Garzón: un juez para la polémica/Jorge Trías Sagnier
Publicado en ABC, 21/09/09;
La primera vez que hablé ante un juez fue en una sala de lo contencioso-administrativo de Barcelona acompañado de quien era mi maestro en el ejercicio del arte de la abogacía, el profesor Manuel Jiménez de Parga. El magistrado más visible en esa modernista habitación diseñada por el arquitecto -mi tío abuelo- Enrique Sagnier, se llamaba Jerónimo Arozamena Sierra. Antes de comenzar mi intervención noté como la sangre subía a mi cabeza y el corazón latía con tal fuerza que creí se me iba a salir del cuerpo. En cambio, al comenzar mi parlamento tuve la sensación de que había llegado a una plácida playa y desde ese momento supe que podría llegar a ser, un día, el abogado de causas difíciles que al final he sido. Con los años, Arozamena llegó a la vicepresidencia del Tribunal Constitucional y al Consejo de Estado; y mi maestro, Jiménez de Parga, ha sido, además de catedrático de Derecho Político, ministro de Trabajo con Suárez y presidente del Tribunal Constitucional. Yo tampoco puedo quejarme y aquí sigo, en pleno circuito, de carrera en carrera.
Siempre tuve un respeto reverencial por la carrera judicial, probablemente porque es lo que me hubiese gustado ser y no fui, por ahora. Nunca pude imaginar que un día, siendo yo diputado y representante de la soberanía nacional, en 1998, un juez iba a llamar a mi puerta para que le ayudase en el proceso en el que se encontraba metido. Así es como acepté la defensa de Javier Gómez de Liaño, lo que me llevó a estudiar, hasta sus últimos pormenores, la compleja y subjetiva figura delictiva de la prevaricación. ¡Dictar una resolución injusta «a sabiendas»!, palabras mayores que, según cómo se interpretasen, podían transformar a un juez de una persona respetable y respetada en un individuo cuestionado y sospechoso. No voy a meterme en recordar la historia de ese juicio, aunque sí puedo reafirmar mi íntima convicción, que desde luego no compartió la Sala 2ª del Tribunal Supremo, que no hubo prevaricación en la actuación del juez, es decir, que el magistrado de la Audiencia Nacional nunca tomó una decisión injusta «a sabiendas». Y además, que como luego afirmó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Gómez de Liaño no tuvo un juicio imparcial. Los jueces, aunque en sus manos caen casos envenenados política o socialmente, tienen la obligación de resolver de acuerdo con la ley. Y la ley, como ha ocurrido recientemente con el juez que puso el otro día en libertad a un terrorista, puede interpretarse, incluso, de forma paradójica en sentidos opuestos. Pero interpretar la ley de una forma u otra, aunque sea equivocadamente, es un cantar que nada tiene que ver con la música de la prevaricación.
Siempre tuve un respeto reverencial por la carrera judicial, probablemente porque es lo que me hubiese gustado ser y no fui, por ahora. Nunca pude imaginar que un día, siendo yo diputado y representante de la soberanía nacional, en 1998, un juez iba a llamar a mi puerta para que le ayudase en el proceso en el que se encontraba metido. Así es como acepté la defensa de Javier Gómez de Liaño, lo que me llevó a estudiar, hasta sus últimos pormenores, la compleja y subjetiva figura delictiva de la prevaricación. ¡Dictar una resolución injusta «a sabiendas»!, palabras mayores que, según cómo se interpretasen, podían transformar a un juez de una persona respetable y respetada en un individuo cuestionado y sospechoso. No voy a meterme en recordar la historia de ese juicio, aunque sí puedo reafirmar mi íntima convicción, que desde luego no compartió la Sala 2ª del Tribunal Supremo, que no hubo prevaricación en la actuación del juez, es decir, que el magistrado de la Audiencia Nacional nunca tomó una decisión injusta «a sabiendas». Y además, que como luego afirmó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Gómez de Liaño no tuvo un juicio imparcial. Los jueces, aunque en sus manos caen casos envenenados política o socialmente, tienen la obligación de resolver de acuerdo con la ley. Y la ley, como ha ocurrido recientemente con el juez que puso el otro día en libertad a un terrorista, puede interpretarse, incluso, de forma paradójica en sentidos opuestos. Pero interpretar la ley de una forma u otra, aunque sea equivocadamente, es un cantar que nada tiene que ver con la música de la prevaricación.
Y ahora me veo en el deber moral de salir en defensa pública, sin que se me haya pedido en este caso, de otro juez, Baltasar Garzón, a quien el Tribunal Supremo ha imputado un posible delito de prevaricación por el asunto de las fosas del franquismo y de su particular visión, con la que discrepo de manera radical, de que determinados personajes de la Dictadura cometieron crímenes contra la humanidad. El instructor de la causa contra Garzón es un magistrado del Tribunal Supremo muy hablador y de ideas que comúnmente se denominan «progresistas». La causa fue presentada por una oscura asociación sindical, «Manos Limpias», que además de su carácter ultra derechista parece más interesada en remover la porquería estancada en la ciénaga política que en su circulación fluida. Y en ese terreno tan resbaloso, le ha pillado a Garzón con el pie cambiado, y se ha caído. En cualquier caso, y sea cual sea nuestra procedencia familiar -franquista, republicana o ambidiestra- parece mentira que haya tenido que ser un juez el que atice las conciencias y nos haga ver que después de setenta años todavía quedan cadáveres en las cunetas, olvidados y mal enterrados. No puedo entender que ningún gobierno, desde la Constitución de 1978, se haya ocupado con seriedad de esta cuestión. La memoria no se entierra echando cal viva sobre los muertos sino asumiendo la historia con naturalidad. Es probable que Garzón cometiese múltiples errores en la instrucción de esta causa, y que se extralimitase en su calificación de determinadas conductas como «crímenes contra la Humanidad», aunque de ahí a ser imputado como posible prevaricador va un abismo que me niego ni siquiera a mirar.
Por otro lado, supongo que la biografía de las personas contará, también, en el momento de su enjuiciamiento, para algo, al menos cuando la imputación se hace por un tipo delictivo tan subjetivo como el de la prevaricación, en el que la psicología del personaje es esencial para su calificación ¿Cómo es posible meterse en la cabeza del imputado y descubrir que su actuación, o mala actuación, se produjo «a sabiendas»? Yo sería incapaz de enjuiciar a una persona por este motivo, y creo que esta figura delictiva -la prevaricación- como antes la del «desacato», son tipos penales que sería mejor subsumirlos en otros que puedan aplicarse a todos los individuos. Los españoles que hemos luchado por la convivencia, cada uno a su modo y según su responsabilidad, que somos la gran mayoría de ciudadanos, tenemos una deuda impagable con este juez que, en contra de las dudas de la izquierda, hizo viable una estrategia judicial para combatir el terrorismo que ha sido avalada, finalmente, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Garzón siempre coincidió con la idea, impulsada desde el Ejecutivo por José Mª Aznar y Jaime Mayor Oreja, que para acabar con el terrorismo no sólo había que combatir a los asesinos directos sino a todo el entramado criminal que rodeaba a los ejecutores: organizaciones políticas y sindicales, asociaciones económicas y sociedades mercantiles, soportes mediáticos y, en suma, al conjunto operativo y militar organizado, tanto en territorio nacional como fuera de España, por unos individuos que operaban como las sectas. Un entramado que gozaba del apoyo -o del silencio- político de partidos tenidos por «respetables». De este modo cayeron «Egin» e «Irratia»; se acabó con la estructura financiera de ETA; fueron a la cárcel la Mesa Nacional de HB, entera, aunque después el Tribunal Constitucional les pusiese en la calle; se liberó a Ortega Lara y se aplicó a rajatabla la Ley de Partidos, impulsada por el PP con el apoyo del PSOE, que deshizo el entramado del crimen organizado en torno a ETA.
Faltan todavía años para que demos un carpetazo al terrorismo que ha sembrado de muerte y de víctimas el territorio español. Yo creo que el rumbo de las naciones la marcan las acciones, para bien o para mal, de las personas. En este caso, sin la actuación del juez Garzón, que siempre contó con el apoyo incondicional de quien entonces presidía la Audiencia Nacional y ahora es el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Divar, España seguiría siendo un país arrodillado ante el terrorismo y acorralado por una banda de criminales envalentonados. No sé cómo acabará la imputación de Garzón por esta mala causa iniciada en torno al escurridizo asunto de la memoria histórica, las fosas del franquismo y los «crímenes contra la humanidad» de la Dictadura. En cualquier caso, y al margen de cuál sea nuestra opinión sobre la instrucción de determinados asuntos judiciales que ha impulsado Garzón, creo que es difícil deberle tanto, tantos, a un solo hombre: un juez, con mucha biografía todavía por delante, que ya se ha convertido en historia de nuestra historia. Nobleza obliga.
Por otro lado, supongo que la biografía de las personas contará, también, en el momento de su enjuiciamiento, para algo, al menos cuando la imputación se hace por un tipo delictivo tan subjetivo como el de la prevaricación, en el que la psicología del personaje es esencial para su calificación ¿Cómo es posible meterse en la cabeza del imputado y descubrir que su actuación, o mala actuación, se produjo «a sabiendas»? Yo sería incapaz de enjuiciar a una persona por este motivo, y creo que esta figura delictiva -la prevaricación- como antes la del «desacato», son tipos penales que sería mejor subsumirlos en otros que puedan aplicarse a todos los individuos. Los españoles que hemos luchado por la convivencia, cada uno a su modo y según su responsabilidad, que somos la gran mayoría de ciudadanos, tenemos una deuda impagable con este juez que, en contra de las dudas de la izquierda, hizo viable una estrategia judicial para combatir el terrorismo que ha sido avalada, finalmente, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Garzón siempre coincidió con la idea, impulsada desde el Ejecutivo por José Mª Aznar y Jaime Mayor Oreja, que para acabar con el terrorismo no sólo había que combatir a los asesinos directos sino a todo el entramado criminal que rodeaba a los ejecutores: organizaciones políticas y sindicales, asociaciones económicas y sociedades mercantiles, soportes mediáticos y, en suma, al conjunto operativo y militar organizado, tanto en territorio nacional como fuera de España, por unos individuos que operaban como las sectas. Un entramado que gozaba del apoyo -o del silencio- político de partidos tenidos por «respetables». De este modo cayeron «Egin» e «Irratia»; se acabó con la estructura financiera de ETA; fueron a la cárcel la Mesa Nacional de HB, entera, aunque después el Tribunal Constitucional les pusiese en la calle; se liberó a Ortega Lara y se aplicó a rajatabla la Ley de Partidos, impulsada por el PP con el apoyo del PSOE, que deshizo el entramado del crimen organizado en torno a ETA.
Faltan todavía años para que demos un carpetazo al terrorismo que ha sembrado de muerte y de víctimas el territorio español. Yo creo que el rumbo de las naciones la marcan las acciones, para bien o para mal, de las personas. En este caso, sin la actuación del juez Garzón, que siempre contó con el apoyo incondicional de quien entonces presidía la Audiencia Nacional y ahora es el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Divar, España seguiría siendo un país arrodillado ante el terrorismo y acorralado por una banda de criminales envalentonados. No sé cómo acabará la imputación de Garzón por esta mala causa iniciada en torno al escurridizo asunto de la memoria histórica, las fosas del franquismo y los «crímenes contra la humanidad» de la Dictadura. En cualquier caso, y al margen de cuál sea nuestra opinión sobre la instrucción de determinados asuntos judiciales que ha impulsado Garzón, creo que es difícil deberle tanto, tantos, a un solo hombre: un juez, con mucha biografía todavía por delante, que ya se ha convertido en historia de nuestra historia. Nobleza obliga.
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