10 oct 2006

El asesinato de Anna Politkóskaya


El presidente Vladímir Putin prometió hoy en Berlín esclarecer el asesinato de Ana Politkóvskaya tras una reunión con la canciller alemana Angela Merkel.
De hecho la muerte de Anna restó protagonismo a los temas económicos que debían centrar su vista oficial a Berlin.
"Asesino, asesino" fueron, las palabras de bienvenida con que las que fue recibido.
En la rueda de prensa conjunta que siguió a la reunión, la primera pregunta se refirió igualmente a la muerte de la periodista. Angela Merkel dijo que Putin se había comprometido ante ella al pleno esclarecimiento de "ese abominable asesinato". Merkel recordó que "la libertad de expresión forma parte de una sociedad democrática", y añadió que Politkóvskaya era "un símbolo de la significación de la libertad de prensa en Rusia". La pregunta se había dirigido en principio sólo a ella, pero Putin no pudo por menos que darse por aludido. "El asesinato de Politkóvskaya daña más al poder en Rusia y a Chechenia que las publicaciones críticas que escribió", señaló Putin, para añadir que los autores de este "crimen inaceptable" serán "perseguidos y castigados".
Putin admitió que Politkóvskaya había sido una periodista sumamente crítica con el poder establecido, pero aseguró que "el grado de su influencia era insignificante en la vida política" del país, pues sus escritos sólo tenían relevancia en un sector "reducido" de la sociedad. Recalcó que el "asesinato de esta mujer, de esta madre, se dirige contra nuestro país". No hubo, en cambio, respuesta al alegato en favor de la libertad de expresión pronunciado previamente por Merkel.
Dos textos sobre su asesinato
Un asesinato en Moscú/Nina Jrushcheva, profesora de asuntos internacionales en la New School University; autora de un libro de inminente publicación sobre Vladimir Nabokov

Tomado de LA VANGUARDIA, 10/10/2006
Es hora de poner fin a la ficción de que la dictadura del derecho de Putin hizo que la Rusia poscomunista fuera menos anárquica. El asesinato de Anna Politkovskaya, una de las mejores y más valientes periodistas de Rusia, una mujer que se atrevió a exponer los asesinatos brutales cometidos por las tropas rusas en Chechenia, es la prueba final de que el presidente Putin no hizo más que ofrecer una dictadura común y corriente, con el habitual desprecio de la ley.
Es oportuno que el mundo, particularmente Europa, tenga en cuenta esta aceptación. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania está elaborando una política sobre las relaciones ruso-alemanas que hará culto a la indiferencia frente a la ilegalidad de Putin. Pero la indiferencia se vuelve apaciguamiento cuando alienta a Putin a implementar su modalidad anárquica en la arena internacional, como en su actual campaña para asfixiar a la economía de Georgia.

El asesinato de Politkovskaya ha generado una sensación pavorosa de déjà vu:al igual que ¿ES INTELIGENTE consentir en silencio que se construya una Rusia que arraiga en su entorno una forma de diplomacia criminalizada? en el apogeo de la KGB, la gente simplemente desaparece en la Rusia de Putin. El asesinato de Politkovskaya es la tercera muerte con ribetes políticos en tres semanas. Enver Ziganshin, principal ingeniero de BP Rusia, fue asesinado con un arma de fuego en Irkutsk el 30 de septiembre. Andrei Kozlov, el vicegobernador del Banco Central de Rusia, que lideraba una campaña contra el fraude financiero, fue asesinado el 14 de septiembre.

El hecho de que el fiscal de Rusia, el general Yuri Chaika, se haya hecho cargo de la investigación del asesinato de Politkovskaya, como lo hizo con el homicidio de Kozlov, no genera esperanzas. De hecho, la participación del nivel más alto del Gobierno ruso es casi una garantía de que nunca se encontrará a los asesinos.
El asesinato de Politkovskaya es un augurio particularmente lúgubre si uno tiene en cuenta que era una crítica enérgica del presidente de Rusia. En sus artículos para uno de los pocos diarios independientes que quedan en Moscú, Novaya Gazeta,y en sus libros Putin´s Russia: Life in a failing democracy (La Rusia de Putin. La vida en una democracia en crisis) y A dirty war: A Russian reporter in Chechnya (Una guerra sucia. Una reportera rusa en Chechenia), Politkovskaya escribió sobre la disipación de las libertades, que es la marca de identificación de la presidencia de Putin. Como queda demostrado por el exilio de los ex empresarios mediáticos Boris Berezovsky y Vladimir Gusinky, y la encarcelación del magnate petrolero Mijail Jodorkovsky, tres destinos aguardan a los enemigos de Vladimir Putin: el exilio, la cárcel o la tumba.

No estoy acusando al Gobierno de Putin del asesinato a sueldo de Politkovskaya. Después de todo, como periodista de investigación enfureció a muchas personas, entre las que se encuentra, nada menos, que el actual primer ministro checheno, Ramzan Kadirov, a quien ella acusó de implementar una política de secuestros extorsivos. Pero el Gobierno debería haberse asegurado de que nada malo le pasara.
La Rusia de Putin ya ha perdido a doce periodistas prestigiosos, asesinados en los últimos seis años. Y ninguno de estos crímenes ha sido resuelto.
El periodo de seis años transcurrido desde que Putin llegó al Kremlin ha sido un tiempo de señales profundamente opuestas. Por un lado, el mundo ve a un líder joven y educado que promete modernizar Rusia. Por otro lado, el presidente observa en silencio mientras sus ex colegas en el servicio de seguridad FSB de Rusia (la ex KGB) no le ofrecen ninguna seguridad a los asesinados y lanzan una serie de causas de espionaje notorias contra periodistas, científicos y activistas ambientales. Entre estos neoespías figuran el periodista Gregori Pasko, el experto en control de armas Igor Sutyagin, el diplomático Valentin Moiseyev, el físico Valentin Danilov y otros. La influencia supuestamente civilizadora de ser un socio occidental - al presidir una cumbre del G-8 en San Petersburgo, por ejemplo- parece haberse disipado en la intriga del Kremlin de Putin. Rusia presenta una fachada de leyes e instituciones democráticas, pero detrás del decorado de cartón gobiernan las mismas bestias.
El peligro para el mundo es que la anarquía de Putin se está exportando. En todo el exterior cercano a Rusia, se está arraigando una forma de diplomacia criminalizada. Analicemos el intento de Putin de manipular fraudulentamente las elecciones presidenciales anteriores de Ucrania y los cargos criminales intermitentes presentados contra la líder de la oposición Yulia Timoshenko. Analicemos las regiones separatistas en Moldavia y Georgia, que sólo existen gracias al respaldo del Kremlin. Analicemos la manera en que el Kremlin intenta chantajear a sus vecinos amenazando con interrumpir su suministro de energía.
Todo policía sabe que cuando se ignora el comportamiento criminal, los criminales se vuelven más intrépidos. Es hora de que el mundo reconozca a Vladimir Putin por lo que es: un hombre que está retrotrayendo a Rusia a las sombras. De modo que el mundo hoy debe considerar la antigua máxima latina qui tacet consentere videtur - el silencio implica consentimiento- y preguntarse si es inteligente consentir en silencio la construcción que hace Putin de una superpotencia energética sin ley.
A Moscow Murder Story/Anne Applebaum
Tomado del THE WASHINGTON POST, 09/10/2006
She wasn’t charismatic, she didn’t fill lecture halls and she wasn’t much good at talk shows either. Nevertheless, at the time of her murder in Moscow Saturday, Anna Politkovskaya was at the pinnacle of her influence. One of the best-known journalists in Russia and one of the best-known Russian journalists in the world, she was proof — and more is always needed — that there is still nothing quite so powerful as the written word.
The subject of Politkovskaya’s writing was Russia itself, and in particular what she called Russia’s ” dirty war ” in Chechnya. Long after the rest of the international press corps had abandoned Chechnya — it was too dangerous for most of us, too complicated, too obscure — she kept telling heartbreaking Chechen stories: The Russian army colonel who pulled 89 elderly people from the ruins of Grozny but received no medals, or the Chechen schoolboy who was ill from the aftereffects of torture but could get no compensation. A hallmark of her books and articles was the laborious descriptions of how she tried, and invariably failed, to get explanations from hostile and evasive Russian authorities. At the same time, she had no patience for the fanatical fringe of the Chechen independence movement either.

Over the years Politkovskaya won scores of international prizes. At home she was threatened, arrested and once nearly poisoned by the same Russian authorities who refused to respond to her questions. The only official acknowledgment of her status was backhanded: In 2002, when Chechen rebels stormed a Moscow theater, she was called upon to help negotiate the release of hostages. She failed to keep them alive, and now she is dead too.
Politkovskaya was not, it is true, the first Russian journalist to be murdered in murky circumstances since 2000, when President Vladimir Putin came to power. Among the worst crimes — all, of course, unsolved — were the murders of two provincial journalists from the city of Togliatti, probably for investigating local mafia; of Paul Klebnikov , the American editor of Forbes magazine’s Russian edition, probably for knowing too much about Russia’s oligarchs; and of a Murmansk television reporter who was critical of local politicians.
Nevertheless, Politkovskaya’s murder marks a distinct turning point. There was no attempt to disguise the murder as a theft or an accident: Her assassin not only shot her in broad daylight, but he left her body in the elevator of her apartment building alongside the gun he used to kill her — standard practice for Moscow’s arrogant hit men. Nor can her murder be easily attributed to distant provincial authorities or the criminal mafia: Local businessmen had no motivation to kill her — but officials of the army, the police and even the Kremlin did. Whereas local thieves might have tried to cover their tracks, Politkovskaya’s assassin, like so many Russian assassins, did not seem to fear the law.
Of course if this murder follows the usual pattern in Russia, no suspect will ever be found and no assassin will ever come to trial. But in the longer term, the criminal investigation isn’t what matters most. After all, whoever pulled the trigger — or paid someone to pay someone to pull the trigger — has already won a major victory. As Russian (and Eastern European) history well demonstrates, it isn’t always necessary to kill millions of people to frighten all the others: A few choice assassinations, in the right time and place, usually suffice. Since the arrest of oil magnate Mikhail Khodorkovsky in 2003, no other Russian oligarchs have attempted even to sound politically independent. After the assassination of Politkovskaya on Saturday, it’s hard to imagine many Russian journalists following in her footsteps to Grozny either.
çThere are jitters already: A few hours after news of Politkovskaya’s death became public, a worried friend sent me a link to an eerie Russian Web site that displays photographs of “enemies of the people” — all Russian journalists and human rights activists, some quite well known. Above the pictures is each person’s birth date and a blank space where, it is implied, the dates of their deaths will soon be marked. That sort of thing will make many, and probably most, Russians think twice before criticizing the Kremlin about anything.
And there is, at the moment, a lot to criticize. With crises brewing in Iran, Iraq and North Korea, few have had time to notice the recent escalation of the political dispute between Russia and Georgia, or to ponder the political consequences of Europe’s increasing reliance on Russian gas, or to worry much about minor matters such as the deterioration of press freedom in Russia. Critics of Anna Politkovskaya’s writing did complain, on occasion, that her gloom could be overbearing: She was one of those journalists who saw harbingers of catastrophe in every story. Still, it is hard for me not to write about her murder in the same foreboding tone that she herself would have used. It is so much like one of the stories she would have written herself.

El Juez Garzón


La comisión permanente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) estudiará la petición de amparo que el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón presentó ante las críticas recibidas por su decisión de imputar a los tres peritos policiales que hicieron un informe que relacionaba el 11-M con ETA.
Garzón pidió amparo al CGPJ el pasado miércoles en demanda de "la protección y defensa de la independencia judicial" ante los ataques que está recibiendo por parte del diario EL MUNDO, la cadena Cope, el periódico 'Libertad Digital', el diputado del PP Jaime Ignacio del Burgo y el vocal propuesto por el PP, José Luis Requero.
Esta solicitud la efectuó después de que el pasado martes la comisión permanente rechazara hacer una declaración de apoyo al magistrado -que habían solicitado los vocales de la minoría progresista- porque no había pedido amparo y existe abierta una información previa al juez en relación con la toma de declaración a peritos policiales en el caso del 11-M.
Garzón dirigió ayer por la tarde un nuevo escrito al CGPJ en el que reitera çque se siente afectado en su independencia judicial por las críticas recibidas y asegura que "la campaña sistemática y continuada de descalificaciones e imputaciones delictivas se refieren, indiscutiblemente, a mi función jurisdiccional y afectan a mi independencia, además de a mí honor".
Garzón señala que el CGPJ "debe pronunciarse (...) no sobre si las actividades, declaraciones, artículos de prensa e intervenciones radiofónicas me han ofendido, sino sobre si tales acusaciones reiteradas y con una difusión extraordinaria de haber prevaricado y coaccionado a testigos con motivo de mi actividad jurisdiccional constituyen un ataque contra mi independencia como magistrado".

El artículo 13 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) establece que "todos están obligados a respetar la independencia de los jueces y magistrados".
Según indica el artículo 14, "los jueces y magistrados que se consideren inquietados o perturbados en su independencia lo pondrán en conocimiento del CGPJ, dando cuenta de los hechos al juez o tribunal competente para seguir el procedimiento adecuado, sin perjuicio de practicar por sí mismos las diligencias estrictamente indispensables para asegurar la acción de la justicia y restaurar el orden jurídico".
El domingo Pedro J. Ramírez escribió en El Mundo:
El festín de (l Juez) Baltasar (Garzón)/Pedro J. Ramírez

Tomado de EL MUNDO, 08/10/2006.

"Fuego de insania brilla/
del ebrio soberano en la mejilla,/
que el vino en él provoca/
temeridad fatal y audacia loca,/
llevando su osadía/
hasta ultrajar a Dios con lengua impía./
Y blasfema, y blasfema, y cada instante/
su impiedad es mayor; y delirante,/
la cortesana multitud lo aclama".
(Baltasar de Heinrich Heine)


Pocos minutos antes de la medianoche del martes 7 de febrero de 1995 llamé por teléfono al juez Garzón a su domicilio para mostrarle mi solidaridad frente al infundio que, según acababa de escuchar por la radio, publicaría al día siguiente uno de los dos diarios que con más entusiasmo han aplaudido ahora sus desmanes procesales. La banda de Interior le acusaba nada menos que de haber pagado con dinero de los fondos reservados unas vacaciones que había pasado en la República Dominicana junto a su esposa y su cuñada.

- Mira, Baltasar, tú sabes que cuando nos ha parecido mal algo que has hecho lo hemos publicado y ahí están las peripecias de estos últimos años, pero cuando se recurre a cosas de este tipo…
- La presión es tremenda. Hay momentos en que me dan ganas de dejarlo todo…
- No, eso no puedes hacerlo.
- Pues ya ves, de momento ya han metido a mi familia. Y preparan no sé qué historias de putas y de droga…
- Que sepas que te vamos a apoyar a tope porque lo que está en juego es que en España la Justicia sea igual para todos…
- Van a decir que voy violando prostitutas, que consumo cocaína y que me he reunido en secreto contigo y con el PP…
- Pero es imposible demostrar lo que no ha existido…
- Eso no importa. Pedro J., están desesperados. Son capaces de matar si hace falta. Tengo razones para temer por mi vida.
Tal y como recordé en mi libro Amarga Victoria y vuelvo a recordar perfectamente ahora, "aquella noche colgué el teléfono con un nudo en la garganta". No era para menos: un juez de la Audiencia Nacional me estaba confesando que temía que agentes del Gobierno le asesinaran. El antecedente más inmediato de aquella conversación había sido la alocución contra Garzón por parte del ex director de la Seguridad del Estado Julián Sancristóbal, retransmitida en directo por la televisión pública desde el plató de la cárcel de Alcalá Meco. Y su secuela directa fue la corroboración por EL MUNDO de que algunos de los temores del juez estaban más que fundados, al desvelar tan sólo nueve días después que 20 policías a las órdenes del comisario jefe Carlos Rubio habían elaborado el infamemente bautizado como Informe Veritas, entregado en secreto al Juzgado número 46 de Madrid.

En dicho informe se aseguraba literalmente que un grupo de narcotraficantes, "conocedores de su obsesión por las mujeres", había logrado introducir a Garzón "en fiestas aparentemente inocuas y en orgías donde puede disfrutar de dos y hasta tres mujeres a la vez, donde se consume coca y se abusa del caviar y del champán francés, y en más de una fiesta se hicieron filmaciones en vídeo y fotografías".

Si hubiera imaginado la que me iban a montar a mí un par de años después, probablemente la burla despectiva ante tan patético relato no se habría abierto camino junto al escalofrío que producía pensar que si los agentes de Corcuera y Vera habían intentado endosarle lo de las putas, tal vez también estuvieran, en efecto, preparando el darle matarile. "Me temo que alguien quiera quitar de en medio al juez Garzón", llegó a advertir por esas mismas fechas el coordinador de Izquierda Unida, Julio Anguita. "Reclamo una especial protección para él".

Tanto los lectores más jóvenes como aquellos especialmente desmemoriados comprenderán ahora que, con estos antecedentes, yo entendiera mejor que nadie cuánta sabiduría había en las palabras del presidente del Poder Judicial, Francisco Hernando, cuando el jueves comentó que un juez "con la entidad y la experiencia" de Garzón difícilmente podría sentirse "intimidado" por la gavilla de críticas periodísticas que ha disonado estos días del coro de loas generalizadas con que la mayoría de los medios ha acogido su montaje contra los tres honrados policías que osaron intentar advertir al nuevo ministro del Interior de la falsificación de su informe.

A mí no me gusta que en ningún periódico, y menos aún en el nuestro, se ridiculice la apariencia física de nadie o se incurra en la exageración de etiquetar su conducta como "nazi", pero coincido con Hernando en que parece inverosímil que tal licencia de un columnista -y ese pellizco de monja es lo más fuerte que se ha escrito sobre Garzón en estos días- haya llegado realmente a inquietar su "independencia" o menos aun a "perturbar ferozmente" -como él mismo alega- a quien comenzó a forjar su leyenda de adalid de la justicia universal combatiendo la calumnia de Estado y temiendo fundadamente por su vida.

Y en cuanto a lo del "montaje", lo de la "criminalización de los peritos", lo de la "trampa procesal" y lo de los "elementos indiciarios de la prevaricación tal y como ha sido definida por la doctrina del Tribunal Supremo", conceptos que aquí mismo mantengo y reitero, pues ajo y agua. ¿O es que ni siquiera va a caber en la libertad de expresión de una democracia que haya un periódico, una radio y un par de sitios de internet que puedan decir y argumentar en ese orden de cosas sobre un juez al que todos los demás cubren de flores?

Agradezco las múltiples llamadas de afecto, aplauso y apoyo, pero no es cierto que los productores de 59 segundos manipularan la realidad mediática al organizar el miércoles un cinco contra uno. Más bien se quedaron cortos ya que, si se trataba de servir de espejo al debate periodístico, lo justo habría sido que me hubieran puesto a diez compañeros enfrente, pues no es otra la correlación de fuerzas. Claro que ni las batallas de la opinión pública ni menos aún las de los tribunales se deciden en función de la cantidad de voces, sino por mor de la calidad argumental de cada una. Y algo querrá decir que entre los juristas la ecuación sea más o menos la inversa: por cada estudiante de Derecho, letrado en ejercicio o catedrático de Penal capaz de justificar lo que procesalmente han hecho Garzón y su compadre el fiscal Zaragoza hay como mínimo una decena cuya percepción de lo ocurrido oscila entre la vergüenza ajena y la recomendación de que se deduzca testimonio contra ambos.
Cuando se produjo mi llamada de hace 11 años la situación era exactamente la opuesta: se contaban con los dedos de la mano los periodistas que le apoyábamos, pero el mundo del Derecho estaba rotundamente de su lado. Aunque ya se había producido su viaje de ida y vuelta a las listas de míster X, el empeño de Garzón por esclarecer los crímenes de los GAL era, efectivamente, tal y como yo se lo dije aquella noche, la causa de "la igualdad ante la ley", de la tutela judicial efectiva que merece cualquier víctima y de la primacía del Derecho sobre la razón de Estado. Cuando el instructor del Tribunal Supremo refrendó todos y cada uno de sus pasos procesales y el pleno de la Sala Segunda convirtió en hechos probados sus averiguaciones sumariales, quedó reivindicada no sólo una persona sino, contra viento y marea, la propia concepción democrática de la Justicia.

De entonces a ahora ha llovido de todo con remite del Juzgado de Instrucción Central número 5. Desde la villanía contra Liaño hasta la audaz y encomiable persecución de Pinochet, desde la chapuza de la operación Nécora hasta los macrosumarios que retratan atinadamente la poliédrica realidad de ETA, desde la sensibilidad del cooperante en la lucha contra la droga, la exclusión y la pobreza hasta la ofuscada megalomanía del activista capaz de incitar en un mitin a que se coree el grito de "¡asesino!" contra el presidente del Gobierno. Y eso sin entrar en los aledaños del 11-M y la espantada neoyorquina, que tiempo habrá para ello. Hay en él tantos heterónimos jurídicos, que hasta ahora era imposible responder si se estaba a favor o en contra de Garzón sin pedir la aclaración previa de a cuál de ellos se refería la pregunta. Pero es midiendo a todos esos siempre osados garzones por el único rasero posible -el del principio de legalidad- como peor parado sale el malabarista marrullero de estos días.

Si el Garzón bregado en mil batallas, acostumbrado a ver muy de cerca las orejas -y los colmillos- de los peores lobos se hace ahora la damisela ofendida por columnistas, tertulianos y diputados a quienes en la práctica desprecia es, de hecho, porque sigue siendo lo suficientemente inteligente como para darse cuenta del hondo escándalo, de la profunda decepción, de la sensación de sacrilegio y de blasfemia que su oportunismo sin escrúpulos está causando entre esa escogida élite que componen los más amantes del Derecho y los mejores conocedores de las leyes.
Garzón necesita que el barullo, la confusión y el ruido fruto de sus arbitrariedades sea lo más intenso y duradero posible, no vaya a resultar que cada pieza vuelva a quedar encajada en su sitio y la serenidad permita que se escuchen las voces de la ciencia y la decencia e incluso que entre ellas aparezca, pidiendo asilo y refugio, la de la propia conciencia de aquel juez honrado que hace ya muchos años él mismo pretendió ser.
Y, efectivamente, hablo de "blasfemia" en sentido análogo al inducido en el sentimiento romántico del poeta alemán cuyos versos, arrojados sobre los manteles del hijo de Nabucodonosor con toda la cólera del sturm und drang, han servido de introducción a este artículo. O tratando, desde luego, de transmitir con los pobres recursos expresivos a mi alcance el mismo mensaje que tan magistralmente plasmó Rembrandt en su famoso lienzo sobre el mismo asunto, inspirado en el capítulo V del Libro de Daniel.

Era tanta mi admiración por el historiador británico Simon Schama que, cuando después de escribir Citizens -la mejor historia de la Revolución Francesa de la segunda mitad del siglo XX- publicó Rembrandt’s eyes, a la primera oportunidad que tuve acudí a la National Gallery de Londres con su libro bajo el brazo para volver a ver la media docena de lienzos emblemáticos del gigante holandés allí depositados, con la mirada de esos ojos que, de repente, se me abrían.
Fue una experiencia inolvidable repasar con tan sabia y a la vez intuitiva guía literaria los retratos de ancianos que reflejan la pletórica confianza de aquella primera burguesía flamenca de comienzos del XVII segura de sus valores o el cuadro que muestra a su amante Hendrickje levantándose el camisón y contemplando el reflejo de sus muslos en el agua porque, como bien dice Schama, "Rembrandt no la admira como a una posesión, sino por su dominio de sí misma, y la capta como si fuera de soslayo en un acto de ensimismamiento". Pero el éxtasis llegó con su reinterpretación de El festín de Baltasar, teniendo el lienzo delante.

La escena recoge el estupor del príncipe babilonio y sus invitados cuando la mano misteriosa del destino escribe en la pared la profecía del fin de su reino. Pero más importante aún que lo que nos cuenta que está sucediendo en ese momento es lo que nos recuerda que acaba de suceder poco antes: la exuberancia, el derroche de sensualidad, pompa y circunstancia de un banquete en el que el desenfreno ha desembocado en la profanación de lo más venerable. Los metales preciosos, el armiño, la seda, el resplandor de la carne desnuda, los chorros de vino que derraman los cálices sagrados… todo estalla ante los sentidos, todo nos deslumbra, nos embriaga y nos seduce hasta acercarnos, en un viaje de pictórica operística, a la frontera en la que la transgresión engendrará la tragedia que engullirá a los transgresores.
Schama lo explica así: "Aquí el oro no cae sobre el relato en forma de bendición, sino como maldición: no como irradiación, sino como una especie de contaminación leprosa que recubre el manto ornamentado del rey y resplandece ominosamente en las vasijas incautadas por el príncipe de Babilonia del templo de Jerusalén y profanadas al usarlas como vajilla para su banquete".
Pues bien, no podría describir con mejores imágenes ni palabras más precisas la sensación de agravio en sus convicciones más íntimas que he percibido yo estos días tanto en grandes juristas a los que admiro como en los aprendices y amateurs -aquellos que más aman lo que hacen- que pluma en ristre han convertido el Derecho en su referencia y vocación. Aunque durante las siete horas en las que tuvo a su principal víctima haciendo antesala el juez sólo consumiera una cerveza y dos chapatas, para todas estas personas el verdadero y oprobioso festín de Baltasar no ha sido ninguna de aquellas bacanales de las "tres mujeres a la vez" -ya me contarán cómo, por mucho que ayudaran el "caviar" y el "champán francés"…- imaginadas por los esbirros del electricista palurdo, sino esta bien real orgía de abusos procesales perpetrada contra unos funcionarios indefensos. (Indefensos, pero ofensivos para un Gobierno a cuyo presidente Garzón trata de asociarse como diunviro, bien sea para la paz, bien sea para la guerra).

Y es que para toda alma sensible penetrada por el espíritu de las leyes observar cómo un juez que desde el primer momento sabe que no es competente recurre a los más burdos ardides para practicar diligencias para las que no está habilitado, arrolla en las formas y en el fondo las garantías procesales de sus víctimas, dicta un auto de imputación sin base racional alguna, desencadena un proceso de linchamiento de quienes -insisto- están desamparados ante la apisonadora mediática gubernamental y aún recurre a ruines trampas a título póstumo para seguir embarrando el terreno procesal, pues equivale, en efecto, a contemplar la "contaminación leprosa" en la que las "vasijas del templo" de la Justicia se convierten en la "vajilla del banquete" de la arbitrariedad inquisitorial.
No es difícil imaginar el sonido de la voz atiplada del juez convirtiendo a los testigos en imputados con los elementos que ingenuamente ellos mismos le habían suministrado. Para quienes desde fuera del cuadro seguimos sometidos a los mismos principios sagrados que en aquel turbulento invierno del 95 es el sonido -sí- de la "blasfemia" y la impostura, aunque no haya que buscar en el vino el origen de su "temeridad fatal y audacia loca".

Mira Schama a los ojos de Rembrandt y descubre la jugada del maestro al condensar un festín multitudinario en el encuadre de tan sólo cinco personajes: "Así consigue intensificar la agobiante sensación de claustrofobia. Esta es una fiesta en la que no hay salida de emergencia". ¿Qué otra cosa pudieron pensar los pobres peritos cuando descubrieron que estaban siendo empapelados por haber vuelto a firmar su mismo informe original, extraído del ordenador sin alterar ni una sola coma de su literalidad, mientras se exculpaba a quienes lo habían falsificado todo? Aquello era secreto. Allí sólo estaban el juez, su fiel secretaria, la fiscal Olga Sánchez -"¡vale ya!"-, el fiscal Pedro Rubira -quién te ha visto y quién te ve- y tal vez algún oficial de confianza. Era fuera del encuadre donde ya comenzaban a rugir las rotativas, los postes microfónicos y los enlaces de ondas hertzianas -"la cortesana multitud" de Heine- que en cuestión de horas aplastarían, triturarían, machacarían y calcinarían a los "tramposos del 11-M", a los "mentirosos del ácido bórico". Buen trabajo, Baltasar.

Pero cuidado, porque el profesor de Oxford y de la Universidad de Columbia no sólo ha calado las intenciones del artista sino también el verdadero móvil de su personaje. "Se había emborrachado de orgullo", sentencia Schama precisando que su estado de ebriedad no es físico sino moral, que cuando te devora la sed de dominarlo todo puede bastar una Mahou para estar como una cuba. Y atención también, porque si "en esa fiesta no hay salida de emergencia", quien tendrá al final el mayor problema será el propio anfitrión.

De hecho los peritos están siendo gradualmente rescatados de sus garras por los autos de la Sala de lo Penal y las nuevas diligencias de la juez Gallego -¿quién les devolverá ahora su honor y su prestigio?-, pero Garzón continúa bajo la lupa de la inspección del CGPJ. Probablemente saldrá tan airoso de ésta como de las anteriores investigaciones disciplinarias porque, si no se grabaron los interrogatorios, al final será la versión del clan contra la de sus damnificados. Pero eso es lo de menos. Lo de más es que las palabras fatídicas -Mane, Thecel, Phares- han quedado ya escritas en la pared y todos lo hemos visto. Como su homónimo babilonio, Baltasar Garzón ha sido puesto en la balanza y no ha dado el peso requerido. Al fin sabemos de qué va. Queda por determinar el cuándo y el cómo irrumpirán en escena los nuevos persas que pondrán término a esa borrachera del orgullo, a ese reinado de la ambición, a ese imperio del sectarismo y a ese despotismo del autoenamoramiento, pero -claro- sólo él conoce lo que ocultan sus sumarios.

Hacia la tolerancia

¿Víctima o culpable?/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa

Tomado de LA VANGUARDIA, 08/10/2006
Cuando apenas remite la turbación suscitada por las consideraciones del Papa Benedicto XVI sobre el islam, he aquí que estalla con fuerza en Francia otra polémica. Un profesor de filosofía, Robert Redecker, ha sido amenazado de muerte por un artículo de opinión publicado en Le Figaro.
De manera inmediata, se ha reavivado el debate sobre la libertad o no de criticar el islam y van a buen paso tanto los comentarios sobre el oscurantismo de esta religión como sobre los peligros que puede representar para las libertades públicas e incluso para los principios básicos de la República Francesa… En este sentido, los autores de las amenazas - necios criminales- han rendido un flaco servicio a quienes consideran que el islam no tiene sitio en Francia y, en realidad, han perjudicado la causa de los musulmanes a la que pretender servir.

Nadie debe ser amenazado por sus opiniones. Volvemos, en este punto, al principio de Voltaire : “No estoy de acuerdo con vos pero daría mi vida para que tengáis el derecho de expresaros”. En consecuencia, debemos ser solidarios de Robert Redecker en calidad de persona amenazada por sus escritos. Ahora bien, llegados a este punto esta solidaridad queda en suspenso. No puede convertirse en solidaridad con las opiniones de este autor, singularmente escandaloso en sus manifestaciones. Cuando escribe que “Jesús es maestro de amor, Mahoma es maestro de odio”, que “Occidente comprende la apertura a los otros mientras que el islam tiene la apertura de espíritu y los valores democráticos por signos de decadencia”, cuando añade que “odio y violencia asoman en el libro en el que se educa todo musulmán, el Corán”, de hecho va mucho más allá de la crítica de las religiones o de la blasfemia tolerada en Francia. Se traslada al ámbito del puro y simple racismo. Se convierte en un consciente propagador del choque de civilizaciones. Robert Redecker es favorable al choque de civilizaciones. Quienes le han amenazado también lo son. Sus ideas son nauseabundas, pero debe combatírselas en su propio ámbito mostrando - cosa sencilla y factible- que si alguien parece verse animado por el odio, ese alguien es él. Tratándose de un filósofo y profesor cuya labor no se halla exenta de cierta responsabilidad sobre la formación de la juventud francesa, no parece tomarse la molestia de llevar a cabo una reflexión más honda y se entrega a mezcolanzas indignas de un espíritu cultivado. Sus opiniones podrían haber tenido implicaciones jurídicas dado que contradice claramente las leyes francesas sobre la prohibición de propagar el odio racial. Sin embargo, todo concurre a un debate trampa…Las amenazas han convertido a Robert Redecker de culpable en víctima. Ahora ya nadie habla del carácter racista de sus manifestaciones sino de las amenazas que ha sufrido. Ocurre, sin embargo, que ambas son censurables. Las injurias racistas no exoneran las amenazas proferidas, pero estas últimas no deben justificar en modo alguno las opiniones racistas. Poco importa que todas las autoridades musulmanas hayan condenado tales amenazas, producto al fin y al cabo de un puñado de individuos, medios de comunicación y políticos amigos del lío y la confusión. Al cabo resalta inequívocamente la explotación malintencionada de la cuestión que por otra parte permite - una vez más- estigmatizar no a determinados musulmanes que han patinado, sino a todos los musulmanes en bloque.
Como observa otro profesor de filosofía, Pierre Tevanian, en el sitio de internet oumma. com, si Robert Redecker hubiera expresado sobre los judíos las opiniones que ha mantenido sobre los musulmanes, habría sido inmediatamente apartado de la enseñanza. El único modo de escapar del círculo vicioso de este debate trampa consiste en aplicar las mismas reglas en todas las circunstancias.

La primera de ellas es la solemne reafirmación de la prohibición de toda violencia y amenaza de violencia. No tienen sitio en una sociedad democrática moderna. Quienes se libran a ella deben ser sancionados.

La segunda regla estriba en el ilustrativo carácter de los acontecimientos sobre la degradación del clima intelectual en Francia: en efecto, cada vez se hace más difícil abordar el conflicto de Oriente Medio, de las relaciones entre el mundo occidental y el mundo musulmán ¡sin ser tachado de antisemita o de islamófobo! No obstante, es fácil distinguir entre la crítica legítima de un Gobierno o de tal o cual personalidad de una determinada comunidad en tanto que muestra y signo de la crítica política y el debate ideológico, y por otra parte el juicio sin matices de una comunidad considerada en su globalidad en tanto que muestra y signo de simple y puro racismo.
La tercera regla es, una de dos, que o bien se admite el derecho de decir cualquier cosa - incluidas las injurias raciales en nombre de la libertad, por considerar que todo exceso y exageración carecen de importancia- o bien se opina que dado que el aire está tan enrarecido y puede cortarse con un cuchillo - se trata de una atmósfera verdaderamente explosiva- es menester aplicar ciertas limitaciones a la libertad de expresión.

De cualquier modo, lo que no cabe hacer es suscribir la primera tesis en ciertos casos y la segunda en otros. Es menester mantener una línea de conducta constante.
¿Religiones y culturas a la greña?: un paso más allá/José Ignacio Calleja, profesor de moral social cristiana
Tomado de EL CORREO DIGITAL, 08/10/2006
Resuena por doquier la pregunta del título al fondo de la polémica sobre las palabras del Papa en Rastibona (Alemania), el pasado 12 de septiembre, en la parte del discurso donde parecía acusar a Mahoma y al islamismo de haber legitimado la violencia proselitista en la forma de ‘guerra santa’.
Está claro que en el discurso del Papa su intención y tesis explícitas eran que la fe como propuesta sólo puede y debe apelar a la libertad y a la razón de las personas. La cita histórica, sin embargo, con la que adornaba este lugar común al cristianismo de hoy fue desafortunada, según lo han visto casi todos.
Bien distinto es si el islamismo en general, o interpretaciones del mismo, postulan todavía la legitimación de la ‘guerra santa’ o si, por el contrario, son versiones falsas en boca y mano de fanáticos que todos conocemos. Entiendo que no es al Papa a quien corresponde deslindar esta tesis, sino más bien advertir de ello como tentación inaceptable para todos. De hecho, su discurso, fuera de la cita de la discordia, era impecable en cuanto a cómo la violencia es contraria a Dios y al ser humano, y a cómo la conversión siempre es fruto de la libertad personal y la razón. Si acaso, alguien podría echar de menos, yo me cuento entre ellos, un concepto más integral de razón, incluyendo en ella el testimonio de vida. Llegamos a la fe por la razón y por el testimonio de vida. Y por supuesto habría que depurar el concepto mismo de razón característico de la filosofía y teología occidentales, cayendo en cuenta de sus límites históricos y teóricos. Esto lo vio muy bien J. L. Zubizarreta en su excelente artículo del pasado 23 de septiembre, publicado en este diario bajo el título ‘Con el debido respeto’.
Un paso más allá de la reciente polémica, deberíamos decir que el cristianismo actual reconoce que todas las religiones necesitan una revisión de su pasado y su presente, intentando erradicar lo que haya en ellas de gérmenes o, en su caso, restos de fanatismo. Sólo Dios es absoluto decimos, y nada lo es en la tierra, ni siquiera la religión. Y es absoluto de un modo que no rivaliza con la valía incondicional de la persona, sino que, por el contrario, confirma su respeto y fundamenta su valor y libertad de manera incomparable.

Esta revisión de todas las religiones ha de ser hecha desde la razón y los derechos humanos de todos y, sobre todo, de los más débiles y pobres. La tolerancia religiosa y cívica tienen esa medida de su interpretación y praxis. Las diferencias culturales en modo alguno pueden significar diferencias sustantivas en cuanto a los derechos de las personas, hombres y mujeres iguales. De hacerlo, incurren en injusticia con el pretexto de la diversidad cultural. Ésta es la tolerancia en la que se sustenta el diálogo interreligioso y la deseada alianza de civilizaciones. Si alguien ha dicho que no habrá paz en el mundo sin que haya paz entre las religiones, mejor se puede decir que no habrá paz si no se pacifica el interior de cada religión y de todas juntas. Y lo mismo debe decirse de las culturas y tradiciones. ¿El modo? Una tolerancia religiosa y pública que reconoce los derechos humanos de todos como su mínimo común compartido. Ésta es la sustancia de la moral civil y la sustancia moral de las religiones civilizadas. De uno u otro modo, creo que esta tolerancia religiosa derivará hacia la aparición en todos los lugares de ’sistemas públicos laicos’. No laicistas, pero sí, laicos. No veo otra manera de preservar el pluralismo interno a cada sociedad y cultura.

Las religiones, en suma, pueden hacer una gran aportación a la paz del mundo, purificadas de todo atisbo de intolerancia. Defiendo que esto es posible frente a quienes las condenan sin remedio como causa mayor de nuestros conflictos. La comparación entre ellas no me parece demasiado adecuada, sino la firmeza de todos en esos mínimos que nos humanizan en cada cultura y pueblo, y especialmente los que humanizan la vida de los (las) más débiles. El cristianismo postvaticano, modestamente, ha aprendido que la libertad de conciencia y la práctica de la no violencia, activa, firme, realista y asociada, es el proceder más fiel a Jesús y al propósito de su liberación. Apelar a la no violencia no es el buenismo moral que termina en la indiferencia de responsabilidades religiosas y sociales ante la injusticia. El amor (la caridad) nunca dimite de la exigencia de justicia. Por el contrario, enseña que los que mantienen la verdad del pacifismo secuestrada en la injusticia, no pueden apelar a Jesús. Pero, dicho esto y primero, la libertad, la razón, la no violencia son el santo y seña del anuncio de la fe cristiana y de la práctica de todo ciudadano de bien. Podemos y debemos entendernos, aunque va a ser con dolores de parto.

Un mundo irritable/Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza
Tomado de EL PAÍS, 06/10/2006.
Contra lo que suele decirse, no ofende ni quien quiere ni quien puede, sino el que se topa con alguien que puede y quiere ser ofendido. Las razones de la ofensa son tan evidentes para unos como inescrutables para otros. Ésta es una de las causas de que sea tan complicada la convivencia entre las personas y entre eso que llaman civilizaciones. La percepción de las cosas se ha convertido en algo tan decisivo que da igual si el asunto carece de importancia, si se trata de un chiste, una cita o una ficción. Uno puede controlar sus actos y decisiones, al menos en parte, pero nuestro poder sobre el significado de las palabras es mucho más escaso. Cualquiera tiene la experiencia de que lo dicho se nos escapa continuamente y, como decía Sartre, los otros nos roban las palabras en la misma boca. Es tan fácil ofender que no tenemos más remedio que aprender a vivir en el malentendido.

Las relaciones personales nos han enseñado que los sentimientos son una materia especialmente inflamable, pero ahora estamos comprobándolo en la instantaneidad de una dimensión global. Lo sucedido con las viñetas danesas, el discurso del Papa en Ratisbona o la suspensión de la ópera de Mozart en Berlín confiere a la supuesta ofensa un alcance inusitado en el espacio emocional. Hace tiempo que los conflictos sociales han adoptado un carácter sentimental. Desde los niveles más domésticos hasta la escena internacional, ha tenido lugar una creciente psicologización de los conflictos, a los que ya no podemos gestionar como si fueran los tradicionales conflictos de clase y redistribución, o las guerras clásicas, con frentes y disputas por un territorio. La irrupción de las cuestiones de identidad (sexual, religiosa, étnica, cultural…) ha trastocado el esquema según el cual la afectividad pertenecía únicamente a la esfera privada mientras que lo público era la sede en la que podíamos entendernos, aunque fuera a duras penas. Ahora parece que los sentimientos ofendidos se constituyen como un juez inapelable. Los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Pero entonces, discutir cualquier posición (como hizo Benedicto XVI) o tematizarla en una ficción (en un chiste o en una representación teatral) es automáticamente un insulto; cada argumento se convierte en ad hóminem.
Nuestro mundo está compuesto por grupos que se comportan como concesionarios de autoestima: a los ya conocidos de sexo, género, raza o profesión, parece que ha de añadirse ahora el de civilización. La susceptibilidad constituye el principio identificador: los nuestros son aquellos que se agrupan en torno a la misma ofensa y a los que se mantiene unidos en virtud de una común irritación. Dime qué te molesta y te diré quién eres.
Puede ser que el viejo combate por la redistribución esté siendo sustituido, al menos parcialmente, por un conflicto más bien psicológico en torno al honor y la ofensa. El gran combate que estamos librando -en el interior de nuestras sociedades y a escala mundial- es una lucha por el reconocimiento. El mundo se ha virtualizado y han adquirido en él una relevancia central disposiciones que tienen que ver más con el sentido que con magnitudes objetivas: el miedo, las expectativas, la confianza. Por eso el combate se libra en el plano de las representaciones y los símbolos. Se equivoca quien crea que el llamado terrorismo internacional va de otra cosa, que tiene que ver con el poder o el territorio y no con el resentimiento o el odio del humillado (y empiezo a creer que buena parte de la war on terror ya sólo sirve también para calmar un desequilibrio emocional… estropeando de paso todo lo demás). Cuando el espacio deslimitado se unifica hasta el punto de que todo se convierte en zona de frontera, por utilizar la fórmula de Bauman, entonces el mundo entero se convierte en zona irritable. Se ha globalizado el poder, el dinero, la comunicación y el medio ambiente, sí, pero también el agravio: cualquiera puede ofender y ser ofendido, también el desprecio se ha deslocalizado y la verdadera Bolsa es la que cotiza la estima y el reconocimiento.

Como todo lo humano, también esta situación es ambivalente. Al introducir la cuestión de la identidad se amplía el catálogo de los derechos, se atiende a las víctimas, podemos profundizar en el pluralismo y acreditar el respeto que nos debemos, se avanza en la igualdad. Pero también se desatan la histeria y el victimismo. Si el criterio fuera cómo se siente uno, todo se reduciría a un sentimiento subjetivo desde el que no cabe desarrollar ninguna gramática de los bienes comunes. En cualquier caso no nos va a quedar más remedio que aprender a vivir en esta confusión de los significados y gestionar los nuevos conflictos con mayor cuidado y diplomacia, atendiendo más a su dimensión psicológica que a las variables que podríamos llamar objetivas. Y habrá que combatir las causas de las que se nutren, con razón o sin ella, esos sentimientos. Hay mucha discriminación, desigualdad y hegemonía en nuestro mundo como para pensar que todo se debe a un exceso de susceptibilidad.
Propongo un instrumento que podría funcionar en el improbable caso de que elaboráramos algo así como un ranking de las culturas y las civilizaciones. La madurez de una sociedad se mide al comprobar que hay cosas que no coinciden: que son diferentes las esferas que regulan lo obligatorio, lo permitido, lo correcto, lo tolerado, lo admirado, lo soportado. Los fundamentalistas y los fanáticos suelen pensar que todo esto ha de ser equivalente. Somos humanos cuando estimamos tanto el valor de la libertad que estamos dispuesto a pagarlo con el precio de tener que convivir con la irreverencia y lo hortera. No es necesario que nos hagan gracias los chistes, que nos entusiasme una ocurrencia teológica o aplaudamos a rabiar ante la escena de unas cabezas decapitadas. Podemos haber descubierto que el mal gusto o las opiniones peregrinas hacen muy difícil la convivencia, pero que su prohibición la hace radicalmente imposible.

El feminismo en el Islam

Libertad, igualdad, razón/Rosa María Rodríguez Magda, filósofa y escritora; autora de El placer del simulacro, Transmodernidad y La España convertida al islam

Tomado de El PAÍS, 08/10/2006
El feminismo es la lucha por la libertad, la igualdad y la emancipación. La democracia también. Las beneficiarias de los logros del feminismo no son sólo las mujeres, sino la sociedad en su conjunto. Pues no hay verdadera libertad, igualdad, emancipación y democracia cuando persiste la discriminación en función del sexo, cuando las mujeres no son dueñas de su vida, de su cuerpo, de su sexualidad, y se encuentran sometidas a la autoridad del varón, ni hay verdadera dignidad para éste cuando se le adjudica socialmente un estereotipo dominador.
Deberemos concluir que la crítica de todo ello obedece a valores universales e innegociables y en modo alguno a un imperialismo cultural de Occidente. El relativismo que equipara todas las culturas se convierte en coartada para frenar la denuncia de la injusticia o la desigualdad.
Por desgracia, hoy día existen muchos países donde se dan esas condiciones infamantes para las mujeres; también Occidente necesita una continua revisión al respecto, pero quisiera ocuparme aquí de la discriminación específica ligada a las comunidades musulmanas, dado que en ellas predomina una especial dimensión política y religiosa.
¿Qué relación tiene el sojuzgamiento de las mujeres con el islam como fenómeno social y religioso? Diversas son las respuestas: a) el sometimiento de las mujeres en países islámicos es algo cultural e histórico, no necesariamente ligado al islam; b) la discriminación de la mujer es algo ligado al islam cultural y político pero no religioso; c) tiene un fundamento religioso y se deduce del Corán, y d) es una mala lectura del Corán, pues éste es liberador para las mujeres.
Todo ello adquiere además especial relevancia cuando, fruto de la presencia de la inmigración musulmana, el asunto afecta a las propias sociedades occidentales.
Parece que, independientemente de cuál de estas opciones se considere cierta, sobre la crítica legítima del feminismo frente al sometimiento de las mujeres en el marco islámico empieza a planear una acusación: la de islamofobia. Pero fobia es odio irracional, y el feminismo lo que reclama es precisamente el ejercicio de la razón, y su necesaria aplicación ética. Callar frente a la injusticia no es respeto, es cobardía.
Ante la necesaria denuncia de lo evidente, existe una corriente de “feminismo islámico”, que aceptando a o b, negaría c, apostando por d. El feminismo islámico marca sus distancias tanto frente a la ortodoxia islamista cuanto al que denominan feminismo occidental, liberal, colonialista o laico, se articula “dentro de un paradigma islámico” y “deriva su comprensión y mandato del Corán”. No se trataría únicamente de despojar a éste de sus lecturas patriarcales, sino de mostrarlo como la genuina y diferente forma de entender la igualdad entre los géneros y la dignidad de las mujeres; por ello, se dice, es necesario “recuperar el mensaje igualitario” del Corán. La cuestión de fondo estriba en qué estamos entendiendo por igualdad, si entendemos igualdad ante Allâh, pero se mantiene la “complementariedad” de los sexos, la diferente función en el seno de la familia, la poligamia, el matrimonio temporal, el derecho de tutela del hombre sobre la mujer, el carácter obligatorio o deseable del velo y la discriminación en materia de herencia…, todo ello prescrito por el Corán. Entonces utilizamos la noción de igualdad de manera equívoca, pues lo que estamos realmente afirmando es la diferencia, por más que apostemos por un mayor protagonismo de las mujeres, que a la postre quedan encuadradas, limitadas o supuestamente dignificadas en su diferencia.

La cuestión no es si resulta posible una lectura feminista del Corán que propicie la emancipación de la mujer musulmana. Ello sería deseable en el mismo sentido en que se realizó una hermenéutica feminista de la Biblia -libro bastante patriarcal, por cierto-, abriendo caminos de protagonismo para la mujer desde el cristianismo. El problema comienza cuando no intentamos demostrar que el islam es emancipador para la mujer (en el sentido general del término, esto es: igualdad entre los sexos y ante la ley, derecho al propio cuerpo, ausencia de cualquier discriminación en función del sexo…), sino que derivamos del Corán una “forma diferente de dignidad para la mujer”, que denominamos emancipación o feminismo aunque no cumple los requisitos igualitarios de éstos, y entonces acusamos al feminismo que pretende cumplirlos de occidental y etnocéntrico.

Cuando las mujeres se convierten en símbolos de identidad, nacional, cultural o religiosa, subsumen en esta identidad simbólica su rango individual. Así, el rechazo a toda injerencia foránea se hace a costa de su emancipación como individuos, la lucha poscolonial se superpone a la feminista.
El debate del feminismo en los países islámicos es una cuestión que incumbe primordialmente a dichos países, desde el punto de vista occidental sólo cabe congratularse con el avance de un feminismo islámico que promueva la liberación de la mujer en el marco de su cultura y religión, abriendo la puerta a una nueva hermenéutica del Corán alejada de literalismos y de posturas patriarcales, estén éstas asentadas en él o en tradiciones culturales. Pero lo que en dichos países debería tener un carácter social y público no puede trasladarse sin más a los países occidentales, cuyo marco cultural, religioso y político es bien distinto. Lo que allí puede entenderse como progresista desde presupuestos religiosos o ancestrales limitativos, no lo es en absoluto en países occidentales, pues aquí representaría un retroceso al volver a discutir y problematizar logros consolidados.

Quede claro que en modo alguno estoy suponiendo un modelo occidental perfecto y sin fisuras. Pero debemos consensuar qué significamos por libertad, igualdad, etcétera, sin pretender que dichos conceptos sean producciones manchadas de occidentalismo, otorgando así coartada a fundamentalismos retrógrados. El feminismo no está aquejado de islamofobia, sino del esfuerzo compartido por la igualdad, la razón y la libertad, y en ellos legitima su crítica.
Sexismo neocolonial/Ángeles Ramírez, profesora de Antropología de la Universidad Autónoma de Madrid
Tomado de EL PAÍS, 08/10/2006
La islamofobia se instala entre nosotros. Su negación es una legitimación de su continuidad, y ello hace que no dispongamos de las herramientas para erradicarla.
Recientemente organicé con mis estudiantes de la Universidad una visita al Centro Islámico de Madrid. La excursión tenía como fin conocer el lugar y asistir a una conferencia-coloquio sobre el Islam, que imparte el personal gratuitamente. En el debate, algunas estudiantes bien informadas comenzaron a preguntar a nuestro anfitrión sobre las mujeres y el Islam. El coloquio subió de tono y el conferenciante se encontró agresivamente acorralado por el público. El responsable nunca podía terminar su discurso por la presión de parte del público. Al salir, reñí a las estudiantes, porque me parecía que el tono no había sido adecuado. Mis alumnas, ofendidas, decían que él estaba a la defensiva, y me di cuenta de que les resultaba prácticamente imposible imaginar que la situación se había creado desde las dos partes. Son “ellos” siempre los que están a la defensiva, como si eso fuera un sentimiento unilateral. Pero ¿de qué se tienen que defender?

De nosotros. De la islamofobia. Pero nuestro anfitrión no se defendía de la islamofobia de los discursos de algunos académicos o políticos, o de la que tiene su correlato en la violencia. Se defendía de la islamofobia naturalizada o “latente”, según terminología de algunos autores franceses. Ésta, cercana al orientalismo de Said, no consiste sólo en colección de estereotipos. Es un modo de conocer esa realidad, y una estructura de conocimientos tan firmemente instalada que no admite alternativas, considerando, además, que los mecanismos de control sobre lo que se dice son muy sofisticados e infinitas sus formas de legitimación.
La idiosincrasia de la islamofobia en España tiene su base en la morofobia, y se encuadra en el odio al moro. Ésta, para el historiador Eloy Martín, se hace patente desde nuestro descubrimiento colonial de Marruecos, a últimos del XIX y primeros del XX, pero sobre todo, durante el Protectorado español en Marruecos (1912-1956) hasta la independencia del Sáhara. Marruecos se orientalizó, y la imagen negativa del marroquí, del moro, apuntalada por las relaciones coloniales, se extendió al conjunto de la población arabo-musulmana. Las características que históricamente se achacaban al marroquí eran la pereza, crueldad, lascivia, deslealtad, fanatismo, etcétera, y para el caso de las mujeres, básicamente la ignorancia y la sumisión, porque estos estereotipos estaban generizados. Y estas imágenes se refuerzan con la inmigración.

Y ahora la morofobia-islamofobia va adoptando diferentes formas, pero tiene una fundamental en España: la que se articula a partir de la construcción que se hace de las mujeres y de las chicas arabo-musulmanas. Y sucede que las niñas con pañuelo en los colegios son asociadas, por parte de algunos responsables, a la autoexclusión, al fracaso escolar y acusadas de ¡proselitismo! para conseguir que más niñas lleven pañuelo. O que algunas personas de la comunidad universitaria muestren y demuestren descontento ante estudiantes de licenciatura y de doctorado con velo. En este sentido, los discursos supuestamente progresistas, como buena parte del feminista, no escapan de estos argumentos, sino que le dan mayor legitimidad. Las feministas, sobre todo las de cierta edad, instigadoras de la institucionalización del feminismo en España, no quieren ni oír hablar de la cuestión del velo, y niegan cualquier interpretación que no ponga el énfasis en la presión familiar a la hora de llevarlo. Para ellas, el velo es una forma de subordinación clara, que ignora los valores igualitarios y que excluye a las mujeres. Los que ponen en duda esta afirmación son tildados peyorativamente como relativistas culturales. Involución es la palabra que se maneja para reflejar los cambios que ha habido en los últimos años en la condición de las mujeres, uno de los cuales sería el velo. Es cierto que los derechos de las mujeres en los países arabo-musulmanes se han recortado, y que a la dominación tradicional se ha unido la de un Estado que, para legitimarse, usa el Islam en contra de las mujeres. Pero bueno sería considerar, por ejemplo, que muchas mujeres arabo-musulmanas eligen llevar el velo como forma de militancia, o para optimizar los escasos recursos que poseen y así poder optar a cierto prestigio, o a un mejor matrimonio, o como medio de movilidad social, o porque creen en Dios. Todo esto parece ser irrelevante para una parte importante del feminismo. Así, paradójicamente, el feminismo, que nace como una ideología de liberación para la mitad de los oprimidos de la Tierra, puede transformarse y servir a los intereses de la islamofobia.

De este modo, la islamofobia en España tiene su mejor baza en un sexismo imperialista, en lo que antes se llamó feminismo colonial, y ahora feminismo burgués. Se ubica en la época colonial, siglo XIX y primeros del XX, cuando se usaba la condición de las mujeres para primitivizar, en este caso, a los árabes, y para confirmar la idea de base: que las mujeres son sumisas y débiles, y los hombres, autoritarios y agresivos. Nuestra islamofobia, entonces, se sustenta en buena parte sobre la situación de las mujeres de “los otros”. La islamofobia, además, argumentada y justificada a partir de una crítica a la situación de las mujeres musulmanas, sobre todo las del pañuelo, que parece que necesitan ser salvadas. Por las otras mujeres, por nosotras, por supuesto. Y por eso, nuestras estudiantes, a quienes les pesaba como un fardo el pañuelo con el que nos tuvimos que cubrir la cabeza en la mezquita del Centro Islámico, discutían con el responsable. Habían decidido unilateralmente, sin consultarlas, salvar a las otras mujeres de la carga de llevarlo. A las mujeres de los otros.

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