30 sept 2018

Tlatelolco....Revista Proceso # 2187, 30 de septiembre de 2018.


Tlatelolco: los francotiradores/JULIO SCHERER GARCÍA
Revista Proceso # 2187, 30 de septiembre de 2018..

Las falacias –la historia oficial– que los panegiristas de Díaz Ordaz construyeron alrededor de la matanza de Tlatelolco fueron desmenuzadas, desmentidas, por Julio Scherer García,  quien nunca dejó de buscar entre las heridas, aún abiertas, que dejó el 2 de octubre de hace medio siglo. He aquí unos ejemplos.  La primera parte de este texto es el “Prefacio a la nueva edición” de Parte de guerra II. Los rostros del 68 (Nuevo Siglo Aguilar/UNAM, 2003); la segunda es un fragmento del capítulo “El Tigre Marcelino”, de Parte de Guerra. Tlatelolco 1968. Documentos del general Marcelino García Barragán (Nuevo Siglo Aguilar, 1999), ambos libros coescritos por el fundador de Proceso y Carlos Monsiváis.
Después del dos de octubre de 1968, un coro se escuchó en el país para poner en alto las virtudes del presidente Gustavo Díaz Ordaz. A la matanza impune seguiría la burla. En su mejor prosa, los panegiristas del Ejecutivo sostuvieron que había resguardado la paz de la república. Jóvenes de mente oscura habían pretendido llevar al país por los torvos caminos de la violencia, traidores a México. Por suerte se habían topado con un hombre valeroso, un patriota.

Tiempo después, el dos de octubre de 1995, el general y licenciado Alfonso Corona del Rosal desplegó ante la opinión pública la suma de sus recuerdos. Mis memorias políticas, llamó a su autobiografía. Tenía de qué hablar. Regente de la Ciudad de México en el trauma del 68, fue íntimo de Díaz Ordaz. Sus voces se confundían, inseparables la palabra del eco. Como Díaz Ordaz, Corona del Rosal llegó a los extremos y se atrevió con esta frase: “Nunca hubo agresiones injustificadas en el 68”.
El 25 de junio de 1976, Corona del Rosal había escrito al general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa en los días que no se olvidan. Le decía que el periodista Joaquín López Dóriga lo había entrevistado a propósito de Tlatelolco. En la brevedad de su carta, Corona del Rosal susurraba a García Barragán que se sumara a los panegiristas del amigo y jefe, el expresidente nacido en Puebla para mal de la república.
Venenoso en la forma, luces opacas en el agua estancada, García Barragán calló para siempre a Corona del Rosal y dejó claro que tarde o temprano –él, García Barragán– descendería al fondo de la tragedia, voz disonante del coro oficial.
Fue el principio de la historia que aquí consta y que la Suprema Corte de Justicia continúa con su exigencia inequívoca: no deberán quedar sin castigo los responsables de la matanza de Tlatelolco. El asunto habrá de llevarlo hasta sus últimas consecuencias la Procuraduría General de la República. Brotan los nombres de los primeros actores, visibles de cuerpo entero en la superficie llana: Echeverría, Gutiérrez Oropeza, aún vivos y ya muertos.
El pasado 24 de marzo tuve en mis manos los documentos y testimonios del que fue secretario de la Defensa Nacional en tiempos del Presidente Díaz Ordaz. El maletín que los contenía, café claro, de piel dura, de llave y combinación, estaba dividido en dos compartimentos. A la izquierda, hojas escritas a máquina y pliegos manuscritos; a la derecha los partes militares del general García Barragán y los informes correspondientes del jefe del Estado Mayor Presidencial, general Gutiérrez Oropeza.
Javier García Morales, hijo de don Javier (García Paniagua), me entregó el portafolio en mi casa. Pronunció apenas unas palabras, una ceremonia su rostro impávido.
Me dijo que cumplía una cuestión de honor, una palabra empeñada. Aún lo escucho:
–Sé del aprecio de mi padre para usted. También de la estima de mi abuelo.
Hablé en su mismo tono:
–Les correspondí. Los quise mucho.
García Morales desprendió el reloj de su muñeca izquierda y me lo ofreció:
–Fue de mi padre. Me lo regaló hace poco, ya muy enfermo. Se lo
regalo.
El reloj es sencillo, de carátula redonda y delgados números romanos.
Me sentí turbado. Ahí estaba, sobre una mesa, el maletín abierto con el legado del general. Al lado, el reloj.
–Hábleme de su padre –le pedí a Javier. Poco había sabido de García Paniagua en un tiempo irrecuperable.
–No quería venir.
–Desde hace mucho.
–Los médicos le recomendaron que se operara. Aún le quedaba trecho, le decían. No aceptó. “No quiero que me abran. ¿Para qué? Ya hice todo lo que tenía que hacer. Recuerda hijo, que así pensaba el general.” Murió en Guadalajara, con mi madre, amor que no se extinguió entre ellos. Mi padre le pidió que le llevara el desayuno a la cama, se disponía a probarlo y la cabeza se le vino abajo. Buscaba la muerte, ¿verdad?
–¿Para qué se interroga?
–Quisiera saber.
Marcelino García Barragán se formula preguntas que él mismo responde en una imaginaria entrevista de prensa. Las preguntas abarcan pliego y medio. Las respuestas, firmadas al calce una a una, rematan en la página número cinco, la última:
General de División
MARCELINO GARCÍA BARRAGÁN.
La rúbrica, que sube y baja, toca el grado, el nombre y los apellidos del militar. Enlaza al hombre y a su vocación, inseparables. 
La autoentrevista tiene su propia cadencia. Las preguntas iniciales son suaves y van subiendo de tono a medida que avanza el texto. Queda un tema sin respuesta. Alguna vez, quizá, conoceremos la respuesta. ¿Intervinieron los Estados Unidos en el 68?
Al azar había elegido el documento, sin fecha. Leí febril, dolorido, tantos años de espera y cierto de sorpresas amargas, duras. Pasé los ojos por un párrafo atroz, bloque sin puntos y aparte. Sentí la muerte, ser vivo, vivo como la vida.
“Permítanme enterarlos de lo siguiente” (“informa” el general a los periodistas. La metáfora asciende a un realismo brutal):
“Entre 7 y 8 de la noche el General Crisóforo Mazón Pineda me pidió autorización para registrar los departamentos, desde donde todavía los francotiradores hacían fuego a las tropas. Se les autorizó el cateo. Habían transcurrido unos 15 minutos cuando recibí un llamado telefónico del General Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, quien me dijo: Mi General, yo establecí oficiales armados con metralletas para que dispararan contra los estudiantes, todos alcanzaron a salir de donde estaban, sólo quedan dos que no pudieron hacerlo, están vestidos de paisanos, temo por sus vidas. ¿No quiere usted ordenar que se les respete? Le contesté que, en esos momentos, le ordenaría al General Mazón, cosa que hice inmediatamente. Pasarían 10 minutos cuando me informó el General Mazón que ya tenía en su poder a uno de los oficiales del Estado Mayor, y que al interrogarlo le contestó el citado oficial que tenían órdenes él y su compañero del Jefe del Estado Mayor Presidencial de disparar contra la multitud. Momentos después se presentó el otro oficial, quien manifestó tener iguales instrucciones.”
¿Cuántos habrían muerto, enderezadas las metralletas contra la multitud? No tenía sentido la pregunta: No cabía en la tragedia la aritmética del crimen.
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Revista Proceso # 2187, 30 de septiembre de 2018..
Los disparos desde el Molino del Rey/HOMERO CAMPA..
TLATELOLCO 68
En la noche del 2 de octubre, el “teniente Salcedo”, miembro del Estado Mayor Presidencial, informó por teléfono que se encontraba en el penthouse 1301, en el decimotercer piso del edificio Molino del Rey. Señaló que en ese departamento vivía Rebeca Zuno de Lima, cuñada del secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez.

El “teniente Salcedo” dice que desde ese piso se disparaba con armas calibre 22 y de alto poder, y que ello también sucedía desde tres departamentos del decimosegundo piso: el 1201, alquilado a la familia de Minor Franco; el 1202, alquilado a Hans Kiloro; y el 1204, donde vivía la familia de Amalia Garza de Huerta. 
Los datos anteriores constan en una tarjeta del fondo de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, del Archivo General de la Nación. La tarjeta –que retomó el informe de la Femospp– no tiene fecha y está firmada por el capitán primero de Caballería, Juan Manuel Rojas Hisi. 
Del contenido de dicha tarjeta se colige que el entonces secretario de Gobernación sabía que miembros del Estado Mayor Presidencial habían ocupado departamentos de edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas, desde los cuales se hicieron disparos el trágico 2 de octubre de 1968.
Seis años después, José Salvador Lima Luna, hijo de Rebeca Zuno, se convirtió en administrador de la Unidad Tlatelolco y un año después fue diputado por el PRI del segundo distrito electoral de la Ciudad de México, el cual comprende a Tlatelolco. Obtuvo ambos cargos cuando Echeverría era presidente de la República.
El penthouse del Molino del Rey ya no existe. Los cuatro pisos superiores del edificio fueron desmontados después de que resultaron dañados en el temblor de septiembre de 1985. 
Marta Ortiz Izquierdo ha vivido prácticamente toda su vida en ese edificio. Habita el departamento 301. En octubre de 1968 tenía 13 años y desde la ventana de su habitación fue testigo de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas. 
Recuerda que el penthouse del edificio Molino del Rey no estaba habitado. En semanas previas al 2 de octubre llegó un camión militar del cual soldados bajaron cajas que metieron a ese departamento. Cuenta que los vecinos pensaron que un oficial del ejército y su familia se mudarían ahí. 
El 2 de octubre se percató de que desde ese y otros departamentos de pisos superiores disparaban hacia abajo.
–¿Hacía la Plaza? –se le pregunta.
–Disparaban contra los soldados… Y estos respondían: todo los pisos de arriba quedaron con marcas de balazos.
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El número de muertos del 68, aún en el misterio/
HOMERO CAMPA
Revista Proceso # 2187, 30 de septiembre de 2018..
TLATELOLCO 68
Con base en la investigación de la iniciativa Archivos Abiertos, de la organización civil National Security Archive sobre el movimiento de 1968, en la que ella también participó, la comunicóloga Susana Zavala rastreó durante años las pistas sobre las personas que murieron, fueron heridas o desaparecieron, e incluso de las que fueron detenidas en la represión policiaca y militar. No se limitó a los hechos del 2 de octubre de 1968, sino amplió la indagación a los días anteriores y posteriores. Aquí, algunos de los datos que ella logró sustentar e historias de víctimas que otras fuentes compartieron con este semanario. 
Setenta y ocho muertos, 31 desa­parecidos, 186 lesionados, mil 491 detenidos… En total mil 786 víctimas directas de la represión perpetrada por el Estado durante 1968.
Tales son las cifras que arroja la más reciente investigación sobre los agraviados del movimiento estudiantil de 1968. 
“No son datos definitivos ni concluyentes. Pueden surgir nuevos casos, pero cada uno de los que tenemos registrados está sustentado en evidencias y en el cotejo de documentos de archivos policiacos, forenses, militares, de los servicios secretos y de inteligencia”, comenta Susana Zavala, responsable de dicha investigación.
Zavala lleva años tratando de encontrar respuestas a preguntas como cuántos muertos hubo en el 68, cuántos estudiantes resultaron heridos, cuántos presos, cuántos desaparecidos, quiénes eran y qué hacían.
En busca de respuestas participó en Archivos Abiertos, una iniciativa de la organización civil National Security Archive (NSA), que en asociación con Proceso indagó en fuentes documentales de México y Estados Unidos para encontrar datos precisos sobre las personas que murieron el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Kate Doyle, responsable de ese proyecto, publicó los resultados en este semanario, en octubre de 2006 (Proceso 1561), y en el sitio web del NSA (https://nsarchive.gwu.edu).
Zavala retomó esa investigación, pero la amplió: no se limitó al 2 de octubre, sino al periodo que va de julio a diciembre de 1968; y no se ciñó al número de muertos, sino también incluyó a heridos, presos y desaparecidos.
Los resultados serán públicos a partir de esta semana, cuando se inaugure en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) el proyecto Semillas; se trata de un mural audiovisual de 22 por dos metros que rinde homenaje a las víctimas del 68. Junto a ese mural habrá un dispositivo interactivo donde se podrá consultar la base de datos producto de esa investigación. 
“Ese dispositivo estará abierto a la contribución de la ciudadanía. Las personas que conozcan casos de agraviados en el 68 podrán aportar información para completar esa base de datos”, explica Luis Vargas Santiago, responsable del proyecto Semillas.
“Sabemos que las organizaciones de víctimas han manejado distintas cifras de muertos, heridos y desaparecidos. No es de nuestro interés validarlas ni contradecirlas. Lo que queremos es aportar evidencias y dejar los datos abiertos para que se siga investigando”, señala.
Días de furia 
De acuerdo con la investigación de Zavala, de julio a diciembre de 1968 hubo 78 víctimas mortales, 44 de ellas el 2 de octubre en Tlatelolco y el resto en las semanas previas o posteriores a esa fecha. De esos 44, tiene plenamente identificados con nombres y apellidos a 34 y 10 más están anotados en los registros como “desconocidos”. Entre éstos hay una mujer que tenía un “embarazo avanzado”, por lo que contabilizó también a un “nonato”.
No es de extrañar los casos de muerte previos al 2 de octubre, si se consideran la represión generalizada de que fue objeto el movimiento estudiantil, así como los violentos choques que escenificaron estudiantes, granaderos y soldados. Fueron los casos de las marchas del 26 de julio, el desalojo del Zócalo el 28 de agosto y la toma del Casco de Santo Tomás por los granaderos y el Ejército el 23 y el 24 de septiembre: una batalla campal que duró 12 horas y que terminó con un número indeterminado de muertos y heridos.
El 26 de julio, por ejemplo, murió Federico de la O, estudiante de la Escuela de Comercio de la UNAM. Los médicos diagnosticaron hemorragia cerebral producto de los golpes que le propinaron los granaderos, pero el parte oficial señaló que se debió a un mal estomacal causado por comer una torta en mal estado.
También están los casos de Arturo Colín, del Tecnológico 4 Mariano Azuela, cuyo hermano se encontraba desaparecido; y Joel Richard Fuentes, de la Preparatoria 3: su hermano Héctor fue herido con una bayoneta y lo llevaron al hospital Notre Dame de Polanco. El padre de ambos muchachos, Samuel Fuentes, murió de un infarto al enterarse de la suerte de sus hijos.
Ángel Martínez Velázquez murió baleado dentro de las instalaciones del Casco de Santo Tomás durante uno de los embates que realizaron soldados y granaderos para tomar ese centro educativo en la noche del 23 de septiembre. Los diarios publicaron que sus compañeros le improvisaron una capilla ardiente en la Escuela de Ciencias Biológicas. Lo velaron al tiempo que resistían, con piedras, cohetones, bombas molotov y armas calibre .22, el ataque de los granaderos, quienes recibieron apoyo de soldados en la madrugada del 24.
Esa noche murió Luis Lorenzo Ríos Ojeda, de 21 años, cuando los granaderos tomaron a balazos la Vocacional 7. 
Un par de días antes murió el granadero Julio Adame González y resultó gravemente herido su compañero, Miguel Llamas González. El teniente del Ejército Benjamín Uriza baleó a ambos cuando los encontró golpeando a su madre, quien vivía en la Unidad Tlatelolco, donde los vecinos apoyaban a los estudiantes de la Voca 7. 
El entonces regente del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Corona del Rosal, encabezó un homenaje al granadero muerto –“pereció en cumplimiento de su deber”, dijo– y prometió a la familia una indemnización de 30 mil pesos, una casa nueva en San Juan de Aragón y el sueldo “íntegro y de por vida” para la viuda.
En la base de datos de Zavala aparecen 186 lesionados. Ella precisa que se trata de personas que sufrieron desde heridas leves hasta muy graves, pero de los cuales existe un registro documental serio. Pone por ejemplo el caso de Telésforo Manuel López Carvallo, soldado del 14 Batallón de Infantería, quien perdió un ojo y un dedo de la mano derecha durante los sucesos del 2 de octubre en Tlatelolco. 
Muestra un telegrama del 21 de abril de 1969 y un memorándum del 22 de abril de ese año, en el que se asienta que Román López Avilez, padre del soldado herido, le pide a la Presidencia de la República una pensión completa, una compensación por los órganos perdidos y la construcción de una casa en La Paz, Baja California. 
Respecto de los 31 desaparecidos, aclara que se trata de personas reportadas por el Consejo Nacional de Huelga (CNH), pero que fueron apareciendo posteriormente como heridas, detenidas o muertas. Zavala no incluye en esa lista a Héctor Jaramillo Chávez, un caso de desaparición forzada por el cual la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) consignó, entre otros, a Luis Echeverría Álvarez. “No lo incluí debido a que no se encontraba en los volantes que repartió el CNH denunciando las desapariciones”, explica la investigadora.
Jaramillo, estudiante de la ESIME, fue detenido el 2 de octubre de 1968. Fue liberado y reaprehendido en enero de 1969 junto con César Tirado, también estudiante del IPN, después de que una persona, identificada como El Chapo Valenzuela Cárdenas, declarara mediante torturas que Tirado pretendía matar a Marcelino García Barragán, entonces secretario de la Defensa Nacional. De acuerdo con La Jornada en su edición del 20 de septiembre de 2005, soldados vestidos de civil trasladaron a Jaramillo y Tirado al Campo Militar número 1. Durante cinco días fueron sometidos a interrogatorios y torturas. De acuerdo con el diario –que tuvo acceso al expediente–, el 23 de enero de ese año el propio García Barragán los confrontó y luego ordenó liberarlos: “¡Suéltenlos! Están muy flacos pa’ tenerles miedo”, habría dicho el general.
Esa misma noche los sacaron del Campo Militar No. 1 y los abandonaron en distintas zonas de la Ciudad de México. “Al día siguiente Tirado y Valenzuela se reencontraron, pero nunca más localizaron a su compañero de la ESIME”, señala el diario.
Zavala comenta que la Femospp lo buscó y lo encontró. Sus padres lo habían enviado a Estados Unidos. 
La danza de las cifras 
En la madrugada del 3 de octubre de 1968 –apenas unas horas después de la matanza en Tlatelolco–, el director de Prensa y Relaciones Públicas de la Presidencia de la República, Fernando M. Garza, soltó ante más de 60 periodistas mexicanos y enviados extranjeros la primera cifra de muertos en la Plaza de las Tres Culturas: “Cerca de 20”, dijo; así como 75 heridos y más de 400 detenidos.
Unas horas después, el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, titular de la Dirección Federal de Seguridad, envió a sus superiores una ficha informativa con los siguientes números: 26 muertos, incluidos cuatro mujeres y un soldado; 100 heridos, 73 hombres y 27 mujeres; así como 12 soldados, tres agentes de la DFS, dos de la Judicial Federal, uno de la Judicial de Distrito y un policía preventivo. 
También reportó mil 43 detenidos: 363 en el Campo Militar número 1; 83 en la Jefatura de Policía, y 595 en la Cárcel Preventiva y en la Penitenciaría del Distrito Federal.
El mismo 3 de octubre la policía capitalina informó de 24 muertos y 500 heridos. El periódico El Día, con base en las listas de hospitales, estimó en 30 los muertos, 87 los heridos (70 civiles y 17 militares) y mil 500 los detenidos.
El 5 de octubre –en su primera conferencia de prensa tras los hechos de Tlatelolco–, el CNH estimó en 150 los muertos, entre ellos 40 militares.
“¿Cuántos murieron? En México ningún periódico se atreve a publicar las cifras. Daré aquí la que el diario inglés The Guardian, tras una investigación cuidadosa, considera como la más probable: 325 muertos. Los heridos deben haber sido miles, lo mismo que las personas aprehendidas”, escribió Octavio Paz en su libro Posdata.
Sin embargo, la cifra que ofreció John Rodda, el periodista de The Guardian que estuvo el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas y quien realizó la supuesta investigación, fue de 267 muertos y mil 200 heridos. Lo publicó cuatro años después, el 18 de agosto de 1972, en un texto titulado “The Killer Olympics”, en el que utilizó como fuente “una carta” que recibió en enero de 1969, sin precisar su remitente ni en qué se basa su estimación.
“Se llevan a su muertito” 
“El número de muertos es mucho mayor del que se puede documentar”, afirma Daniel Molina, integrante del Comité del 68 pro Libertades Democráticas.
Se basa en la experiencia: fue testigo de cómo agentes judiciales y agentes del Ministerio Público alteraron actas de defunción para que no quedaran pruebas de las muertes por bala durante el 2 de octubre en Tlatelolco. 
“Tenía 27 años –relata–. Estaba en el último año de sociología en la Facultad de Ciencias Políticas. No era líder, era brigadista. El 2 de octubre mi esposa, Diana Rivera Torres, y yo, quedamos de vernos con mi cuñada Mariza y mi cuñado Guillermo en la zona de las astabanderas de la Plaza de las Tres Culturas. Guillermo, Chomi, tenía 15 años y estudiaba en la Pre-Vocacional 1. 
“A Diana y a mí se nos hizo tarde. Cuando llegamos a Tlatelolco ya estaba el cerco militar y no pudimos entrar a la plaza. Nos fuimos a la casa. Como a las ocho de la noche recibimos la llamada de Mariza. Estaba en la delegación de Tacuba. Desconsolada, nos informó que habían asesinado a Guillermo.”
De acuerdo con el relato que después les hizo Mariza, Guillermo recibió dos impactos de bala en el abdomen. En medio del tiroteo y el tropel de manifestantes desesperados por salir de la plaza, ella logró que una ambulancia militar lo recogiera. Aún estaba vivo. 
–¿Cómo se llama? –le preguntó un oficial 
–Mariza Rivera Torres…
–¿Es usted pariente del capitán Torres?
–No…
–Ah, entonces no la puedo ayudar.
Y bajaron de la ambulancia militar a Guillermo. Tuvo que esperar una ambulancia de la Cruz Roja. El muchacho murió en el trayecto.
“En la delegación de Tacuba había muchos cadáveres regados en el patio –recuerda Daniel–. Unos policías borrachos jugaban frontón y pisaban sin recato los cuerpos. Mientras hacíamos los trámites. Alguien le avisó a Diana: ‘Señora, se están llevando a su muertito’.
“Salimos corriendo. Una ambulancia del Semefo se llevaba el cuerpo de Guillermo. Subimos al auto que llevábamos y la fuimos persiguiendo. Llegó al Semefo de la colonia Doctores.”
Daniel cuenta que en el Semefo las imágenes eran dantescas: como los cadáveres no cabían en las planchas, estaban en camillas y regados en el suelo de salones y pasillos. 
Mientras esperaban para realizar los trámites de identificación, fueron testigos de cómo agentes judiciales “negociaban” con las familias: “Les vamos a dar su muerto, pero va a aparecer que murió de otra cosa”. Y las familias, desesperadas, aceptaban.
“Lo mismo intentaron con nosotros:
–¿Qué pongo como causa de deceso? –preguntó el secretario.
–Ponle cualquier cosa –indicó el agente del Ministerio Público.
–Estamos pidiendo que se asiente que murió a causa de balas disparadas por armas de uso exclusivo del Ejército –pidió Daniel con firmeza.
–Mira, mano, si te vas a poner en ese plan no te entregamos al muerto –amenazó el agente del Ministerio Público.
“No hubo de otra. Para una familia es fundamental tener los restos de un ser querido, de lo contrario se perpetúa la tragedia. Como los demás, terminamos aceptando.”
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El homenaje que nombra a las víctimas/HOMERO CAMPA..
Revista Proceso # 2187, 30 de septiembre de 2018..
TLATELOLCO 68
Sobre una pantalla de 20 metros de largo por dos de ancho aparecen flores de maguey entre las que discurren, en cuatro colores, los nombres de las víctimas del movimiento estudiantil de 1968.
Los nombres de los muertos aparecen en violeta; de los detenidos, en verde; los desaparecidos en amarillo y los lesionados en anaranjado. En total mil 786 nombres que se suceden de manera continua durante un ciclo de 10 minutos hasta que un reloj marca las 6:10 de la tarde y una luz irrumpe y copa la pantalla extinguiendo las flores… y la vida. Fue justamente a esa hora cuando en la Plaza de las Tres Culturas fueron lanzadas unas luces de bengala, dando inicio al fuego cruzado que terminó en la masacre de Tlatelolco.

Esta “pieza autogenerativa” se llama Semillas. Se inaugurará esta semana en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco como parte de los eventos que conmemoran los 50 años del movimiento estudiantil del 1968. 

“Esta pieza audiovisual es un homenaje a las víctimas. Los recuerda y celebra en vida”, comenta Rodrigo Garrido, realizador de la pieza.

“Más que en los números de las víctimas, se pone énfasis en sus nombres, pues en el acto de nombrar reaparece la memoria de un ser vivo”, señala Luis Vargas Santiago, responsable del proyecto.

Junto con el audiovisual se colocará un dispositivo multimedia para que el público pueda consultar una base de datos sobre muertos, desaparecidos, detenidos y lesionados entre julio y diciembre de 1968. Dicha base de datos incluye los delitos, las causas penales y los procesos que se han llevado a cabo para procurar justicia a las víctimas del 68.

Con una ventaja adicional: los usuarios pueden aportar datos y documentos sobre otros casos de víctimas y con ello contribuir a la verdad y la memoria de los hechos ocurridos hace 50 años. Dicho “buzón” se instalará de manera paralela a la página web del proyecto Semillas.

La ideal es que esto culmine en un proceso de justicia y reparación para las víctimas, dice Vargas. “Somos el único país de América Latina que no lo ha hecho”, añade.
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Fox y su secretario de Defensa entorpecieron a la fiscalía especial: Carrillo Prieto/
JORGE CARRASCO ARAIZAGA
Revista Proceso # 2187, 30 de septiembre de 2018..
TLATELOLCO 68
Consultado sobre los aspectos pendientes de aclarar en las investigaciones sobre la masacre de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, el exfiscal especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, Ignacio Carrillo Prieto, afirma que mientras no se establezca la verdad completa y las responsabilidades en el crimen –ni la Defensa ni el EMP, por ejemplo, han pasando al banquillo– no podrá avanzarse en aspectos como la rendición de cuentas, la reparación del daño ni la garantía de no repetición del delito. 
El 68 todavía no está cerrado. A medio siglo, la verdad sigue incompleta por la negativa del Ejército y del Estado Mayor Presidencial de aclarar su participación en la represión estudiantil. Es el mismo silencio que los militares han guardado sobre la guerra sucia en Guerrero, la matanza de Tlatlaya y la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. 
Es una continuidad de graves violaciones a los derechos humanos que ha sido posible por la falta de rendición de cuentas de los militares. Sin esa verdad, es imposible conceder cualquier perdón. “Que primero nos digan qué vamos a perdonar”, dice Ignacio Carrillo Prieto, quien fue el fiscal encargado de investigar los delitos cometidos por el régimen autoritario del PRI durante el siglo pasado.
Si el próximo gobierno está hablando de reescribir la historia, no se podrá hacer si siguen abiertos casos como el 68, si se siguen ocultando las pugnas político-militares en las que quedaron atrapados los estudiantes, afirma el exfiscal, quien sugiere además que la próxima Fiscalía General de la República (FGR) reabra las investigaciones de la represión del pasado para reconstruir la verdad.
La matanza de Tlatelolco fue el punto de partida de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp). El gobierno de Vicente Fox creó ese ministerio público especial en medio de contradicciones en su gabinete para afrontar las exigencias de justicia por los casos de violaciones graves a los derechos humanos ocurridas entre finales de los años sesenta y principios de los ochenta.
De la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, no sólo falta la verdad completa. El deslinde de responsabilidades se quedó a medias. El expresidente Luis Echeverría Álvarez, procesado como responsable, vivió más de dos años en prisión domiciliaria acusado de genocidio, pero al final fue liberado. Inscrito en la historia como uno de los principales instigadores de la represión de los estudiantes, Echeverría tiene ahora 98 años.
Nadie más fue castigado. Los otros civiles y los jefes militares que habían sido consignados por la fiscalía se murieron durante el proceso penal o se salvaron porque el Poder Judicial de la Federación determinó que el delito prescribió en 1998, 30 años después de la masacre.
La reparación del daño y la garantía de no repetición también están ausentes. “El Estado mexicano no ha pedido perdón oficial y solemnemente por lo que pasó con los estudiantes que pacíficamente pedían libertades democráticas”, dice Carrillo en entrevista con Proceso el 25 de septiembre.
Verdad, justicia, reparación y no repetición están ausentes en México respecto a la masacre de Tlatelolco. Es imprescindible que se haga, dice Carillo Prieto, ahora investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y que en la entrevista está acompañado de Salvador Osorio Solís, quien en la Femospp fue el ministerio público responsable del caso del 68.
–¿Cómo se pueden cumplir esas exigencias si ya es un caso juzgado?
–Hay cosas que el próximo gobierno puede hacer. Para empezar, limpiar la memoria de los estudiantes, profesores y demás personas que fueron detenidas por participar en el movimiento. Hay que expurgar los expedientes judiciales con los que fueron condenados como delincuentes y se les privó de la libertad.
“Se les arrebataron años de vida. Fue un latrocinio que no parece importar hoy suficientemente. Es totalmente injusto que en el registro oficial mexicano (Raúl) Álvarez Garín (dirigente del Consejo Nacional de Huelga, ya fallecido) o Pablo Gómez (actual diputado de Morena) oficialmente sigan siendo considerados unos delincuentes producto de procesos judiciales totalmente viciados. Hay que tachar eso de los expedientes y revisar la actuación del Poder Judicial.
–¿Hay que fincar responsabilidades también a jueces?
–Hay que investigar a los jueces venales que contribuyeron a la atrocidad de privar de la libertad a muchachos que no hicieron nada sino expresar su opinión y su convicción. La investigación sería una lección de deontología judicial para decir: este es el modelo de lo que no debe ser un cuerpo judicial, una corte de Justicia, un tribunal federal o un juez de distrito. Es una manera de reparar el daño. 
“También debe considerar aspectos psicológicos y patrimoniales para muchos que sufrieron la respuesta violenta del Estado”, tercia Osorio Solís.
–¿Cómo reparar, si no se logró castigar a los responsables?
–Lo que hicimos en la fiscalía fue algo excepcional –responde Carrillo Prieto ante las críticas por la actuación de la Femospp entre 2001 y 2006.
“No había antecedentes. Consignamos a un expresidente por delitos cometidos durante su ejercicio como secretario de Gobernación. No hay un precedente de un presidente preso durante 847 días en su domicilio. Se dice fácil. En esa parte se empezaba a caminar por la vía correcta. Sin embargo, un compromiso político cerró en falso la fiscalía queriéndolo aparentar como una decisión de Fox, cuando en realidad fue una decisión de ese señor que se llama Felipe Calderón.”
La cerrazón oficial
Carrillo Prieto se refiere a la desaparición de la fiscalía como “una crónica anunciada” por el desinterés del PAN en investigar las violaciones a los derechos humanos del régimen del PRI y la necesidad de Calderón de echar mano de los militares para la guerra que les declaró a los cárteles de la droga.
Cuando desapareció la fiscalía, Luis Echeverría todavía estaba sujeto a prisión preventiva. Después obtuvo un amparo, porque la juez Herlinda Velasco Villavicencio no encontró ningún indicio de que el expresidente había participado en la concepción o ejecución del genocidio. Es decir, para el Poder Judicial, la Femospp sí acreditó el genocidio, pero ya no había manera de castigar a los genocidas por la prescripción del delito. Y sobre el único detenido, dijo que no había nada que lo vinculara.
Según el fiscal y el exministerio público encargado de consignar el expediente de la masacre de Tlatelolco, la participación del expresidente en los hechos del 68 debió seguir siendo investigada por la Procuraduría General de la República (PGR): 
–¿Cómo fue posible que la fiscalía acreditara sólo un estudiante detenido desaparecido y apenas una veintena de fallecidos en la Plaza de las Tres Culturas?
Responde Osorio Solís: “Los padres del estudiante desaparecido, Héctor Jaramillo, de la ESIME (Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica) nunca quisieron comparecer en la fiscalía. Como ellos, muchos familiares de las víctimas ya no quisieron saber nada. Pero hay que recordar el que el delito de desaparición forzada no prescribe.
“Respecto a los muertos, comprobamos alrededor de 21 o 22 casos porque teníamos que acreditar que existió esa persona, que estaba en el lugar de los hechos y que con motivo de esos hechos falleció. Cuando empezamos a pedir las necropsias y los expedientes que se habían iniciado sobre los homicidios, resulta que los expedientes no existían. Habían sido pedidos por procuradores anteriores y nunca los habían devuelto y se habían extraviado. 
“Nuestra salida fue el Registro Civil del Distrito Federal, que nos envió las actas de defunción que tenían. Con base en ellos, nuestros peritos sólo pudieron dictaminar que ese número de personas había muerto en el lugar.”
–¿Qué papel jugó el Ejército en la investigación de la fiscalía?
–Pésimo –dice Carrillo enfático–. El Ejército se mostró en todo momento reacio a colaborar. El general Clemente Vega García (en ese momento titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, Sedena) fue no solamente poco cooperador, sino especialmente grosero. Y el entonces coronel (Jaime Antonio) López Portillo Robles, encargado del Tribunal Militar y después de la dizque protección de derechos humanos del Ejército, fue absolutamente reacio. Lo que dio, lo dio a cuentagotas. 
“Por ejemplo, muchos denunciantes señalaron que lo ocurrido en la tarde noche del 2 de octubre de 1968 obedecía a un plan denominado Operación Galeana. El Ejército negó sistemáticamente que existiera dicho documento. Respondían que era una invención. Después de los papeles del general (Marcelino) García Paniagua (titular de la Sedena en el 68), supimos que había toda una decisión muy pensada que nos explica la presencia de los francotiradores del Estado Mayor Presidencial (EMP) del general Luis Gutiérrez Oropeza.” 
Esos documentos fueron publicados por el fundador de Proceso, Julio Scherer García, junto con Carlos Monsiváis en el libro Parte de guerra. Tlatelolco 1968. 
Continúa Carrillo: “El Ejército y el EMP se negaron a dar información. Especialmente el Ejército. Pudo haber hecho mucho y no hizo nada. Al contrario, obstaculizó. Negó incluso la existencia de la prisión en el Campo Militar número 1. Aun así, seis o siete generales tuvieron que comparecer ante la fiscalía, entre ellos el jefe del EMP del presidente Miguel de la Madrid, el general (Carlos Humberto) Bermúdez Dávila. Pero el EMP también negó absolutamente todo. La intervención de su Sección II (de Inteligencia) en los hechos de Tlatelolco fue negada sistemáticamente. 
–Ha pasado medio siglo y los militares siguen sin asumir una responsabilidad.
–El Ejército rechaza incluso que se haya cometido un delito. Insiste en que se protegió a la población porque había francotiradores. Dice que disparó porque fue provocado para disparar. Sigue con su historia peculiar del 2 de octubre. En otros países, como en Argentina, que vivió una dictadura militar, el Ejército ha asumido su responsabilidad y los generales han ido a parar a la cárcel.
Dice que la Sedena le ofreció las cabezas de los generales Mario Arturo Acosta Chaparro y Francisco Quirós Hermosillo, quienes ya estaban detenidos por cargos de narcotráfico y que también estaban acusados de graves violaciones a los derechos humanos durante la represión de la guerrilla en Guerrero. “Aquí los tenemos ya presos. Fue la carnada que ofrecieron a la fiscalía, pero después ni eso”, asegura el exfiscal.
Insiste: “Hay una responsabilidad de los cuerpos militares y hay que distinguir entre los francotiradores del EMP y las huestes a cargo de los generales José Hernández Toledo y de Crisóforo Mazón Pineda. Sólo otro militar iba a saber quién era el mando militar en la plaza. 
“Esa pugna explica la sucesión presidencial entre el general García Barragán y el general Gutiérrez Oropeza, éste como socio de Echeverría para sacar del juego a Alfonso Corona del Rosal (entonces regente del Distrito Federal) y a cualquier otro que le garantizara a Díaz Ordaz su exoneración y su perfecta paz.” 
Un golpe político
Al preguntarle si la salida de fuerza del 68 fue resultado de una pugna político-militar, Carrillo Prieto reflexiona:
“Como fiscal, como investigador, estoy convencido de que así fue. Eso fue central. En la investigación resultó que los francotiradores estaban en los departamentos de la cuñada de Echeverría y, dados los usos y costumbres de los mexicanos, todo mundo entiende que el secretario de Gobernación estaba metido hasta el cuello en este asunto. En el operativo estaba excluido expresamente el EMP de intervenir esa tarde noche en la Plaza de las Tres Culturas. Había judiciales federales, Federal de Seguridad y militares del Ejército. Al EMP se le pidió expresamente que no interviniera.
“En la mañana del 3 de octubre –añade–, Gutiérrez Oropeza se comunicó con García Barragán y le dijo: ‘Mi general, por favor, deje bajar a mis muchachos’. Es un dicho de Gutiérrez Oropeza. ¿Por qué tenía que pedirle clemencia el general García Barragán? ¿Qué iban a hacer contra sus muchachos los otros militares como para tener que intervenir con esa frase tan derrotista: ‘por favor, deje bajar a mis muchachos’?”
Asegura que después del bazucazo contra la puerta de la Preparatoria número 1, en el centro de la ciudad, aparecieron en la televisión Echeverría y los generales Corona del Rosal y García Barragán. “Lo hicieron como para señalar que el regente de la ciudad (Corona del Rosal) no podía solo, lo que lo descalificó de entrada. Esas pugnas fueron muy importantes y se vio que el peor obstáculo de Echeverría para ser candidato presidencial iba a ser el Ejército, en el que Díaz Ordaz confiaba plenamente.
–Pero al final Echeverría fue el candidato presidencial.
–Fue el vencedor del conflicto por sus maniobras. Y luego, en algo absolutamente indigno, propuso un minuto de silencio por el 2 de octubre, a pesar de que la operación había sido defendida por quien todavía era el presidente de la República. Díaz Ordaz pensó entonces cambiarlo, pero no pudo por los tiempos institucionales. Después Echeverría orilló a la Universidad Nacional a recibirlo para inaugurar los cursos escolares, lo que era verdaderamente el colmo. Fue cuando ocurrió la famosa pedrada que lo descalabró. 
–¿Eso que está contenido en el informe final de la fiscalía es suficiente para conocer lo que pasó en el 68?
–No. El informe es un gran avance, a pesar de que el gobierno intentó descalificarlo. Ese informe sirvió para la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la desaparición de Rosendo Radilla (a manos de militares en 1974, en Guerrero) y la posterior reforma del artículo 1 de la Constitución a favor de los derechos de las personas.
“El 68 es una verdad histórica ya de imposible procesamiento legal, pero aún tenemos que reconstruir”, dice.
–¿Cómo reparar el daño ahora?
–La comisión que propone el presidente electo es un primer paso para restaurar este asunto de justicia. Que sea una comisión histórica, para no hablar de la verdad, pero que supere la antidemocrática opacidad militar. Además, hay que restaurar de una sección en la Fiscalía General para investigar los casos del pasado. Conociendo la verdad histórica es posible no repetir el error; desconociéndola es absolutamente posible volver a repetirlo. Meter la basura debajo de la alfombra significa que va a seguir habiendo casos como Tlatlaya y Ayotzinapa.
Afirma: “Hay momentos oscuros que pueden dificultar la ‘cuarta transformación’. ¿Cómo vamos a hacer historia si no sabemos escribir la historia? Tenemos que hacer la verdadera historia de ese periodo nefasto. Mientras esos asuntos no queden resueltos, seguiremos en lo mismo. Si no tenemos la verdad completa, ¿qué vamos a perdonar?”
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