2 ene 2018

Luis Cernuda (1902-1963)

Luis Cernuda (1902-1963)/ Carlos Monsiváis Eduardo Vázquez Martín Juan Malpartida 
Revista Letras Libres, 30 abril 2002
I. "Un poema, afirmó Cernuda, es casi siempre un fantasma." No en su caso. A quince años de su muerte, su obra sigue actuando poderosamente entre críticos y lectores, tan contemporánea como irreductible a la moda, expresión de una perfecta alianza de maestría técnica y sinceridad poética y personal. Desde los poemas, Cernuda se defendió, se explicó, actuó sus emociones y maldijo, con apasionada sequedad, a sus imposibilidades. Desde su marginalidad, resguardó a su obra y fue fiel a una intensidad que unificó y fundió vida, poesía y proceso cultural. En él todo es autobiografía y, al mismo tiempo, todo es literatura: un poema extiende y subraya —sin regateo ni autocomplacencia— la experiencia personal, y su visión tajante de las relaciones humanas parte de una poética de la desolación.

     Una biografía vasta y reducida a la vez: libros, amores efímeros, escasas amistades literarias, clase de literatura. En Sevilla, su ciudad natal, es discípulo de Pedro Salinas: "Apenas hubiera podido yo, en cuanto poeta, sin su ayuda, haber encontrado mi camino." El aprendizaje literario es sucesión de predilecciones entrañables: el amor a la tradición que vivifica el contacto de la novedad: "Tradición... no conozco palabra tan hermosa como ésta"; el estudio de los clásicos españoles: Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón: "Si me preguntara quién es para mí el primer escritor español, yo respondería Góngora"; la frecuentación de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé; el descubrimiento y la exploración de la poesía inglesa, de Blake a Browning a Eliot: "No me buscarías si no me hubieras encontrado". Una lectura definitiva: André Gide. "Los extremos me tocan", dice Gide, y Cernuda, guiado por esta "embriaguez lúcida", se reconcilia consigo mismo, con una naturaleza profunda hecha de la verdad de su amor verdadero y del desprecio por cualquier hipocresía, sexual o literaria o política.

     En 1924, Cernuda llega a Madrid y participa del impulso de la generación del 25 o el 27: García Lorca, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Emilio Prados, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre. Comparten el cultivo especial de la metáfora, la reacción contra el esteticismo (modernismo) y un entusiasmo lírico que, en Cernuda, conducirá según Pedro Salinas al "cernido más fino, el último posible grado de reducción a su pura esencia del lirismo poético español". Su primer libro, Perfil del aire (1927), muestra, dice Lorca, una "efusividad lírica gemela de Bécquer". (Con sus diferencias: Cernuda llama imaginación y lógica poética a lo que en Bécquer fueron inspiración y razón.) Perfil del aire es recibido de modo hostil o frío, lo que Cernuda resentirá hasta el final.
     "Anacronismo y contemporaneidad", señala Jaime Gil de Biedma, son los polos dialécticos de Cernuda, quien, en una misma etapa, escribe influido por Garcilaso, Rimbaud y Reverdy. En 1929 termina Un río, un amor. En 1931 inicia Los placeres prohibidos, que integrará en La realidad y el deseo (1936). Al estallar la Guerra Civil sale de España y da clases de literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, Mount Holyoke y México, donde se enamora, donde reúne casi toda su poesía en La realidad y el deseo (1958) y donde permanece desde 1952 hasta su muerte. El exilio le resulta un orbe circular de trabajos oscuros, soledad, existencia vicaria, estado ilusorio que no es ni vigilia ni sueño: "La conciencia de ese vivir es que nada se interpone entre nosotros y la muerte: desnudo el horizonte vital, nada percibía delante sino la muerte. Afortunadamente, el amor me salvó, como otras veces, con su ocupación absorbente y tiránica, de tal situación."
           II
     El amor, iluminación privilegiada del ser humano, lo que se opone y define al mundo. Para Cernuda, la capacidad de enamorarse es raíz estética que le permite al poeta, "aun en las peores horas, cuando todo parece confabularse contra él, que siempre le quede, cuando menos, la embriaguez dramática de la derrota". Por eso él califica —con satisfacción apenas disimulada— de "excesiva hasta el ridículo" su capacidad de apasionarse y por eso, en su exaltación lírica, la mezcla de orgullo y melancolía, de contentamiento y desesperanza. Todo es pasajero y contemplar la vida es "asistir a una desagradable comedia policiaca".
     Para Cernuda el amor es plena y exclusivamente homosexual. A partir de Los placeres prohibidos, Cernuda renuncia a cualquier subterfugio y desafía a un medio, la España de los treinta, en donde asumirse como homosexual, fuera o dentro del poema, es un suicidio social. Sin tregua, Cernuda lucha por los derechos civiles de una minoría con el método más sencillo: ejercerlos ampliamente. Al no ocultar ni causa ni predilecciones es aplicable lo que él mismo, a propósito de Corydon, dice de la obra de Gide: "Descansando en su propia vida, teniendo como materia principal la sustancia misma de que se nutre ésta, requería tal rara sinceridad, venciendo pudor o complacencia, si dicha obra había de ser entendida en toda su singular individualidad compleja".
     En el poema "Diré cómo nacisteis" se transparenta la utopía subversiva de Cernuda, su creencia en el poder formidable del placer prohibido: "Su fulgor puede destruir vuestro mundo".
     A Cernuda, su homosexualidad le sirve de punto de partida de una ética y de una estética. La ética se inspira en una idea: "Carácter (o sea elección sexual) es destino", y de allí se desprenden tanto personajes poéticos como conducta personal: "Así, frente a la turbamulta que se precipita a recoger los dones del mundo, ventajas, fortuna, posición, me quedé siempre a un lado, no para esperar, como decía mi hermana, a que acabaran, porque sé que nunca acaban o si acaban, que nada dejan, sino por respeto a la dignidad del hombre y por necesidad de mantenerla." A su vez, la estética nace de la contemplación de un cuerpo joven (lo que puede ser también ética de la sinceridad: hay que revelar públicamente los deseos para despojarlos de cualquier sordidez). Para Stendhal la hermosura es promesa de dicha; según Cernuda, la poesía se nutre y le da permanencia a la belleza efímera: "La hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder o encanto a todo lo antepongo." (De allí la dedicatoria de La realidad y el deseo: "A Mon Seul Désir".) Pero tal estética desemboca en una limitación personal. Desde muy joven, Cernuda, a fuerza de adorar a los objetos de su deseo, se sitúa en el filo de la navaja entre la lucidez y la autocompasión. Al principio, es la cauda de símbolos clásicos: el marinero, el cuerpo joven recortado sobre la playa, el pastorcito. Después Cernuda se abandona al tono patético de la vejez que es, en sí misma, degradación:
      
     Mano de viejo mancha
     El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
     Con solitaria dignidad el viejo debe
     Pasar de largo junto a la tentación tardía.
      
     III
     Según Gil de Biedma, Cernuda define su identidad en relación a dos hechos: su condición de poeta y su condición de homosexual. Él se siente siervo de la poesía, alguien tan fatalmente destinado a ese ámbito que no espera más recompensas ajenas a su trabajo:
      
     Gracias por la rosa del mundo.
     Para el poeta hallarla es lo bastante,
     E inútil el renombre u olvido de su obra,
     Cuando en ella un momento se unifican,
     Tal uno son amante, amor y amado,
     Los tres complementarios luego y antes dispersos:
     El deseo la rosa y la mirada.
      
     Los libros se suceden: Donde habita el olvido (1932-1933), Invocaciones (1934-1935), Las nubes (1937-1940), Como quien espera el alba (1941-1944), Vivir sin estar viviendo (1944-1949), Con las horas contadas (1950-1956) y Desolación de la Quimera (1956-1962). En su obra se nota una progresión, no de perfección ni de madurez del personaje (y eso lo probará la edición de La realidad y el deseo que engloba a todos sus libros), sino de sinceridad decantada, la sinceridad como el extremo en que se concilian dudas y seguridades. De allí la extrema importancia de Desolación de la Quimera, resumen eficaz de la obra donde Cernuda elude su devoción incondicional por la imagen y se dedica a contar lisa y llanamente su odio a España y a sus paisanos, sus obsesiones, sus querellas, su amor desafiante y verdadero. - — 1979
     — Carlos Monsiváis 
     Carlos Monsiváis es uno de los autores más relevantes del panorama literario mexicano, con libros emblemáticos como A ustedes les consta, Escenas de pudor y liviandad y Aires de familia, que mereció el premio Anagrama de ensayo. Esta lectura fue incluida por James Valender en Luis Cernuda ante la crítica mexicana, libro del que el FCE prepara una reedición para España.

El destierro de Luis Cernuda
     Dos fuerzas convocaron la escritura de los poetas españoles exiliados en México: el imán de la tragedia de España y el descubrimiento de un país que prácticamente ninguno de ellos conocía de antes, y cuya complejidad cultural los sedujo a casi todos. Esta experiencia está presente en la poesía de Pedro Garfias, Agustín Bartra, León Felipe o José Moreno Villa, pero en la de Luis Cernuda cobra un sesgo singular. La pasión por España y la melancolía que desata su pérdida tras una contienda brutal es compartida de muy otro modo por el autor de La realidad y el deseo. Las elecciones íntimas y poéticas del sevillano lo habían colocado, desde hacía mucho tiempo, en el destierro: aun antes de la guerra, Cernuda vive su propio exilio.
     La marginalidad de Cernuda es consecuencia de su condición homosexual y su vocación por la soledad; a partir del momento en que dice cómo nacen los placeres prohibidos, "Como nace el deseo sobre torres de espanto,/ Amenazadores barrotes, hiel descolorida", Cernuda renuncia a la vida pública y busca el abrazo de la soledad, busca el soliloquio del farero:
      
     Tú, verdad solitaria,
     Transparente pasión, mi soledad de siempre,
     Eres inmenso abrazo;
     El sol, el mar,
     La oscuridad, la estepa,
     El hombre y su deseo,
     La airada muchedumbre,
     ¿Qué son sino tú misma?
      Por ti, mi soledad, los busqué un día;
     En ti, mi soledad, los amo ahora.
      
     En unas cortas líneas enviadas a Gerardo Diego para la edición de 1959 de su antología de Poesía española contemporánea, Cernuda escribe: "No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperar algo, solo sería morir allá donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece a los hombres." Su mirada crítica, su desencanto por la condición humana, es tajante: "La detesto como detesto todo lo que a ella pertenece: mis amigos, mi familia, mi país."
     Cuando Luis Cernuda opta por decir la naturaleza de sus deseos y reconocer la realidad prohibitiva que los persigue y confina, desde el momento en que el poeta reconoce la circunstancia cruel que le impone el mundo social, su poesía fecha el enfrentamiento irreconciliable de la realidad con el deseo.
     Cernuda no quiso enfrentar la realidad con la ficción ni con la fe. Juan García Ponce escribe en "El camino del poeta" que Cernuda "quiso que el conjunto de sus poemas configurara una suerte de biografía espiritual que corresponde por completo a la biografía temporal del poeta, buscó que la vida del hombre se reflejara de una manera directa y total en la vida del poeta". En esta apreciación, García Ponce coincide con Jaime Gil de Biedma, que lo dice con estas palabras: "[...] para Cernuda el sentido de su poesía y la historia de su concreta experiencia personal son una y la misma cosa. La realidad y el deseo es una íntima reflexión sobre la existencia moral e intelectual de Luis Cernuda y, en segunda instancia, una meditación sobre la vida".
     Esta "íntima reflexión" tiene que ver con un voto por la soledad y por la poesía: la poesía como la forma de estar solo, pensaría Fernando Pessoa. Desde la soledad, Cernuda conversa consigo sobre la condición trágica del poeta: "Un poeta es aquel —escribe Octavio Paz— que tiene la conciencia de su fatalidad, [...] aquel que escribe porque no tiene más remedio que hacerlo —y lo sabe". Cernuda supo muy pronto que su amor lo aislaba y que su destino poético lo encerraba en sí mismo, lo entregaba a los brazos de la soledad y lo dejaba solo frente a los otros. "¿Pero quiénes son los otros? —se pregunta Paz en su ensayo sobre Cernuda incluido en Cuadrivio. Los otros son el mundo —y el mundo es propiedad de los otros. En ese mundo se persigue con la misma saña a los amantes heterosexuales, al revolucionario, al negro, al proletario, al burgués expropiado, al poeta solitario, al mendigo, al excéntrico y al santo. Los otros persiguen a todos y a nadie. Son todos y nadie. La salud pública es la enfermedad colectiva santificada por la fuerza".
     Es el lúcido enfrentamiento con los otros lo que libera al poeta de los valores convencionales y le permite darle voz al espíritu del rebelde, del irreductible que no negocia su decir con nadie porque lo que busca no es la gloria ni el poder sino la libertad en la palabra, su voz frente a la soledad y la derrota, frente a la muerte:
      
     El honor de vivir con honor gloriosamente,
     El patriotismo hacia la patria sin nombre,
     El sacrificio, el deber de labios amarillos,
     No valen un hierro devorando
     Poco a poco algún cuerpo triste a causa de ellos mismos.
           Abajo pues la virtud, el orden, la miseria;
     Abajo todo, excepto la derrota,
     Derrota hasta los dientes, hasta ese espacio helado
     De una cabeza abierta en dos a través de soledades,
     Sabiendo nada más que vivir es estar a solas con la muerte.
      
     A Luis Cernuda se le incluye en una república poética conocida como la Generación del 27, pero la verdad es que ahí también permaneció al margen. El poeta puso en duda la revolución modernista desatada por Darío, uno de los paradigmas de sus contemporáneos, y aseguró que con la generación de 1898 la poesía española ensayó su propia exuberancia vitalista, su propia respuesta al oscurantismo nativo, su propia aventura polimétrica y polifónica, pero acaso con menos excesos exóticos, más del gusto directo y contenido del poeta sevillano. Cierta sencillez define a Cernuda, menos celebración de las potencias naturales del lenguaje, cierto rigor escéptico ante los "falsos silogismos de colores" (para traer aquí el recuerdo de un verso de Sor Juana). Cernuda fue crítico con la pasión metafórica, imaginativa y de fina sensibilidad popular que contagió a los autores de su generación, aquellos que escribieron el Romancero gitano y Marinero en tierra.
     La poesía de Cernuda no está sostenida en un andamiaje formal que presuma la feliz ingeniería de su forja, sino en la reflexión de un hombre sin esperanza sobre sus circunstancias. La mirada del poeta sobre los asuntos que le preocupan (el amor, el deseo, la naturaleza muchas veces idiota de la sociedad y la historia, la relación de todo esto con la experiencia poética, la posición del hombre frente al bien y el mal, frente a la belleza y la bestialidad, frente a la ética), toma en La realidad y el deseo una forma expresiva nítida, transparente, llana, como si se tratara de una conversación entre viejos cómplices (y semejantes, diría Baudelaire).
     Esta poesía es posible gracias a una elegancia austera y efectiva, que hace evidente lo que afirma, pero que en su discreta herrería muestra un melancólico abandono a la belleza.
     El rendirle homenaje a Luis de Góngora fue una definición poética central para muchos de los poetas de la generación del 27. En el gran poeta barroco, García Lorca y Alberti encontraron el aire que les llevó a conocer su propia voz, los grandes jardines verbales del cordobés fueron el parque donde aprendieron a jugar con las palabras. La otra presencia que imantó poderosamente la atención y el gusto de la poesía de aquellos años fue Darío, a quien Gerardo Diego tomó como punto de partida para definir el territorio de lo que consideraba "contemporáneo": ese espacio del lenguaje que inaugura "la esplendorosa renovación de las esencias y modos poéticos". Góngora y Darío fueron los referentes necesarios para una generación refractaria al gusto clerical y castellano, sinónimo de una hispanidad solemne y sentimental, cuando no parda e intolerante.
     Dialogar con Darío era también reivindicar un paisanaje de la lengua que no requería del orden colonial para formalizar los lazos familiares y afectivos de la poesía española con Hispanoamérica. Fue una forma de reconciliación poética, el momento definitivo en que los poetas de España reconocían que la lengua española no era nada más española; años después de la independencia de Cuba, ya reducidos a sus fronteras peninsulares donde otras contradicciones se gestaban, los poetas construyeron a través del diálogo poético nuevos y generosos vínculos con América.
     De estas coordenadas liberadoras (hacia atrás con Góngora y hacia el Atlántico con Darío) también se excluyó, por lo menos en parte, Luis Cernuda. Aunque su admiración por Góngora sea manifiesta y fundamentada, se trata de la lectura de un poeta inteligente apreciando la obra magnífica de otro, sin que por eso exista parentesco formal alguno (evidente en Alberti, por ejemplo). Por otro lado su crítica a Darío, o al lugar adscrito a Darío por sus contemporáneos, lo enfrenta, de muchas maneras, con el consenso de su tiempo. El temperamento poético de Cernuda lo acerca más a la poesía francesa y después a la inglesa, y en el territorio de la poesía española es evidente que prefería desde luego a Antonio Machado o a Gustavo Adolfo Bécquer, de quien toma el título de su quinto libro, Donde habite el olvido.
     Cernuda cree en la fuerza reveladora de las palabras, pero no le interesan los malabares del ornamento, las tablas gimnásticas sobre el verso. Su lucidez desencantada precisa de un lenguaje más directo, quizá porque entre sus lectores está la muerte:
      
     Donde habite el olvido,
     En los vastos jardines sin aurora;
     Donde yo sólo sea
     Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
     Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
      
     La poesía de Luis Cernuda fue un campo de confrontación con el oropel y el artificio, un territorio para ensayar su temple de hombre que enfrenta con dignidad y decoro el sentido adverso de la realidad y el encuentro inevitable con la muerte: eso es lo real que su deseo no niega ni olvida, pero ante el cual tampoco se rinde, porque entiende que la derrota no implica necesariamente la rendición. Los deseos de Cernuda no lo hacen escribir una poesía de frutos prodigiosos, como al deseoso caribeño de Lezama. Los deseos de Cernuda siempre estuvieron cercados por el muro de las circunstancias, y el espacio de supervivencia de su deseo frente al acoso de la realidad le impuso una toma de conciencia, una perspectiva ética que él hizo poética.
     La viñeta caricaturesca que trazó José Moreno Villa de Cernuda pesa hasta nuestros tiempos: "Dicen que lloraba delante de los escaparates de prendas de vestir porque no podía comprarse una camisa de seda; pero, desde luego, yo le he visto casi llorar por no tener amigos ni nadie que le quisiese [...]. Le recuerdo muy bien, con sus zapatos gruesos ingleses revestidos de botines blancos, su traje sin arrugas, muy planchado, su camisa limpia y con buena corbata, su buen sombrero verdoso y sus recios guantes. Un perfecto 'pollito' sevillano".
     Moreno Villa apreciaba la obra de Cernuda, y éste la de aquél, pero esa imagen superficial y cómica sólo ha servido para reducir la comprensión del poeta. En vida Cernuda lamentó estas líneas. No es difícil suponer que estos versos de su último poema, titulado "A sus paisanos", hagan referencia a las palabras del autor de Jacinta la pelirroja:
      
     ¿Mi leyenda dije? Tristes cuentos
     Inventados de mí por cuatro amigos
     (¿Amigos?), que jamás quisisteis
     Ni ocasión buscasteis de ver si acomodaban
     A la persona misma así traspuesta.
      
     Pero más allá de estos tristes cuentos que es hora de olvidar, la presencia de Cernuda es por otra parte determinante en la poesía de nuestra lengua. Según Gil de Biedma, Cernuda es el poeta "más vivo, el más contemporáneo entre todos los grandes poetas del 27, precisamente porque nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27". Para Cernuda la poesía tiene más que ver con los hallazgos de tipo intelectual, existenciales y morales, que con el genio verbal, pero la voluntad de forma mantiene una profunda conciencia de la tradición literaria a la que pertenece y con la necesidad de originalidad, que fue en parte el motor del movimiento vanguardista del siglo en que vivió.
     A esta situación Paz la definió como "la tradición de la ruptura", esa actitud cultural que toma la experiencia acumulada del hombre como sabiduría irrenunciable, pero que apuesta en cada acto a la refundación cultural de la especie. Cernuda el ensayista lo dice con estas palabras:
      
     Lo ganado por el hombre debe ser siempre precioso para el hombre. Tradición, ya lo sabemos, es cultura; pero frente a esta única tradición, las fuerzas oscuras y endemoniadas que acechan la divina obra del mundo, también se apoyan, y sólidamente, en bestial impulso primario [...] Aquí aludo a esas fuerzas sempiternas de incomprensión y de barbarie que tantos españoles [y mexicanos, decimos nosotros] pretenden siempre apoyar en la tradición.
     Y acerca de la originalidad, de la apropiación renovada del origen, escribe Cernuda en su ensayo sobre Góngora y el gongorismo:
      
     Esa inclinación hacia lo original, que el artista no elige, sino que fatalmente se le impone, a pesar de todas las desdichas que con ello se acarrea, es la única razón de ser del artista. Quien no pinte, quien no escriba por un impulso íntimo e irremediable, sin pretender conseguir con su obra otra cosa ajena a la propia satisfacción de verla concretarse palabra a palabra, pincelada a pincelada, como algo distinto y nuevo dentro del mundo mismo donde el creador supo abstraerla día tras día, originalmente, no es un artista, ni su obra encierra esa misteriosa verdad que resiste el tiempo.
      
     El verdadero exilio, nos dice la obra de Luis Cernuda, no está en la expulsión de un territorio delimitado por las fronteras políticas, sino en la renuncia a la lógica del mundo. El exilio de Cernuda no es sino destierro; la sangre derramada en España le confirmó que el poeta no es de este mundo, que la mirada poética precisa la construcción de otra realidad desde la cual es posible alumbrar ésta, desnudarla, pero no abolirla.
     A pesar de enfrentar al mundo, el que escribe está comprometido con el canto de la belleza, por efímera y frágil que ésta sea, con la celebración también de lo real. Dice García Ponce: "Ninguno de los poemas de Cernuda habla jamás de otra cosa que de la verdad y la fugacidad de la hermosura, de la exaltación y el dolor que acompañan al amor, de la presencia de la muerte, de la ausencia de sitio en el mundo y la soledad del poeta. Pero todos estos elementos reunidos crean una humana plenitud que logra que aun en sus momentos más negativos y desesperanzados el poeta no renuncie jamás a la obligación de celebrar el mundo."
     La paradoja poética de Cernuda es que al abrir un espacio al margen del mundo, desde su enfrentamiento con éste, se colocó en el centro del decir poético de nuestra lengua, y su presencia es posible distinguirla aquí y allá, en México (donde yace enterrado desde 1963) y en España (donde nació en 1904).
     Es evidente que el interés de Cernuda por el mundo mexicano difiere del de sus compañeros de emigración, pero esto se debe a que su crítica no es a cierta forma de la cultura, sino a los valores comunes de la civilización en su conjunto.

Lo visto por el poeta, la piel del amor y el humo del desamor, la sensualidad de nuestros deseos y la abyección de los que se levantan contra ellos, pero también la desolación misma del amor y sus quimeras, es la vida misma que se debate entre la realidad y el deseo. Nos enseña Cernuda que no hace falta la expulsión del poeta de la república (tal como lo aconsejó el filósofo y lo concedió el caudillo), porque aun en ella la soledad es su domicilio. -— Eduardo Vázquez Martín       
Eduardo Vázquez Martín (Ciudad de México, 1963), poeta y ensayista, autor de Comer sirena y Naturaleza y hechos, fue miembro fundador de las revistas Viceversa y Laberinto Urbano y, durante tres años, director adjunto del Instituto de Cultura de la Ciudad de México.

Cernuda, crítico literario Je plains les poètes que guide le seul instinct; je les crois incompléts.
— Baudelaire     
La obra ensayística de Luis Cernuda (Sevilla, 1902—México, D. F., 1963) es una de las aportaciones mayores que la crítica literaria española ha dado en este siglo. A pesar de su relativa brevedad, su lugar está al lado de la de Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Octavio Paz y José Ángel Valente. Cito a conciencia a poetas porque creo que muchas de sus observaciones y actitudes son propias de quien conoce la poesía desde el punto de vista del creador y no del crítico profesional o el profesor, tan denostado, y no siempre con razón, por Cernuda. Aunque el poeta sevillano entendió siempre la tarea crítica como "un producto marginal de la actividad poética", creo que en un sentido profundo no podemos prescindir de su significado. Sabido es que, desde Baudelaire, ciertos poetas están doblados por una segunda naturaleza que se inclina y penetra en el cuerpo mismo de su propia obra creativa, con una actitud que, según W. H. Auden, adopta la mirada del censor. No del censor moralista, sino del que sabe lo que quiso hacer y lo que, finalmente, hizo. Se trata del poeta lúcido, que no excluye —no podría— la inspiración.

     El núcleo central de su obra crítica está constituido por los estudios que dedicó a la poesía inglesa del siglo XIX y a la española del XX, pero no podemos olvidar los ensayos sobre Garcilaso, Fray Luis de León, Cervantes, Nerval, Hölderlin, Gide, Rilke... A diferencia del poeta, el crítico que importa, salvo algunos textos de juventud, es algo tardío en Cernuda (la mayor parte de sus trabajos decisivos fueron compuestos a partir de los años cincuenta). Sin embargo, su poesía nos muestra a un poeta que sabe lo que escribe y tiene conciencia de su tradición; por otro lado, sus estudios sobre poesía española e inglesa son los de un escritor que ha pensado durante años sobre esos temas. Aunque el detonante sea el encargo, no creo que pueda pensarse que sean obras fortuitas, hijas del mero trabajo, como alguien apresuradamente ha señalado: en el Cernuda crítico hay una voz necesaria e imprescindible no sólo para conocer buena parte de nuestra poesía desde una actitud valiente y lúcida sino, también, para penetrar en su universo poético. Si se tiene en cuenta que Cernuda es uno de los grandes poetas que ha dado el siglo XX, esta última observación no carece de sentido. Se trata, como en otros casos valiosos, de una crítica afectada por un compromiso total, inherente a su aventura poética: crítica que no pierde de vista su propia tarea estética, y más: crítica que habla de aquello que realmente le interesa, le gusta o suscita su animadversión. Luis Cernuda fue un crítico literario que dijo lo que pensaba y pensó lo que dijo. Sin embargo, el canon oficial, tantas veces producto de la costumbre (el peor enemigo del arte), aún no lo ha asimilado. ¿Cómo asimilar a un escritor que admirando a Lorca como gran poeta señala sus errores y faltas de gusto, o que sintiendo simpatía por el hombre apasionado que fue Miguel Hernández no duda en pensar que esa pasión es poco sensible y su lenguaje enfático?

     Algún comentarista apresurado ha tratado de deslindar la crítica de Cernuda de la crítica científica, disciplina pretenciosa y monstruosa que sin duda el poeta sevillano no soñó jamás perpetrar: quiso sólo comentar algunas obras, poner un poco de luz en las zonas oscuras, señalar caminos (los errados y los ciertos), decir lo que había vivido como lector, lo que de verdad le importaba, y de esta manera nos legó un puñado de ensayos y observaciones imprescindibles. No encontrará el lector en ellos modas conceptuales, tan del gusto de la crítica francesa de buena parte del siglo pasado, ni freudismo ni heideggerismos. No: la crítica de Cernuda, como la de Eliot o como la de Marguerite Yourcenar, no ha sufrido ciertas modas tan del gusto de la cátedra y del crítico profesional, y gracias a ello y a su talento personal podemos seguir enriqueciéndonos con ella. Aunque he dicho que lo mejor de su crítica lo realizó, en su mayor parte, en los últimos catorce años de su vida, tengo que añadir que en Cernuda el creador es connatural al escritor: desde sus primeros escarceos nos permite observar una rara capacidad para la duda y, lo que es poco habitual, para pensar por sí mismo.

     El cuerpo central de sus ensayos y críticas, fundamentalmente Estudios sobre poesía española contemporánea (1957), Pensamiento poético en la lírica inglesa (siglo XIX) (1958), Poesía y literatura i (1962) y Poesía y literatura ii (1964), tuvo una fortuna desigual, especialmente si pensamos en México, donde vivió y murió, y en España. Como es sabido, Cernuda residió en el Reino Unido desde 1937 a 1947, fecha en que se trasladó a Mount Holyoke. Desde 1951 a 1963, México y ee uu fueron sus países de residencia. El volumen compilado por uno de los buenos conocedores de la obra de Cernuda, James Valender (Luis Cernuda ante la crítica mexicana: una antología) nos muestra una recepción atenta, de indudable valor. En España, este poeta que tuvo que inventarse un poco a sus lectores, encontró en Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente (entre algunos otros) a lectores que, en mayor o menor medida, estaban buscando si no lo mismo sí un sentido similar de la tradición y la concepción del poema. Esto resulta evidente en el caso de Jaime Gil con relación a la poesía inglesa que parte de Wordsworth y que basa su tarea poética en el lenguaje conversacional y no en el libresco: no en la prosa, que es siempre escritura, sino en el habla. Varios de los mejores poemas de Jaime Gil, que en esto aventajó por momentos a su maestro Cernuda, parten de esta idea que es, a la vez, un sentimiento, o dicho de otra forma: una cualidad de la sensibilidad de ciertos poetas que toman conciencia crítica a finales del siglo XVIII. La exploración de Cernuda de este tema es realmente importante, así como sus observaciones sobre poesía popular y poesía culta (asunto tan caro a Antonio Machado y los escritores del 98 y a varios poetas de la generación del 27), la dicción y el énfasis en poesía. Otro procedimiento que Cernuda supo observar en la tradición inglesa es el monólogo dramático, llevado a su propia obra con maestría y que, una vez más, hallamos también en varios momentos memorables de la poesía de Gil de Biedma. Cernuda ha tenido también otros lectores cuya afinidad está basada, en parte, en la exaltación de la belleza juvenil masculina y cierto paganismo, interpretado en el sentido moral de prescindir del sentimiento de culpa (vinculado al cristianismo) relacionado con la homosexualidad. Aunque estas lecturas sean legítimas, son, también, limitadas. Es más: se trata de una limitación que convierte la lectura en un acto reductor, en un uso.

     Cernuda admiró, sobre todo, a los críticos ingleses, desde el Dr. Johnson y Coleridge a Eliot y Auden, pasando por Matthew Arnold. Digo esto porque Cernuda encontró en dicha tradición una mezcla de conocimientos puntuales respecto a la tarea literaria y de imaginación que no olvida nunca los hechos, o, dicho de otra forma: que las obras hablan del hombre o de los hombres, sin que dicho personaje tenga que ser un retrato impúdico del autor. Para un poeta que concibió el conjunto de sus versos (los once libros que componen La realidad y el deseo) como una biografía espiritual, el tono de voz de The Prelude (1799) o el de Four Quartets (1943) tenía forzosamente que serle más útil y cercano que todo cuanto podía encontrar en nuestra poesía romántica o, por muy valiosas que sean, en las aventuras poéticas de Jorge Guillén, Salinas, Alberti o Dámaso Alonso. El conocimiento iniciado en su juventud del romanticismo alemán y del surrealismo (sin olvidar a Reverdy), y el definitivo ahondamiento, a partir de la Guerra Civil Española, en la poesía inglesa moderna, otorgó a Cernuda una visión peculiar a la que sólo encontramos un paralelismo parcial en cierto Valente, en Jaime Gil y, del otro lado del Atlántico, en Paz. Sabemos que Cernuda vio en los dos poetas españoles el comienzo de una poesía que él había señalado como ausencia en nuestras letras, y que quiso y admiró sin reservas a Paz: sabremos mucho más cuando podamos leer la amplia correspondencia de Cernuda con Paz.

     El caso más atractivo para un ensayo de crítica comparada es el de Paz y Cernuda con relación a la poesía moderna, la que comienza con el romanticismo alemán e inglés y llega, en nuestra lengua, hasta la gran producción de ambos poetas; pero no es éste mi tema. (Sólo quiero indicar que fue iniciado por el poeta Manuel Ulacia, tristemente desaparecido hace unos meses.) Lo que me parece determinante es el hecho de que Cernuda, al formar parte, como poeta y como crítico, de una tradición central de la modernidad cuya presencia en nuestras letras había sido gárrula y amanerada, tenía que encontrarse forzosamente con la limitación de los lectores y críticos y, en parte, con la de sus propios compañeros de generación. Se trata de un poeta que ha tenido que hacer a sus lectores: sus ensayos y artículos son un puente que permite al lector formarse, en el sentido en que este término señala no sólo el conocimiento teórico y estético, sino además el espiritual.

     El largo y definitivo exilio, la terrible herida de nuestra guerra civil, influyeron en él dotando de una acritud mayor a su ánimo pero, también, de una visión más penetrante, como si el alejarse y vivir durante años en otra lengua, la inglesa, le permitiera introducir la poesía española y sus problemas dentro de una tradición que, en lo tocante a sus inquietudes, había resuelto con brillantez ciertos desafíos. Al examinar su obra crítica desde esta perspectiva es fácil observar cómo ayuda a entender, desde ese margen, la lúcida aventura poética de La realidad y el deseo. En este aspecto no podemos encontrarle parangón con Jorge Guillén y Pedro Salinas, y menos aun con Alberti, Diego o Lorca. Para Cernuda el mundo inglés, mexicano y estadounidense contó, y tuvo un diálogo vivo con sus literaturas, mientras que Guillén y Salinas fueron fundamentalmente, desde este ángulo, hispanistas.

     Cernuda tuvo poca influencia de Góngora. Lo admiró como artista, como orfebre, y no quiso separar al poeta de los poemas complejos de los sencillos, en oposición de lo que pensó Dámaso Alonso. Pero la línea de poetas españoles que Cernuda admiró como poeta que oye en el pasado una corriente de la que quiere ser parte se inicia con Manrique y continúa con Garcilaso (el poeta español que más quiso), Aldana, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz y Bécquer. Su inclinación, no siempre conseguida en su obra poética (ni, con mayor justificación, en su obra en prosa) hacia un lenguaje hablado lo encontró en las Coplas. Quizá Cernuda no se detuvo lo suficiente en las coplillas del poeta cordobés, donde, si bien no con la naturalidad de Manrique, creo que puede observarse el acento vivo del habla. Pero la poesía barroca no fue logro de su devoción, a pesar de admirarla más que Antonio Machado, cuya incomprensión del barroco fue un síntoma de todo lo que no pudo comprender en la poesía de su tiempo, incluida la propia. Cernuda, que no admiraba nuestro teatro barroco, se sintió en cambio atraído por Calderón como gran poeta reflexivo, pero lejos de Quevedo, a quien encontraba seco. Su labor crítica, pues, habría de enlazar, siquiera tácitamente, a los poetas citados con la tradición romántica europea más decantada en la que el sentimentalismo y la creencia en la poesía popular brillaban por su ausencia. Encontró en el exaltado y luego denostado Campoamor a un poeta capaz de ver lo que importa pero no de lograrlo, aunque Cernuda cree ver algunos ejemplos claros. Campoamor se dio cuenta de que no podía haber poesía sin reforma del lenguaje poético, y, según Cernuda, desterró "de nuestra poesía el lenguaje preconcebidamente poético". Incluso si hubiera sido así, ¿por cuál lo sustituyó? Campoamor no pudo ser para el mismo Cernuda un apoyo para sus poemas, y esa realidad echa por tierra sus ilusiones de encontrar un equivalente, aunque fuera mínimo, de lo que más le interesó en la primera poesía romántica inglesa. No pudo apoyarse en Campoamor como lengua viva como sí lo hizo, en cambio, en Bécquer, poeta que al parecer de Cernuda busca ante todo la música, no la sonoridad, la sugerencia, no la elocuencia. La ocurrencia y la elocuencia fueron las bestias negras del autor de Desolación de la Quimera. Se comprende, aunque exageró la nota, que detestara la poesía modernista, incluida su gran figura, Rubén Darío, en el que vio una herencia acrítica de la tradición francesa —la parnasiana y la simbolista menor— que había excluido la mejor poesía francesa del siglo XIX, a saber: Nerval, Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud.

     Los aciertos y las pequeñas pero valiosas observaciones críticas de Cernuda son numerosos. Tengo que añadir que son el tipo de reflexiones que rarísima vez un crítico no-poeta es capaz de hacer. En un breve artículo, Gabriel Zaid se refería a la importancia de "las observaciones 'prácticas' de lector y poeta"; remachando: "esta veracidad vital de Cernuda fue un método crítico." Quiero, así sea con brevedad, traer aquí algunas de esas observaciones, especialmente las referidas a los poetas españoles, porque me parece que, sin ánimo de ser una visión total de sus obras, dicen algo sin lo cual esa visión totalizadora estaría mortalmente incompleta. Aunque sus reflexiones sobre los poetas ingleses del XIX son inteligentes y acertadas, de la mano de la mejor crítica inglesa, especialmente de Eliot, a quien entendió muy bien, su conocimiento de la tradición inglesa tuvo provecho además de (y sobre todo) en sus versos, en la visión de la poesía de lengua española. Cernuda encontró en el pensamiento lírico y la crítica ingleses lo que ya llevaba dentro. Pero ahora nos limitaremos al campo español. Uno de los escritores del siglo XX al que más se refirió fue a Juan Ramón Jiménez: lo admiró (léase su ensayo de 1941) pero también lo detestó, como no se oculta en su artículo, sin duda algo caricaturesco, de 1954. Le pareció que era un poeta sin pensamiento, incapaz de ver la estructura de un poema: "a la falta de contorno se une la falta de composición". En cuando a su religiosidad, que tanto eco ha creado en los últimos años, Cernuda la percibió como impostada y blasfema. No como la blasfemia de, digamos, un Sade o un Lautréamont, sino como resultado de esta otra consideración, un poco exagerada pero, creo, no del todo desacertada: "En amor, como en todo, Jiménez tuvo bastante consigo mismo." Poco, en cambio, escribió sobre León Felipe, tan exaltado en los años sesenta y setenta por la izquierda comunista, convertido en algo a lo que, lamentablemente, su poesía se prestaba: al vocerío. Lo que dice Cernuda no sólo me parece acertado sino valiente: la poesía de este poeta tan ibérico está hecha de un "verso gris, desarticulado más que flexible [...]; la lengua, instrumento primero y principal del poeta, nunca creeríamos que le importó", todo lo contrario que a Jorge Guillén que, desde el principio, tuvo conciencia de esta cuestión decisiva.

     Muchas veces se ha señalado la importancia de Juan Ramón en la generación del 27, sin embargo pocas, y menos antes que Cernuda, lo decisivo de Gómez de la Serna. Quizá sea injusto con Manuel Machado al resaltar Cernuda "lo infatuado y afectado de su obra", porque es el autor de cuatro o cinco poemas, de un cinismo dramático, inolvidables. Supo valorar al Alberti "dueño de un virtuosismo poético sorprendente", pero nos hace pensar que se trata de un poeta sin interioridad. Vio en su obra una poesía plana. La cercanía que los críticos han establecido entre Lorca y Alberti le parece equivocada: el primero es un poeta fatal; el segundo, no. El primero se la juega en sus juegos literarios, cuando los hay; el segundo está siempre fuera, sin comprometer su propia persona. La alegría característica de Alberti, a la que se refirió José Bergamín, suscita en el poeta sevillano una reacción que penosamente ha carecido de resultados, hasta donde sé, a la hora de explorar la obra del poeta gaditano. Dice Cernuda: "Si la alegría es, como en Cervantes, fruto del esfuerzo sobre uno mismo, consecuencia de haber dominado las fuerzas oscuras que siempre acechan al hombre, dentro y fuera de él [...], entonces nada más injusto que llamar alegre a este poeta." Esta reflexión cernudiana nos da algo más que objetividad: verdad. La alegría chisporroteante de Alberti sin duda será jovial, festiva, pero se trata de una alegría hueca. El hombre profundamente alegre se da como fruto de haber dominado las fuerzas oscuras, no de haberlas negado. Y cuando Cernuda habla de dominio no habla de sometimiento sino de comprensión y transformación en un acto de reconciliación que se trasciende: lo oscuro transformado por nuestra voluntad se torna lucidez. Cervantes sonríe porque se reconcilia. Pero ¿la sonrisa de Cervantes es verdaderamente alegría? Lo radical quizás sea, en la valoración de Alberti, esa denuncia de ausencia de interioridad. Los ángeles del poeta gaditano y sus pesadillas se desinflan y se transforman en lo que en buena parte son, cartón piedra.

     El afecto hacia Vicente Aleixandre no le impide, tras valorar sus aciertos, mencionar cierta rudeza expresiva, momentánea inhabilidad en el ritmo y, lo que me parece muy determinante, "cierta indiferencia en la elección del vocabulario". Aunque, para Cernuda, Aleixandre es un poeta que pareciera no tener tradición, este uso del vocabulario tiene conexión con los románticos españoles en el efecto acumulativo del mismo. Se interesó por el primer Pedro Salinas (que fue profesor suyo en la universidad de Sevilla), poeta sencillo y directo, pero no por el poeta ingenioso de tendencias cosmopolitas, según él, en que se fue convirtiendo. Creo importante volver sobre el autor de Perito en lunas antes de cerrar, con Lorca, esta breve muestra: "Había en Hernández, y hasta en exceso, todos los dones primarios que indican al poeta: le faltaban los que constituyen el artista, y no creemos que, de haber vivido, los hubiese adquirido. Porque era un tipo de poeta que suele darse en España: fogoso y de retórica pronta, el cual, en el entusiasmo inspirado que lo posee, concierta de instinto ambas cualidades, fogosidad y retórica, hallando así el camino franco hacia su auditorio, tan entusiasta como él [...]" Alguien dirá, tal vez muchos, que son palabras de un poeta frío (sambenito de Cernuda) y reflexivo, y habrá que recordar al menos dos cosas: una, que Luis Cernuda fue un poeta y un hombre apasionado, aunque tendió a una "emoción reticente" en su expresión poética. Un poema no es una carta, que se agota en su sentido, sino una creación, cuyo sentido es inmanente. Dos, que la reflexión, en este caso poética, no filosófica ni discursiva, no tiene necesariamente que estar exenta de pasión ni de sentimiento. Sólo a los muy desasistidos de pensamiento, al no frecuentarlo, se les ocurren tales cosas.

     La "crítica científica" examina a Lorca sin posibilidad de valorarlo, y buena parte de los comentaristas del poeta granadino se han empeñado, siguiendo una larga tradición de entusiasmo bélico, que pone tanta pasión en defender y exaltar una obra o una idea como en segar toda posible mirada disidente, así sea moderada, en hablar de las condiciones del genio de la Huerta de San Vicente, que han convertido a Lorca, sin duda un gran poeta, en un iluminado poético. Cernuda quiso y admiró a Lorca, pero no fue ciego ante sus limitaciones y vicios expresivos. La lucidez crítica de Cernuda es implacable: sin duda el autor del Romancero gitano era buen conocedor de su tierra, pero "es lástima que a ese conocimiento no lo acompañase alguna desconfianza ante ciertos gustos y preferencias del carácter nacional". Por el contrario, consideró el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía "acaso la mejor obra que Lorca alcanzó a componer". En dicho poema "la emoción levanta y sostiene la expresión, dejando a un lado cuanta lindeza, prurito efectista y mal gusto malogran a veces la labor de Lorca".

     Estas breves anotaciones nos permiten sintetizar algunos de los rasgos de Cernuda como crítico. En primer lugar vio la necesidad de plantearse el lenguaje como un problema y no como algo que se nos da hecho, mero instrumento sancionado por la tradición. Poeta que se inicia cuando aún las vanguardias estaban en pleno auge, y muy en línea en esto con otros poetas de su generación, entiende que todo escritor mantiene una doble y contradictoria relación: con la tradición y con la novedad. Si la vanguardia más militante quiso acabar con la tradición, Cernuda sabe que sin ella no hay literatura, aunque la tradición, para que esté viva, ha de ser novedosa. Cernuda, poeta de buen oído y de gran destreza formal, amó tanto la poesía sencilla (la difícil sencillez) como la deliberada construcción. Imposible, pues, que pudiera simpatizar con el empalago sonoro y la elocuencia. No creyó en la poesía pura sino en la poesía total: el poema ha de expresar al hombre en su contradictoria riqueza pasional: Shakespeare, no Valéry. Pero la pasión en poesía ha de estar resuelta en la forma, no ha de salirse de ella. A Luis Cernuda le interesaron, sobre todo, los poetas lúcidos por encima de los inspirados, los reflexivos más que los acusadamente líricos.

     Estas pequeñas muestras son suficientes para desmentir un poco la aserción de Cernuda, por otro lado tan válida, de que "entre nosotros no hay maestros ni guías, todo debemos aprenderlo, si se posee mente justa y clara, de la luz interior a través de los errores propios y ajenos". Luis Cernuda, poeta y crítico apasionado que se atrevió a pensar lo que sintió y pensó, grave trasgresión todavía. -— Juan Malpartida
     Juan Malpartida (Marbella, 1956) es autor de cinco libros de poemas, entre ellos Espiral, Canto rodado, Hora rasante y el inédito El pozo, de próxima publicación en Pre-Textos, además de un libro de ensayos literarios, La perfección indefensa (FCE), y la novela La tarde a la deriva (Galaxia Gutenberg, 2002).
La imagen es del archivo Tomas Montero..

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