Cuentos infinitos/Cristina Fernández Cubas
Hace unos días, desayunando en el café de costumbre, me hice con el único periódico libre que quedaba en la barra. Eran ya casi las once y me sorprendió encontrarlo en buen estado. Empecé por el final, una entrevista. O, mejor, por una de las respuestas que un lector anónimo se había molestado en destacar envolviéndola en un trazo verde que recordaba a una nube. Hay gente que tiene la manía de garabatear en periódicos ajenos, y otra, entre la que me cuento, que no puede resistirse a mirar sus dibujos, subrayados o signos. El entrevistado era John Michael Bishop, rector de la Universidad de California, premio Nobel y autor de notables descubrimientos en el campo de la investigación médica. Me llamó la atención que, hablando de sus hallazgos, insistiera en la importancia de "seguir la nariz", algo que, en principio, no me pareció demasiado científico. Continué leyendo. "La nariz", en efecto, era una forma de nombrar la intuición, pero -como aclaraba enseguida- una intuición "que se alimenta de conocimientos racionales: de tantas cosas que no sabes que sabes. Y de repente... ¡conexión! ¡Los conectas! Te puede pasar en la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sueños...". El lector anónimo había subrayado en sueños. Miré alrededor. Dos oficinistas, el peluquero del barrio y un grupo de estudiantes extranjeros. Cualquiera de ellos, además de un bolígrafo verde, podía haber tenido un sueño revelador aquella noche. Y volví a la nube. A la respuesta de J. M. Bishop, la frase que, entonces me di cuenta, iba mucho más allá del campo de la investigación científica. Pensé en el cuento. Y pensé también que aquella frase me había gustado, mucho antes de saber que me había gustado.
En el territorio del cuento suelen concurrir un montón de factores a menudo absurdos; por lo menos, contradictorios. El cuento no goza de la misma aceptación en todos los países, cosa sabida, ni tampoco del mismo respeto. A veces, incluso, en casos extremos, cuentistas y lectores -el lector juega un papel importante en lo que estamos hablando- tienen la sensación de pertenecer a una secta, una singular hermandad de iniciados protegida por infatigables estudiosos que desenvainan la espada a la menor ocasión en defensa del género. Aunque ¿quién lo ataca? Nadie, que yo sepa. Por lo menos abiertamente. Se trata, a lo sumo, de un silencio, de un "pasar por alto", de situar el género-cuento en un lugar más que discreto de unas hipotéticas estanterías. Y sin embargo ¡cuántas veces se rompe este silencio! A los novelistas se les pregunta por sus novelas. A los cuentistas por el cuento. Algo misterioso debe de tener el género para que haya dado lugar a tantas y tantas páginas sobre sí mismo. Y en los intentos de aproximación, en las numerosas "poéticas" -que, otra curiosidad, además de a los poetas, únicamente se nos pide a los cuentistas- encontramos una serie de premisas en la que casi todos los autores estamos de acuerdo. Hablamos así de esfericidad, del valor de la mirada, de la importancia de "lo que no se dice", de concisión, de intensidad, de economía, de equilibrio, o de que, posiblemente y a la postre, un buen relato es el que va más allá de la palabra "Fin" y persigue al lector hasta mucho después de haberlo concluido. Pero ahí empieza y acaba la concordia. Porque hay más. Y en esas tentativas de aproximación -palabra que prefiero a "definición", por lo que esta última pueda tener de carcelaria- siempre asoma algo que, de repente, nos aleja. No sabemos lo que es. ¿Y para qué saberlo? Tal vez en eso estribe la esencia secreta de un buen cuento. Un soplo, una presencia ausente que felizmente se resiste a ser encasillada. Algo muy semejante a una chispa, un fogonazo, la "conexión" de la que hablaba Bishop, y que puede ocurrir en cualquier momento. "En la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sueños...".
Es posible que tampoco en este punto estemos todos completamente de acuerdo. Existen casi tantos cuentistas como maneras de afrontar un cuento, e, incluso, si un autor nos abre su trastienda, nos percataremos enseguida de que cada relato ha obedecido a un impulso diferente. Sería absurdo pretender encorsetarlos. Hay cuentos que se escriben de un tirón, con una facilidad pasmosa, como si estuvieran dormitando en un lugar recóndito del cerebro y el autor, en funciones de amanuense de sí mismo, no tuviera más misión que arrancarlos de su letargo y transcribirlos. Otros, en cambio, actúan como auténticos secuestradores. Surgen de pronto, se instalan en nuestra cabeza, en el papel, en nuestra vida, malogrando el menor intento de deserción, conminándonos a entregarnos en cuerpo y alma, y dejándonos prácticamente sin aliento. Sólo al final, al término del cautiverio, volvemos a ser lo que fuimos y respiramos liberados. Cortázar, que conocía de sobra estos arrebatos, los llamó "cuentos contra el reloj", apreciación únicamente aplicable al género, porque parece más que improbable que, en ese especial estado de posesión, se pueda empezar y acabar una novela sin que el autor perezca en el intento. Pero no siempre la creación resulta tan rápida o compulsiva. Muy a menudo -y apelo ahora sobre todo a mi experiencia- el proceso de escritura se asemeja a un largo pasillo en el que nos adentramos con cierta tranquilidad y paso firme. Tenemos un objetivo en la mente y un itinerario en la mano. Creemos -de ahí nuestra aparente decisión- saber adónde vamos. Pero no está tan claro que así sea. Porque aunque, como dijo Borges, resulta "un gran alivio conocer el final", eso no implica que, forzosamente, lleguemos a donde nos habíamos propuesto. En el largo pasillo, a derecha e izquierda, en el techo o bajo nuestras pisadas, se abren puertas, se adivinan ventanas, se dibujan altillos, o se presienten sótanos o pozos profundos. Y el autor, muy dueño de seguir implacable el trayecto previsto, puede, al contrario, ceder a la tentación de curiosear, traspasar puertas, asomarse a ventanas, o preguntarse qué es lo que se oculta bajo sus pies o se esconde en el interior de los altillos. Corre el riesgo de perder el rumbo, cierto. O de perderse, en todos los sentidos. Aunque también es posible que, después de sus pequeñas incursiones, vuelva al plan originario y termine arribando a puerto enriquecido. O quizás el puerto -el "alivio" de Borges- no sea, como creíamos, el destino final, sino tan sólo una escala que deje entrever otro puerto. O una sucesión de puertos. Cuando esto ocurre -así, de pronto, sin previo aviso- el autor se siente como un mago que acaba de sacar un animal vivo de la chistera. Una paloma o un conejo que no recordaba haber escondido en el forro de la levita o en sus enormes bolsillos de doble fondo. Y se asombra, claro está. No podría ser de otra manera.
Pero no estoy hablando de magia ni de milagros, sino de algo tan simple como la chispa, el fogonazo; la súbita conexión con esas "cosas que no sabemos que sabemos". Y, sin embargo, allí están. Como en los bolsillos del prestidigitador olvidadizo, o como en la vieja e inhóspita posada española, minuciosamente descrita por Richard Ford, entre otros viajeros de talento, y rescatada por Jünger en las últimas líneas de su Visita a Godenholm. Nuestra posada es un cruce de caminos, un intercambio de historias y vivencias. Pero también un lugar de desabastecidas alacenas en el que los huéspedes, en definitiva, no encuentran "más que lo que traen consigo en su equipaje". Palabras que en su día me impresionaron, y que, si alguien husmeara en mis estanterías, descubriría todavía hoy subrayadas en rojo. En un tímido, respetuoso y cada vez más desvaído trazo de lápiz rojo. -
En el territorio del cuento suelen concurrir un montón de factores a menudo absurdos; por lo menos, contradictorios. El cuento no goza de la misma aceptación en todos los países, cosa sabida, ni tampoco del mismo respeto. A veces, incluso, en casos extremos, cuentistas y lectores -el lector juega un papel importante en lo que estamos hablando- tienen la sensación de pertenecer a una secta, una singular hermandad de iniciados protegida por infatigables estudiosos que desenvainan la espada a la menor ocasión en defensa del género. Aunque ¿quién lo ataca? Nadie, que yo sepa. Por lo menos abiertamente. Se trata, a lo sumo, de un silencio, de un "pasar por alto", de situar el género-cuento en un lugar más que discreto de unas hipotéticas estanterías. Y sin embargo ¡cuántas veces se rompe este silencio! A los novelistas se les pregunta por sus novelas. A los cuentistas por el cuento. Algo misterioso debe de tener el género para que haya dado lugar a tantas y tantas páginas sobre sí mismo. Y en los intentos de aproximación, en las numerosas "poéticas" -que, otra curiosidad, además de a los poetas, únicamente se nos pide a los cuentistas- encontramos una serie de premisas en la que casi todos los autores estamos de acuerdo. Hablamos así de esfericidad, del valor de la mirada, de la importancia de "lo que no se dice", de concisión, de intensidad, de economía, de equilibrio, o de que, posiblemente y a la postre, un buen relato es el que va más allá de la palabra "Fin" y persigue al lector hasta mucho después de haberlo concluido. Pero ahí empieza y acaba la concordia. Porque hay más. Y en esas tentativas de aproximación -palabra que prefiero a "definición", por lo que esta última pueda tener de carcelaria- siempre asoma algo que, de repente, nos aleja. No sabemos lo que es. ¿Y para qué saberlo? Tal vez en eso estribe la esencia secreta de un buen cuento. Un soplo, una presencia ausente que felizmente se resiste a ser encasillada. Algo muy semejante a una chispa, un fogonazo, la "conexión" de la que hablaba Bishop, y que puede ocurrir en cualquier momento. "En la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sueños...".
Es posible que tampoco en este punto estemos todos completamente de acuerdo. Existen casi tantos cuentistas como maneras de afrontar un cuento, e, incluso, si un autor nos abre su trastienda, nos percataremos enseguida de que cada relato ha obedecido a un impulso diferente. Sería absurdo pretender encorsetarlos. Hay cuentos que se escriben de un tirón, con una facilidad pasmosa, como si estuvieran dormitando en un lugar recóndito del cerebro y el autor, en funciones de amanuense de sí mismo, no tuviera más misión que arrancarlos de su letargo y transcribirlos. Otros, en cambio, actúan como auténticos secuestradores. Surgen de pronto, se instalan en nuestra cabeza, en el papel, en nuestra vida, malogrando el menor intento de deserción, conminándonos a entregarnos en cuerpo y alma, y dejándonos prácticamente sin aliento. Sólo al final, al término del cautiverio, volvemos a ser lo que fuimos y respiramos liberados. Cortázar, que conocía de sobra estos arrebatos, los llamó "cuentos contra el reloj", apreciación únicamente aplicable al género, porque parece más que improbable que, en ese especial estado de posesión, se pueda empezar y acabar una novela sin que el autor perezca en el intento. Pero no siempre la creación resulta tan rápida o compulsiva. Muy a menudo -y apelo ahora sobre todo a mi experiencia- el proceso de escritura se asemeja a un largo pasillo en el que nos adentramos con cierta tranquilidad y paso firme. Tenemos un objetivo en la mente y un itinerario en la mano. Creemos -de ahí nuestra aparente decisión- saber adónde vamos. Pero no está tan claro que así sea. Porque aunque, como dijo Borges, resulta "un gran alivio conocer el final", eso no implica que, forzosamente, lleguemos a donde nos habíamos propuesto. En el largo pasillo, a derecha e izquierda, en el techo o bajo nuestras pisadas, se abren puertas, se adivinan ventanas, se dibujan altillos, o se presienten sótanos o pozos profundos. Y el autor, muy dueño de seguir implacable el trayecto previsto, puede, al contrario, ceder a la tentación de curiosear, traspasar puertas, asomarse a ventanas, o preguntarse qué es lo que se oculta bajo sus pies o se esconde en el interior de los altillos. Corre el riesgo de perder el rumbo, cierto. O de perderse, en todos los sentidos. Aunque también es posible que, después de sus pequeñas incursiones, vuelva al plan originario y termine arribando a puerto enriquecido. O quizás el puerto -el "alivio" de Borges- no sea, como creíamos, el destino final, sino tan sólo una escala que deje entrever otro puerto. O una sucesión de puertos. Cuando esto ocurre -así, de pronto, sin previo aviso- el autor se siente como un mago que acaba de sacar un animal vivo de la chistera. Una paloma o un conejo que no recordaba haber escondido en el forro de la levita o en sus enormes bolsillos de doble fondo. Y se asombra, claro está. No podría ser de otra manera.
Pero no estoy hablando de magia ni de milagros, sino de algo tan simple como la chispa, el fogonazo; la súbita conexión con esas "cosas que no sabemos que sabemos". Y, sin embargo, allí están. Como en los bolsillos del prestidigitador olvidadizo, o como en la vieja e inhóspita posada española, minuciosamente descrita por Richard Ford, entre otros viajeros de talento, y rescatada por Jünger en las últimas líneas de su Visita a Godenholm. Nuestra posada es un cruce de caminos, un intercambio de historias y vivencias. Pero también un lugar de desabastecidas alacenas en el que los huéspedes, en definitiva, no encuentran "más que lo que traen consigo en su equipaje". Palabras que en su día me impresionaron, y que, si alguien husmeara en mis estanterías, descubriría todavía hoy subrayadas en rojo. En un tímido, respetuoso y cada vez más desvaído trazo de lápiz rojo. -