19 jul 2010

Homenaje a Monsi

El homenaje /Jordi Soler
Reforma, Cultura, 19 Jul. 10
En el año 1997, en una de las misiones más estrafalarias en las que he participado, me tocó, junto con Juan Villoro y José Álvarez, llevar a Carlos Monsiváis a conversar con el cantante Bono. Al líder de U2 le interesaba oír lo que opinaba el escritor de su propio país, que entonces seguía gobernado por el PRI y removido por la sensibilidad indígena nacional que habían desamarrado los zapatistas en 1994. Después de ver el concierto en los lugares que nos designó el mánager del grupo, pasamos a los intestinos del estadio donde había dispuesta una mesa larga con canapés y bebidas. Bono apareció vestido de verde olivo, con una gorra, escorada hacia el hemisferio izquierdo, que podría haber sido prima hermana de la que usaba entonces el subcomandante Marcos. Lo que siguió a continuación, mientras los demás, incluido Edge, picábamos un canapé y nos servíamos un trago, fue que Monsiváis se puso a explicarle a Bono todo lo que quería saber e, inmediatamente después, empezó él a preguntarle al cantante generalidades, detalles y más adelante minucias sobre el conflicto de Irlanda del Norte, y lo hizo con un conocimiento, que nos dejó a todos, Bono incluido, boquiabiertos.

PAN

¿vale más lanzarse a una lucha que pueda llevar a los grupos contrarios al exterminio, para lograr el triunfo inmediato o perderlo todo, o vale más sacrificar el triunfo inmediato a la adquisición de una fuerza que solo puede venir de una organización bien orientada y con capacidad de vida?  Carta de Gómez Morín a Vasconcelos.
Extraviado /Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma, 19 Jul. 10
Manuel Gómez Morin entendió que la política era una batalla contra el arrebato. Hacer política era remar contra la precipitación y aun contra el instinto. Domar la bestia con paciencia; resistir sus carnadas con razón. A eso dedica cartas a Vasconcelos que bien se pueden leer como uno de los argumentos más coherentes de nuestra tradición contra la tentación personalista. El admirador del maestro no creyó nunca en su Llamado. El entusiasmo es un cerillo corto. Ni al mejor de los hombres debe entregarse toda la esperanza: un proyecto auténtico de renovación exige tiempo, ideas, estructura. Necesitamos, decía Gómez Morin, una "organización bien orientada". Eso quería: una organización bien orientada y selecta, con entereza e ideas claras.
El producto está desorientado y bien desorientado tras la desgracia del éxito. Su dirigente nacional se muestra orondo, palabra que el diccionario vincula a la satisfacción presuntuosa pero también a la hinchazón hueca. El éxito de su estrategia reciente lo mantiene en su puesto pero, en realidad, es síndrome de un extravío o, más bien, de varios. A 10 años de haber ocupado la Presidencia de la República, el Partido Acción Nacional no tiene más eje que sus antipatías primitivas. El PAN no encuentra otra propuesta, no halla otro mensaje que su antagonismo inicial. Incapaz de hacer acopio de éxitos recientes y promesas atractivas, se ha puesto en renta: un simple vehículo del antipriismo. Después de décadas de oposición y 10 años de gobierno, el PAN es una mala copia del partido opositor que fue. Es un partido desdibujado, marcado por la inseguridad, el miedo y el resentimiento.

Una lectura del libro de Alonso Lujambio sobre la vida del PAN (La democracia indispensable. Ensayos sobre la historia del Partido Acción Nacional, DGE - Equilibrista, 2009) alimentaría severas recriminaciones a la conducción reciente de ese partido. En ese vívido recorrido por la biografía del PAN y sus cultivadores, pueden encontrarse tres propósitos vitales de Acción Nacional: la formación de un ideario práctico, la construcción de una institución sólida y bien implantada en el país y la transformación cultural de nuestra política. Gómez Morin, Christlieb y Castillo Peraza serían las figuras emblemáticas de esa triple ambición.
Acción Nacional es hijo del defensor más elocuente de la técnica. Buscaba ideas realizables, propuestas concretas que pudieran hacer frente a la fraseología de los demagogos. Respetaba por ello el conocimiento que incuba lentamente, la experiencia que se forma entre retos, el prestigio que dan los resultados. Encontraba en la técnica el compromiso auténtico con la vida, no el culto a la abstracción. Pero el partido que fundó hace política de espaldas a la técnica. No sólo eso: gobierna con abierto desprecio al mérito. El amiguismo impera hoy como nunca. No hay otro requisito para formar parte del círculo superior de la administración que la lealtad personal. Los técnicos que Gómez Morin quiso cultivar fueron usados primero por el panismo en el gobierno pero han sido crecientemente hostigados. No es raro que preparen su retorno al poder con otro boleto.
La paciencia panista partía de la convicción de que el cambio tendría que avanzar de la periferia hasta el centro. Su ambición no fue inmediatamente presidencial: quiso transformar el poder antes de ejercerlo. No solamente habría de competir y ocupar las plazas de la representación local, había que formar institución en el pueblo, el municipio, el estado. Había que hacerlo, además, de cierto modo, con reglas y en democracia. Pero tal parece que esa convicción ha reventado. La dirigencia nacional del PAN considera que las condiciones son tan adversas hoy que no puede obstruirse la estrategia electoral del partido con reverencias federalistas. Implantó por ello un auténtico régimen de excepción. En efecto, la dirigencia de Acción Nacional ha impuesto una dictadurcilla en nombre -¡otra vez!- de la transición: paréntesis que pone las reglas ordinarias en suspenso y que concentra el poder en la autoridad central. La ocupación no tiene precedente en la historia panista. Su éxito no debe hacernos olvidar la ominosa anomalía.
Quiso el PAN ser también alternativa cultural. Carlos Castillo Peraza llegó a creer, gramscianamente, que el PAN había triunfado en los valores antes de imponerse en las elecciones. Creía que sus ideas sobre la competencia política, la economía, el sindicato o el Congreso se habían hecho las ideas de todos. Las aberraciones, por indefendibles, se irían extinguiendo. Hoy podemos decir que ese orgullo que sentía el yucateco se convirtió en el gran fracaso histórico del PAN: su derrota cultural. Tras ganar la Presidencia, el PAN perdió la brújula: hoy defiende sátrapas sindicales; reparte puestos por burdos criterios de amistad, condena el mérito y renta su sello en beneficio de priistas en desgracia.
***
Carta de Manuel Gómez Morín a José Vasconcelos.
Noviembre 3, 1928.
Muy respetado y querido amigo:
Oportunamente recibí su carta del 16 del mes pasado, pero no le había contestado porque Lidia ha seguido enferma y eso me tiene muy trastornado.
Ese mismo motivo me ha privado del tiempo necesario y de la libertad espiritual necesaria también para seguir activamente el trabajo de organización del partido de que le hablé en mi anterior. No creo que, aun habiendo podido disponer libremente de mí, el partido pudiera estar organizado para estas fechas. Y no lo creo porque en lo que llevo trabajando hasta ahora me he podido dar cuenta exacta de la gran parte que tomaba mi entusiasmo en la creencia de que un partido así podría organizarse con cierta rapidez y estar en condiciones de trabajar eficazmente desde luego.
Hay tantas trabas y tantas dificultades y tantos intereses que se oponen a una acción de esta naturaleza, y que yo ni siquiera sospechaba, que con toda sinceridad tengo que decirle que el resultado de esta primera excursión de mi parte en el terreno político es una profunda desilusión de muchas gentes, y sobre todo, de mí mismo. Ahora se que no valen ni la buena fe ni el alto propósito ni el grande entusiasmo para trabajar políticamente. Para ello es preciso, en primer término, ser político; tener los hábitos y los procedimientos de los políticos, y reunir una multitud de cualidades que no son las que ordinariamente sirven para que un hombre pueda solamente pensar las cosas con claridad y ejecutarlas con desinterés y con precisión técnica.
Siento no estar de acuerdo con usted en muchos puntos de su carta. En primer lugar, el procedimiento. Cierto que es indispensable no hacer de la designación de candidato una lotería y cierto también que la opinión requiere saber qué personas son las que van a tener sobre sí la tarea de un nuevo gobierno.
Además, dada la tradición política de los últimos años, la gente está acostumbrada a no tener mucha fe en los programas y a seguir, en cambio, a las personas. La candidatura de usted despierta grande entusiasmo; pero sigo creyendo que cualquier actitud que se asemeje a la de candidato es inconveniente por difícil de sostener y por fácil de atacar. No es lo mismo hacer una gira de conferencias o de discursos para la organización de un movimiento nacional o de un partido nacional, que ponerse en pie de propaganda doce meses antes de la fecha de la elección. Luego la postulación inmediata, que en mi concepto no debe confundirse con la presentación de personalidades, va en contra de los principios democráticos por los cuales se quiere pelear y cuya realización se exige
Por otra parte, improvisar un grupo para jugar su destino como grupo histórico y el destino individual de sus componentes como hombres, en el albur de las primeras elecciones que se presenten, me parece indebido por temerario. En cambio, si se puede hacer una gran labor si llega a constituirse firmemente un grupo que entre de lleno a la política con toda actividad y con todo valor, pero sin que se necesite escoger desde luego a un hombre para presidente y sin cifrar su éxito y su tarea principal en dar el triunfo a ese hombre, así sea el mejor.
Estoy sintiendo cuan absurdo es que yo opine sobre estas cosas al mismo tiempo que me reconozco incapaz para hacer política. Estoy sintiendo, también, que en la posición actual de usted es ridículo que yo haga estas observaciones. Pero usted recordará que desde nuestra entrevista en Nueva York, allá por 1925, yo siempre he creído que lo más importante para México es lograr integrar un grupo, lo más selecto posible, en condiciones de perdurabilidad, de manera que su trabajo, sin precipitaciones, pueda ir teniendo cada día, por esfuerzo permanente, un valor y una importancia crecientes.
No creo en grupos de carácter académico; pero tampoco creo en clubes de suicidas. Y no porque niegue la eficacia del acto heroico de un hombre que se sacrifica por una idea, sino porque creo que el sacrificio que realizaría un grupo o un hombre, por definición selectos, metidos precipitadamente a la política electoral y sacrificados en ella, no será el sacrificio por una idea, sino el sacrificio de la posibilidad misma de que la idea se realice en algún tiempo.
Cierto que públicamente y de la manera más oficial posible se ha hecho un llamado ahora para iniciar una nueva vida democrática, legal, luminosa y todo lo demás. Pero ese llamado, por muy sincero que sea, no es más que un llamado, no es la cosa misma y todavía pasará algún tiempo antes de que esa cosa se convierta en realidad. Justamente para que esa realidad llegue, será necesario que la buena intención o la sinceridad del llamado se apoyen en organizaciones selectas, capaces de adquirir o de desarrollar fuerza bastante para imponer los nuevos principios en un medio que está absolutamente corrompido. Y si el llamado hecho no es sincero ni de buena fe, con más razón, se necesita para hacer una vida democrática en México la organización durable y el trabajo permanente de grupos que pueden adquirir fuerza bastante para imponerse al medio corrompido y a la deslealtad del llamado mismo.
En los dos casos, pues, es indispensable, sobre todas las cosas, se procure la formación de grupos políticos bien orientados y capaces de perdurar.
La manera de hacer que se formen esos grupos perdurables es darles un carácter tal que resulte injustificable en contra de ellos cualquier intento de destrucción. Si esos grupos pretenden desde luego, y antes de adquirir posiciones firmes en la opinión política, entrar en lucha con los elementos que actualmente tienen el poder y que no están muy favorablemente dispuestos a soltarlo, necesariamente, también entrarán en una lucha en la que ellos tratarán de hacer a un lado a los que están, los que a su vez tratarán de destruirlos a ellos. Y como los que están tienen la fuerza y como los nuevos grupos, por muchas razones, no estarán aún bien organizados ni probablemente habrán logrado convencer a las gentes de que son algo nuevo, de que dan a las grandes palabras su verdadero significado, de que tienen una bandera distinta, lo más probable es que en esa lucha los que están tengan el triunfo completo sino que se pierde, también, la esperanza misma por muchos años.
Además, formar grupos perdurables no quiere decir que forzosamente tendrán que ser grupos transaccionistas, como usted dice. Yo puedo no transigir con usted en cien cosas y criticarle y proclamar que no estoy de acuerdo con su acción, sin ponerme por ello en condiciones que hagan a usted precisa la lucha violenta conmigo, y el hecho de que los dos subsistamos, de que yo viva y mantenga mi opinión al mismo tiempo que usted viva y mantenga la suya y aun la imponga, no implica forzosamente una transacción. Querrá decir, a lo sumo, que usted tiene más fuerza que yo, o que usted tiene, políticamente al menos, más razón que yo Es condenador, pues, por tibieza y por transaccionismo, a quienes pretenden formar un grupo que busque la eficacia de su trabajo y su perdurabilidad, es cosa infundada y no tiene razón alguna.
Todavía más, aunque a ello no obligaran los mismos principios democráticos que se proclaman ni la conveniencia de la lucha, sería importante pensar en la necesidad de la organización previa de los grupos, pues aun cuando una lucha inmediata, despertando un gran sentimiento de la opinión pública, una de esas olas inmensas de convicción popular que arrastran a todo un régimen , tuviera éxito inmediato ahora, la falta de grupos previamente organizados, y no sobre la base de un hombre sino sobre la base de una común convicción, haría imposible la paz al día siguiente del éxito y originaría un estado de cosas terrible porque faltaría la disciplina de la organización de tal manera que o se perdería pronto el éxito logrado dándole nuevamente el triunfo al grupo derrotado o se caería en una dictadura, apostólica si se quiere, pero siempre una dictadura, con todos sus peligros y todos sus defectos.
El ambiente que había en 1920 era admirable. Un gran movimiento de opinión expulsó al carrancismo del poder y, a pesar de su apariencia militar, ese movimiento fue, en realidad, una ola de indignación moral en contra de los métodos carrancistas. Pudieron llegar al gobierno personas como usted y durante algún tiempo, al menos fue posible desarrollar en el gobierno una tarea libre y orientada.
El triunfo de esa orientación y esa libertad fue, sin embargo, precario, y a pesar de la fuerza personal de hombres como usted, la falta de un grupo sólidamente organizado y capaz de recibir la herencia política que se había elaborado, de imponer normas superiores de conducta al gobierno cuando este pretendió romper su propia condición y sus promesas, hizo que todo el triunfo anterior, que todas la oportunidades que parecían evidentes, que muchas de las obras ya realizadas, no tuvieran la esperada continuidad.
Si hubiera existido entonces, en vez de rebaño político de ocasión, una organización seriamente establecida, las cosas habrían pasado de muy distinta manera y no se habría perdido para México, en una nueva revuelta y en otros muchos accidentes semejantes, todo lo que se había ganado con anterioridad. Y lo mismo pasará siempre que el triunfo se organice sobre la base de un hombre o sobre la igualmente precaria de un entusiasmo que fundamentalmente nazca de valores negativos. Al día siguiente del éxito, al fuerza adquirida se desmorona y se convierte exclusivamente en un prestigio y en la inercia de la situación adquirida.
Se muy bien que el momento es de acción y no de discusión; se que para la acción vale más el hombre capaz de levantar una bandera que el más puro, más claro y más firme programa; pero toda mi inexperiencia política no me impide ver con claridad las circunstancia que antes quedan expuestas.
Hay protestas que no deben hacerse, como las del valor personal que, igual que el movimiento, se demuestra andando. Pero le aseguro que hasta donde yo mismo puedo juzgarme y hasta donde puedo juzgar a muchas gentes que nos son canallas, para pensar en todas las cosas que dejo dichas no interviene en nada el sentimiento de cobardía. En México no es una exclamación retórica el decir que cuando se va a trabajar políticamente se está dispuesto a dar la vida; pero tanto se puede dar la vida sosteniendo a una persona como formando un grupo y como, en ciertos casos, absteniéndose simplemente. Y algunas veces es más seguro perder en los dos últimos casos que en el primero. Quizá corrió usted más riesgo en 1924 con quedarse en México, que el que hubiera corrido haciendo una revolución y lanzándose al campo.
Le repito, pues, que no hay cobardía en esta manera de pensar, aunque la cobardía tiene tantos disfraces que yo mismo dudo a veces si ahora se me está presentando con las barbas positzas de la conveniencia o con la máscara trágica del deber.
En resumen: ¿vale más lanzarse a una lucha que pueda llevar a los grupos contrarios al exterminio, para lograr el triunfo inmediato o perderlo todo, o vale más sacrificar el triunfo inmediato a la adquisición de una fuerza que solo puede venir de una organización bien orientada y con capacidad de vida?
Personalmente creo en lo segundo y mi reciente experiencia me confirma en esa actitud. Yo no dudo de la posibilidad de que un hombre como usted pueda agitar a un país entero en un movimiento de entusiasmo, pero aparte de que eso es un caso de excepción, si dudo mucho de la persistencia de ese entusiasmo durante catorce meses de lucha y, más aún, de la eficacia de tal entusiasmo para continuar y convertirse en opinión ilustrada y gobernante, una vez logrado el éxito supuesto.
Quiero hacerme la ilusión de que no tengo razón alguna al pensar como pienso. Ojalá usted el que tiene razón y que el destino se ponga de acuerdo con el entusiasmo Lo deseo ardientemente. Pero más ardientemente deseo que todavía sea tiempo de adoptar otro camino que el ya iniciado y que, sin rehuir responsabilidades, sin dejarse llevar por pequeños prejuicios, sin cobardía que se disfrace de impersonalismo o de cualquiera otra cosa igual, pero teniendo bien presente la situación real de México y la verdadera necesidad que existe de organizar políticamente al país, más que de un cambio histórico de hombres, sea posible orientar todo el trabajo actual a la difusión y a la propaganda de las ideas esenciales y a la constitución de grupos o partidos que pueden ser capaces de expresar con fuerza permanente la opinión pública. No rehuir, repito, ni la lucha ni la responsabilidad; no afirmar, tampoco, que sólo el éxito seguro justifica la acción; pero hacer una lucha que no cifre su éxito en la próxima campaña electoral sino en la crítica constructiva desde luego, y como es natural para toda empresa política, en la futura conquista del poder, una vez que pueda contarse con fuerza organizada suficiente para que la lucha no resulte estéril y no se convierta en un puro e inapreciado sacrificio o en una mera dictadura si llega el entusiasmo a tener éxito.
Me imagino cuán sanchopancesca puede parecer esta recomendación, cómo es fácil ridiculizarla porque sufre en apariencia la prueba del heroísmo y cuánto más atractiva resulta la idea de una campaña rápida y de un triunfo fulgurante; pero corre el riesgo de que usted mismo piense de mí todas esas cosas antes de decidirme a decirle cosas contrarias a mi pensamiento y a lo que me ha llevado una meditación en la que, sin poner en juego, voluntariamente al menos, ningún motivo personal, he querido entender claramente la situación actual y mi propio deber.
Que todos en su casa estén bien. No habrán de estarlo mucho pensando en todos los peligros que usted va a correr próximamente. Muy cariñosos recuerdos de mamá y de Lidia. Besos de los hijos y un abrazo con el gran cariño invariable de
Manuel.

La empatía

Distancia o implicación emocional?
FERRÁN RAMON-CORTÉS
Publicado en El País Semanal, 18/07/2010;
Cuando nos cuentan un problema, a menudo nos debatimos entre mantenernos a cierta distancia o implicarnos emocionalmente. Lo apropiado es el término medio: la empatía.
Hace unos años, mi padre tuvo una grave enfermedad de corazón. La operación fue bien, pero una complicación pulmonar lo mantuvo durante más de un mes sedado en la UCI debatiéndose entre la vida y la muerte. Durante aquel largo mes, fuimos a visitarlo y a recibir el parte médico a diario.
Acudíamos al hospital con el corazón encogido y nos desesperábamos ante la frialdad del médico que, con explicaciones llenas de tecnicismos unas veces, o con la ausencia total de explicaciones otras, no nos daba ningún mensaje que nos reconfortara.
Lo comenté con una amiga que trabaja en un gran hospital, y me dio una explicación que tenía todo el sentido. “Se trata de una UCI posquirúrgica”, me dijo. “La mitad de los pacientes fallecen. Imagínate si los médicos se implicaran emocionalmente en cada caso. No podrían hacer su trabajo…”.
Tenía razón y lo acepté. Pero reconozco que aquella explicación no me solucionó nada. Yo seguía sintiéndome fatal ante la aséptica comunicación de un médico al que sabía un excelente profesional, pero muy lejano de nosotros.
Compartía a menudo mi desesperación con mis amigos, hasta que uno de ellos me dio la clave: “Es cierto que el médico no se puede implicar”, me confirmó. “Pero entre la implicación emocional y la distancia hay un camino intermedio: la empatía. Consiste en que él capte tu angustia y sea capaz de comunicarte que la percibe sin hacerla suya”.
“¿Cómo?”, pregunté. “Modulando su comunicación acorde con tu angustia”.
No tuve nunca el valor de pedírselo al médico. La suerte es que el cirujano jefe, al que podíamos ver semanalmente, sí lo entendía así, y sí se comunicó con nosotros haciéndose eco de nuestra angustia.
Cuando nos cuentan un problema, especialmente si lo hace un familiar o alguien muy cercano, es habitual que nos impliquemos emocionalmente. De hecho es lo que muchas veces se espera de nosotros. Sin embargo, implicarse emocionalmente en los conflictos de los demás no es bueno. En primer lugar, porque nos contagiamos de su estado de ánimo, con lo que, presos de las emociones, dejamos de ver objetivamente las cosas y perdemos la capacidad de ayudarles. Y en segundo lugar, porque si lo hacemos por sistema, acabaremos sufriendo un desgaste emocional que tendrá sus consecuencias en nuestra salud y en nuestro ánimo.
La implicación emocional en los problemas de los demás no es una buena manera de ayudarles. Sin embargo, mantener la distancia tampoco es la solución. Distanciarse de un conflicto que nos cuenta alguien nos convierte en personas frías, desinteresadas por los demás. Aunque sin duda es una actitud que nos protege emocionalmente, no ayuda en absoluto en la relación personal.
Hay una tercera vía: la empatía. Es una respuesta que conecta emocionalmente con el otro, sin que haya por nuestra parte un desgaste emocional, y sin que altere nuestra percepción o peligre nuestra objetividad.
Captar no es sentir
“La empatía representa la habilidad sensitiva de una persona para ver el mundo a través de la perspectiva del otro” (Sebastià Serrano)
Muchas veces he visto definida la empatía como “la capacidad de sentir lo que el otro siente”. Esta no es ciertamente la empatía que buscamos cuando nos enfrentamos a los problemas de los demás, porque el contagio del sentimiento –un hecho científicamente demostrado y que ocurre espontáneamente si no ponemos ciertas barreras– nos incapacitará para la ayuda. Sugiero una definición alternativa, que consiste en considerar la empatía como la capacidad de captar lo que el otro siente, y añado una coletilla fundamental: y de comunicarle que lo capto. Esta es la forma que tenemos de no resultar fríos y asépticos, y sin embargo no cargar con el peso emocional de los problemas ajenos.
Para desarrollar esta empatía son fundamentales dos cosas: en primer lugar, ser capaces de captar el estado emocional de los otros. Lo lograremos escuchando lo que nos dicen, pero sobre todo prestando atención a cómo nos lo cuentan. Para captar los sentimientos, el tono de la voz y las expresiones en lenguaje no verbal (la mirada, los gestos, la posición del cuerpo…) son más importantes que todo lo que la persona a la que escuchamos nos pueda decir. Debemos escuchar con los ojos.
Y en segundo lugar, hemos de ser capaces de comunicar al otro que captamos su sentimiento. Será la forma en que notará nuestra proximidad y se sentirá comprendido. Será también la forma en que saldremos de la frialdad que podría suponer no implicarnos en su problema.
Separando el pensar y el sentir. Tenemos muchas formas de hacerlo, algunas más explícitas que otras, pero lo fundamental será el modo en que interactuemos. La mejor forma de demostrarle que captamos su estado emocional será comunicarnos con él utilizando las palabras, el tono y los gestos adecuados a la situación que nos esté describiendo y a las emociones que esté sintiendo.
La empatía es enemiga de los juicios. No se basa en la razón, sino en la emoción. La vía de la empatía no contempla jamás la crítica, y precisa de la completa aceptación del otro en el momento psicológico en que se encuentre, sin prejuicio alguno, y dejando de lado nuestra opinión.
Hay quien construye verdaderas tesis escuchando a los demás. Quien busca constantemente las contradicciones y disfruta “pillando en falso” al otro. Y quien aprovecha la ocasión para aleccionar a los demás haciendo gala de principios éticos y comportamientos ejemplares. Todo ello está muy lejos de la escucha empática.
A través de la empatía no emitimos ninguna opinión. Nos limitamos a expresar al otro que captamos su sentimiento en toda su intensidad.
Cazadores al acecho. Hay gente que va por la vida con un gran gancho, mirando cómo engancharnos a la mínima. Quieren que nos impliquemos en sus problemas, en sus emociones, quieren que sintamos lo que sienten, que lo vivamos con ellos. Que les demos la razón y la aprobación de sus conductas. Si caemos en ello, estaremos siempre enganchados. Acudirán a nosotros sin tregua, generándose relaciones de dependencia. Seremos víctimas de una relación tóxica, que a nosotros nos resultará agotadora y a los demás los perpetuará en su falta de crecimiento.
Si les queremos ayudar de verdad, debemos abstenernos de caer en sus garras. Debemos evitar la implicación emocional y guardarnos muy mucho de darles sistemáticamente la razón. Lo que más les ayudará –aunque ellos busquen desesperadamente nuestra implicación– es que estemos emocionalmente a su lado, escuchándolos y comprendiéndolos, pero sin manifestar nuestra opinión.
Cuando nosotros necesitamos ayuda. Muchas veces seremos nosotros los que buscaremos a alguien a quien contar nuestros problemas. Cuando lo hagamos, no busquemos a quien resuelva o a quien sufra con nosotros el conflicto. Busquemos a quien nos pueda hacer de espejo, reflejándonos fielmente lo que sentimos. Quien nos deje expresarnos sin restricciones, ayudándonos así a que encontremos nosotros mismos las soluciones. Si no, los conflictos no nos ayudarán a crecer.
Habilidades para practicar la empatía
1. Escuchar. Lo que nos dicen y, sobre todo, lo que no nos dicen. Escuchar con los ojos.
2. Aceptar al otro. Sin juicios ni críticas.
3. Concretar. Preguntar por ejemplos concretos. No caer en generalidades.
4. Confrontar. Desenmascarar incongruencias. Facilitar la autocomprensión del otro.
5. Mantener la proximidad. Tener consciencia del momento presente. Captar las señales no verbales.
Libros que dan pistas
– ‘La elegancia del erizo’, de Muriel Barbery. Seix Barral, 2008.
– ‘Martes con mi viejo profesor’, de Mitch Albom. Maeva, 2000.
– ‘El dios de las pequeñas cosas’, de Arundhati Roy. Anagrama, 1998.
– ‘El señor Ibrahim y las flores del Corán’, de Eric-Emmanuel Schmitt. Obelisco, 2003.
– ‘La nieta del señor Linh’, de Philippe Claudel. Salamandra, 2006.

Viaje por Saramago

Viaje por Saramago
PILAR DEL RÍO
El País Semanal, 18/07/2010;
Este es un homenaje a un Premio Nobel de literatura fallecido hoy hace justo un mes con las sentidas palabras de su viuda y las evocadoras imágenes que, basándose en diferentes pasajes de sus libros, el fotógrafo tomó por El Alentejo, Trás-Os-Montes, Lisboa, Mafra y Granada
José Saramago escribía libros y abría puertas por las que transitamos hacia una cultura, otros escritores, un modo de entender la vida, un país. Supimos un día que Portugal tiene el tamaño adecuado para que una mujer, Blimunda, lo recorra a pie buscando a su hombre, al que acabará encontrando minutos antes de que la Santa Inquisición lo queme vivo por el nefando crimen de haber ayudado a juntar voluntades humanas y así volar en una pasarola que recorrió los cielos de Lisboa, Mafra, la sierra de Montejunto y los mares de Ericeira en un viaje único porque un fraile culto, un hombre manco y una mujer con poderes juntaron pensamiento y arrojo, valores humanos a los que no renunciaron pese a la amenaza de pagar por ello un precio tan alto como alta es la propia vida, la de cada uno, la de todos. La trinidad laica que formaban Blimunda, Baltasar y Bartolomeu entre sueños y estrecheces oyó tocar a Scarlatti porque la música es aérea y él cómplice en la elevación de los seres humanos, mientras, más allá de los acordes, trabajadores reclutados a la fuerza por el ejército de Don João V construían un convento palacio para conmemorar el nacimiento de Maria Bárbara, y por el que hoy pasean los turistas con Memorial del convento bajo el brazo. Y por llevar el libro entienden mejor la arquitectura y la naturaleza humana. Íntimamente mejor.
En la raya con Extremadura está el Alentejo. Dice Saramago, por haber mirado tal vez desde la moderna altura de un avión, o desde su estatura, quién sabe, que lo que más hay en la tierra es paisaje, a no ser, añade, la abundancia de penas y tantos sueños sin cumplir de gente que él ha conocido bien, los campesinos sin tierra del Alentejo que cruzaron su tiempo esperando el día levantado y principal en el que pudieran decir, por fin, aquí estamos, somos y merecemos lo que la historia nos viene negando. Ese día en que los vivos y los muertos se juntarían en un desfile alegre, al que no faltaría el perro Constante, ni los Maltiempo que se sucedieron en una dinastía siempre pobre, de trabajar de sol a sol, de mudarse de un lugar a otro, estos olivos, estos campos sin sembrar, esta lluvia, el ajuar sobre un burro, el colchón, la olla, poco más tenemos que estos hijos, van al desfile Juan y su mujer Faustina, que juntos comieron pan y chorizo una noche de invierno, y Sara de la Concepción y Domingo Maltiempo, todavía con la soga al cuello, la soga con la que se ahorcó por culpa del vino y del mal vivir, o Tomás Espada con Flor Martinha, tanto tiempo esperándote, decía ella, o la hormiga mayor, que vio en Monte Lavre cómo torturaban a Germano Vidigal mientras ella arrastraba provisiones con las que pretendía llegar hasta el día del desfile, un tiempo en que ninguna policía política mataría a golpes a un hombre, relato verdadero que Saramago reconstruye en Levantado del suelo y que no pudo volver a leer nunca porque no era capaz de aguantar tanta brutalidad. Para distanciarse eligió, a la hora de narrar, el punto de vista de la hormiga, sin saber, o intuyéndolo, que hasta las hormigas, con sus minúsculos cerebros, expresarían alarma, quiénes son estos, de qué vientre han nacido para creerse dueños de otros que también han nacido de vientres, tan iguales todos al nacer, con el mismo futuro, de no mediar las hambrunas y otras maldades que confunden a la genética y ofenden a la ética.
Los paisajes mueren porque los matan, no porque se suiciden. El río Almonda, que pasa por Azinhaga, vio nadar cuerpos jóvenes y en sus aguas se lavaron miles de sábanas que luego, al caer la noche, olían a juncos, que era el olor a limpio de la ropa de los pobres. Ahora nadie podría bañarse en esas aguas, el filósofo tendría que callarse, ni una vez siquiera se podría gozar de la amable tibieza de un río del que se conocen todos los recodos y entrar en él es como entrar en un cuerpo bienamado. Cortaron los olivos, contaminaron el paisaje, se quedó la gente que a sí misma se sucede, los azules de las fachadas, las calles que ya no son de tierra, el recuerdo de unos abuelos altos, que cuidaban cerdos, las estrellas, que dicen que son las mismas, o tal vez sean el reflejo de lo que ya no está. Azinhaga, Ribatejo, caballos a lo lejos, en casa una cama pintada, un fogón, unas sillas, una mesa, un Portugal íntimo y precioso, descrito en Las pequeñas memorias, un país de recuerdos que nos une a todos en las mismas emociones y los mismos desconsuelos. Así éramos, no sabemos lo que hemos ganado ni lo que hemos perdido, no está inventada la máquina de medir la dimensión de la humanidad que transportamos.

El viaje no acaba nunca. Decían que en Orce, Granada, encontraron al hombre más antiguo de la Península. Saramago le dio nombre, le puso Pedro Orce y se fue a ver los caminos de esa región meses antes de hacerla suya para siempre. Entró en cuevas que son casas, conversó con pastores que son nuestros contemporáneos aunque reproduzcan modos de vida que se pierden en el tiempo, tan duros y tan antiguos, juntó en un dos caballos a cinco andantes, tres hombres, dos mujeres, sujetos libres que vivieron proezas antes nunca imaginadas, y más tarde Saramago escribió que no existe ninguna novela que no tenga palabras de más, aunque a otras le falten páginas, de modo que escribió un capítulo nuevo para La balsa de piedra, otro viaje dentro del viaje para ver cómo nacen los ríos, y acabar diciendo, ante las aguas claras y ágiles del Castril, que mirándolas "el tiempo tiene otro sentido, como un instante de eternidad en la atroz brevedad de la duración humana. La nuestra".

Dice Saramago que a Portugal se entra por Camões. También por Eça de Queiroz, por Teixeira de Pascoaes, por Camilo Castelo Branco, por Sophia de Mello Breyner, por los poetas, luminosa constelación, por Fernando Pessoa, siempre por Fernando Pessoa en su estupenda complejidad. Hace años escribió José Donoso que si Lisboa desapareciera pero quedara un ejemplar de El año de la muerte de Ricardo Reis, el espíritu de la ciudad estaría salvado. La ciudad que se mira a sí misma, desconfiada, arañada de caminos que se cruzan, para ir, tal vez para volver, raíles de tranvías, calles tortuosas, la sombra de un deseo, el silencio pesado, la monotonía de los coches, un olor doméstico del jabón de almendra, la mujer que camina segura, la que mira a lo lejos enredada en convenciones mientras su mano inerte le dicta la vida y tal vez la soledad. Y un beso prolongado, tanto y tanto, un encuentro de dos hombres, el que no existe porque murió, el que no puede existir porque era invención. Fernando Pessoa, Ricardo Reis, la sabiduría de contentarse con contemplar el mundo desmentida en más de 400 páginas, la sabiduría de expresar la tristeza humana contada en más de 400 páginas. "Aquí, donde el mar acaba y la tierra empieza". "Aquí, donde el mar ha acabado y la tierra espera".

Salió Saramago de su país para entrar con ojos nuevos. Lo recorrió de Norte a Sur y de Este a Oeste. Utilizó carreteras secundarias, caminos vecinales y todos los desvíos que le llevaran al interior de las cosas. Eligió describir piedras en vez de paisajes, aldeas en vez de palacios, un cuadro de una esquina frente al gran retablo mil veces reproducido por su innegable belleza. Pero se quedó con la Pietá de Belmonte y con el palio de Cidadelhe, tan amorosamente custodiado, de Sintra, del palacio de la Pena dio señal, pero se detuvo describiendo cierta forma de amasar el pan y dar de comer, tan necesaria para la justicia del mundo. Viaje a Portugal no es una guía, es un testamento, una manera de mirar y ver. De descubrir la huella de la mano que levantó el monumento, la respiración de las piedras, el latido extremo de una civilización que se acaba y nadie puede decir si para bien.

Unos meses antes de morir Saramago recorrió Portugal, una vez más su país, Constância, Camões, el Tajo, Castelo Novo, el Río Coa, los olivos, las vides, Figueira de Castelo Rodrigo, la historia. Saramago murió con los ojos llenos de un país que no es grande, pero a él le dio vida y a cambio él le fue ofreciendo los libros que escribía. Portugal era el mundo desde el que José Saramago se hacía todas las preguntas y trataba de encontrar alguna respuesta. Viajó, decía, por Portugal, siguiendo la ruta de un elefante que tuvo que llegar hasta Viena por una absurda decisión real. Y Saramago, como el elefante Salomón, partió desde Belén país adentro, con la emoción de quien sabe algo de la condición humana y permanece dispuesto a la sorpresa. En Castelo Novo leyó en voz alta unas líneas escritas 30 años antes: "Castelo Novo es uno de los más conmovedores recuerdos del viajero. Tal vez vuelva, tal vez no vuelva nunca, tal vez evite volver, solo porque hay experiencias que no se repiten". Volvió y quizá aún esté allí: al fin y al cabo, como dice el epílogo de El viaje del elefante, "siempre acabamos llegando a donde nos esperan". A Portugal, sin duda, y desde Portugal, a todos sus lectores.¨
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Donde el mar se acabó y la tierra espera
JUAN CRUZ 18/07/2010
Hay una fotografía impresionante del adiós a José Saramago en Lisboa, el pasado 20 de junio. Ahí se ve a una mujer, Pilar del Río, que mira desde la distancia imposible del amor el rostro ya del otro mundo de quien fue su marido, el hombre al que vino a buscar hace muchas navidades, en un arrebato.
Ella había leído, como en trance, un libro trascendental de aquel escritor tímido, retraído, incapaz de perder la compostura ni ante el incendio de Lisboa, que cayó ante sus ojos cansados de portugués tranquilo.

El libro era El año de la muerte de Ricardo Reis, y Pilar del Río, periodista, convenció a sus jefes en Televisión Española para que la enviaran a Lisboa a entrevistar a su autor, para indagar dentro de aquella melancólica historia de vida y muerte, de homenaje al aire de Pessoa, que es el aire de atardeceres rojos de la ciudad más suave de Europa.

Hablaron, y entre ellos se estableció en ese mismo instante una complicidad amorosa que aún no tuvo ni besos ni manos, ni fue más allá de una declaración tácita de que se tenían que volver a ver.

Pilar del Río es una mujer apasionada pero pudorosa, un ser humano acostumbrado a soñar que no hay distancias entre lo que desea y la posibilidad de obtenerlo, así que enseguida dibujó un viaje para volver a ver a Saramago.

Cuando alguien, entre los fotógrafos sigilosos que había en aquel cuarto mortuorio del Ayuntamiento de Lisboa, hizo ese retrato en el que Pilar mira a José y éste yace en su lecho final, tomó ese retrato del adiós de su mujer al marido de cuerpo presente, yo estaba al lado de Javier Pérez Royo, catedrático sevillano, amigo de Pilar y de José desde unas navidades de mediados de los ochenta. Se acercó a mi oído y me dijo: “Nosotros trajimos a Pilar a que pasara la primera noche con José”.

De todo amor hay un primer instante, y de ese amor que empezó cuando Pilar del Río cerró El año de la muerte de Ricardo Reis después de leer esa frase que culmina la novela como si apuntalara un grito (“Aquí, donde el mar se acabó y la tierra espera”) hay, pues, esa instantánea que nadie tomó y que ahora es recuento final, relato del principio.

Pérez Royo y su mujer, la también catedrática Josefina Cruz, estaban allí, certificando la tristeza del adiós al que fue amigo de ambos y subrayando el recuerdo de la primera vez. Iban con frecuencia a Lisboa, y Pilar les pidió que la llevaran; había quedado con José Saramago, que ya entonces era autor de ese y de otros libros que le hacían sonar como uno de los más potentes escritores de Europa. Todavía no había resonado el escándalo que motivó el Gobierno portugués tratando de tachar El Evangelio según Jesucristo que causó el disgusto y el exilio de Saramago hacia Lanzarote. Pero Saramago era un gigante que los recibió como él era, un ser humano que estaba y no estaba al mismo tiempo, un hombre reservado y pulcro que hablaba solo al final del laberinto de su silencio.

Esa primera noche era Navidad, y Saramago había quedado para otra cena, así que los depositó a los tres en El Conventual, un restaurante magnífico de Lisboa, y fue al día siguiente, me dijo Pérez Royo, cuando ya la pareja fue por primera vez y para siempre la pareja que después hemos conocido. Cuando llegaron a Lisboa, era el atardecer de la ciudad, esa luz de Pessoa que ya fue, desde Ricardo Reis y de Memorial del convento, la luz que Saramago dibujó contra las piedras del tiempo.
Esa fotografía en la que Pilar dice adiós, en el silencio que ya solo rompe el recuerdo, transmite la mirada más honda de aquella chiquilla que dejó sus mochilas de periodista y decidió seguir la huella de quien ya la había enamorado. Donde el mar se acabó y la tierra espera. Allí estaba Pilar, cerca del mar, consciente de la tierra. Esa es la mirada que se ve en la foto; en su profundidad está la historia, como la luz en la piedra.