9 may 2009

El mejor artículo

El mejor artículo que he escrito/JAVIER CERCAS
Publicad en El País, Semanal, 3/05/2009;
Yo supongo que a todos los articulistas les ocurre lo mismo que a mí: todos leen la prensa como todo el mundo, pero cuando leen una noticia o una crónica que les llama la atención, la recortan y archivan con la idea de que el recorte les sirva para escribir algún día un artículo; a veces lo escriben, pero otras no, así que con el tiempo se van acumulando en su archivo noticias y crónicas; luego, periódicamente, limpian el archivo, tirando a la papelera las noticias o crónicas acumuladas, aunque algunos permanecen en él, se resisten a ser desechados, como si el articulista todavía conservara la esperanza de que puedan convertirse en artículo. Naturalmente, la esperanza casi nunca se cumple, y al final los recortes acaban en el limbo de los artículos nunca escritos. Quizá era su destino mejor, o quizá no. Sea como sea, antes de mandar a ese limbo mis recortes más reacios a desaparecer me gustaría enumerarlos aquí, y también imaginar los artículos que hubiese escrito con ellos.
El primero hubiera sido un artículo de tono grave y gran hondura filosófica. Hubiese partido de una crónica de Pedro Zuazua publicada en enero de 2007 por este suplemento; en ella se cuenta que en una ocasión Al Pacino estaba sentado en la butaca de un cine, viendo La chica del adiós, cuando escuchó la siguiente frase de boca de la actriz Marsha Mason: “Nadie sabía quién era Al Pacino antes de El padrino”. Entonces Al Pacino se levantó de su butaca y empezó a gritar: “Eres una mentirosa, Marsha. ¡Antes de El padrino ya habías estado conmigo en una obra de teatro!”. El artículo hubiera hablado de la propensión de la ficción a infectar la realidad y hubiera mencionado a la fuerza a Don Quijote y a Emma Bovary –que heroicamente quisieron convertir en realidad la ficción–; también a la fuerza, hubiera hablado de Johnny Weissmuller, que al final de su vida se creyó Tarzán, y de John Wayne, que al final de su vida se creyó una cosa mucho más insensata: se creyó John Wayne. La conclusión hubiese sido que, quién más quién menos, todo el mundo está como una puta chota.
El segundo artículo hubiese sido de carácter reivindicativo y de tono indignado. Hubiese partido de una crónica publicada en diciembre de 2007 en La Vanguardia por Xavi Ayén; en ella se cuenta la historia de un ciudadano sueco que, tras haber intentado colarse en la gala de los premios Nobel 17 veces en los últimos 10 años, logró por fin su objetivo en la de 2007, pero la vanidad le perdió y, mientras paseaba por los salones del Stadshuset ataviado elegantemente y luciendo en su pecho unas medallas de mentira, no pudo resistir la tentación de confesar su hazaña a un reportero televisivo, lo que acarreó su expulsión inmediata del evento. El artículo hubiera protestado enérgicamente por esa expulsión, hubiera razonado con argumentos irrefutables que el ciudadano expulsado se había ganado a pulso el derecho de asistir no sólo a esa gala, sino a todas las galas futuras del Nobel, y que ninguno de los presentes en la gala tenía más derecho que él a asistir a la gala; finalmente hubiese propuesto al ciudadano expulsado para el Premio Nobel (para cualquier Premio Nobel). La conclusión hubiese sido que incluso los tipos que están como chotas sin redención conservan derechos inalienables, que deben ser respetados.
El tercer artículo hubiese sido de tono más personal y de escritura nerviosísima, por no decir histérica. Hubiese partido de una crónica publicada en abril de 2008 por Rosa M. Tristán en El Mundo; en ella se cuenta que, según investigadores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Hitler, Mussolini, Pinochet y gente así podría tener su gen AVRP1 –un gen que posibilita que una hormona llamada vasopresina actúe sobre las células cerebrales y estimule los buenos sentimientos hacia nuestros semejantes– más corto que los otros seres humanos. El artículo hubiera estado consagrado a hablar de mi vecino de enfrente, de sus costumbres higiénicas y noctámbulas y de los preocupantes deseos que me acosan, cada vez que me cruzo con él en el ascensor, de estrangularlo antes de llevármelo a casa para descuartizarlo y comérmelo crudo o con un sofrito de tomate y cebolla. La conclusión hubiese sido una pregunta: además de estar como una puta chota, ¿tendré mi gen AVRP1 más corto que Hitler, Mussolini y Pinochet? ¿O es que ninguno de ellos se cruzó nunca con un merluzo del tamaño de mi vecino?
El último artículo hubiese sido de tono radiante y de contenido celebratorio; también hubiese sido el más sencillo. Se hubiese limitado a repetir una y otra vez una frase que, según una crónica publicada en febrero de 2009 en Abc, le dijo Salman Rushdie a Félix Romeo: “El puritanismo es temer que alguien en algún lugar del mundo esté siendo feliz. La mejor respuesta al puritanismo es la felicidad. No tenemos, de ninguna manera, que convertirnos en el espejo de las personas que nos odian. Tenemos la obligación de ser felices”. La conclusión hubiese sido que, aunque todos estemos como una puta chota, Rushdie tiene más razón que un santo.
Pero la conclusión de todas estas conclusiones es, me temo, melancólica: el mejor artículo que he escrito es el que nunca he escrito, precisamente porque no lo he escrito.

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