12 sept 2015

El sueño soviético de Vladímir Putin

El sueño soviético de Vladímir Putin/Shlomo Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy. 
Traducción: Esteban Flamini
Project Syndicate |2 de septiembre de 2015.
El reciente acuerdo nuclear alcanzado por seis grandes potencias mundiales e Irán fue un triunfo del multilateralismo. Si esas mismas potencias (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y Alemania) mostraran la misma voluntad de trabajar juntas para resolver otras disputas, el mundo podría entrar a una nueva era de cooperación y estabilidad.
Por desgracia, esa posibilidad parece lejana. Hoy, órdenes regionales de larga data se encuentran amenazados por una variedad de situaciones de competencia y conflicto (desde las actividades chinas en el mar meridional de China hasta el avance continuo de Estado Islámico en Medio Oriente). Pero el conflicto más decisivo (aquel cuya solución influiría sobre todos los demás) probablemente esté en Ucrania, país que se ha vuelto fundamental para las ambiciones expansionistas del presidente ruso, Vladímir Putin.

La anexión unilateral de Crimea y el apoyo ruso a los separatistas del este de Ucrania fracturaron las relaciones de Moscú con Occidente; y Putin ha recreado intencionalmente una atmósfera de Guerra Fría con su prédica de los “valores conservadores” rusos como contrapeso ideológico al orden mundial liberal guiado por Estados Unidos. Sin embargo, hay muchas cuestiones clave (la matanza en Siria, el combate a Estado Islámico, la no proliferación nuclear y la superposición de intereses y reclamos en el Ártico) que no se podrán resolver sin la participación de Rusia.
Por eso, sin importar cuán difícil sea para las potencias occidentales, algunas medidas para tranquilizar al Kremlin son inevitables. Estados Unidos debería mostrarse más comprensivo de las susceptibilidades de Rusia (importante potencia y gran civilización), y es preciso atender a sus legítimos intereses de seguridad en sus fronteras con países de la OTAN; en particular, que Ucrania no se integre a una alianza militar rival. Un aval del parlamento ucraniano (a pesar de la intensa oposición internacional) a una solución cuyo primer proponente fue Putin, a saber, autonomía para las regiones separatistas prorrusas, es exactamente el tipo de concesión que se necesita para restaurar la paz.
Pero en definitiva, la que debe cambiar de actitud es Rusia. Promover la nostalgia de la condición de “gran potencia” de la Unión Soviética en tiempos de la Guerra Fría no permite ver las enseñanzas que dejó aquella época. La Unión Soviética era un imperio insostenible; si no pudo sobrevivir en una época signada por el aislamiento y la bipolaridad, menos podrá ser recreado en el sistema global multipolar e interconectado de hoy.
Rusia ya no está en condiciones de confrontar con Occidente: su economía languidece, y carece de alianzas sólidas capaces de contrarrestar el poder de Estados Unidos. Putin confía en que Rusia y sus socios del grupo BRICS (Brasil, India, China y Sudáfrica) se conviertan en los “futuros líderes del mundo y de la economía mundial”, según se expresó en julio durante el cierre de las cumbres de los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghai.
Pero lo cierto es que los BRICS y la OCS están lejos de ser un bloque cohesionado que pueda aislar a Rusia de las consecuencias de su conducta en Ucrania. Los desacuerdos de los varios integrantes de estos grupos con Occidente no pueden ocultar las diferencias de valores e intereses estratégicos que tienen entre sí.
Lo mismo vale para la relación bilateral de Rusia con China, que se basa sobre todo en la dependencia china de las fuentes de energía rusas, en el apoyo de ambos países al concepto de “esferas de influencia” como fundamento de un orden mundial alternativo y en sus ejercicios navales conjuntos en el Mar Negro. Pero ambos países tienen un conflicto de intereses en Asia Central, donde China está invirtiendo intensamente para extender su influencia hacia países que Rusia denomina su “extranjero próximo”. Cuando el año pasado Putin cuestionó la independencia de Kazajistán, China se apresuró a apoyar la soberanía kazaja. Otra fuente de preocupación para el Kremlin es la posibilidad de una intrusión china en los despoblados confines del extremo oriental de Rusia, región que en opinión de China le fue robada, como Hong Kong y Taiwán, durante el “siglo de humillación”.
Además, la economía china depende de que no se corte su acceso a los mercados occidentales (especialmente, Estados Unidos). En momentos en que la desaceleración económica genera incertidumbre en China, Beijing no puede darse el lujo de provocar tensiones con Estados Unidos por nada que no tenga que ver con sus intereses directos, por ejemplo los reclamos territoriales en el mar de China meridional.
Pero a pesar de la debilidad de sus alianzas, Putin parece impertérrito. Además de alardear con su arsenal nuclear, el gobierno ruso anunció hace poco una nueva doctrina naval que trae ominosos recuerdos del desafío marítimo de Alemania a Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial. Si no se encuentra una salida diplomática, Putin podría mantener ese rumbo y llevar a su país aún más cerca de un conflicto abierto con la OTAN.
Aun sin tal conflicto, los intentos de Putin de restaurar la influencia rusa en toda Eurasia (por los medios que sea, a juzgar por sus acciones en Ucrania) serán sumamente dañinos. No es extraño entonces que Kazajistán y Bielorrusia estén tan preocupados por el expansionismo ruso como Ucrania.
Putin descartó el concepto, del expresidente Dmitri Medvedev, de “asociación para la modernización” con Occidente. Pero Rusia no logrará modernizarse mediante una unión aduanera euroasiática con exintegrantes de la Unión Soviética y otros países, ni tampoco tratando de convertir la industria militar en motor de industrialización. Tal era, en esencia, el modelo soviético, que ya fracasó una vez y volverá a fracasar.
Si Putin realmente quiere diversificar y fortalecer una economía dependiente de los commodities, y así mejorar la vida de su pueblo, deberá atraer tecnologías avanzadas e inversiones extranjeras, especialmente de Occidente. Eso implica encarar reformas democráticas, regenerar las instituciones y renovar lazos diplomáticos con Occidente.
Rusia no está en condiciones de crear un sistema internacional alternativo; pero si Putin insiste con su política exterior obsoleta y divisiva, puede debilitar el que ya existe. Eso no sería bueno para nadie, en momentos en que el mundo enfrenta tantos retos desestabilizantes.
Occidente debe esforzarse por tranquilizar a Rusia en relación con cuestiones estratégicas centrales, como la expansión de la OTAN. Pero eso no ayudará a Putin a resolver el origen de la debilidad rusa: la falta de capacidad o voluntad de su presidente para reconocer que la Unión Soviética fue un fracaso.

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