27 ene 2008

La Argentina de Cristina Fernández

Presidencialismo matrimonial en Argentina (ARI)/Liliana De Riz
Publicado por El Real Instituto Elcano, ARI Nº 7/2008 - 10/01/2008
Tema: El triunfo de Cristina Kichner inaugura el presidencialismo matrimonial en Argentina. Este ARI repasa las elecciones que consagraron a la presidenta, el legado del gobierno de su esposo y los desafíos que enfrenta hacia el futuro.
Resumen:
Cristina Kirchner es la quinta presidenta electa desde el retorno de la democracia. Sucede a su esposo tras haber sido consagrada con casi el 45% de los sufragios –el resultado más pobre para una elección presidencial desde 1983 y la mayor ventaja registrada respecto de la segunda fuerza política– en unos comicios cuyas características fueron la fragmentación de la oposición y la ausencia de debates. Con el aval del voto más uniforme y masivamente pobre de todos los presidentes electos desde 1983, inició el 10 de diciembre pasado su turno constitucional escoltada por su esposo y un gabinete que en su gran mayoría retiene a los funcionarios de la anterior gestión. Conserva las facultades legislativas delegadas por el Congreso y la emergencia económica pese a contar con una abrumadora fuerza legislativa que le otorga quórum propio en ambas cámaras. Es una presidencia institucionalmente poderosa pero la disciplina del peronismo es difícil de predecir. La “continuidad en el cambio”, su eslogan de campaña, refleja la ambigüedad como punto de partida de su gestión. Promete cambios, pero queda por saber si habrá de representar un cambio de fondo para hacer frente a los problemas que hereda.
Análisis
Una sucesión matrimonial
Convencida de que los logros en la economía y en los indicadores sociales del gobierno de Néstor Kirchner no son sólo el fruto de la favorable coyuntura internacional, una indiscutida mayoría consagró presidenta a Cristina Fernández de Kirchner, la primera mujer en llegar a ese cargo a través de elecciones, en un país con arraigados resabios machistas en política. “No venimos con promesas sino con el testimonio de lo hecho”. La frase que titula el discurso de cierre de campaña de Cristina Kirchner, contiene la clave para entender cómo los votantes eligieron a sus candidatos en la sexta elección presidencial desde que se instaló la democracia en 1983: el balance de lo sucedido en el último lustro, más que las aspiraciones hacia el porvenir, inclinó las preferencias. La debacle económica y la crisis social e institucional de finales de 2001 quedaron atrás. Argentina es hoy un país en crecimiento y en proceso de reconstrucción social tras el marasmo de la crisis. La economía cumplió cinco años de crecimiento ininterrumpido, a tasas estables y muy elevadas. La historia del país no mostró crecimiento con tasas de esa magnitud y por tantos años desde el período previo a la Primera Guerra Mundial. Hubo, en rigor, períodos más prolongados de expansión (en años comprendidos entre las décadas de 1930 a 1940 y de 1960 a 1970), pero a tasas menores y más volátiles. El crecimiento económico, el notable crecimiento del empleo, la recuperación del crédito y el salario, la reducción de la pobreza y la indigencia, el aumento del consumo, el superávit fiscal y externo y el prestigio de la Corte Suprema renovada pavimentaron el camino hacia la consagración electoral.
Cristina Fernández recibió como propio el capital electoral de la gestión de su esposo y el beneficio de una oposición fragmentada y a la defensiva. Néstor Kirchner, con una imagen favorable superior al 50% y contrariando todas las expectativas, prefirió renunciar a la reelección y ungir a su esposa para sucederlo, sin acudir al expediente de las elecciones internas, suprimidas sin otro argumento que su pretendida inconveniencia. No hubo reelección presidencial, pero se reeligió un gobierno. No sólo continúa el mismo partido en la gestión, sino que se inaugura una variante inédita: la sucesión matrimonial. Néstor Kirchner decidió continuar de otra manera. Jefe indiscutido del movimiento peronista tras vencer a su rival Eduardo Duhalde, se propone construir la fuerza política que dé sostén al oficialismo encarnado por su esposa. Que ese proyecto resulte en la transformación del peronismo en una suerte de aglutinador de un eje de centroizquierda parece poco probable. La victoria alcanzada tuvo el perfil sociológico del peronismo clásico, como lo atestigua el pobre resultado electoral del oficialismo en las grandes ciudades del país. El ex senador Antonio Cafiero, un dirigente histórico del peronismo, advierte que “El Justicialismo como partido político podrá confluir con otras fuerzas políticas y sociales en diversas coaliciones electorales, pero como movimiento deberá seguir expresando un modo de pensar y de sentir la Argentina que le es propio e intransferible. En él adquieren otro significado las clásicas oposiciones ideológicas entre ‘derecha’ e ‘izquierda’, que más bien quedan libradas a la oportunidad de los hechos. Esta característica que tanto critican algunos intelectuales no es un síntoma de debilidad o confusión, como pretenden, sino que es uno de los fundamentos de su eficacia, ya que permite compatibilizar el idealismo con el pragmatismo o, si se quiere, conjugar la ‘ética de las convicciones’ con la ‘ética de las responsabilidades’” (Clarín, 6/XII/2007). El dirigente sindical Luis Barrionuevo señala que “Lo único que yo espero es que si [Néstor Kirchner] decide normalizar el peronismo, no sea plural. Porque en el peronismo –enfatizó– no puede haber radicales K” (La Nación, 8/XII/2007). Barrionuevo alude al sector de la Unión Cívica Radical (UCR) que en el marco de la denominada concertación plural se alió con el kirchnerismo. Julio Cobos, ex gobernador radical de Mendoza, integró la fórmula presidencial con Cristina Kirchner. Pese a haber sido elegido como compañero de candidatura de su esposa, Kirchner impulsó en Mendoza una fórmula de gobierno propia cuya victoria dejó sin base territorial al vicepresidente Cobos. Sin el aval de los votos de los sectores medios y con la resistencia manifiesta de dirigentes políticos y sindicales, el objetivo hasta ahora frustrado de transformar al peronismo en una nueva fuerza política, desafiando la estrategia del propio Perón de anexar socios menores al conglomerado peronista, parece estar lejos de ser alcanzable.
El perfil sociológico del voto a Cristina Kirchner
Con los partidos pulverizados y retazos del radicalismo y del peronismo distribuidos por doquier, un personalismo rampante y las identidades políticas en crisis, el voto del electorado de los sectores medios de los centros urbanos no encontró una expresión política unificada capaz de convertirse en alternativa al oficialismo. La demanda de transparencia y mayor control de la acción de gobierno se dispersó en el arco opositor. Cristina Kirchner triunfó con algo menos del 45% de los votos positivos, el resultado más pobre desde las elecciones de 1983 –a excepción de las elecciones irregulares de 2003–, pero con la mayor ventaja registrada sobre la segunda fuerza política, encabezada por Elisa Carrió. En las tres mayores ciudades argentinas –Buenos Aires, Rosario y Córdoba– Cristina Kirchner fue derrotada. Su fuerza electoral se afincó en el voto peronista, el voto del interior más alejado de las grandes ciudades. El kirchnerismo cosechó el voto más uniforme y masivamente pobre de todos los presidentes electos desde 1983, muy distante de la imaginada coalición con los sectores progresistas de la clase media. A diferencia del ex presidente Menem, que logró aglutinar una importante franja de los sectores medios en la década de los 90, Cristina Kirchner no pudo cosechar allí un caudal importante de electores.
Una presidenta institucionalmente poderosa
Desde la reapertura democrática de 1983 ningún presidente de la Nación asumió sus funciones con una cuota de poder institucional comparable a la que logró Cristina Kirchner. Una abrumadora superioridad le permite alcanzar el quórum propio en ambas cámaras y acercarse a los dos tercios que le posibilitan un control absoluto del poder legislativo. La sobrerrepresentación de los distritos pequeños en ambas cámaras explica la distribución del poder institucional en el Congreso. La ventaja de una oposición débil y fragmentada le augura un comienzo sin mayores tropiezos en el Congreso. Sin embargo, la disciplina del peronismo kirchnerista es difícil de predecir. La tradición del movimiento creado por Perón ha sido el desplazamiento de las luchas partidarias al seno de los órganos de gobierno, de tal suerte que el peronismo fue gobierno y oposición a la vez. Acaso el temor a repetir esta historia haya llevado a mantener las facultades legislativas que los legisladores otorgaron al poder Ejecutivo, los denominados superpoderes.
Gracias a la modificación de la legislación de la administración financiera del Estado, el jefe de gabinete puede reformar el presupuesto, lo que libera al Ejecutivo de toda injerencia del Congreso en materia presupuestaria. Es una formidable herramienta para que la presidenta decida sin la interferencia de otros actores relevantes. El Congreso le ha delegado también lo que la Constitución le prohíbe ceder: la materia tributaria. No ocurrió lo mismo con la prórroga de la ley de emergencia económica, instrumento clave en la renegociación de los contratos con las empresas de servicios públicos privatizadas. Votada en la Cámara de Diputados, no obtuvo la aprobación del Senado con anterioridad a la asunción del mando. Acaso se trate de una revancha puesto que desde su posición de legisladora, Cristina Kirchner se opuso a la ley de emergencia económica a comienzos de 2002, durante la presidencia de Duhalde y cuando la crisis arreciaba, y luego se abstuvo de votar las sucesivas prórrogas, incluso durante el gobierno de su marido. Tampoco se logró la sanción en el Senado, antes de que asuma el mandato, de la prórroga de la vigencia de los impuestos a las transferencias financieras y a los cigarrillos, gravámenes no coparticipables por la Nación que engrosan el superávit fiscal, en gran medida impulsado por el consumo, pero también por el aumento de las retenciones a las actividades de exportación.
Aunque había prometido al asumir su mandato “una cultura de diálogo”, el presidente Kirchner gobernó prescindiendo de los partidos de la oposición, rodeado de un estrecho círculo de funcionarios de su confianza, sin la coordinación de los miembros de su gabinete ni la injerencia de su propio partido –el Frente para la Victoria– que en los hechos es un movimiento político movilizado en las elecciones. Cristina Kirchner se presentó como candidata de una coalición cuyo eje fue el Frente para la Victoria, la fuerza política creada por Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner para competir en las elecciones de 2003. Las medidas con las que Néstor Kirchner fortaleció su dominio sobre el sistema político –los poderes presupuestarios especiales, los decretos de necesidad y urgencia con “sanción ficta”, la concentración en sus manos del manejo de la economía, y la modificación del Consejo de la Magistratura que atenta contra la división de poderes entre el Ejecutivo y el Poder Judicial– le enajenaron el apoyo inicial de los sectores medios de las grandes ciudades y dejaron a un considerable número de electores sin referencia. Las elecciones de renovación parcial de la Cámara de Diputados de 2005 y las elecciones presidenciales y legislativas de 2007 confirman este aserto, y el triunfo del candidato del centro derecha, Mauricio Macri, en la Ciudad de Buenos Aires refleja con claridad la pérdida de la influencia que el peronismo supo ejercer sobre una franja del electorado porteño. Con un importante caudal de voto opositor huérfano, el resto de las opciones políticas renunció a presentar un frente común en el que pudieran confluir esos votantes. En las elecciones presidenciales, casi el 90% de los sufragios se repartió entre tres coaliciones, la oficialista, la de Elisa Carrió y la de Roberto Lavagna. Heterogéneas tanto desde el punto de vista de las ideas como de los grupos representados, será difícil lograr la convergencia cuando en el gobierno o en la oposición deban definirse cuestiones sustanciales.
Transcurridos 24 años desde el restablecimiento de la democracia, el período más prolongado de vigencia de la democracia en Argentina –seguidos por el que gobernó el radicalismo (1916-1930) y el peronismo (1946-1955)–, la promesa de la presidenta de mejorar la calidad institucional e instalar el diálogo, la tolerancia y la concordia entre los argentinos no se aviene con la perduración de los superpoderes del Ejecutivo, la defensa de la manipulación del Índice de Costo de Vida que genera el Instituto de Estadísticas y Censos (INDEC) o el no tratamiento de la ley de acceso a la información pública que ha esperado en vano en su despacho del Senado. ¿Cómo satisfacer las expectativas de modernización política que moviliza a los sectores medios y, a la vez, no perder el dominio sobre el peronismo, condición sine que non para el ejercicio del poder? Este dilema no ha sido resuelto aún por el matrimonio presidencial. Acaso la estrategia de alianzas de la presidenta innove respecto de su antecesor, pero ésta es una incógnita a develar.
Continuidad en el cambio
Cristina Kirchner ratificó a la mayoría de los ministros del gobierno de su esposo. “La continuidad en el cambio” es el lema que refleja la ambigüedad como punto de partida de la nueva gestión. ¿Cambia el gobierno para seguir fiel a sí mismo o bien continúa decidido a cambiar? Acaso, como algunos sospechan, comienza una etapa de sucesiones consecutivas entre la pareja presidencial que la prolongará en el poder, una vez “pingüino”, otra “pingüina”, como gusta decir el ex presidente. Una suerte de “presidencialismo matrimonial” combina los riesgos del presidencialismo con los que trae aparejado el vínculo entre los cónyuges, emocional, patrimonial, de pasado y de futuro común para ejercer el poder. “Para mí y para todos los argentinos (Néstor Kirchner) seguirá siendo presidente”, dijo Cristina Fernández en el acto de asunción del segundo mandato del gobernador Mario Das Neves en la provincia de Chubut, antes de asumir su mandato. Empero, la nominación del nuevo ministro de Economía, Martín Lousteau, ha sido percibida como un cambio: oficialistas y opositores han abierto un compás de espera sobre su futura acción y han registrado los buenos antecedentes del candidato. Resta ver cuánto de continuidad y cuánto de innovación habrá en las acciones de gobierno. La expectativa de que se mantenga la bonanza en los precios agrícolas y un alto ritmo de crecimiento –instrumento formidable para consolidar liderazgos políticos– otorga condiciones muy favorables al gobierno. Sin embargo, la presidenta deberá enfrentar un legado difícil signado por la inflación, la energía en estado límite, las sospechas de corrupción que afectan a funcionarios del gobierno –incluso a miembros confirmados en el nuevo gabinete– y los problemas de inseguridad.
Parte de los logros de la gestión de Néstor Kirchner –el crecimiento del consumo, la inversión, la ocupación, la masa salarial, la recaudación impositiva y las reservas del Banco Central– fueron posibles acumulando desequilibrios macroeconómicos importantes que dada su magnitud se reflejan en crecientes niveles de inflación. El gobierno, a través de subsidios que erosionan el ahorro público, consiguió sostener las distorsiones en las tarifas en los mercados regulados y evitar que la mayor inflación impacte sobre el nivel de consumo. No obstante, como señala Ramiro Castiñeira, la dinámica de “tapar” con subsidios la inflación para que no afecte al bolsillo del consumidor tiene como límite el bolsillo del gobierno y el saturado cuadro energético. Acuerdos sectoriales de precios, límites a las exportaciones de productos de consumo masivo e incentivos a la inversión fueron otros de los instrumentos con los que el ex presidente trató de controlar la inflación que hoy, según las estimaciones divergentes de los principales economistas, se acerca o supera a los dos dígitos. Un argumento sostenido por el gobierno para justificar la intervención estatal en los sectores de exportación es que los productores no pierden, sino que dejan de ganar “mucho”. Este argumento elude considerar la consecuencia que deriva de esa política: la tendencia a la concentración en las grandes firmas en detrimento de los pequeños y medianos productores cuyos costes y niveles de productividad son más bajos. La intervención estatal afecta los incentivos para incrementar la producción tanto para el mercado interno como para el externo, ávido de alimentos. La política de incentivos a la inversión es otra de las tareas a encarar para definir el perfil de mediano y largo plazo del país y abandonar las políticas erráticas de corto plazo para contener la inflación y acrecentar el superávit fiscal. ¿Cuál es la estrategia de largo plazo? Aun no se conoce. El modelo de “acumulación con integración social” que postula la presidenta requiere precisamente de políticas de mediano y largo alcance. ¿Cómo se gobernará en ausencia de estadísticas oficiales creíbles? La reconstrucción de la credibilidad del INDEC es otro desafío que tiene por delante la presidenta.
Los desafíos de la nueva presidencia
El sindicalismo será el más grande de los desafíos en los inicios de la gestión para controlar la inflación. La convocatoria hecha por la presidenta a un acuerdo social orientado a asegurar crecimiento, controlar la inflación, incrementar la inversión y mejorar la distribución del ingreso, reitera un viejo dilema de la Argentina inflacionaria: la cerrada defensa que hace el sindicalismo del salario nominal en el presente so pena de resignar aumentos del salario real en el futuro. En la actualidad, la conducción de la CGT en manos del dirigente de los camioneros, Hugo Moyano, está siendo cuestionada por representantes de otros gremios. La representatividad y la estabilidad de los grupos que pactan, requisitos para el éxito de los pactos sociales tripartitos, no están aseguradas. Un acuerdo social tripartito (Estado-empresas-sindicatos), como el propuesto por la presidenta, tiene una historia de fracasos recurrentes. Algunas señales que vaticinan el fracaso surgen del seno del sindicalismo El representante del gremio gastronómico, Luis Barrionuevo, ejemplifica esta posición al calificar a la convocatoria a una concertación social hecha por la presidenta como “una expresión de deseos” y afirmar que “Yo no creo en esos acuerdos. Los pactos son entre el empresariado y el gobierno y a los trabajadores se los mandan cocinados”. No le será fácil al gobierno vencer esta resistencia, pero tampoco puede afirmarse su seguro fracaso en el futuro inmediato.
La novedad de una suerte de doble comando que inauguraría la gestión de Cristina Kirchner, encarnado en la presencia de su esposo como jefe del Partido Justicialista, en la actualidad acéfalo, y ella, a la cabeza del Ejecutivo, dota a la nueva administración del recurso de un conductor de probada eficacia para disciplinar los conflictos en el seno del peronismo. Al momento de escribir estas líneas no se ha concretado aun la presidencia del partido Justicialista en manos del ex presidente Kirchner. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, aseguró que el presidente Kirchner tiene para los próximos años “una tarea muy grande”, que es “ordenar un espacio tan disímil” como el justicialismo.
Estadísticas inflacionarias poco creíbles; déficit energético; insuficiencia de inversiones en bienes de capital y en infraestructura; aumento del gasto público y de los subsidios estatales; escasez de financiamiento externo e interno de largo plazo; aumento de la deuda pública y deterioro del tipo de cambio real así como de los superávit fiscal y de la balanza comercial que han pasado a depender cada vez más de los buenos precios internacionales de la producción exportable y de mercados financieros externos, configuran un panorama que pone en riesgo la sustentabilidad del crecimiento. En el largo plazo se necesita más que el crecimiento de las exportaciones. La alta dependencia del contexto internacional y de pocos productos, y sobre todo, productos primarios de exportación, combinada con la baja inversión en ciencia y tecnología, tornan vulnerable el crecimiento.
Una reforma estructural que siente las bases del crecimiento sostenido, el aumento de las inversiones y la mejora del clima de negocios es una tarea pendiente a la que deberá abocarse la nueva presidenta. También será necesario diseñar las reformas que incentiven la transparencia y eficacia de las decisiones, poniendo límites al ejercicio discrecional del poder para recuperar la confianza ciudadana en las instituciones. Más que la batalla entre el centro izquierda y el centro derecha, que refleja la fractura vertical de la sociedad argentina hoy dividida entre los de arriba y los de abajo, es la batalla entre la modernización y el continuismo lo que está en juego en la próxima gestión. Las reformas han sido aplazadas bajo el imperio de la urgencia de la coyuntura crítica, situación que refleja la frase del ex presidente Kirchner al declarar que el objetivo de su gobierno fue salir del infierno para acceder al purgatorio, no al cielo. Resta saber si el nuevo gobierno habrá de representar un cambio de fondo frente a los cambios estructurales que esperan al país para adaptarlo a los requerimientos de la nueva realidad mundial.
La presidente asume el poder sin que se haya encontrado solución al conflicto con Uruguay por la instalación de papeleras en el margen del Río Uruguay. Se espera que en su mandato la política reemplace a la presión directa de los asambleístas de Gualeguaychú, y que el diálogo sereno sustituya la crispación de los ánimos. En su discurso de asunción, la presidenta puso de manifiesto que ésta es su intención y enfatizó los lazos fraternales que unen a ambos países más allá del conflicto en particular. Como senadora y esposa del presidente, Cristina Kirchner ha dado muestras de que las relaciones internacionales son un capítulo privilegiado en su agenda aunque no ha dado a conocer cuáles serán las políticas que definan esa área de gobierno.
La debilidad de la oposición
La oposición, desconcertada y dividida, poco ayuda para animar el debate de ideas que diseñe los cambios. El ex ministro de Economía Roberto Lavagna, candidato de una coalición entre el peronismo no kirchnerista y la UCR, con el 17% de los votos y el tercer lugar en la competencia, perdió su oportunidad. Hoy un sector de la diezmada UCR busca aliarse a la Coalición Cívica (CC) de Carrió, que supo apropiarse del papel de opositora implacable y eficaz del matrimonio Kirchner, pero que no pudo contener los conflictos de su heterogénea coalición y sufre los efectos de la sangría. Los restos del peronismo no kirchnerista tratan de reacomodarse en el nuevo mapa político surgido de las elecciones. La oposición se enfrenta a dos grandes problemas. Por un lado, la incapacidad de crecer fuera de las grandes ciudades, un tema no independiente del sistema electoral que sobrerrepresenta a las provincias chicas en las que predomina el peronismo. Por otro, la dificultad de conciliar la competencia política con la convergencia en un frente común, fruto de la afirmación de personalismos que perciben los acuerdos como pura amenaza. Estas limitaciones aplazan la necesaria recomposición de un sistema político que dé expresión unificada a demandas de una sociedad transformada por los cambios ocurridos en democracia.
La ausencia de organizaciones partidarias sólidas, el peronismo dominante aunque dividido y las crisis de liderazgos alternativos, poco ayudan a los cambios de fondo postergados. Acaso la presidenta, coherente con su declarada intención de diálogo, abra un nuevo capítulo en las relaciones del gobierno con la oposición en el que, antes que intentar deglutirla, valore la necesidad de reforzarla. Es una posibilidad que no debemos descartar.
Conclusiones:
Cristina Kirchner heredó el capital político de su esposo pero deberá construir el suyo para las próximas elecciones parlamentarias de 2009. La expectativa de que se mantenga la bonanza en los precios agrícolas y un alto ritmo de crecimiento otorga condiciones muy favorables al gobierno que comienza. Sin embargo, la presidenta deberá enfrentarse a un legado difícil signado por la inflación, la energía en estado límite y las sospechas de corrupción. Las reformas que sienten las bases del crecimiento sostenido e incentiven la transparencia y eficacia de las decisiones, poniendo límites al ejercicio discrecional del poder, fueron postergadas bajo el imperio de la urgencia de la coyuntura. Cristina Kirchner deberá enfrentarse a esos desafíos para cumplir su promesa de cambio. Más que la batalla entre el centro izquierda y el centro derecha –una batalla que refleja la fractura vertical de la sociedad argentina– es la batalla entre la modernización y el continuismo lo que está en juego en la próxima gestión. La ausencia de organizaciones partidarias sólidas, el peronismo dominante aunque dividido y las crisis de liderazgos alternativos, poco ayudan a los cambios de fondo postergados.

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