Y Chavela dijo: ¡Muerte, muerte, muerte!/Eduardo Vázquez Marín, poeta
Publicado en
El Pais, 6 de AGO 2012;
Cuando cantaba Chavela Vargas el alma ponía atención; en sus conciertos su voz se abría paso por el aire, viajaba por los laberintos del oído, pero era el corazón quien escuchaba. Ella decía que en sus conciertos a la gente le daba por llorar porque gracias a su voz cada uno de los presentes recordaba que aún podía sentir la fuerza del deseo, el misterio de la muerte, las heridas del amor y el desamor.
Chavela Vargas habitó dos eras diferentes: en la primera fue la muchacha que vino desde Costa Rica, pobre de amor, niña mal querida, para encontrar un México que era también un volcán que arrojaba un fuego que se llamaba José Alfredo Jiménez, Frida Kahlo, Diego Rivera… A esas piedras incandescentes se fundió, y en esa tierra mexicana que todavía olía a pólvora y revolución descubrió un espejo: el arrojo temerario de los hombres valientes, la pasión y el talento de sus pintores rebeldes, el canto desgarrado de los mariachis, la melancólica guitarra de los campesinos, la onda mirada de los indios, la belleza acechante de sus mujeres, la luminosa ebriedad de su tequila. Oírla hablar de aquellos años de la primera mitad del siglo XX era escuchar la historia de una fiesta donde no faltaban las serenatas a dúo con José Alfredo, las noches interminables del Tenampa, en Garibaldi, las fiestas libérrimas en la casa azul de Diego y Frida, en Coyoacán; escuchar aquellas narraciones a principios del siglo XXI era habitar un sueño, una película en blanco y negro. En voz de Chavela Vargas aquellos años fecundos, apasionados, que definirían en parte el rostro mítico de México, se revelaban íntimos y ciertos.