25 jul 2014

Una educación para competir

Una educación para competir/José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado. 
Publicado en ABC | 24 de julio de 2014
Todas las personas disfrutan de alguna competencia: razonamiento rápido, habilidad manual, constancia, serenidad ante la adversidad…, y cuando coinciden en intentar lograr algo, compiten aun sin advertirlo. Se lucha por una donación de hígado, por un puesto de funcionario, los políticos lo hacen por unos votos, y los mendigos, por una esquina; incluso los que abominan de competir se pegan por un Oscar o un Goya. La competitividad es una reacción de supervivencia. Los niños, sea cual sea su procedencia, son competitivos, y ese instinto hay que orientarlo hacia lo práctico. Educar viene de «educere», conducir hacia el exterior. Al hacerlo, se exponen a la responsabilidad, al riesgo, al examen oral. El joven, así, razona y relativiza, y con el tiempo se desenvuelve mejor con seleccionadores, jefes, clientes y compañeros. Sin pensarlo, se hace más competitivo.
La competitividad es fruto del acoplamiento exitoso de objetivos personales y de las capacidades individuales que los alientan. Por eso, la educación ha de priorizar el descubrir competencias por encima de acumular conocimientos; más importantes son estos que la información, y más la información que la erudición. La buena educación –y en España la hay– sigue ese orden; la mala, y en España abunda, se perfila en dirección contraria. Cuando competimos nos educamos hacia un fin, y los conocimientos y la información ayudan como complementos necesarios.

El capital competitivo de cada uno radica en la riqueza de sus experiencias: uno es los países que visita, los know how que domina, las puertas frías a las que llama, la gente de calidad a la que escucha, los libros que lee y los «palos» de los que aprende. En una vida preestablecida, quizá no haya razones poderosas para competir; por el contrario, cuando el nacimiento nos condiciona, romper con esa servidumbre es un papel que se reserva a la educación, y que nadie como uno mismo, con un maestro, puede lograr. No hay sociedad que pueda crear prosperidad y puestos de trabajo sin gente competitiva.
Nunca me preocuparon los informes PISA, de tan tremenda actualidad con el último informe de la OCDE. Son un indicio cierto en un escenario estrecho. Más fáciles de comparar que de extrapolar; desmentidos en la práctica por la sociedad acaso más preparada de nuestra historia, y rebatidos por las constantes demandas de personal español cualificado por parte de los países más avanzados. Nuestro problema no es PISA, nuestro problema es el «abandono escolar». La desidia agobia al joven cuando no ve horizontes en los estudios. Los americanos también obtienen malas calificaciones en PISA, pero no les afecta demasiado, están en otra cosa: son competitivos y encuentran horizontes.
Hace muchos años, fui a un colegio de Estados Unidos a quejarme de que a mis hijos, con cinco años, no les enseñaban ni a leer ni a sumar. Una profesora me contestó: «Ya aprenderán, ahora deben concentrarse en lo esencial: puntualidad, iniciativa, saber vestirse solos…». Cada competencia, me explicó, tenía un pequeño protocolo de adiestramiento embridado en quehaceres cotidianos. Como no me veía convencido, me remató: «No se preocupe, que los premios Nobel saldrán de aquí». La educación anglosajona temprana lo es más de competencias que de conocimientos: las batallas o los logaritmos se olvidan, ni que decir tiene lo que acabamos de buscar en internet, pero el que de joven aprende a medir riesgos, a trabajar en equipo, a imaginar con creatividad o a hacerse bien la cama, lo recordará de por vida.
En su sentido más convencional de educación de conocimientos, la formación de Valentín Fuster o de Penélope Cruz poco han tenido en común. Pero, sin embargo, han coincidido en un par de cosas: A) Salieron a buscar su éxito y se «expusieron» a no tenerlo. En sus intentos, un profesor invisible los educó, quizá en parte fueron ellos mismos. En el siglo pasado, María Montessori decía que «el niño puede autoenseñarse». Y B) Tuvieron, por razones que desconozco, ansias de aprender y de llegar. Los dos compartieron ese afán de logro, que es el objetivo de excelencia en la instrucción que necesitamos.
No creo en la educación de élite, por buena que sea la universidad, si no la persigue el alumno. Él es el que debe llegar a la conclusión de que, si la educación es al principio cosa de «varios» –padres, maestros, amigos…–, la formación es solo cosa suya. Si conseguimos transmitir esa realidad, habremos logrado el mayor progreso que quepa esperar de los españoles en los próximos años.
Queda por definir cómo arbitrar que el joven incorpore esas ganas inaguantables de aprender. La clave –y creo que José Ignacio Wert la conoce– podría ser un reajuste de recursos y de mentalidad en el telón de fondo de nuestra enseñanza. Dicen los profesores que cerca de un treinta por ciento de su tiempo en las aulas lo ocupan en poner orden. La explicación tradicional es falta de autoridad, pero una mínima fracción del tiempo que asignan a esa labor la podrían dedicar a atender a los alumnos de manera individualizada.
Contaba Peter Clark, biógrafo de Keyness, que todos sus estudios de economía se concretaron en ocho semanas de clases, con una hora semanal de supervisión: «Fue la única enseñanza lectiva que recibió en su vida de economía». Keyness, sin embargo, entendió en aquellas pocas horas de tutelaje que un economista competente –camino que le sugerían– no tenía por qué ser un graduado en economía al uso, que nunca lo fue, y que debía ser «matemático, funcionario, historiador y filósofo», armazón que le haría más completo y que le convertiría en uno de los mayores economistas de la historia. Pues bien, en diez horas personalizadas por alumno y curso se puede trasladar mejor educación, como vemos, que la que impartimos en el aula el resto del año, para que una persona realimente de manera autodidacta su formación permanente, vea horizontes y genere ilusión. Algo que no detecta el informe PISA.
Sí, es un escándalo y un reto. Tal vez la Universidad o la formación profesional deberían introducir en su ámbito docente más coaching o tutorías de desarrollos personales, cuya enseñanza clave fuera convencer de que «mi vida dependerá de mi entusiasmo por aprender y de mi deseo de ser competitivo». Pero, para eso en concreto, precisaríamos también profesores y maestros especializados dedicados a la orientación y el consejo como tuvo Keyness.
Hay una educación para aprobar exámenes –los títulos son imprescindibles–, y los países –y algunas comunidades españolas– triunfadores en PISA parece que la dominan. Otra, focalizada en trasladar conocimientos, que es la más frecuente y que sin duda seguirá siendo el grueso de nuestra pedagogía. Y una tercera, diseñada para competir y lograr objetivos. Las tres son necesarias, pero con el tiempo –espero que pronto– llegaremos a aceptar que la última es la decisiva.


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