El dragón en la historia/Mario Vargas Llosa,
EL PAÍS, 05/04/09;
¿Qué es un dragón? Un animal mítico, enorme y pestilente, de una o varias cabezas, cuerpo de saurio o de serpiente, alas cartilaginosas parecidas a las de los murciélagos y patas de cocodrilo, que arroja fuego por las fauces y atraviesa las culturas y las épocas como encarnación de los miedos, pesadillas, malos instintos y fascinaciones malignas de toda índole -religiosas, sexuales, fantásticas- que han asediado a los seres humanos desde la noche de los tiempos. Con variantes, injertos y metamorfosis múltiples aparece en todas las civilizaciones y épocas históricas y es un personaje inevitable en el folclore, las leyendas, los mitos y la literatura infantil y fabulosa.
El dragón es una de las encarnaciones más espectaculares del mal, aquella vocación que inspiran el diablo o la naturaleza retorcida de los humanos de hacer daño al prójimo, envilecer y corromper lo existente, afear las conductas y los pensamientos y rendirse de manera abyecta ante la amenaza destructora del poderoso. Al dragón lo inventamos por lo mal que pensamos de nosotros mismos y por eso, ahora en el cine de ciencia-ficción como antes en la literatura y la pintura, luce siempre lozano y se renueva sin tregua, invulnerable a los siglos que lleva encima.
Si se lo aboliera de un plumazo, la cultura de Occidente y principalmente sus ficciones literarias, grabados y pinturas sufrirían una merma trágica. Para saberlo, basta con echar un vistazo a la exquisita selección de dragones que aparecen en Dragones de la política, libro en el que Pedro González-Trevijano, mediante una aleación de disciplinas que le son caras, la historia y las bellas artes, hace desfilar a una larga colección de los que llama dragohumanos, es decir, figuras de conquistadores, guerreros, aventureros, genocidas, superhombres a los que el servilismo y el fanatismo de las masas elevaron en vida a la condición de dioses y cuyas credenciales son, a menudo, de un lado, hazañas y realizaciones grandiosas y, del otro, sangrías y atrocidades indecibles.
La lista es abundante y va desde el homérico Aquiles, de existencia meramente literaria, a personalidades tan terrestres como las de Iosif Stalin, Mao Tse-Tung y Fidel Castro, pasando por una variopinta serie de héroes epónimos de todo color, religión y cultura, como Alejandro Magno, Aníbal, Julio César, Atila, Don Pelayo, el Cid, Ricardo Corazón de León, Gengis Kan, Juana de Arco, el papa Julio II, Hernán Cortés, Napoleón, Simón Bolívar, Hitler y muchos otros. Defendiera causas generosas, como la libertad y la justicia, o abominables, como el racismo, el lucro y la intolerancia religiosa o ideológica, esta familia tan diversa tiene, sin embargo, un denominador común: todos ellos deben su fama a las matanzas que perpetraron y padecieron, a las violencias indescriptibles que fueron dejando alrededor a su paso por la historia y el miedo y la veneración que inspiraron y que se proyectó en las obras literarias y artísticas con que fueron endiosados, ridiculizados o execrados.
Llamarlos dragohumanos nos permite entender mejor lo que les ha dado a todos ellos ese protagonismo de que gozan, al extremo de ser a menudo la encarnación de una época o de un país o de una situación histórica; y también, descubrir cómo en las exageraciones monstruosas de que está constituida la figura del dragón, por debajo de sus descomunales jetas, hediondas cavidades bucales, pezuñas mortíferas y los anillos y protuberancias de sus colas, estamos agazapados nosotros, los seres humanos comunes y corrientes, al igual de aquellos diestros danzarines que, zambullidos dentro de los carnavalescos dragones chinos, los hacen bailar y cimbrearse por las calles al ritmo de los címbalos, los tambores y las panderetas para felicidad de los chiquillos.
Es rasgo indeleble de la idiosincrasia del dragón ser, a la vez, majestuoso, imponente y ridículo, un ser que, al mismo tiempo que aterroriza y repugna, inspira burla y compasión. En los perfiles que González-Trevijano ha bosquejado de cada uno de los dragohumanos de su libro, estos rasgos contradictorios aparecen como una constante y sirven, mejor que cualquier interpretación sociológica, para medir el escaso o nulo espíritu crítico de esos pueblos que, por cobardía, espíritu servil y fanatismo deificaron de tal modo a sus héroes epónimos que los tornaron monstruos, seres semidivinos, sátrapas que, como carecían de frenos y tenían de antemano garantizada la impunidad para cualquier exceso, cometieron los desafueros y latrocinios más espeluznantes sin perder por ello esa suerte de hechizo mágico que ejercían sobre sus pueblos.
Para entender esto cabalmente hay que detenerse largamente en los grabados, cuadros y dibujos que acompañan a esos textos biográficos. Han sido elegidos con mucho gusto y el lector-espectador se deleita descubriendo la riquísima variedad de formas y apariencias con que los artistas de todas las épocas han procreado al dragón, y averiguando cómo este divo de la zoología fantástica ha atizado la fantasía de pintores, escultores y grabadores hasta dar luz a un verdadero mundo de dragones acaso tan diverso y promiscuo como el conglomerado humano. Pero, todavía más interesante, es advertir que los dragones del arte de una manera misteriosa resultan a menudo representaciones simbólicas de las peculiares psicologías e idiosincrasias de los dragohumanos, en las que aparecen destacados su histrionismo, su delirio mesiánico, su crueldad, su heroísmo, su sensualidad y sus manías y vicios.
Los surrealistas practicaban una serie de juegos que, como “el cadáver exquisito” -superposición de frases en la que quienes jugaban ignoraban la frase inventada por los jugadores que los precedían en el juego- a la vez que les hacían pasar un buen rato les deparaban a veces sorprendentes revelaciones sobre su mundo subconsciente. Algo de eso pasa en el curioso y sorprendente ensayo que es Dragones de la política. Las figuras que acompañan los textos son a menudo tan informativas como los textos mismos sobre las entrañas psicológicas y el espectro mental de estos gigantes que crearon y destruyeron imperios, salvaron a sus países de la esclavitud y esclavizaron a otros y, a veces, guiados por el empeño maniático de realizar en vivo y dar carnalidad a una abstracta teoría, hicieron perecer a millones de seres humanos en hornos crematorios y campos de exterminio.
La Iglesia Católica decretó hace ya algunos años que el dragón más famoso de la Edad Media, aquél al que San Jorge dio muerte en Libia, luego de haber convertido a todo un pueblo aterrorizándolo con la amenaza de echarle encima a la bestia diabólica a la que tenía sometida, nunca existió y que, al igual que el propio San Jorge, no era más que una fantasía literaria semejante a las de los dragones que pululan por las novelas de caballerías, y, aquel santo, sólo un prototipo legendario, igual que el Amadís, Esplandián o Tristán de Leonís. Sin embargo, la desaparición teológica de San Jorge y su dragón no tiene efecto alguno en el plano fabuloso y en el inconsciente colectivo donde ambos se fraguaron. Eso resulta evidente gracias a la lectura, cargada de amena erudición, de sólida cultura histórica y artística, de Dragones de la política.
Una de las inesperadas conclusiones de este ensayo es que ningún otro quehacer humano resulta tan propicio para servir de caldo de cultivo al nacimiento y proliferación de dragones como la política, ya que hacia él se vuelcan más que a ningún otro, esos apetitos destructores que son la codicia de poder, el placer de mandar, de conquistar, de sojuzgar, de dominar al prójimo y de embriagarse en la ilusión de alcanzar un estatuto divino. Los dragones son, como los perritos falderos que aparecen en esos lienzos de interiores de los grandes acuarelistas y pintores dieciochescos, entes creados a nuestra imagen y semejanza, expresiones de una necesidad que persigue al ser humano desde los albores de la civilización y que sin duda lo acompañará hasta el final, la de predicar el bien pero sentirse irresistiblemente atraído por el mal, la de vivir en la permanente contradicción de abjurar del mal pero, valiéndose de la excusa del arte, llevarlo consigo a todas partes, y convivir con él y abrigarlo sin dejar de exorcizarlo. Eso ha producido, en el mundo de la ficción, ese engendro cuya fealdad es tan extrema que linda ya con cierta forma de belleza, y cuya crueldad no está exenta de un sustrato grotesco, patético y risible que la atenúa y, diríamos, hasta la humaniza. Porque no sólo la política está poblada de esos personajes. También la vida corriente, aunque en ésta los dragones no sean tan flagrantes y anden mejor disimulados.
El dragón es una de las encarnaciones más espectaculares del mal, aquella vocación que inspiran el diablo o la naturaleza retorcida de los humanos de hacer daño al prójimo, envilecer y corromper lo existente, afear las conductas y los pensamientos y rendirse de manera abyecta ante la amenaza destructora del poderoso. Al dragón lo inventamos por lo mal que pensamos de nosotros mismos y por eso, ahora en el cine de ciencia-ficción como antes en la literatura y la pintura, luce siempre lozano y se renueva sin tregua, invulnerable a los siglos que lleva encima.
Si se lo aboliera de un plumazo, la cultura de Occidente y principalmente sus ficciones literarias, grabados y pinturas sufrirían una merma trágica. Para saberlo, basta con echar un vistazo a la exquisita selección de dragones que aparecen en Dragones de la política, libro en el que Pedro González-Trevijano, mediante una aleación de disciplinas que le son caras, la historia y las bellas artes, hace desfilar a una larga colección de los que llama dragohumanos, es decir, figuras de conquistadores, guerreros, aventureros, genocidas, superhombres a los que el servilismo y el fanatismo de las masas elevaron en vida a la condición de dioses y cuyas credenciales son, a menudo, de un lado, hazañas y realizaciones grandiosas y, del otro, sangrías y atrocidades indecibles.
La lista es abundante y va desde el homérico Aquiles, de existencia meramente literaria, a personalidades tan terrestres como las de Iosif Stalin, Mao Tse-Tung y Fidel Castro, pasando por una variopinta serie de héroes epónimos de todo color, religión y cultura, como Alejandro Magno, Aníbal, Julio César, Atila, Don Pelayo, el Cid, Ricardo Corazón de León, Gengis Kan, Juana de Arco, el papa Julio II, Hernán Cortés, Napoleón, Simón Bolívar, Hitler y muchos otros. Defendiera causas generosas, como la libertad y la justicia, o abominables, como el racismo, el lucro y la intolerancia religiosa o ideológica, esta familia tan diversa tiene, sin embargo, un denominador común: todos ellos deben su fama a las matanzas que perpetraron y padecieron, a las violencias indescriptibles que fueron dejando alrededor a su paso por la historia y el miedo y la veneración que inspiraron y que se proyectó en las obras literarias y artísticas con que fueron endiosados, ridiculizados o execrados.
Llamarlos dragohumanos nos permite entender mejor lo que les ha dado a todos ellos ese protagonismo de que gozan, al extremo de ser a menudo la encarnación de una época o de un país o de una situación histórica; y también, descubrir cómo en las exageraciones monstruosas de que está constituida la figura del dragón, por debajo de sus descomunales jetas, hediondas cavidades bucales, pezuñas mortíferas y los anillos y protuberancias de sus colas, estamos agazapados nosotros, los seres humanos comunes y corrientes, al igual de aquellos diestros danzarines que, zambullidos dentro de los carnavalescos dragones chinos, los hacen bailar y cimbrearse por las calles al ritmo de los címbalos, los tambores y las panderetas para felicidad de los chiquillos.
Es rasgo indeleble de la idiosincrasia del dragón ser, a la vez, majestuoso, imponente y ridículo, un ser que, al mismo tiempo que aterroriza y repugna, inspira burla y compasión. En los perfiles que González-Trevijano ha bosquejado de cada uno de los dragohumanos de su libro, estos rasgos contradictorios aparecen como una constante y sirven, mejor que cualquier interpretación sociológica, para medir el escaso o nulo espíritu crítico de esos pueblos que, por cobardía, espíritu servil y fanatismo deificaron de tal modo a sus héroes epónimos que los tornaron monstruos, seres semidivinos, sátrapas que, como carecían de frenos y tenían de antemano garantizada la impunidad para cualquier exceso, cometieron los desafueros y latrocinios más espeluznantes sin perder por ello esa suerte de hechizo mágico que ejercían sobre sus pueblos.
Para entender esto cabalmente hay que detenerse largamente en los grabados, cuadros y dibujos que acompañan a esos textos biográficos. Han sido elegidos con mucho gusto y el lector-espectador se deleita descubriendo la riquísima variedad de formas y apariencias con que los artistas de todas las épocas han procreado al dragón, y averiguando cómo este divo de la zoología fantástica ha atizado la fantasía de pintores, escultores y grabadores hasta dar luz a un verdadero mundo de dragones acaso tan diverso y promiscuo como el conglomerado humano. Pero, todavía más interesante, es advertir que los dragones del arte de una manera misteriosa resultan a menudo representaciones simbólicas de las peculiares psicologías e idiosincrasias de los dragohumanos, en las que aparecen destacados su histrionismo, su delirio mesiánico, su crueldad, su heroísmo, su sensualidad y sus manías y vicios.
Los surrealistas practicaban una serie de juegos que, como “el cadáver exquisito” -superposición de frases en la que quienes jugaban ignoraban la frase inventada por los jugadores que los precedían en el juego- a la vez que les hacían pasar un buen rato les deparaban a veces sorprendentes revelaciones sobre su mundo subconsciente. Algo de eso pasa en el curioso y sorprendente ensayo que es Dragones de la política. Las figuras que acompañan los textos son a menudo tan informativas como los textos mismos sobre las entrañas psicológicas y el espectro mental de estos gigantes que crearon y destruyeron imperios, salvaron a sus países de la esclavitud y esclavizaron a otros y, a veces, guiados por el empeño maniático de realizar en vivo y dar carnalidad a una abstracta teoría, hicieron perecer a millones de seres humanos en hornos crematorios y campos de exterminio.
La Iglesia Católica decretó hace ya algunos años que el dragón más famoso de la Edad Media, aquél al que San Jorge dio muerte en Libia, luego de haber convertido a todo un pueblo aterrorizándolo con la amenaza de echarle encima a la bestia diabólica a la que tenía sometida, nunca existió y que, al igual que el propio San Jorge, no era más que una fantasía literaria semejante a las de los dragones que pululan por las novelas de caballerías, y, aquel santo, sólo un prototipo legendario, igual que el Amadís, Esplandián o Tristán de Leonís. Sin embargo, la desaparición teológica de San Jorge y su dragón no tiene efecto alguno en el plano fabuloso y en el inconsciente colectivo donde ambos se fraguaron. Eso resulta evidente gracias a la lectura, cargada de amena erudición, de sólida cultura histórica y artística, de Dragones de la política.
Una de las inesperadas conclusiones de este ensayo es que ningún otro quehacer humano resulta tan propicio para servir de caldo de cultivo al nacimiento y proliferación de dragones como la política, ya que hacia él se vuelcan más que a ningún otro, esos apetitos destructores que son la codicia de poder, el placer de mandar, de conquistar, de sojuzgar, de dominar al prójimo y de embriagarse en la ilusión de alcanzar un estatuto divino. Los dragones son, como los perritos falderos que aparecen en esos lienzos de interiores de los grandes acuarelistas y pintores dieciochescos, entes creados a nuestra imagen y semejanza, expresiones de una necesidad que persigue al ser humano desde los albores de la civilización y que sin duda lo acompañará hasta el final, la de predicar el bien pero sentirse irresistiblemente atraído por el mal, la de vivir en la permanente contradicción de abjurar del mal pero, valiéndose de la excusa del arte, llevarlo consigo a todas partes, y convivir con él y abrigarlo sin dejar de exorcizarlo. Eso ha producido, en el mundo de la ficción, ese engendro cuya fealdad es tan extrema que linda ya con cierta forma de belleza, y cuya crueldad no está exenta de un sustrato grotesco, patético y risible que la atenúa y, diríamos, hasta la humaniza. Porque no sólo la política está poblada de esos personajes. También la vida corriente, aunque en ésta los dragones no sean tan flagrantes y anden mejor disimulados.