Juan José Millás entrevista a Ingrid Betancourt
El infierno según Ingrid/JUAN JOSÉ MILLÁS
Tristeza. Enfermedad. Animalización. Lucha. Resignación. Amistad y hasta milagros. Todo eso vivió en la selva Ingrid Betancourt durante sus seis años, cuatro meses y nueve días de cautiverio en manos de las FARC. Un largo viaje a los límites que la premio Príncipe de Asturias de la Concordia de 2008 rememora, con dolor, en estas páginas.
Ingrid Betancourt, que posee más de una nacionalidad y se defiende en tres o cuatro idiomas, ha vivido también varias vidas, todas dichosas e intensas, excepto la que corresponde a su cautiverio en la selva, que sólo fue intensa (y dolorosamente lenta, al contrario de las otras, marcadas por la velocidad). Hija de una familia acomodada, culta y cosmopolita, nació en 1961 en Bogotá, donde pasó sus primeros años y en cuyo Liceo Francés hizo la secundaria. Luego estudió Ciencias Políticas en París, especializándose en comercio exterior y relaciones internacionales. Allí se casó con el diplomático Fabrice Delloye, de quien tuvo a Melanie y a Lorenzo, sus dos hijos, y allí fijó su residencia (que alternó con estancias en Seychelles, Montreal o Los Ángeles) hasta que en 1989, tras separarse de su marido, regresó a Colombia para iniciar una fulgurante carrera política que en apenas cinco años la llevó a la Cámara de Representantes, donde se convirtió en un azote de la clase política, a la que denunció por sus vínculos con el narcotráfico. Entretanto se casó por segunda vez y escribió La rage au coeur (La rabia en el corazón), originalmente aparecido en Francia, donde devino en un fenómeno de ventas. En Colombia, y como el libro volviera sobre los casos de corrupción y tráfico de influencias, disgustó a algunos sectores por la imagen que se daba del país en el extranjero. Su modo de hacer, descarado, rebelde, callejero, tan alejado de las convenciones al uso, hizo de Betancourt un personaje popular cuyos movimientos despertaban gran interés en algunos sectores de la opinión pública. En otros se la observaba con desconfianza, pues habiendo tenido una existencia privilegiada en un país donde no se concebían más privilegios que los de clase, se entendía mal que diera lecciones de moral a todo el mundo.
En 2001, tras calificar al Senado de "nido de ratas", renunció a su escaño y presentó su candidatura a las elecciones generales de 2002. El 23 de febrero de ese año, en el transcurso de un arriesgado viaje electoral a San Vicente del Caguán, donde su partido (Verde Oxígeno) había obtenido la alcaldía en las elecciones regionales de 1999, fue raptada por las FARC, recibiendo la calificación de "canjeable", lo que quería decir que la guerrilla aspiraba a cambiarla por un número determinado de guerrilleros detenidos. Durante los seis años, cuatro meses y nueve días que duró su secuestro intentó escapar en cinco ocasiones, convirtiéndose en una presa incómoda para sus captores, que la mantuvieron encadenada durante gran parte de su cautiverio. En diciembre de 2007, el diario Tiempo hizo pública una carta de Ingrid Betancourt, dirigida a su madre, que conmovió al mundo por su dramatismo. Contaba en ella que se encontraba mal físicamente, que había dejado de comer y que el pelo se le caía en grandes cantidades. "Aquí estoy", añadía, "escribiéndote, mi alma tendida sobre este papel. No tengo ganas de nada, creo que eso es lo único que está bien; no tengo ganas de nada porque aquí, en la selva, la única respuesta a todo es no. Es mejor entonces no querer nada para quedar libre al menos de deseos. Hace tres años estoy pidiendo un diccionario enciclopédico para leer algo, aprender algo, mantener la curiosidad intelectual viva. Sigo esperando que al menos por compasión me faciliten uno, pero es mejor no pensar en eso".
En la carta relataba también sus condiciones de vida: "Vivo o sobrevivo en una hamaca tendida entre dos palos, cubierta con un mosquitero y con una carpa encima, que oficia de techo, con lo cual puedo pensar que tengo una casa. Tengo una repisa donde pongo mi equipo, es decir, el morral con la ropa y la Biblia, que es mi único lujo. Todo listo para salir corriendo. Aquí nada es propio, nada dura, la incertidumbre y la precariedad son la única constante. En cualquier momento dan la orden de empacar y duerme uno en cualquier hueco, tendido en cualquier sitio, como cualquier animal".
Por esas fechas, el Ejército colombiano incautó a la guerrilla, junto a la carta citada anteriormente, unas fotografías en las que se veía a Ingrid Betancourt sumamente delgada, demacrada, envejecida, con síntomas de enfermedad y agotamiento. Aparecía encadenada a una silla rudimentaria y miraba tercamente al suelo, como si aquella prueba de que se encontraba viva estuviera obteniéndose contra su voluntad. Todo presagiaba lo peor, pues también los testimonios de algunos liberados hablaban de una Ingrid consumida, aniquilada, rota. Este cúmulo de malas noticias logró movilizar a las fuerzas políticas de medio mundo, que tomaron como cosa suya la liberación de la política franco-colombiana.
Por fin, el 2 de julio de 2008 fue rescatada, junto a otros 14 prisioneros, en el transcurso de una operación militar de las Fuerzas Armadas colombianas. La Ingrid liberada tenía poco que ver físicamente con la de las fotografías de 2007. Tampoco desde el punto de vista psicológico se parecía a la que habíamos deducido de la carta dirigida a su madre. Había ganado peso y se mostraba eufórica. De hecho, apenas alcanzada la libertad y tras dedicar un tiempo a su familia, emprendió una actividad frenética dirigida a recordar al mundo que todavía quedaban muchos secuestrados. En apenas tres meses la hemos visto, entre otros líderes mundiales, con Ban Ki-moon, con Rodríguez Zapatero, con Benedicto XVI, con los Reyes de España y el príncipe Felipe, además, claro, de Sarkozy, que es su anfitrión en Francia, donde se ha instalado de momento, aunque asegura que regresará a Colombia cuando se den las condiciones de seguridad para ese regreso. No hay jefe de Estado, presidente de Gobierno o rey que no quiera fotografiarse con Ingrid Betancourt, a quien se le acumulan los premios, que casi no tiene tiempo de recoger. En España se le ha otorgado el Príncipe de Asturias de la Concordia y el Gobierno chileno la ha postulado para el Nobel de la Paz.
Invitada por el Gobierno de las islas Seychelles, que también le ha concedido la nacionalidad de ese país, pasó allí parte del verano con sus hijos, entregada al descanso y a la vida familiar. Pero apenas comenzado septiembre recuperó la actividad viajera anterior. Así, el 23 de septiembre llegó a España para presentar Infierno verde, libro de Luis Eladio Pérez, político colombiano y compañero de cautiverio durante cuatro años, al que le une gran amistad. Con él inició precisamente una de sus fugas, aunque al sexto día de vagar por la selva, y debido en parte a la debilidad de Luis Eladio, que estaba muy enfermo, tuvieron que desistir y entregarse de nuevo a la guerrilla, por la que fueron castigados con gran dureza. En Infierno verde, escrito en colaboración con el periodista Darío Arizmendi, Luis Eladio narra la vida cotidiana de los secuestrados, deteniéndose en detalles escalofriantes, como cuando al referirse a las enfermedades más comunes de la selva describe, por ejemplo, la leishmaniasis, causada por la intervención indolora de un mosquito. Cuando uno descubre la costra provocada por la picadura y la levanta, aparece un hueco, un agujero, ya que la larva depositada por el insecto hace túneles en la carne como la carcoma en la madera, sin provocar ninguna molestia (de ahí su peligro). Ingrid Betancourt aún no ha sido capaz de leer Infierno verde. Tampoco ha podido hablar de la experiencia del secuestro con nadie, ni siquiera con su madre o con sus hijos. Dice que tiene, en relación a este asunto, un bloqueo por el momento insuperable.
El día de su llegada a España cenó con Luis Eladio y con Darío, que había reservado mesa en un conocido restaurante madrileño. A punto ya de salir, Ingrid recordó que en la selva, cuando tenían mucha hambre, Luis Eladio le hablaba de un restaurante madrileño, El Sobrino de Botín, donde servían un cochinillo asado excelente y que él describía con gran detalle hasta que Ingrid, con el estómago inundado de jugos gástricos, le pedía por favor que se callara. De modo que decidieron cambiar la reserva y acudir a El Sobrino de Botín, donde pasaron una de las noches más felices de su vida, llorando y riendo al recordar las imágenes de aquel cochinillo imaginario que de súbito se había hecho real ante sus ojos. Al regresar al hotel, el escolta de Ingrid se acercó a ella y le dijo: "Señora, es la primera vez que la he visto reír de verdad desde su liberación".
Al día siguiente, a las 9.30, comenzó su jornada con una entrevista para Cuatro realizada por Iñaki Gabilondo. Después acudiría al programa radiofónico de Carles Francino, y más tarde, hacia el mediodía, a la Casa de América, donde se habían acreditado más de 200 periodistas para asistir a la presentación de Infierno verde. Si la imagen de la Ingrid Betancourt de antes del secuestro evocaba algunos aspavientos del mayo del 68 francés, la de después de la liberación remitía a la elegancia estática de Jackeline Kennedy. Como todos los fenómenos mediáticos (e Ingrid Betancourt lo es en un grado difícil de superar), despide un magnetismo que viene de todas las partes de su ser y de ninguna, quizá por eso provoca adhesiones extraordinarias y rechazos exagerados, que en la mayoría de las ocasiones carecen de base racional.
Al magnetismo señalado se añade la dificultad de atraparla en un solo registro desde el que tratarla o describirla. Por utilizar una imagen del mundo subatómico, cuando te diriges a ella como materia, se comporta como energía, o al revés. Y cuando te has convencido de que es completamente europea, se manifiesta como una latinoamericana integral, o viceversa. Impecablemente vestida, con el pelo estirado y recogido en un elegante y sugestivo moño, se sienta siempre con la espalda muy recta y los brazos caídos, sin abandonarse jamás, y cruza las piernas con un gesto que tiene algo de movimiento de prestidigitación. Habla pausadamente, con sintaxis, llevando las oraciones compuestas hasta el final, con un vocabulario escogido (no en vano, en Colombia se habla el mejor español del mundo), provocando en el interlocutor una fascinación de la que resulta difícil sustraerse. La Ingrid Betancourt madura parece más ingenua que la joven, pero da la impresión de tratarse de una ingenuidad trabajada, elaborada, como si fuera el resultado de una conquista moral. Aunque en las entrevistas a las que se sometió no eludió ninguna pregunta, y dio las gracias por todas, uno se quedaba con la impresión de que sabía más de lo que decía, lo que es frecuente en el trato con personas misteriosas o que han vivido experiencias extremas, como si en las situaciones límite se adquirieran enseñanzas imposibles de transmitir a quienes llevamos existencias normales.
Frente a los que piensan que con la guerrilla no hay que hablar porque son terroristas, Betancourt cree que hay que hacerlo precisamente por eso, porque son terroristas ("Hay que echarles una mano para sacarlos de ahí; si no, ellos se enconchan en su locura"), y así lo afirmó entrevista tras entrevista aquella mañana del 23 de septiembre. Al referirse a los muchachos de 13 o 14 años que forman parte de las FARC, aseguró que no hay lugar para ellos en la sociedad colombiana, que se meten en la guerrilla porque allí son alguien y comen tres veces al día ("La guerrilla les da cosas que no sabe darles el Estado"). Dijo de Uribe que había sido un buen presidente para la guerra, pero que le parecía inhábil para la construcción de la paz. Aseguró que no volvería a la política, al menos al modelo de política vigente, marcado por la confrontación y en la que los políticos, más que servir, se sirven ("Es un mundo de intereses escondidos, de mentiras, de agendas ocultas"). Aseguró que en la selva se había dejado mucha impaciencia, mucha bobada, y se había traído a Dios.
En este punto, su discurso adquirió un registro algo místico, un punto iluminado, que contrastaba con la racionalidad (y con la sabiduría diplomática) con la que se refería al resto de las cosas. Puntualizó, no obstante, que hay poca tolerancia para las manifestaciones de orden espiritual, por otra parte muy íntimas, y que era consciente de lo fácil que resultaba rozar el ridículo hablando de ellas. Transmitió la idea de que es posible un tipo de actividad política diferente a la conocida e insinuó (o eso nos pareció) que ella podría inaugurarla. Manifestó que de momento iba a dedicar su vida a sus hijos, a su madre y a la liberación de los otros secuestrados, por este orden, para que no los olvidemos, ya que, y tal como suele afirmar Luis Eladio Pérez, ellos fueron secuestrados dos veces, una por la guerrilla y otra por el silencio de la sociedad colombiana. Las preguntas relacionadas con el proceso de animalización vivido en la selva le provocaron, indefectiblemente, lágrimas.
Ingrid Betancourt tenía programada ese día una comida con Luis Eladio Pérez, Darío Arizmendi y los responsables de Aguilar, la editora de Infierno verde, que tuvo que suspender porque recibió una llamada del palacio de la Zarzuela: los Reyes querían verla (y quizá, pensamos nosotros, absorber parte de su magnetismo).
Al día siguiente concedió a El País Semanal la entrevista que reproducimos a continuación. Durante el encuentro, que se llevó a cabo en una sala del hotel Palace, donde se alojaba, se mostró cordial y colaboradora. En ocasiones lloró y en ocasiones respondió al cabo de un largo silencio. Al terminar, dijo que le gustaría que volviéramos a encontrarnos dentro de un año, cuando haya roto el bloqueo emocional que aún le provocan ciertos recuerdos.
-¿Cómo se encuentra?
-Magníficamente bien. Físicamente me encuentro bien y psicológicamente equilibrada. Tengo fragilidades, pero capacidad para afrontarlas. Las vivo sin angustia.
-¿Qué reflexiones le provocó la decepción de algunas personas por su buena forma física y su excelente estado de ánimo tras la liberación?
-No he tenido tiempo para leer todos los comentarios. Me he preservado de las críticas. Entiendo que las personas tengan reflexiones de todo tipo y me parece bien que se hagan preguntas. Esa reflexión también es útil.
-En la carta de 2007 a su madre, usted se muestra abatida, desesperada, entregada. Por otra parte, todas las noticias sobre su salud eran muy malas. Aún tenemos en la memoria aquella foto en la que aparece delgada, demacrada y triste. ¿Qué ocurrió entre esa carta (y la foto) y su liberación para que se produjera en usted un cambio tan espectacular?
-Es el resultado de una serie de milagros. Cuando escribo esa carta y se toma esa foto, yo estoy en una situación muy complicada física y psicológicamente. El aspecto físico siempre es la parte visible de nuestra alma. Cuando escribo esa carta estoy muy enferma del cuerpo, que ya no aguantaba más. Tenía incapacidad para comer. Vomitaba todo lo que comía y vomitaba sangre. Toda mi relación con el mundo era sangrienta. Tenía una debilidad muy grande que produjo en cascada enfermedades graves de tipo viral. A la enfermedad del cuerpo y a la tristeza infinita del alma llegó también la resignación de la muerte. No llegaba respuesta, sabía que me estaba apagando y me pareció que tenía que aceptar y preparar a mis niños y a mi mamá. Yo creo que esa carta fue prácticamente un testamento, quería decirles lo que yo les amaba. Sobre todo quería que supieran que estaba feliz y agradecida a Dios de lo que había vivido y no quería que ellos tuvieran culpabilidad ni remordimientos. Quería prepararlos. Sucedió que en esos días yo vivía muy sola, pese a estar entre mis compañeros de cautiverio, porque llegó un momento en que me postré en la hamaca, dejé de ir al baño, no lavaba la ropa, la comida tampoco la recibía... Al cabo del tiempo, uno de estos compañeros, William Pérez, al que yo llamo "mi Willy" y que era enfermero, tuvo el gesto de acercarse a hablar conmigo y se dio cuenta de que necesitaba tratamiento. Peleó mucho con la guerrilla, pues tenía que ser un tratamiento especial y consiguió que me dieran antivirales y suero intravenoso, que fue para mí una tortura adicional, pues tuve flebitis inmediatamente. El cuadro era muy complicado. En esa situación, cuando el comandante llega y nos dice como gran noticia que vamos a hacer pruebas de supervivencia, yo no quería porque tenía la experiencia de que la guerrilla usaba esas pruebas a su acomodo, las manipulaba y no quería prestarme a ese circo. Hasta que el comandante dijo que no era un regalo, sino una orden. Procederían a filmarnos lo quisiéramos o no. Entonces yo le dije que estaba dispuesta a escribir una carta, pero que no estaba dispuesta a más. Tuvo que consultar con los mandos y la respuesta fue que me autorizaban una carta, pero que de todos modos me iban a filmar. Para mí era muy importante la carta porque yo quería que las palabras mías fueran sólo para mi mamá y que no fueran utilizadas de otra manera. Pensaba que se iba a respetar la intimidad de esa carta. También pensé que iban a grabar y que esa carta no la iban a dar. Y de hecho fue lo que sucedió, porque si usted recuerda, fue el ejército colombiano el que encontró ese material y lo hizo público. Curiosamente, dos días antes de esa prueba me habían puesto un tratamiento intravenoso. Entonces llega el comandante, con su enorme cinismo, y dice que me ve muy bien y que mi familia iba a ponerse muy contenta de verme. Yo no era muy consciente de mi estado, lo sentía en el interior, pero no... Cuando poco antes de la liberación vi esa foto en una revista vieja, porque allí no teníamos espejos, entendí el impacto que había tenido. Yo misma me asusté y en ese momento estaba un poco mejor de como había estado.
-¿Había tirado usted la toalla?
-No era tanto tirar la toalla como resignarme a haber llegado al final del camino. Yo no me rendí, pero acepté la muerte como una realidad y de pronto pensé también que era una liberación. En esas primeras imágenes nuestras tras la liberación, nuestro rostro es completamente distinto al del cautiverio. Hay en todos mis compañeros una gran belleza. El anuncio de la libertad nos transformó a todos. Ése es uno de los milagros.
-Para quienes no conocemos la selva más que por referencias, es difícil imaginar cómo era su cautiverio. Pensamos en las grandes privaciones cuando quizá las realmente graves eran las en apariencia pequeñas. Tengo entendido que uno de los castigos más frecuentes de los guerrilleros era privarles de papel higiénico, por ejemplo. De otro lado, y como cuenta en Infierno verde Luis Eladio Pérez, el olor a selva es muy particular, una mezcla de tierra y de humedad que lo impregna todo y que se manifiesta incluso en el sudor.
-Nosotros llevábamos el dolor del mundo a cuestas en todas sus expresiones. En la selva llevábamos una cruz completa. Conocimos el dolor en todas sus dimensiones. Primero, el dolor del alma por la pérdida de la libertad, que es como perder la dignidad. Lo que nos hace seres humanos es la posibilidad de tomar decisiones, todo el día estamos tomando decisiones, decisiones de a qué hora nos levantamos, qué comemos, adónde vamos, a quién vemos, qué palabras usamos, cómo nos vestimos, cómo priorizamos nuestras actividades del día. En un momento, el secuestrado pierde todo, no toma decisiones y se vuelve una cosa, un objeto al que llevan y traen y al que ninguna decisión le pertenece, ni la decisión de ir al baño, porque tienes que pedir permiso, ni la decisión de acostarte o levantarte, porque te la imponen, ni la de hablar con otro ser humano, porque también te lo condicionan, te lo prohíben o te lo permiten. Esa ausencia de uno mismo es el primer dolor que se lleva en el alma. A ése se le suman todos los demás dolores, los pequeños y los grandes. La selva es un lugar hostil. Todo duele en ella. La piel no es un espacio de protección, sino de dolor. En la selva, todo pica, todo rasca, todo incomoda. Tener un cuerpo en la selva es tener un peso adicional, porque el cuerpo es simplemente un espacio de dolor. Comer duele, ir al baño duele, bañarse duele, vivir duele, respirar duele, no ver el cielo duele, no ver a las personas que uno ama duele.
-Para mucha gente, la idea de estar preso en la selva es la de un cautiverio al aire libre, cuando lo cierto es que ni siquiera les llegaba la luz del sol porque se encontraban siempre en lugares muy tupidos, para no ser vistos. Creo que incluso tenían que secar la ropa al fuego.
-La selva es la prisión. En la selva no hay horizonte, estás rodeado de una vegetación espinosa, agresiva, que te cierra el espacio. No hay caminos, no puedes salir...
-¿Qué sonidos se escuchan en la selva?
-Sonidos lúgubres. También es cierto que uno hace pasar esos sonidos por el tamiz de su dolor. En la selva no hay flores, no hay color, todo es verde: el verde con el que se viste la guerrilla, el mismo verde con el que lo visten a uno. Es un verde de enfermedad, es un verde de dolor. No es el verde de la alegría, no es el verde esmeralda ni el verde del mar, es el verde de los preámbulos de la muerte. No hay flores, no hay colores. No hay cantos de pájaros, hay gritos de pájaros. No es el canto melódico de un ruiseñor, es el grito desgarrador de una guacamaya, el aullido de un mico, el zumbido incesante de los insectos, que lo agobian a uno. En la selva quieres silencio y no lo encuentras. Me cuesta trabajo hablar de ello, todavía no he podido [lágrimas]. Yo pienso que el diablo vive en la selva [gran silencio]. Por las noches está uno rodeado del gemido de los compañeros que lloran dormidos y gritan sus pesadillas. Hay un inmenso sufrimiento y se puede hacer muy poco por aliviarlo.
-Usted nació un 25 de diciembre, lo que por una parte parece una redundancia, y por otra, el anuncio de un destino, pues da la impresión, repasando su biografía, de que ha nacido varias veces, de que ha tenido varias existencias.
-Todas esas vidas son la misma. Todo lo que viví antes era una preparación para esto, yo no veo los cortes que usted señala. Es todo un proceso de crecimiento. Yo entendí muchas cosas en la selva. Entendí que todo lo que había vivido antes era necesario para esto que he construido hoy. Uno es el producto de sus decisiones y sus decisiones reflejan quién es. Uno carga con el peso de sus decisiones. Todas son el producto de uno y también la preparación de lo que uno anhela ser, porque todos tenemos una imagen de ese yo ideal que quisiéramos ser y en la búsqueda de ese ser nos vamos puliendo. No hay coincidencias, no hay azar, uno carga con el peso de sus decisiones. Uno es el producto de todas ellas.
-Se pasó la mitad de su cautiverio pidiendo que le proporcionaran un diccionario enciclopédico, lo que es una buena metáfora de su curiosidad, de su afán de saber, pero encierra también un deseo algo loco de abarcarlo todo, ¿no?
-Cuando yo era chiquita estuve enferma de bronconeumonía. Yo debía de tener cinco años, pero me veo sentada en el suelo, jugando con algo, y llega mi mamá, me mira y me dice: "Niña, estás enferma, tienes los labios morados". Yo le contesto que no estoy enferma, que estoy aburrida. Ésa es la clave para entender lo del diccionario enciclopédico, porque en esos años de cautiverio, hechos de segundos infinitos, desesperadamente aburridos, la idea de poseer un diccionario enciclopédico era lo que para un niño el juguete más deseado que se pueda imaginar. Un diccionario era, en esas circunstancias, como Disneylandia, era el mejor juguete.
-Consiguió sin embargo una Biblia que cambió su vida. ¿Podemos hablar un poco de esa transformación espiritual que sufrió en la selva?
-Me secuestraron el 23 de febrero y el 23 de marzo murió mi padre. Mi padre era y es el gran amor de mi vida... La manera en que me enteré, unos meses después, fue terrible. Eso fue un disparo, porque cuando uno siente que... [lágrimas, silencio]. Yo siempre me había sentido bendecida por la vida, consentida por la vida. Cuando me llega todo esto -el secuestro, la muerte de mi padre, la soledad de mi madre- hay dos caminos: uno es el de negar a Dios y, por tanto, pensar que todo es fortuito, absurdo, un caos sin explicación ni respuesta. El otro camino es buscar a Dios. En el dolor de la selva no puedes aceptar a cualquier Dios. El Dios ritual infantil no te basta. No te basta con pensar que Dios es amor o que no puedes explicarlo. En la selva necesitas un Dios racional. Si tu fe no es racional, si no estás seguro de que Dios existe, no puedes entablar una relación con Él. No te basta la tradición. La religión católica no nos ha abierto a leer la Biblia, como si los creyentes fuéramos minusválidos intelectuales, sin capacidad para grandes búsquedas teológicas, y eso estuviera reservado a los intelectuales.
Pero la Biblia es un instrumento extraordinario. Hay que leer la Biblia con tranquilidad, sin orejeras que te condicionen a leerla por encima, sin entender el retrato humano de la relación de Dios con el hombre. Es muy difícil de explicar, pero lo que quiero decir es que entendí, leyendo la Biblia, que Dios no es energía, ni luz ni partículas de gas en el cosmos, sino que Dios es un ser humano, en otras palabras, que lo que nosotros tenemos de humanos es lo que tenemos de Dios, y, por tanto, que su relación con nosotros es una relación de palabras, y creo que eso es fundamental: entender que somos seres de palabras. Entonces, a través de la Biblia llega la palabra de Dios con una riqueza infinita de códigos humanos y con unos retratos psicológicos impresionantes, como el de Abraham. Todos los personajes de la Biblia están retratados con sus debilidades, sus miserias, sus pequeñeces. Todos estamos retratados ahí. Yo descubrí un Dios con sentido del humor, con sentido de la autoridad, un Dios que educa, un Dios que ama, pero sobre todo, que es un Dios en el sentido de que lo puede todo. Y pudiéndolo todo, Dios podría haber hecho, en vez del ser humano, un robot perfecto, sin defectos, un robot programado para hacer el bien. La pregunta es por qué Dios hizo al hombre libre, por qué no lo hizo como un robot. La respuesta es muy hermosa, y es que un robot puede estar programado para amar, pero si no tiene la libertad de no hacerlo, el amor no tiene valor.
-¿Qué Dios le gusta más, el del Antiguo o el del Nuevo Testamento?
-Son el mismo, es un espejo. Lo que sucede es que el Nuevo Testamento nos hace el camino hacia Dios mucho más fácil. El Antiguo Testamento es Dios hacia el hombre. El nuevo es el hombre hacia Dios. En el Antiguo Testamento, Dios nos busca; en el Nuevo Testamento, nosotros buscamos a Dios. Esa transformación ha cambiado mi vida porque si uno es consecuente y su racionalidad acepta a Dios, todo cambia, porque deja uno de ser pasivo y se vuelve activo frente a uno mismo. Es una enorme liberación pensar que uno es libre, que puede cambiar, que puede ser mejor humano.
-Usted respetaba en un principio el pensamiento que dio origen a las FARC, no así su evolución ni los medios empleados posteriormente para lograr sus fines, que las han deslegitimado. Cuando usted comenzó su carrera política, el poder establecido también estaba deslegitimado porque había creado, con sus abusos y su corrupción, las condiciones para que apareciera la guerrilla. ¿Cree que ese poder oficial, al contrario que el que representa la guerrilla, está hoy más legitimado que entonces? ¿Es más justa la sociedad colombiana actual, más equilibrada, menos corrupta?
-[Tras pensar mucho la respuesta] Yo pensaba que las FARC eran una respuesta a las contradicciones del sistema. Después de vivir dentro de las FARC he comprendido que son un subproducto de ese sistema, ésa es la gran decepción. Cuando yo hacía política en Colombia, pensaba que había que cambiar las estructuras del poder. Hoy pienso que hay que cambiar el alma del pueblo colombiano, del pueblo colombiano como entidad colectiva y, más aún, la de cada uno de nosotros en nuestra identidad individual. Cuando pienso en Colombia, pienso que somos el resultado de una civilización que tiene un inmenso malestar. Entonces acabas pensando que no sólo hay que cambiar los corazones, sino que también hay que cambiar el mundo. Lo increíble de esto es que pienso que es posible, además de necesario y urgente.
-Se lo pregunto de otro modo: ¿está hoy más clara la línea que separa a los malos de los buenos?
-Hace años, las cosas me parecían claras: había blanco y había negro. Hoy día me doy cuenta de que no hay ni negro ni blanco, sino una situación en la cual todos podemos aportar, todos podemos ser víctimas, pero todos podemos ser parte de la solución. Por eso en mi corazón no hay rencor ni deseo de venganza; más allá del perdón, hay un inmenso amor por el ser humano.
-El recuerdo que tenemos de la Ingrid Betancourt de antes del secuestro es el de una rebelde permanentemente enfrentada al poder, al que calificaba de corrupto. Desde algún punto de vista se podría pensar que la guerrilla nos ha devuelto a una mujer sumisa a ese poder. Me explico: desde su liberación, usted no ha hecho otra cosa que fotografiarse con los seres más poderosos del planeta. No hay jefe de Gobierno ni ministro ni rey que no quiera aparecer junto usted. Esos poderosos la colman de honores, de premios, de agasajos. Podríamos decir que usted ha hecho muchos gestos al poder, pero muy pocos a los desfavorecidos, a la gente humilde, la que rezaba por su liberación y llenó las calles con su alegría cuando fue liberada.
-En estos casi tres meses de libertad me he tomado muchas fotos con gente que encuentro por la calle y que se abraza a mí. Esas fotos están en los álbumes familiares, pero no las reproduce la prensa. La visión que tiene el mundo es probablemente la que da la prensa. La visión que tengo yo es la visión de ese amor infinito de mucha gente, unos muy potentes, unos muy conocidos, otros mucho menos, otros ciudadanos de a pie, y para mí todos son iguales y a todos les agradezco por igual.
-¿Dónde hay más peligro para la integridad intelectual y moral, en la selva o en los grandes salones?
-Yo creo que el peligro está en uno mismo, en perderse, en salir de foco. El ser humano es un ser social. Lo que se ve en la selva, a nivel humano, no difiere mucho de lo que se ve fuera, salvo porque el contraste es mayor porque las relaciones son más dramáticas. Yo soy muy consciente de que en la selva fui utilizada, fui instrumentalizada, fui manipulada, y soy consciente de que aquí, en el mundo real, hay quien quiere probablemente también manipular, instrumentalizar. Pero ése es un nivel que no me interesa. Lo que estoy haciendo, lo que hago, es la consecuencia de decisiones que se nutren de las prioridades de mi corazón. Entonces me siento inmune. Estoy en un espacio donde cosas que cuentan para muchas personas ya no cuentan para mí. Tengo una gran libertad.
-Cuando era una activista política, usted se movía muy bien en el registro simbólico. Parte de su éxito se debía a actuaciones (como la huelga de hambre que llevó a cabo en el Congreso o el reparto de condones por las calles de Bogotá) que conectaban de forma directa con una parte del electorado. Ahora, quizá de tanto utilizar los símbolos, ha devenido usted misma en un símbolo. Precisamente le han concedido el Príncipe de Asturias de la Concordia como "símbolo" de la lucha por la democracia y por la libertad, además de por la fortaleza, dignidad y valentía con que se enfrentó a su cautiverio. Resulta curioso que de tanta gente como ha secuestrado la guerrilla y de tanta como, por unos medios u otros, ha sido liberada, le haya tocado a usted ese papel de símbolo. ¿A qué cree que se debe?
-No sé, no lo sé. Cuando estaba en la selva, ser símbolo se pagaba a un precio muy alto. Uno no escoge ser símbolo, pero tampoco puede quedarse en la parte negativa del símbolo, diciendo yo no soy esto, yo no soy lo otro, por qué me toca a mí... Yo lo tomo de manera diferente. Sin entender las razones por las que me tocó a mí, entiendo que es una responsabilidad. Ese espacio especial que me ha conseguido el mundo no me lo ha conseguido a mí. Como ser humano, no tengo ninguna característica especial o diferente a la de los miles de secuestrados en Colombia o en el mundo. Sobre alguien tenía que caer, como ha sucedido con otros que también son símbolos. Lo que sí tengo claro es que es una responsabilidad y, por tanto, implica ponerse al servicio de los demás, lo que me viene muy bien porque lo único que me hace a mí feliz es ayudar a los demás.
-Dígame, para terminar, ¿no se ha cortado el pelo todavía?
-Hablando de simbolismos, el pelo es un símbolo, es un calendario. Son días de secuestro, meses, años. Es una forma de recordar que los otros siguen allá, de que no se me olvide a mí, de que no se le olvide al mundo.
Ingrid Betancourt, que posee más de una nacionalidad y se defiende en tres o cuatro idiomas, ha vivido también varias vidas, todas dichosas e intensas, excepto la que corresponde a su cautiverio en la selva, que sólo fue intensa (y dolorosamente lenta, al contrario de las otras, marcadas por la velocidad). Hija de una familia acomodada, culta y cosmopolita, nació en 1961 en Bogotá, donde pasó sus primeros años y en cuyo Liceo Francés hizo la secundaria. Luego estudió Ciencias Políticas en París, especializándose en comercio exterior y relaciones internacionales. Allí se casó con el diplomático Fabrice Delloye, de quien tuvo a Melanie y a Lorenzo, sus dos hijos, y allí fijó su residencia (que alternó con estancias en Seychelles, Montreal o Los Ángeles) hasta que en 1989, tras separarse de su marido, regresó a Colombia para iniciar una fulgurante carrera política que en apenas cinco años la llevó a la Cámara de Representantes, donde se convirtió en un azote de la clase política, a la que denunció por sus vínculos con el narcotráfico. Entretanto se casó por segunda vez y escribió La rage au coeur (La rabia en el corazón), originalmente aparecido en Francia, donde devino en un fenómeno de ventas. En Colombia, y como el libro volviera sobre los casos de corrupción y tráfico de influencias, disgustó a algunos sectores por la imagen que se daba del país en el extranjero. Su modo de hacer, descarado, rebelde, callejero, tan alejado de las convenciones al uso, hizo de Betancourt un personaje popular cuyos movimientos despertaban gran interés en algunos sectores de la opinión pública. En otros se la observaba con desconfianza, pues habiendo tenido una existencia privilegiada en un país donde no se concebían más privilegios que los de clase, se entendía mal que diera lecciones de moral a todo el mundo.
En 2001, tras calificar al Senado de "nido de ratas", renunció a su escaño y presentó su candidatura a las elecciones generales de 2002. El 23 de febrero de ese año, en el transcurso de un arriesgado viaje electoral a San Vicente del Caguán, donde su partido (Verde Oxígeno) había obtenido la alcaldía en las elecciones regionales de 1999, fue raptada por las FARC, recibiendo la calificación de "canjeable", lo que quería decir que la guerrilla aspiraba a cambiarla por un número determinado de guerrilleros detenidos. Durante los seis años, cuatro meses y nueve días que duró su secuestro intentó escapar en cinco ocasiones, convirtiéndose en una presa incómoda para sus captores, que la mantuvieron encadenada durante gran parte de su cautiverio. En diciembre de 2007, el diario Tiempo hizo pública una carta de Ingrid Betancourt, dirigida a su madre, que conmovió al mundo por su dramatismo. Contaba en ella que se encontraba mal físicamente, que había dejado de comer y que el pelo se le caía en grandes cantidades. "Aquí estoy", añadía, "escribiéndote, mi alma tendida sobre este papel. No tengo ganas de nada, creo que eso es lo único que está bien; no tengo ganas de nada porque aquí, en la selva, la única respuesta a todo es no. Es mejor entonces no querer nada para quedar libre al menos de deseos. Hace tres años estoy pidiendo un diccionario enciclopédico para leer algo, aprender algo, mantener la curiosidad intelectual viva. Sigo esperando que al menos por compasión me faciliten uno, pero es mejor no pensar en eso".
En la carta relataba también sus condiciones de vida: "Vivo o sobrevivo en una hamaca tendida entre dos palos, cubierta con un mosquitero y con una carpa encima, que oficia de techo, con lo cual puedo pensar que tengo una casa. Tengo una repisa donde pongo mi equipo, es decir, el morral con la ropa y la Biblia, que es mi único lujo. Todo listo para salir corriendo. Aquí nada es propio, nada dura, la incertidumbre y la precariedad son la única constante. En cualquier momento dan la orden de empacar y duerme uno en cualquier hueco, tendido en cualquier sitio, como cualquier animal".
Por esas fechas, el Ejército colombiano incautó a la guerrilla, junto a la carta citada anteriormente, unas fotografías en las que se veía a Ingrid Betancourt sumamente delgada, demacrada, envejecida, con síntomas de enfermedad y agotamiento. Aparecía encadenada a una silla rudimentaria y miraba tercamente al suelo, como si aquella prueba de que se encontraba viva estuviera obteniéndose contra su voluntad. Todo presagiaba lo peor, pues también los testimonios de algunos liberados hablaban de una Ingrid consumida, aniquilada, rota. Este cúmulo de malas noticias logró movilizar a las fuerzas políticas de medio mundo, que tomaron como cosa suya la liberación de la política franco-colombiana.
Por fin, el 2 de julio de 2008 fue rescatada, junto a otros 14 prisioneros, en el transcurso de una operación militar de las Fuerzas Armadas colombianas. La Ingrid liberada tenía poco que ver físicamente con la de las fotografías de 2007. Tampoco desde el punto de vista psicológico se parecía a la que habíamos deducido de la carta dirigida a su madre. Había ganado peso y se mostraba eufórica. De hecho, apenas alcanzada la libertad y tras dedicar un tiempo a su familia, emprendió una actividad frenética dirigida a recordar al mundo que todavía quedaban muchos secuestrados. En apenas tres meses la hemos visto, entre otros líderes mundiales, con Ban Ki-moon, con Rodríguez Zapatero, con Benedicto XVI, con los Reyes de España y el príncipe Felipe, además, claro, de Sarkozy, que es su anfitrión en Francia, donde se ha instalado de momento, aunque asegura que regresará a Colombia cuando se den las condiciones de seguridad para ese regreso. No hay jefe de Estado, presidente de Gobierno o rey que no quiera fotografiarse con Ingrid Betancourt, a quien se le acumulan los premios, que casi no tiene tiempo de recoger. En España se le ha otorgado el Príncipe de Asturias de la Concordia y el Gobierno chileno la ha postulado para el Nobel de la Paz.
Invitada por el Gobierno de las islas Seychelles, que también le ha concedido la nacionalidad de ese país, pasó allí parte del verano con sus hijos, entregada al descanso y a la vida familiar. Pero apenas comenzado septiembre recuperó la actividad viajera anterior. Así, el 23 de septiembre llegó a España para presentar Infierno verde, libro de Luis Eladio Pérez, político colombiano y compañero de cautiverio durante cuatro años, al que le une gran amistad. Con él inició precisamente una de sus fugas, aunque al sexto día de vagar por la selva, y debido en parte a la debilidad de Luis Eladio, que estaba muy enfermo, tuvieron que desistir y entregarse de nuevo a la guerrilla, por la que fueron castigados con gran dureza. En Infierno verde, escrito en colaboración con el periodista Darío Arizmendi, Luis Eladio narra la vida cotidiana de los secuestrados, deteniéndose en detalles escalofriantes, como cuando al referirse a las enfermedades más comunes de la selva describe, por ejemplo, la leishmaniasis, causada por la intervención indolora de un mosquito. Cuando uno descubre la costra provocada por la picadura y la levanta, aparece un hueco, un agujero, ya que la larva depositada por el insecto hace túneles en la carne como la carcoma en la madera, sin provocar ninguna molestia (de ahí su peligro). Ingrid Betancourt aún no ha sido capaz de leer Infierno verde. Tampoco ha podido hablar de la experiencia del secuestro con nadie, ni siquiera con su madre o con sus hijos. Dice que tiene, en relación a este asunto, un bloqueo por el momento insuperable.
El día de su llegada a España cenó con Luis Eladio y con Darío, que había reservado mesa en un conocido restaurante madrileño. A punto ya de salir, Ingrid recordó que en la selva, cuando tenían mucha hambre, Luis Eladio le hablaba de un restaurante madrileño, El Sobrino de Botín, donde servían un cochinillo asado excelente y que él describía con gran detalle hasta que Ingrid, con el estómago inundado de jugos gástricos, le pedía por favor que se callara. De modo que decidieron cambiar la reserva y acudir a El Sobrino de Botín, donde pasaron una de las noches más felices de su vida, llorando y riendo al recordar las imágenes de aquel cochinillo imaginario que de súbito se había hecho real ante sus ojos. Al regresar al hotel, el escolta de Ingrid se acercó a ella y le dijo: "Señora, es la primera vez que la he visto reír de verdad desde su liberación".
Al día siguiente, a las 9.30, comenzó su jornada con una entrevista para Cuatro realizada por Iñaki Gabilondo. Después acudiría al programa radiofónico de Carles Francino, y más tarde, hacia el mediodía, a la Casa de América, donde se habían acreditado más de 200 periodistas para asistir a la presentación de Infierno verde. Si la imagen de la Ingrid Betancourt de antes del secuestro evocaba algunos aspavientos del mayo del 68 francés, la de después de la liberación remitía a la elegancia estática de Jackeline Kennedy. Como todos los fenómenos mediáticos (e Ingrid Betancourt lo es en un grado difícil de superar), despide un magnetismo que viene de todas las partes de su ser y de ninguna, quizá por eso provoca adhesiones extraordinarias y rechazos exagerados, que en la mayoría de las ocasiones carecen de base racional.
Al magnetismo señalado se añade la dificultad de atraparla en un solo registro desde el que tratarla o describirla. Por utilizar una imagen del mundo subatómico, cuando te diriges a ella como materia, se comporta como energía, o al revés. Y cuando te has convencido de que es completamente europea, se manifiesta como una latinoamericana integral, o viceversa. Impecablemente vestida, con el pelo estirado y recogido en un elegante y sugestivo moño, se sienta siempre con la espalda muy recta y los brazos caídos, sin abandonarse jamás, y cruza las piernas con un gesto que tiene algo de movimiento de prestidigitación. Habla pausadamente, con sintaxis, llevando las oraciones compuestas hasta el final, con un vocabulario escogido (no en vano, en Colombia se habla el mejor español del mundo), provocando en el interlocutor una fascinación de la que resulta difícil sustraerse. La Ingrid Betancourt madura parece más ingenua que la joven, pero da la impresión de tratarse de una ingenuidad trabajada, elaborada, como si fuera el resultado de una conquista moral. Aunque en las entrevistas a las que se sometió no eludió ninguna pregunta, y dio las gracias por todas, uno se quedaba con la impresión de que sabía más de lo que decía, lo que es frecuente en el trato con personas misteriosas o que han vivido experiencias extremas, como si en las situaciones límite se adquirieran enseñanzas imposibles de transmitir a quienes llevamos existencias normales.
Frente a los que piensan que con la guerrilla no hay que hablar porque son terroristas, Betancourt cree que hay que hacerlo precisamente por eso, porque son terroristas ("Hay que echarles una mano para sacarlos de ahí; si no, ellos se enconchan en su locura"), y así lo afirmó entrevista tras entrevista aquella mañana del 23 de septiembre. Al referirse a los muchachos de 13 o 14 años que forman parte de las FARC, aseguró que no hay lugar para ellos en la sociedad colombiana, que se meten en la guerrilla porque allí son alguien y comen tres veces al día ("La guerrilla les da cosas que no sabe darles el Estado"). Dijo de Uribe que había sido un buen presidente para la guerra, pero que le parecía inhábil para la construcción de la paz. Aseguró que no volvería a la política, al menos al modelo de política vigente, marcado por la confrontación y en la que los políticos, más que servir, se sirven ("Es un mundo de intereses escondidos, de mentiras, de agendas ocultas"). Aseguró que en la selva se había dejado mucha impaciencia, mucha bobada, y se había traído a Dios.
En este punto, su discurso adquirió un registro algo místico, un punto iluminado, que contrastaba con la racionalidad (y con la sabiduría diplomática) con la que se refería al resto de las cosas. Puntualizó, no obstante, que hay poca tolerancia para las manifestaciones de orden espiritual, por otra parte muy íntimas, y que era consciente de lo fácil que resultaba rozar el ridículo hablando de ellas. Transmitió la idea de que es posible un tipo de actividad política diferente a la conocida e insinuó (o eso nos pareció) que ella podría inaugurarla. Manifestó que de momento iba a dedicar su vida a sus hijos, a su madre y a la liberación de los otros secuestrados, por este orden, para que no los olvidemos, ya que, y tal como suele afirmar Luis Eladio Pérez, ellos fueron secuestrados dos veces, una por la guerrilla y otra por el silencio de la sociedad colombiana. Las preguntas relacionadas con el proceso de animalización vivido en la selva le provocaron, indefectiblemente, lágrimas.
Ingrid Betancourt tenía programada ese día una comida con Luis Eladio Pérez, Darío Arizmendi y los responsables de Aguilar, la editora de Infierno verde, que tuvo que suspender porque recibió una llamada del palacio de la Zarzuela: los Reyes querían verla (y quizá, pensamos nosotros, absorber parte de su magnetismo).
Al día siguiente concedió a El País Semanal la entrevista que reproducimos a continuación. Durante el encuentro, que se llevó a cabo en una sala del hotel Palace, donde se alojaba, se mostró cordial y colaboradora. En ocasiones lloró y en ocasiones respondió al cabo de un largo silencio. Al terminar, dijo que le gustaría que volviéramos a encontrarnos dentro de un año, cuando haya roto el bloqueo emocional que aún le provocan ciertos recuerdos.
-¿Cómo se encuentra?
-Magníficamente bien. Físicamente me encuentro bien y psicológicamente equilibrada. Tengo fragilidades, pero capacidad para afrontarlas. Las vivo sin angustia.
-¿Qué reflexiones le provocó la decepción de algunas personas por su buena forma física y su excelente estado de ánimo tras la liberación?
-No he tenido tiempo para leer todos los comentarios. Me he preservado de las críticas. Entiendo que las personas tengan reflexiones de todo tipo y me parece bien que se hagan preguntas. Esa reflexión también es útil.
-En la carta de 2007 a su madre, usted se muestra abatida, desesperada, entregada. Por otra parte, todas las noticias sobre su salud eran muy malas. Aún tenemos en la memoria aquella foto en la que aparece delgada, demacrada y triste. ¿Qué ocurrió entre esa carta (y la foto) y su liberación para que se produjera en usted un cambio tan espectacular?
-Es el resultado de una serie de milagros. Cuando escribo esa carta y se toma esa foto, yo estoy en una situación muy complicada física y psicológicamente. El aspecto físico siempre es la parte visible de nuestra alma. Cuando escribo esa carta estoy muy enferma del cuerpo, que ya no aguantaba más. Tenía incapacidad para comer. Vomitaba todo lo que comía y vomitaba sangre. Toda mi relación con el mundo era sangrienta. Tenía una debilidad muy grande que produjo en cascada enfermedades graves de tipo viral. A la enfermedad del cuerpo y a la tristeza infinita del alma llegó también la resignación de la muerte. No llegaba respuesta, sabía que me estaba apagando y me pareció que tenía que aceptar y preparar a mis niños y a mi mamá. Yo creo que esa carta fue prácticamente un testamento, quería decirles lo que yo les amaba. Sobre todo quería que supieran que estaba feliz y agradecida a Dios de lo que había vivido y no quería que ellos tuvieran culpabilidad ni remordimientos. Quería prepararlos. Sucedió que en esos días yo vivía muy sola, pese a estar entre mis compañeros de cautiverio, porque llegó un momento en que me postré en la hamaca, dejé de ir al baño, no lavaba la ropa, la comida tampoco la recibía... Al cabo del tiempo, uno de estos compañeros, William Pérez, al que yo llamo "mi Willy" y que era enfermero, tuvo el gesto de acercarse a hablar conmigo y se dio cuenta de que necesitaba tratamiento. Peleó mucho con la guerrilla, pues tenía que ser un tratamiento especial y consiguió que me dieran antivirales y suero intravenoso, que fue para mí una tortura adicional, pues tuve flebitis inmediatamente. El cuadro era muy complicado. En esa situación, cuando el comandante llega y nos dice como gran noticia que vamos a hacer pruebas de supervivencia, yo no quería porque tenía la experiencia de que la guerrilla usaba esas pruebas a su acomodo, las manipulaba y no quería prestarme a ese circo. Hasta que el comandante dijo que no era un regalo, sino una orden. Procederían a filmarnos lo quisiéramos o no. Entonces yo le dije que estaba dispuesta a escribir una carta, pero que no estaba dispuesta a más. Tuvo que consultar con los mandos y la respuesta fue que me autorizaban una carta, pero que de todos modos me iban a filmar. Para mí era muy importante la carta porque yo quería que las palabras mías fueran sólo para mi mamá y que no fueran utilizadas de otra manera. Pensaba que se iba a respetar la intimidad de esa carta. También pensé que iban a grabar y que esa carta no la iban a dar. Y de hecho fue lo que sucedió, porque si usted recuerda, fue el ejército colombiano el que encontró ese material y lo hizo público. Curiosamente, dos días antes de esa prueba me habían puesto un tratamiento intravenoso. Entonces llega el comandante, con su enorme cinismo, y dice que me ve muy bien y que mi familia iba a ponerse muy contenta de verme. Yo no era muy consciente de mi estado, lo sentía en el interior, pero no... Cuando poco antes de la liberación vi esa foto en una revista vieja, porque allí no teníamos espejos, entendí el impacto que había tenido. Yo misma me asusté y en ese momento estaba un poco mejor de como había estado.
-¿Había tirado usted la toalla?
-No era tanto tirar la toalla como resignarme a haber llegado al final del camino. Yo no me rendí, pero acepté la muerte como una realidad y de pronto pensé también que era una liberación. En esas primeras imágenes nuestras tras la liberación, nuestro rostro es completamente distinto al del cautiverio. Hay en todos mis compañeros una gran belleza. El anuncio de la libertad nos transformó a todos. Ése es uno de los milagros.
-Para quienes no conocemos la selva más que por referencias, es difícil imaginar cómo era su cautiverio. Pensamos en las grandes privaciones cuando quizá las realmente graves eran las en apariencia pequeñas. Tengo entendido que uno de los castigos más frecuentes de los guerrilleros era privarles de papel higiénico, por ejemplo. De otro lado, y como cuenta en Infierno verde Luis Eladio Pérez, el olor a selva es muy particular, una mezcla de tierra y de humedad que lo impregna todo y que se manifiesta incluso en el sudor.
-Nosotros llevábamos el dolor del mundo a cuestas en todas sus expresiones. En la selva llevábamos una cruz completa. Conocimos el dolor en todas sus dimensiones. Primero, el dolor del alma por la pérdida de la libertad, que es como perder la dignidad. Lo que nos hace seres humanos es la posibilidad de tomar decisiones, todo el día estamos tomando decisiones, decisiones de a qué hora nos levantamos, qué comemos, adónde vamos, a quién vemos, qué palabras usamos, cómo nos vestimos, cómo priorizamos nuestras actividades del día. En un momento, el secuestrado pierde todo, no toma decisiones y se vuelve una cosa, un objeto al que llevan y traen y al que ninguna decisión le pertenece, ni la decisión de ir al baño, porque tienes que pedir permiso, ni la decisión de acostarte o levantarte, porque te la imponen, ni la de hablar con otro ser humano, porque también te lo condicionan, te lo prohíben o te lo permiten. Esa ausencia de uno mismo es el primer dolor que se lleva en el alma. A ése se le suman todos los demás dolores, los pequeños y los grandes. La selva es un lugar hostil. Todo duele en ella. La piel no es un espacio de protección, sino de dolor. En la selva, todo pica, todo rasca, todo incomoda. Tener un cuerpo en la selva es tener un peso adicional, porque el cuerpo es simplemente un espacio de dolor. Comer duele, ir al baño duele, bañarse duele, vivir duele, respirar duele, no ver el cielo duele, no ver a las personas que uno ama duele.
-Para mucha gente, la idea de estar preso en la selva es la de un cautiverio al aire libre, cuando lo cierto es que ni siquiera les llegaba la luz del sol porque se encontraban siempre en lugares muy tupidos, para no ser vistos. Creo que incluso tenían que secar la ropa al fuego.
-La selva es la prisión. En la selva no hay horizonte, estás rodeado de una vegetación espinosa, agresiva, que te cierra el espacio. No hay caminos, no puedes salir...
-¿Qué sonidos se escuchan en la selva?
-Sonidos lúgubres. También es cierto que uno hace pasar esos sonidos por el tamiz de su dolor. En la selva no hay flores, no hay color, todo es verde: el verde con el que se viste la guerrilla, el mismo verde con el que lo visten a uno. Es un verde de enfermedad, es un verde de dolor. No es el verde de la alegría, no es el verde esmeralda ni el verde del mar, es el verde de los preámbulos de la muerte. No hay flores, no hay colores. No hay cantos de pájaros, hay gritos de pájaros. No es el canto melódico de un ruiseñor, es el grito desgarrador de una guacamaya, el aullido de un mico, el zumbido incesante de los insectos, que lo agobian a uno. En la selva quieres silencio y no lo encuentras. Me cuesta trabajo hablar de ello, todavía no he podido [lágrimas]. Yo pienso que el diablo vive en la selva [gran silencio]. Por las noches está uno rodeado del gemido de los compañeros que lloran dormidos y gritan sus pesadillas. Hay un inmenso sufrimiento y se puede hacer muy poco por aliviarlo.
-Usted nació un 25 de diciembre, lo que por una parte parece una redundancia, y por otra, el anuncio de un destino, pues da la impresión, repasando su biografía, de que ha nacido varias veces, de que ha tenido varias existencias.
-Todas esas vidas son la misma. Todo lo que viví antes era una preparación para esto, yo no veo los cortes que usted señala. Es todo un proceso de crecimiento. Yo entendí muchas cosas en la selva. Entendí que todo lo que había vivido antes era necesario para esto que he construido hoy. Uno es el producto de sus decisiones y sus decisiones reflejan quién es. Uno carga con el peso de sus decisiones. Todas son el producto de uno y también la preparación de lo que uno anhela ser, porque todos tenemos una imagen de ese yo ideal que quisiéramos ser y en la búsqueda de ese ser nos vamos puliendo. No hay coincidencias, no hay azar, uno carga con el peso de sus decisiones. Uno es el producto de todas ellas.
-Se pasó la mitad de su cautiverio pidiendo que le proporcionaran un diccionario enciclopédico, lo que es una buena metáfora de su curiosidad, de su afán de saber, pero encierra también un deseo algo loco de abarcarlo todo, ¿no?
-Cuando yo era chiquita estuve enferma de bronconeumonía. Yo debía de tener cinco años, pero me veo sentada en el suelo, jugando con algo, y llega mi mamá, me mira y me dice: "Niña, estás enferma, tienes los labios morados". Yo le contesto que no estoy enferma, que estoy aburrida. Ésa es la clave para entender lo del diccionario enciclopédico, porque en esos años de cautiverio, hechos de segundos infinitos, desesperadamente aburridos, la idea de poseer un diccionario enciclopédico era lo que para un niño el juguete más deseado que se pueda imaginar. Un diccionario era, en esas circunstancias, como Disneylandia, era el mejor juguete.
-Consiguió sin embargo una Biblia que cambió su vida. ¿Podemos hablar un poco de esa transformación espiritual que sufrió en la selva?
-Me secuestraron el 23 de febrero y el 23 de marzo murió mi padre. Mi padre era y es el gran amor de mi vida... La manera en que me enteré, unos meses después, fue terrible. Eso fue un disparo, porque cuando uno siente que... [lágrimas, silencio]. Yo siempre me había sentido bendecida por la vida, consentida por la vida. Cuando me llega todo esto -el secuestro, la muerte de mi padre, la soledad de mi madre- hay dos caminos: uno es el de negar a Dios y, por tanto, pensar que todo es fortuito, absurdo, un caos sin explicación ni respuesta. El otro camino es buscar a Dios. En el dolor de la selva no puedes aceptar a cualquier Dios. El Dios ritual infantil no te basta. No te basta con pensar que Dios es amor o que no puedes explicarlo. En la selva necesitas un Dios racional. Si tu fe no es racional, si no estás seguro de que Dios existe, no puedes entablar una relación con Él. No te basta la tradición. La religión católica no nos ha abierto a leer la Biblia, como si los creyentes fuéramos minusválidos intelectuales, sin capacidad para grandes búsquedas teológicas, y eso estuviera reservado a los intelectuales.
Pero la Biblia es un instrumento extraordinario. Hay que leer la Biblia con tranquilidad, sin orejeras que te condicionen a leerla por encima, sin entender el retrato humano de la relación de Dios con el hombre. Es muy difícil de explicar, pero lo que quiero decir es que entendí, leyendo la Biblia, que Dios no es energía, ni luz ni partículas de gas en el cosmos, sino que Dios es un ser humano, en otras palabras, que lo que nosotros tenemos de humanos es lo que tenemos de Dios, y, por tanto, que su relación con nosotros es una relación de palabras, y creo que eso es fundamental: entender que somos seres de palabras. Entonces, a través de la Biblia llega la palabra de Dios con una riqueza infinita de códigos humanos y con unos retratos psicológicos impresionantes, como el de Abraham. Todos los personajes de la Biblia están retratados con sus debilidades, sus miserias, sus pequeñeces. Todos estamos retratados ahí. Yo descubrí un Dios con sentido del humor, con sentido de la autoridad, un Dios que educa, un Dios que ama, pero sobre todo, que es un Dios en el sentido de que lo puede todo. Y pudiéndolo todo, Dios podría haber hecho, en vez del ser humano, un robot perfecto, sin defectos, un robot programado para hacer el bien. La pregunta es por qué Dios hizo al hombre libre, por qué no lo hizo como un robot. La respuesta es muy hermosa, y es que un robot puede estar programado para amar, pero si no tiene la libertad de no hacerlo, el amor no tiene valor.
-¿Qué Dios le gusta más, el del Antiguo o el del Nuevo Testamento?
-Son el mismo, es un espejo. Lo que sucede es que el Nuevo Testamento nos hace el camino hacia Dios mucho más fácil. El Antiguo Testamento es Dios hacia el hombre. El nuevo es el hombre hacia Dios. En el Antiguo Testamento, Dios nos busca; en el Nuevo Testamento, nosotros buscamos a Dios. Esa transformación ha cambiado mi vida porque si uno es consecuente y su racionalidad acepta a Dios, todo cambia, porque deja uno de ser pasivo y se vuelve activo frente a uno mismo. Es una enorme liberación pensar que uno es libre, que puede cambiar, que puede ser mejor humano.
-Usted respetaba en un principio el pensamiento que dio origen a las FARC, no así su evolución ni los medios empleados posteriormente para lograr sus fines, que las han deslegitimado. Cuando usted comenzó su carrera política, el poder establecido también estaba deslegitimado porque había creado, con sus abusos y su corrupción, las condiciones para que apareciera la guerrilla. ¿Cree que ese poder oficial, al contrario que el que representa la guerrilla, está hoy más legitimado que entonces? ¿Es más justa la sociedad colombiana actual, más equilibrada, menos corrupta?
-[Tras pensar mucho la respuesta] Yo pensaba que las FARC eran una respuesta a las contradicciones del sistema. Después de vivir dentro de las FARC he comprendido que son un subproducto de ese sistema, ésa es la gran decepción. Cuando yo hacía política en Colombia, pensaba que había que cambiar las estructuras del poder. Hoy pienso que hay que cambiar el alma del pueblo colombiano, del pueblo colombiano como entidad colectiva y, más aún, la de cada uno de nosotros en nuestra identidad individual. Cuando pienso en Colombia, pienso que somos el resultado de una civilización que tiene un inmenso malestar. Entonces acabas pensando que no sólo hay que cambiar los corazones, sino que también hay que cambiar el mundo. Lo increíble de esto es que pienso que es posible, además de necesario y urgente.
-Se lo pregunto de otro modo: ¿está hoy más clara la línea que separa a los malos de los buenos?
-Hace años, las cosas me parecían claras: había blanco y había negro. Hoy día me doy cuenta de que no hay ni negro ni blanco, sino una situación en la cual todos podemos aportar, todos podemos ser víctimas, pero todos podemos ser parte de la solución. Por eso en mi corazón no hay rencor ni deseo de venganza; más allá del perdón, hay un inmenso amor por el ser humano.
-El recuerdo que tenemos de la Ingrid Betancourt de antes del secuestro es el de una rebelde permanentemente enfrentada al poder, al que calificaba de corrupto. Desde algún punto de vista se podría pensar que la guerrilla nos ha devuelto a una mujer sumisa a ese poder. Me explico: desde su liberación, usted no ha hecho otra cosa que fotografiarse con los seres más poderosos del planeta. No hay jefe de Gobierno ni ministro ni rey que no quiera aparecer junto usted. Esos poderosos la colman de honores, de premios, de agasajos. Podríamos decir que usted ha hecho muchos gestos al poder, pero muy pocos a los desfavorecidos, a la gente humilde, la que rezaba por su liberación y llenó las calles con su alegría cuando fue liberada.
-En estos casi tres meses de libertad me he tomado muchas fotos con gente que encuentro por la calle y que se abraza a mí. Esas fotos están en los álbumes familiares, pero no las reproduce la prensa. La visión que tiene el mundo es probablemente la que da la prensa. La visión que tengo yo es la visión de ese amor infinito de mucha gente, unos muy potentes, unos muy conocidos, otros mucho menos, otros ciudadanos de a pie, y para mí todos son iguales y a todos les agradezco por igual.
-¿Dónde hay más peligro para la integridad intelectual y moral, en la selva o en los grandes salones?
-Yo creo que el peligro está en uno mismo, en perderse, en salir de foco. El ser humano es un ser social. Lo que se ve en la selva, a nivel humano, no difiere mucho de lo que se ve fuera, salvo porque el contraste es mayor porque las relaciones son más dramáticas. Yo soy muy consciente de que en la selva fui utilizada, fui instrumentalizada, fui manipulada, y soy consciente de que aquí, en el mundo real, hay quien quiere probablemente también manipular, instrumentalizar. Pero ése es un nivel que no me interesa. Lo que estoy haciendo, lo que hago, es la consecuencia de decisiones que se nutren de las prioridades de mi corazón. Entonces me siento inmune. Estoy en un espacio donde cosas que cuentan para muchas personas ya no cuentan para mí. Tengo una gran libertad.
-Cuando era una activista política, usted se movía muy bien en el registro simbólico. Parte de su éxito se debía a actuaciones (como la huelga de hambre que llevó a cabo en el Congreso o el reparto de condones por las calles de Bogotá) que conectaban de forma directa con una parte del electorado. Ahora, quizá de tanto utilizar los símbolos, ha devenido usted misma en un símbolo. Precisamente le han concedido el Príncipe de Asturias de la Concordia como "símbolo" de la lucha por la democracia y por la libertad, además de por la fortaleza, dignidad y valentía con que se enfrentó a su cautiverio. Resulta curioso que de tanta gente como ha secuestrado la guerrilla y de tanta como, por unos medios u otros, ha sido liberada, le haya tocado a usted ese papel de símbolo. ¿A qué cree que se debe?
-No sé, no lo sé. Cuando estaba en la selva, ser símbolo se pagaba a un precio muy alto. Uno no escoge ser símbolo, pero tampoco puede quedarse en la parte negativa del símbolo, diciendo yo no soy esto, yo no soy lo otro, por qué me toca a mí... Yo lo tomo de manera diferente. Sin entender las razones por las que me tocó a mí, entiendo que es una responsabilidad. Ese espacio especial que me ha conseguido el mundo no me lo ha conseguido a mí. Como ser humano, no tengo ninguna característica especial o diferente a la de los miles de secuestrados en Colombia o en el mundo. Sobre alguien tenía que caer, como ha sucedido con otros que también son símbolos. Lo que sí tengo claro es que es una responsabilidad y, por tanto, implica ponerse al servicio de los demás, lo que me viene muy bien porque lo único que me hace a mí feliz es ayudar a los demás.
-Dígame, para terminar, ¿no se ha cortado el pelo todavía?
-Hablando de simbolismos, el pelo es un símbolo, es un calendario. Son días de secuestro, meses, años. Es una forma de recordar que los otros siguen allá, de que no se me olvide a mí, de que no se le olvide al mundo.