El “halconazo” visto desde Los Pinos
Jorge Carrillo Olea
Proceso 1815, 14 de agosto de 2011
Confirmatorios de la criminal decisión de Estado que condujo al aplastamiento de la pacífica marcha estudiantil del 10 de junio de 1971 en la Ciudad de México –pero sobre todo del conocimiento que el presidente Luis Echeverría tenía acerca de la existencia de los Halcones– son los datos que se revelan en el libro México en riesgo. Una visión personal sobre el Estado a la defensiva. Su autor, Jorge Carrillo Olea, fue jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor Presidencial entre 1970 y 1976, desde la que atestiguó las decisiones políticas,
militares y paramilitares que llevaron a consumar la matanza. Con la autorización de la editorial Grijalbo se reproducen aquí partes sustanciales del libro, que empezará a circular en los próximos días.
El dramático acontecimiento del 10 de junio de 1971 se manejó por canales irregulares de información y de toma de decisiones. A decir verdad, para mí lo que pasó aquel día fue enteramente oscuro. Por supuesto, en los sucesos participaron –aunque de muy distintas maneras– el presidente Luis Echeverría; el regente de la Ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, y el entonces coronel Manuel Díaz Escobar. Este último era el jefe del grupo Halcones, cuyos integrantes habían sido organizados y adiestrados (algunos incluso en Japón) con la autorización del presidente Díaz Ordaz, a propuesta del general Gutiérrez Oropeza, con el aparente objetivo de convertirlos en elementos de seguridad del Metro, que en ese tiempo empezaba a operar.
La circunstancia inmediata que precedió al halconazo fue un reclamo de estudiantes de la Universidad Autónoma de Nuevo León, quienes exigían paridad de representación hacia profesores y alumnos en el proyecto de ley orgánica de esa institución. En tal contexto, estudiantes de la Ciudad de México salieron a las calles en su apoyo. Los actos se multiplicaron durante semanas hasta que los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional convocaron a una marcha mayor desde el Casco de Santo Tomás hacia el Zócalo. Aunque era inofensiva, la movilización debió haberse disuadido desde antes. Aquellos eran tiempos de cero tolerancia, aunque esta expresión aún no se utilizaba. Los hechos ocurridos en las calles son de todos conocidos.
Alguna vez, en un viaje en autobús de Palacio Nacional a Los Pinos, escuché que el subsecretario Gutiérrez Barrios aseguró con firmeza: “No podemos dejar que nos tomen las calles”. Lenguaje nuevo para mí, extraño pero inquietante.
Aquel 10 de junio en el Estado Mayor todo estaba en calma. En la residencia oficial, el presidente Echeverría sostendría una reunión de trabajo con el titular de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade, y con distintos funcionarios de esa secretaría. No tenía conocimiento de más actividades o de la presencia de alguna otra persona ajena en Los Pinos.
Poco después de la comida establecí contacto con el teniente coronel Enrique Salgado Cordero (compañero en el Colegio Militar y en la Escuela Superior de Guerra) en la policía capitalina y le pedí que me notificara sobre la movilización estudiantil que se había anunciado. Yo tenía varios informantes: la SDN y los míos propios. Es regla de la búsqueda de información acudir a más de un medio. Mis reportes servían para corroborar los que comunicaba el general Gutiérrez Santos, director de Policía y Tránsito del Distrito Federal.
La afluencia de jóvenes se inició aproximadamente a las tres de la tarde; la marcha comenzó unas horas después y transcurrió como estaba programada. Se organizaron en las inmediaciones de la calle de Carpio y se dirigieron hacia San Cosme. Al iniciar su entrada en esa avenida los encontró un alto funcionario de la policía de la ciudad, quien con gran formalidad y respeto los conminó a abandonar su propósito, pero la recomendación fue rechazada.
En ese momento me anunciaron un dato que yo ignoraba: en la Alameda de Santa María, a escasas 10 calles del cine Cosmos, principal referencia de la marcha, se encontraban cinco autobuses con personas adentro. Los vehículos carecían de identificación. Lo anterior, que pasó inadvertido en el proyecto de operación de la policía, se lo informó con enojo el general Gutiérrez Santos al general Castañeda.
Cuando los estudiantes se negaron a atender la sugerencia de que desistieran de la marcha, los autobuses se desplazaron hacia el Circuito Interior y al llegar al cruce con San Cosme descendieron de ellos grupos de jóvenes de estatura mayor a la media y de características atléticas. Portaban una suerte de larga estaca.
Me apresuré a comunicarle lo que sucedía al general Castañeda, pero cuando llegué a su despacho me dijeron que había bajado a la residencia. Supuse que estaba con el presidente para informarle lo mismo y fui a buscarlo. Al llegar a unos metros de la entrada peatonal encontré al general ya de regreso con la expresión alterada. No pregunté nada. Espontáneamente me dijo: “Véngase, Jorge, hay problemas, adelántese y cíteme a Salvador, a Fuentes y a Alvarado”, se refería al comandante del Cuerpo de Guardias Presidenciales y a los jefes de las secciones tercera y cuarta, los responsables de operaciones y logística.
Dado que el cuartel general del Cuerpo de Guardias Presidenciales está a escasos metros de Los Pinos, el general Salvador Revueltas Olvera llegó de inmediato. Los jefes de las secciones se presentaron casi al mismo tiempo. Castañeda hizo una referencia a los hechos violentos que estaban ocurriendo y ordenó tajantemente al general Revueltas –un hombre muy impulsivo– que previniera al primer batallón y al de asalto, pero que no fuera a hacer nada sin una autorización expresa, asimismo pidió a los jefes de las secciones que mantuvieran en alerta a su personal.
Al regresar a mi oficina me notificaron los detalles de los hechos violentos y sus sangrientas consecuencias. Envié más informantes a la zona, el recorrido era cuestión de minutos. Más avezados que otros, dieron cuenta de ambulancias y una buena cantidad de lesionados que llevaron a la Cruz Verde. Dada la cercanía con San Cosme, a la mayoría de los heridos los trasladaron al hospital Rubén Leñero, a otros los condujeron a la Cruz Roja, en avenida Ejército Nacional. El número de heridos y de lesionados, todos civiles, fue estimado en varias decenas; por la dispersión de los hospitales a los que fueron remitidos y por los que evacuaron sus compañeros no se obtuvo una suma total.
En la parte inferior de Los Pinos continuaba la reunión del presidente con los funcionarios de la Secretaría de Recursos Hidráulicos. El general Castañeda bajaba de vez en vez para informar al mandatario. La reunión finalizó aproximadamente a las siete de la noche, y a la misma hora terminó el sangriento encuentro frente al cine Cosmos. Posteriormente, contrario a lo que era de esperarse, el presidente no tuvo ninguna actividad que requiriera la presencia de otras personas; debe haber hecho múltiples llamadas telefónicas pero no tuve conocimiento de ellas.
Varios días después me llamaron al despacho del general Castañeda. Ahí se encontraba el coronel Manuel Díaz Escobar en un estado de ánimo muy exaltado. El general me preguntó: “¿Tiene usted idea de dónde Escobar pudiera esconder a entre 800 y mil hombres?”. Me quedé pasmado, pensé que estaba bromeando. Pero poco a poco me di cuenta de que Castañeda estaba tirando de la lengua a Díaz Escobar. El coronel empezó a elucubrar con ideas absurdas, al grado de proponer los talleres del Metro como escondite de los Halcones, o que se impidiera el acceso a la Cuchilla del Tesoro, un predio al norte del aeropuerto que ocupaban sus Halcones en instalaciones ligeras. Del mismo modo propuso apartar algunos hangares del aeropuerto, tomar la Sala de Armas de la Magdalena Mixhuca o el Palacio de los Deportes.
Díaz Escobar se retiró después de pedir con nerviosismo el auxilio del Estado Mayor. Enseguida el general me ordenó presentarle un informe oficial detallado de lo que había sido testigo en esa reunión. Según me enteré más tarde, la solución final consistió en liquidarlos económicamente a gran velocidad: se les ofreció una buena cantidad de dinero y se fijó como requisito que abandonaran la ciudad de inmediato. El proceso se llevó a cabo durante los siguientes días y estuvo a cargo del DDF, instancia de la que dependían los Halcones.
Este acontecimiento tuvo el carácter trágico de toda manifestación pública que es objeto de un violento acto represivo. La noticia se difundió con rapidez en los medios internacionales y lógicamente la represión se vinculó con la matanza de Tlatelolco. Fue inevitable el efecto adverso que tuvo sobre los ingentes esfuerzos del presidente por recomponer la herencia que había recibido del gobierno anterior. Para el sexenio de Luis Echeverría, el 10 de junio de 1971 resultó el sello correlativo del 2 de octubre de 1968. De forma paradójica, tal marca de fuego la provocó un órgano creado por el mismo gobierno.
A fin de cuentas, la administración de Echeverría no se entendería sin algunos de sus logros más importantes, como la Zona Económica Exclusiva de mar —equivalente a casi 3 millones de kilómetros cuadrados—, el Infonavit y tantos otros. Sin embargo, el halconazo, que ocurrió a tan sólo seis meses de haberse iniciado su mandato, es por lo que se le recordará históricamente. Como gusta decirse ahora, se trató de un acoso por fuego amigo.
A Calderón le hace falta liderazgo, Extracto del libro México en riesgo. Una visión personal sobre el Estado a la defensiva. (La cabeza general y la cabeza intermedia son de la Redacción.)
Jorge Carrillo Olea
Proceso 1815, 14 de agosto de 2011
La perplejidad no deja de ser la constante para la sociedad mexicana y para una buena parte de la opinión internacional: México está sumido en un caos. De manera creciente, a partir del 11 de enero de 2006, el país, sus instituciones y su pueblo se han hundido en una situación inimaginable de violencia.
Sin duda, el titular del Ejecutivo nunca valoró la debilidad de las instituciones para hacer prevalecer la ley, ni la capacidad del crimen organizado para multiplicar sus fortalezas.
A través de la plataforma WikiLeaks, se filtró una confesión que Felipe Calderón le hizo a José María Aznar acerca del “cálculo erróneo sobre la profundidad y amplitud de la corrupción en México”. Dado que la publicación de WikiLeaks revelaba un reporte del ex presidente español a la embajada estadunidense en Madrid, el caso sólo dio lugar a la exhibición de Aznar como un traidor y contumaz colaborador de Estados Unidos.
En la actualidad la sociedad mexicana está tan acostumbrada a los oprobios que el escándalo no tuvo mayores consecuencias. Sin embargo, el hecho sí llevó a analizar con mayor detenimiento las políticas básicas de Calderón.
Por lo que pudo verse, la motivación inicial de su estrategia de seguridad consistió en dar un golpe de fuerza autoritaria que evidenciara la dureza de su presidencia, pero incurrió en errores y omisiones.
Por principio de cuentas, no formuló ningún cálculo de probabilidades para su guerra. Sus policías propiamente no existen y sus Fuerzas Armadas están diseñadas para otras circunstancias. El grupo de asesores que discutió con él su proyecto lo hizo sin el menor conocimiento de lo que podría desatarse. Sin sustento alguno, le aseguraron que “en dos años el narco sería eliminado”.
Debe recordarse que algunos días antes del anuncio de la declaratoria de guerra, cuando Calderón informó a su gabinete de seguridad las acciones que se llevarían a cabo, ninguno de sus colaboradores elevó la voz para plantear alguna duda sobre su supuesta eficacia y sobre el terrible riesgo en que se pondría al país. Por falta de conocimiento y experiencia, el presidente no ha podido hacer cooperar ni concertar a sus fuerzas.
Su falta de liderazgo en la coordinación ha generado fricciones reprobables entre su equipo. Por lo demás, ante las graves deficiencias de sus recursos de inteligencia, aprobó la participación de representantes de la comunidad de inteligencia estadunidense, tanto en las actividades de planeación como en las operativas. Muy probablemente, una de las razones de tanto desacierto sea la renuencia de Calderón a acreditar el valor de la cooperación, la coordinación y el trabajo en grupo.
De manera absurda, expresó esta convicción en el seno mismo del Consejo de Seguridad Nacional (CSN). La consecuencia lógica, por él aceptada como una forma de operar, es que cada una de las instituciones marche por su lado. Cuando Calderón señala, por medio del portavoz del CSN, Alejandro Poiré, que una de las bases donde el narcotráfico ha encontrado la mayor complicidad e impunidad es en los estados y municipios, habla como si él no fuera el presidente de una República, sino sólo el encargado de una superestructura ajena a las partes que la componen.
El crimen organizado, en su vertiente de narcotráfico, se ha propagado casi en todo el territorio y también ha dado lugar al crecimiento de una criminalidad de orden común que lastima a la sociedad con el robo de autos, a transeúntes o domiciliario, las violaciones y los secuestros.
La penetración del delito en la sociedad es mucho más profunda de lo que se cree, e incluso los segmentos más alejados teóricamente del fenómeno, como podrían ser las iglesias y las organizaciones educativas, dan muestras de contaminación.
Por otro lado, se cree que la asociación entre delito y gobierno ocurre sólo en el ámbito policiaco, pero la verdad es otra. Aunque existen servidores públicos honestos, la corrupción es rampante también en los poderes judiciales: ministerios públicos, peritos, jueces y magistrados.
Cuántas campañas políticas han sido y están siendo financiadas por los campeones del delito, cuántos servidores públicos se han enriquecido repentinamente a la vista de todos. Además basta con revisar los expedientes del pasado inmediato para ver con pesar que las Fuerzas Armadas no son la excepción, como tampoco lo son el ámbito deportivo, el comercio o los grandes inversionistas extranjeros.
En todo lo anterior hay razones suficientes para estremecerse. Vivimos en un Estado acosado por el delito, la impunidad, la corrupción y la inacción social a pesar de las ya muchas marchas que estamos presenciando.
El Ejército, a los cuarteles
Existen antecedentes en los países desarrollados de la participación de sus ejércitos en conflictos internos y sus lamentables consecuencias. Cuando sus gobiernos advirtieron esto, inmediatamente se produjo la desmilitarización, lo que implicó que se separara a la policía y al ejército o que se creara un cuerpo policial que se encargara de los conflictos internos. Ellos han eliminado ese factor de irritación que era el servicio militar obligatorio; nosotros lo sostenemos, sin razón alguna, como emblema de vergüenza.
Ahora mismo en varios países existen importantes amenazas de naturaleza no militar: migraciones masivas, desplazamientos y asentamientos de refugiados, integrismos religiosos, violaciones de los derechos humanos, atentados contra el medio ambiente. Ante eso… la regla a nivel mundial ha sido preservar a las Fuerzas Armadas de intervenir en ellas todo lo posible. En su sustitución se han activado programas muy exitosos de desarrollo de variados cuerpos policiacos, así como de organización social, como son los programas de protección civil.
En efecto, las Fuerzas Armadas no pueden seguir desempeñando funciones policiacas. Todo lo contrario, no sólo debe retirárseles, sino también reivindicárseles. Dar un paso adelante, por muchos años demorado, para al fin optar por una institución moderna, eficiente y respetable.
La transformación, que puede requerir mucho tiempo, pero sobre todo la concientización hacia el interior, es un deber del presidente de la República pero que debe ser especificado por las propias Fuerzas Armadas. l
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