13 dic 2009

Dejaréis morir a Rosa Parks

Dejaréis morir a Rosa Parks?/Pedro J. Ramírez, director de El Mundo
Publicado en EL MUNDO, 13/12/09;
También dijeron de ella que era una provocadora, que había creado deliberadamente el conflicto, que no tenía ninguna necesidad de sentarse en aquella zona del autobús, que no le hubiera costado nada haberse levantado cuando se lo pidió el conductor, que sabía perfectamente a lo que se exponía, que era obvio que buscaba que la metieran en la cárcel y que quería hacerse la mártir por motivos propagandísticos, mientras a su alrededor se montaba todo un tinglado destinado a presionar a las autoridades y burlar las leyes del estado de Alabama. Rosa Parks contestó que bastante difícil era su vida como para haberse levantado aquella mañana pensando en hacer lo posible para dormir entre rejas. Pero cuando desde el otro extremo del abanico argumental alguien trató a la vez de justificarla y minusvalorarla diciendo que, en realidad, la pobre mujer estaba muy cansada y por eso no había cedido su asiento a aquel caballero blanco que se había subido en la parada del Empire Theater, tal y como establecían las ordenanzas municipales de la ciudad de Montgomery, ella tampoco quiso que quedara el equívoco: «No, de lo único de lo que estaba cansada era de ceder».
Cuando sucedió todo -y debería dar risa referirse tan enfáticamente a algo en sentido estricto tan nimio- Rosa Parks tenía la misma edad que ahora tiene Aminatu Haidar: 42 años. Y, como ella, ya llevaba a las espaldas la carga de la experiencia en la lucha por la causa. Rosa era la secretaria de la sección local de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP) y había tenido unas cuantas malas experiencias con esos atravesados conductores de autobús que, abusando de sus prerrogativas, hacían a los negros subir por la puerta delantera para comprar el billete, les obligaban a bajarse para acceder a sus asientos por la puerta de atrás y arrancaban el vehículo dejándoles tirados, bajo el sol o la lluvia, mientras iban de un acceso al otro. Aminatu lleva más de 20 años de activismo y ha pagado un precio mucho mayor, pues cuatro de ellos han transcurrido en las especialmente inhumanas cárceles marroquíes.
Lo que, además de su temple, las iguala no es tanto la justicia de su reclamación como la injusticia de la opresión ejercida contra ellas. Porque, en definitiva, ¿no es del género absolutamente idiota, patéticamente estúpido, que una persona tenga que sentarse en uno u otro lugar de un vehículo según cuál sea la tonalidad de su piel o que pueda o no acceder a su lugar de residencia en función de qué palabra haya escrito en un mero formulario administrativo?
Es esencial poner el foco en la naturaleza de la transgresión: ¿qué hizo Rosa Parks el 1 de diciembre de 1955 en Montgomery para merecer ser detenida, esposada, fichada y encarcelada? ¿Qué hizo Aminatu Haidar el 13 de noviembre de 2009 en El Aaiún para merecer ser detenida, interrogada, expulsada y deportada? Claro, cuanto más irrelevante es el motivo, o para ser más precisos, el pretexto de la coacción, más explícito es el ejercicio de dominación que caracteriza todos los abusos de poder. Si a Rosa Parks la hubieran descubierto fabricando bombas se entendería que la hubieran encarcelado. Si a Aminatu Haidar le hubieran encontrado pistolas o billetes falsos de contrabando en el equipaje se entendería que la hubieran encarcelado. Pero no: fue por sentarse dos filas más delante de lo debido, fue por escribir una palabra distinta de lo ordenado.
Si Rosa Parks hubiera retrocedido metro y medio, su trayecto habría transcurrido con la abulia acostumbrada, si Aminatu Haidar hubiera escrito «marroquí» en lugar de «saharaui» nada le hubiera impedido reintegrarse a su rutina familiar. O peor aún: si el conductor y el aduanero hubieran hecho la vista gorda como en tantas otras ocasiones -porque no era la primera vez que ni Rosa se sentaba ahí ni Aminatu escribía eso- las vidas de una y otra se habrían disuelto un día más en el rompeolas del rutinario anonimato. Pero la arbitrariedad más caprichosa es otra de las señas de identidad del despotismo: lo que se te consiente hoy, puede que no se te consienta mañana. De hecho, el cartel que separaba en el autobús la zona reservada para los blancos de la destinada a las personas «de color» era tan desplazable como la previsión de retirada del pasaporte a quien no reconozca explícitamente su nacionalidad marroquí.
Luego viene la desproporción en el castigo. Pese a que en uno y otro caso la tipificación de lo ocurrido no pueda rebasar bajo ningún concepto racional la de una mera infracción administrativa, subsanable con un apercibimiento o una multa, lo de Rosa Parks había que tratarlo como un conflicto de orden público y lo de Aminatu Haidar como una agresión orquestada desde el exterior. Es lo propio del carácter paranoico que termina impregnando el ejercicio de toda autoridad basada en un orden injusto. En el fondo de su corazón los supremacistas blancos de Alabama sabían que antes o después se desmontaría la superchería de la segregación racial y en el fondo de su corazón el rey Mohamed tiene que ser consciente de que el ser hijo de su padre no le da derecho a determinar los movimientos de sus súbditos. Cuanto más débil es el fundamento moral que sostiene al mandamás, mayor es el exceso en la respuesta al pecado de desobediencia. Hasta el extremo de que el propio contenido de esa desobediencia se vuelve secundario en relación a la dialéctica del desafío: qué no terminarán haciendo personas como éstas si les permitimos sentarse donde no deben o poner una palabra donde deben escribir otra…
Una vez impuesto el castigo, una vez consumada la represión del rebelde, los déspotas esperan que sus víctimas se arrepientan y les pidan perdón o como mucho que traguen quina y expíen sus culpas sin rechistar. Cualquier respuesta de esas personas o su entorno es interpretada como la prueba definitiva del complot. Y no digamos nada si su lenguaje es el de la mansedumbre, el de la resistencia pasiva, el de la huelga de pies quietos en la cola del autobús, el de la negativa a ingerir alimentos en señal de protesta. Esas conductas, tan elocuentes ante la opinión pública, son como rejones de castigo que encabritan a los déspotas y les empujan a emprender furiosas huidas hacia delante.
Por eso la huelga de hambre de Aminatu está siendo presentada por el Gobierno marroquí como aquel boicot al transporte público de Montgomery lo fue por las autoridades de Alabama, como un acto de agresión premeditado, fruto de un casus belli deliberadamente provocado. Es decir, que de igual manera que los buques norteamericanos buscaron ser tiroteados en el golfo de Tomkin para que Lyndon Johnson pudiera conseguir que el Congreso le autorizara invadir y bombardear Vietnam del Norte, Rosa Parks logró ser detenida para que se pudiera decretar el boicot a los autobuses y Aminatu Haidar pretendía ser expulsada para poder poner a Marruecos en un brete emprendiendo una huelga de hambre.
Es el punto en el que el discurso de la paranoia cruza la frontera de lo grotesco y se adentra lisa y llanamente en el reino del más risible de los ridículos. Eso es lo que ha ocurrido esta semana con la ofensiva propagandística del Gobierno de Rabat. La declaración memorable del ministro Baraka a nuestro periódico -«Ni Marruecos ni España se merecen el trato que están recibiendo de Haidar»- quedará para siempre en las antologías de la neolengua orwelliana.
Este desembarco de ministros marroquíes en Madrid ha tenido la virtualidad de recordarnos toda la retórica mentirosa y hueca de los próceres del franquismo cuando denunciaban el «contubernio» de aquellos pacíficos opositores moderados que habían osado reunirse para hablar de España en el extranjero y merecían, al igual que Haidar, la deportación y el destierro, aunque en aquel caso fuera dentro de las fronteras nacionales.
Y, naturalmente, los regímenes intrínsecamente injustos son los que más presumen de aquello de lo que carecen. El esclavismo primero y las llamadas «leyes de Jim Crow» después se implantaron en nombre de la libertad de los Estados del sur, el franquismo se jactaba de ser una «democracia orgánica» y el señor Baraka ha proclamado que Marruecos y España «respetan los derechos humanos».
Si Zapatero no es capaz de zafarse rápidamente del abrazo del oso por la vía de los hechos, esta equiparación puede ser mortal para él. Máxime cuando el ministro marroquí no habla a humo de pajas ya que ambos gobiernos colaboraron en una deportación que, por su manifiesta ilegalidad, puede ser técnicamente calificada de secuestro. Sólo la condescendencia de los sucesores de Aznar en el PP con Marruecos explica que Moratinos no haya tenido que justificar ya en el Parlamento su injustificable conducta al aceptar la entrega del fardo humano que nos enviaba Rabat. Pero si todo fue como parece -y ahí está la fundada ira de los sindicatos policiales cuando el Gobierno ha tratado de endosar lo ocurrido a los funcionarios- este señor no puede seguir formando parte de un gobierno democrático.
Lo que ahora se discute no es ni el futuro del Sáhara ni la política española al respecto, sino los límites de lo que un Estado vecino puede hacerle a una persona bajo su jurisdicción con nuestra cooperación. Aunque las reivindicaciones de Haidar y el Polisario no tuvieran ni un ápice de razón, el caso seguiría siendo el mismo, pues ningún defensor sincero de la Constitución aceptaría tampoco que se impidiera por la fuerza el regreso a España de un independentista vasco o catalán que utilizara un impreso administrativo para dar fe de sus fantasías. El derecho a disponer de un pasaporte no puede declinar -siguiendo la retórica marroquí- porque su titular lo utilice «como un trapo». Un documento de identidad, una célula de circulación no es un símbolo del Estado.
Estremece, cómo no reconocerlo, la intransigencia de Haidar, su rotunda negativa a aceptar fórmulas transaccionales y su determinación a poner su vida en la balanza. Pero quienes han llegado a pronunciar la palabra «chantaje» deberían reflexionar sobre el minimalismo de su órdago. Haidar no pide ni la independencia del Sáhara, ni la puesta en libertad de ningún preso, ni cantidad alguna de dinero para aliviar la situación de su pueblo. Nada que implique violencia, que vulnere un derecho o suponga una merma para nadie. Exige, eso sí, que se le permita volver a su casa.
Estamos tan acostumbrados a claudicar sobre lo grande que nos cuesta entender este numantinismo en la reclamación de lo pequeño. Sin embargo, todo indica que en su conciencia moral, como le ocurrió a Rosa Parks, se ha activado ese resorte que de repente fija la frontera de lo irrenunciable para poder vivir con dignidad. Un partido como el que encabezan Zapatero, Blanco, Alonso o Leire, un Gobierno que incluye a personas como De la Vega, Sebastián, Trini o el rector Gabilondo -estarán todo lo errados que se quiera, pero de ninguno de ellos puede decirse que sea un mal bicho- no tiene más remedio que empeñarse en este envite hasta conseguir que Marruecos ceda y Aminatu vuelva. El llamamiento a que intervenga el Rey no es sino un anticipo del clamor que va a suscitarse en la sociedad española si dentro de unos días todo sigue igual.
¿Dejaréis morir a Rosa Parks? La fidelidad del paralelismo entre este episodio y el que sacó del anonimato a la ya mítica figura de referencia de la lucha por los derechos civiles puede ayudar a España a plantear el problema de forma clara e inequívoca. Bastará que lo entienda la opinión pública norteamericana para que las perspectivas cambien radicalmente, pero hay que dar la batalla sin ambages. Comprendo que a Zapatero le molesten las críticas a la debilidad de su política exterior, pero es el presidente Obama quien acaba de explicar que para alcanzar la paz no hay que tener miedo en pronunciar la palabra «guerra». Sobre todo cuando sólo se trataría de una guerra diplomática.

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