtió la corrupción en rutina para sí y para su familia.
¿Por qué, entonces, destruido histórica y políticamente, reputado públicamente como criminal y corrupto, ha seguido encontrando partidarios hasta el fin de sus días? Porque la justicia importa. Porque la verdad, establecida en una sentencia judicial, parece más verdad. Porque ésa es la manera en que hemos organizado políticamente las sociedades humanas: se llama democracia, se articula sobre la división de poderes, y consiste en que el restablecimiento del orden jurídico perturbado por el crimen es misión exclusiva y excluyente, sin interferencias, del poder judicial, que debe ser consciente de su autoridad y de su responsabilidad. Es por eso que una sociedad en la que prevalece la impunidad, en la que los jueces no hacen su tarea porque no quieren o no pueden, no es una democracia completa. No es la justicia la que resulta incompatible con la democracia. Es la impunidad.
Pinochet, bien a su pesar, es ya un precedente histórico: no como libertador de Chile, según él hubiera apetecido, sino como criminal. Por generaciones, el precedente judicial “Pinochet Ugarte y otros” será invocado -lo está siendo ya- como instrumento de justicia universal frente a las violaciones más groseras de los derechos humanos, estableciendo que la responsabilidad penal, como la memoria y los derechos de las víctimas, atraviesa indemne los años, los indultos y las fronteras.
Éste va a ser un camino largo, con avances y retrocesos; las oportunidades, como las mareas, irán y vendrán. Siempre habrá gobernantes y jueces dispuestos a anteponer razones políticas, económicas y diplomáticas a los derechos de las víctimas, pero la próxima vez, la fuerza de la sociedad civil deberá ser tan poderosa como para hacerles entender de antemano que su decisión tendrá un coste que no estarán dispuestos a pagar.
Tomado de EL PAÍS, 17/12/2006);
El azar ha querido que me encuentre en Santiago de Chile cuando las exequias fúnebres del general Augusto Pinochet. Con muy buen criterio, el Gobierno de Michelle Bachelet le negó un funeral de Estado y el ex dictador fue honrado sólo por los institutos armados, como antiguo comandante en jefe del Ejército. Pero ni siquiera las Fuerzas Armadas chilenas han querido identificarse plenamente con el ex dictador, como muestra el hecho de que hubieran dado de baja en el acto al nieto de Pinochet, el capitán Augusto Pinochet Molina, por haber pronunciado un discurso indebidamente en el funeral de su abuelo.
Aunque varios millares de personas, nostálgicas de los diecisiete años que duró la dictadura, fueron a mostrar sus respetos ante los restos expuestos en la Escuela Militar, todas las encuestas prueban estos días que una gran mayoría de chilenos condena ahora su régimen, por las violaciones a los derechos humanos, la corrupción y el enriquecimiento ilícito que lo caracterizó. Al igual que en el resto del mundo, aquí también muchos han lamentado que Pinochet muriera sin haber sido sentenciado por ninguno de los crímenes que cometió. Más de trescientos procesos por asesinatos, torturas, abusos de poder y tráficos ilícitos, que sus abogados consiguieron dilatar y dilatar, deberán ser ahora sobreseídos, aunque esto no exonera a sus subordinados, otros cómplices y comprometidos en las exacciones.
Pero el grueso de la opinión pública chilena, e internacional, lo había ya sancionado y Pinochet pasará a la historia, no por ser “el general que salvó a Chile del comunismo” (así decían algunos carteles de sus partidarios), sino como el caudillo de una tiranía que asesinó a por lo menos 3.500 opositores, torturó y encarceló a muchos miles, obligó a exiliarse a otros tantos, y durante 17 años gobernó con una brutalidad sin atenuantes a un país que tenía una tradición de legalidad y coexistencia democrática rara en América Latina. El mito según el cual fue un dictador “honrado” se eclipsó hace tiempo, cuando se descubrió que tenía cuentas secretas en el extranjero -en el Banco Riggs de Washington- por cerca de 28 millones de dólares y que, por lo tanto, encajaba perfectamente en la horma prototípica de los dictadores latinoamericanos, como asesino y ladrón.
Los incidentes violentos que han tenido lugar el día de su muerte en las calles de Santiago entre sus partidarios y adversarios son una prueba flagrante de las heridas y divisiones que la dictadura militar ha dejado en la sociedad chilena y lo lenta que es su cicatrización y la reconciliación. Incluso ahora, que Chile es un país muy distinto a aquel en el que Pinochet se izó al poder mediante un golpe militar, una democracia moderna y próspera, en plena expansión, los enconos, rencores y odios subterráneos que se gestaron durante su Gobierno -alguno de ellos, antes, durante la Unidad Popular- siguen fragmentando al país y amenazando con subir a la superficie con cualquier pretexto.
La condena firme e inequívoca del tiranuelo que fue Pinochet, y de su inicuo sistema, no debe significar, sin embargo, una justificación ni un olvido de los gravísimos errores cometidos por la Unidad Popular, de Salvador Allende, sin los cuales jamás se hubiera creado el clima de desgobierno, violencia y demagogia que llevó a muchos chilenos a apoyar el putch de Pinochet. Allende presidió un Gobierno legítimo, nacido de impecables comicios, pero apoyado sólo por poco más de un tercio del electorado chileno. Su mandato no lo facultaba para llevar a cabo la revolución socialista radical que intentó, siguiendo el modelo cubano, y que produjo una hiperinflación que generó inseguridad y furor en las clases medias, y una polarización política que, a diferencia de otros países latinoamericanos, Chile no había conocido hasta entonces. Eso explica que el golpe militar no hubiera sido rechazado por el grueso de una sociedad que hasta entonces parecía tener sólidas convicciones democráticas y buena parte de la cual, sin embargo, se cruzó de brazos o apoyó a los militares sublevados.
Es verdad, también, que la dictadura oprobiosa de Pinochet, abrió, inesperadamente, una vía para la recuperación económica y la modernización de Chile. Hay que repetir, una y otra vez, que esto ocurrió no por, sino a pesar del régimen dictatorial, por una serie de circunstancias específicas de Chile, que permitieron algo inconcebible en cualquier satrapía castrense: que el régimen entregara el manejo económico a un grupo de economistas civiles -los Chicago Boys- y los dejara hacer reformas radicales -apertura de fronteras, privatización de empresas públicas, integración a los mercados del mundo, diseminación de la propiedad, fomento a la inversión, reforma del trabajo y de la seguridad social- que orientaron a Chile en un camino que lo ha llevado a la prosperidad de que ahora goza.
Sin embargo, la verdadera modernización de Chile comenzó luego, con la caída de la dictadura, cuando el primer gobierno democrático de la Concertación, en 1990, a la vez que desmontaba todo el aparato represivo y censor de Pinochet, conservaba en lo esencial, aunque perfeccionándolo en los detalles, el modelo económico. Cuando el electorado chileno ratificó con sus votos aquella sensata política y, de hecho, se estableció un consenso nacional respecto a las líneas directrices -democracia política y economía de mercado-, Chile empezó a dejar atrás, por fin, ese subdesarrollo en el que todavía chapotean la mayoría de países latinoamericanos.
Hay insensatos que aún creen que un Pinochet es necesario para que un país atrasado empiece a progresar. Éste fue, por ejemplo, el argumento de los pinochetistas peruanos, que son los fujimoristas. Es verdad que Fujimori hizo algunas reformas económicas. Pero todas ellas -sin una sola excepción- se frustraron por los robos vertiginosos y los atropellos vesánicos de que vinieron acompañadas. Lo mismo, con variantes, se puede decir de todos los regímenes que han pretendido inspirarse en el modelo “pinochetista”.
No hay modelo pinochetista. Un país no necesita pasar por una dictadura para modernizarse y alcanzar el bienestar. Las reformas de una dictadura tienen siempre un precio en atrocidades y unas secuelas éticas y cívicas que son infinitamente más costosas que el statuo quo. Porque no hay verdadero progreso sin libertad y legalidad, y sin un respaldo claro para las reformas de una opinión pública convencida de que los sacrificios que ellas exigen son necesarios si se quiere salir del estancamiento y despegar. La falta de ese convencimiento y la pasiva resistencia de la población a los tímidos, o torpes, intentos de modernización explican el fracaso de los llamados “gobiernos neo-liberales” a lo largo y ancho de América Latina, y fenómenos como el del tonitronante comandante Chávez, en Venezuela.
¿El nonagenario cadáver de Pinochet es ya una figura arqueológica, como será, más pronto que tarde, sin duda, la de Fidel Castro? ¿La espantosa estirpe de la que ambos son figuras emblemáticas se eclipsará con ellos? Nada me alegraría más, pero no estoy tan seguro. Es verdad que, hoy, en América Latina, con la excepción de Cuba, todos los gobiernos tienen un origen legítimo, incluido Chávez. Y también que la gran mayoría de los gobiernos de izquierda en el poder respetan el juego democrático y se ciñen a los usos constitucionales. Ésta es una novedad positiva, sin duda.
El problema es que la democracia política sin desarrollo económico dura poco. La pobreza, el desempleo, la marginación adelgazan el sustento popular de una democracia sin éxitos sociales y provocan tanta frustración y rencor que pueden hacer que ésta se desplome. El populismo de que hacen gala varios de estos gobiernos es un obstáculo insuperable para el verdadero progreso, aun en países beneficiados providencialmente con el oro negro, como Venezuela.
Ojalá que la trágica historia de Allende y Pinochet no se repita, ni en Chile ni en ninguna otra parte.