25 mar 2016

A quien no le importa morir//

A quien no le importa morir//Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
El País | 24 de marzo de 2015.
El día de los atentados de Bruselas un periodista preguntaba a su interlocutor ¿cómo detener a quien no le importa morir? La dimensión de los acontecimientos es tan absolutamente extraordinaria que parece que todo escapa a nuestra comprensión, y sin duda esto nos aleja de encontrar soluciones o claves con las que enfrentarnos a tales fenómenos.
“¿Cómo detener a quien no le importa morir?” es una de tantas preguntas que ponemos en circulación estos días con inquietud y con mucha perplejidad. Intentar entender el modo de operar de un “hombre bomba” es casi un tabú. Desde ese punto de partida, el antropólogo Talal Asad en su libro On Suicide Bombing se pregunta si es posible pensar de alguna forma este fenómeno, si abordar el hecho descarnado de un hombre bomba es susceptible de ser pensado desde una reflexión racional. Y se pregunta además por qué a veces la intención de entenderlo se mezcla con la sospecha de querer justificarlo. Quizás no estamos acostumbrados a movernos al terreno del juicio sin previamente detenernos en el territorio del análisis, y confundimos tratar de entender con tratar de justificar. Si pudiéramos diferenciar estos dos momentos, el momento del análisis y de la comprensión, y el del juicio normativo o moral sobre lo acontecido, quizás seríamos capaces de detenernos en cómo se construyen estos fenómenos desde nuestros discursos mediáticos y académicos.

Para empezar, la pregunta se formula desde la perplejidad derivada de nuestra comprensión de lo que significa una vida, y el hecho de que esa vida se pierda. Nos hace reflexionar incluso en el valor que damos a la vida en el contexto de determinadas circunstancias, de lo contrario ¿por qué no nos resulta tan terrorífico pensar en alguien que entrega su vida en una trinchera de guerra?
Es obvio que nuestras emociones están filtradas por los esquemas interpretativos con los que contemplamos el mundo. Si esa violencia se ejerce en el contexto de una guerra, mediada por el papel legítimo del Estado, no nos parece tan horrible, los sentimientos que despierta esa pérdida son distintos y la oposición ética desde la cual los valoramos también. Si esa violencia es perpetrada por un hombre que se coloca una bomba y que la hace estallar en mitad de una calle, atravesando la mundanidad de la vida de cientos de personas, el acto se convierte en abominable, y escapa casi a nuestro raciocinio. Nuestra vulnerabilidad queda expuesta en nuestras propias calles; nuestras fronteras se ven amenazadas desde el corazón mismo de los lugares que transitamos.
La cosa se complica cuando trasladamos esos esquemas interpretativos al discurso, y entonces el escrutinio del antropólogo se centra en el choque de civilizaciones como marco desde el cual entender lo que sucede. Puede ocurrir, por ejemplo, que un hombre bomba nos evoque el icono de la cultura islámica de la muerte. Frente a ella, ¿qué es lo que representa la cultura occidental? ¿A qué valores evocamos hoy, en el espinoso contexto de la crisis de los refugiados, cuando nos referimos a la cultura de Occidente?
Lo paradójico de este marco es que Europa se ha convertido en la civilización con la cual nos identificamos, sin que esto tenga una traducción política que sea capaz de ofrecer una respuesta. Nos acogemos a unos valores que supuestamente encarnan una civilización, pero la respuesta política no se hace desde ese nosotros. Tal vez porque hoy más que nunca ignoramos lo que significa ese nosotros. Ante esta duda, recurrimos a lo más sencillo y automático, el recurso a la soberanía.
Pero la respuesta soberana fue pensada para un orden que no reconocía la interdependencia. Hoy sabemos que ningún acto de soberanía nacional sobrevive por sí solo a la complejidad de procesos globales de los cuales forma parte y depende el acto soberano, por muy contundente que pueda ser en su respuesta. Y, al tiempo, somos conscientes de que eso no es una respuesta. ¿Volver a bombardear Siria unilateralmente? ¿Volver a activar una estrategia en el plano intergubernamental fuera de las instituciones de la Unión? ¿O tal vez apelar a esa Unión? ¿Exactamente a qué Unión?
Los términos y enmarques en los que se están construyendo los discursos conducen irremediablemente a una política bélica, sin tener claro tampoco si estamos en una guerra y cuáles son los bandos en la contienda. Lo único evidente es que estamos formulando mal las preguntas o tal vez no sabemos responder a la pregunta que realmente importa: ¿quiénes somos nosotros?

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