A
quien no le importa morir//Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
El
País | 24 de marzo de 2015.
El
día de los atentados de Bruselas un periodista preguntaba a su interlocutor
¿cómo detener a quien no le importa morir? La dimensión de los acontecimientos
es tan absolutamente extraordinaria que parece que todo escapa a nuestra
comprensión, y sin duda esto nos aleja de encontrar soluciones o claves con las
que enfrentarnos a tales fenómenos.
“¿Cómo
detener a quien no le importa morir?” es una de tantas preguntas que ponemos en
circulación estos días con inquietud y con mucha perplejidad. Intentar entender
el modo de operar de un “hombre bomba” es casi un tabú. Desde ese punto de
partida, el antropólogo Talal Asad en su libro On Suicide Bombing se pregunta
si es posible pensar de alguna forma este fenómeno, si abordar el hecho
descarnado de un hombre bomba es susceptible de ser pensado desde una reflexión
racional. Y se pregunta además por qué a veces la intención de entenderlo se
mezcla con la sospecha de querer justificarlo. Quizás no estamos acostumbrados
a movernos al terreno del juicio sin previamente detenernos en el territorio
del análisis, y confundimos tratar de entender con tratar de justificar. Si
pudiéramos diferenciar estos dos momentos, el momento del análisis y de la
comprensión, y el del juicio normativo o moral sobre lo acontecido, quizás seríamos
capaces de detenernos en cómo se construyen estos fenómenos desde nuestros
discursos mediáticos y académicos.
Para
empezar, la pregunta se formula desde la perplejidad derivada de nuestra
comprensión de lo que significa una vida, y el hecho de que esa vida se pierda.
Nos hace reflexionar incluso en el valor que damos a la vida en el contexto de
determinadas circunstancias, de lo contrario ¿por qué no nos resulta tan
terrorífico pensar en alguien que entrega su vida en una trinchera de guerra?
Es
obvio que nuestras emociones están filtradas por los esquemas interpretativos
con los que contemplamos el mundo. Si esa violencia se ejerce en el contexto de
una guerra, mediada por el papel legítimo del Estado, no nos parece tan
horrible, los sentimientos que despierta esa pérdida son distintos y la
oposición ética desde la cual los valoramos también. Si esa violencia es
perpetrada por un hombre que se coloca una bomba y que la hace estallar en
mitad de una calle, atravesando la mundanidad de la vida de cientos de
personas, el acto se convierte en abominable, y escapa casi a nuestro
raciocinio. Nuestra vulnerabilidad queda expuesta en nuestras propias calles;
nuestras fronteras se ven amenazadas desde el corazón mismo de los lugares que
transitamos.
La
cosa se complica cuando trasladamos esos esquemas interpretativos al discurso,
y entonces el escrutinio del antropólogo se centra en el choque de
civilizaciones como marco desde el cual entender lo que sucede. Puede ocurrir,
por ejemplo, que un hombre bomba nos evoque el icono de la cultura islámica de
la muerte. Frente a ella, ¿qué es lo que representa la cultura occidental? ¿A
qué valores evocamos hoy, en el espinoso contexto de la crisis de los
refugiados, cuando nos referimos a la cultura de Occidente?
Lo
paradójico de este marco es que Europa se ha convertido en la civilización con
la cual nos identificamos, sin que esto tenga una traducción política que sea
capaz de ofrecer una respuesta. Nos acogemos a unos valores que supuestamente
encarnan una civilización, pero la respuesta política no se hace desde ese
nosotros. Tal vez porque hoy más que nunca ignoramos lo que significa ese
nosotros. Ante esta duda, recurrimos a lo más sencillo y automático, el recurso
a la soberanía.
Pero
la respuesta soberana fue pensada para un orden que no reconocía la
interdependencia. Hoy sabemos que ningún acto de soberanía nacional sobrevive
por sí solo a la complejidad de procesos globales de los cuales forma parte y
depende el acto soberano, por muy contundente que pueda ser en su respuesta. Y,
al tiempo, somos conscientes de que eso no es una respuesta. ¿Volver a
bombardear Siria unilateralmente? ¿Volver a activar una estrategia en el plano
intergubernamental fuera de las instituciones de la Unión? ¿O tal vez apelar a
esa Unión? ¿Exactamente a qué Unión?
Los
términos y enmarques en los que se están construyendo los discursos conducen
irremediablemente a una política bélica, sin tener claro tampoco si estamos en
una guerra y cuáles son los bandos en la contienda. Lo único evidente es que
estamos formulando mal las preguntas o tal vez no sabemos responder a la
pregunta que realmente importa: ¿quiénes somos nosotros?
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