26 feb 2020

Presidente López Obrador: frene la violencia descomunal en México

Presidente López Obrador: frene la violencia descomunal en México/Alejandra Sánchez Inzunza yJosé Luis Pardo Veiras, son fundadores de Dromómanos, una productora de proyeceos periodísticos regionales.

The New York Times, jueves, 27/Feb/2020

Un grupo de niños aprende a usar armas en enero de 2020 en la comunidad de Ayahualtempa, en Guerrero. Credit Pedro Pardo/Agence France-Presse — Getty Images
Un grupo de niños aprende a usar armas en enero de 2020 en la comunidad de Ayahualtempa, en Guerrero. Credit Pedro Pardo/Agence France-Presse — Getty Images
El mes pasado fue hallado el cadáver del defensor de la mariposa monarca Homero Gómez. Según la principal hipótesis, fue asesinado porque el hábitat del insecto es un obstáculo para los intereses del negocio ilegal de la madera en el estado mexicano de Michoacán.
Aunque en Guerrero, al sur de México, el mercado de la heroína está en crisis, la violencia continúa. El 22 de enero un grupo de niños de entre 6 y 16 años marcharon con las autodefensas armados con rifles y las caras cubiertas con pañuelos. Se proponen hacer ellos la justicia que el gobierno promete y nunca llega: unos días antes, en el mismo municipio, diez músicos indígenas habían sido torturados e incinerados.
En Chihuahua, ese mismo día, un grupo criminal quemó una pequeña comunidad serrana, otra más, en una tierra que, además de zona de cultivo y ruta de drogas, es rica en madera y minerales. Y en Tamaulipas, estado fronterizo con Estados Unidos, el ejército mataba a 11 presuntos narcotraficantes.

Todos estos episodios reflejan el fracaso de tres lustros de políticas militaristas en los que México ha sumado cerca de 300.000 muertos y más de 60.000 desaparecidos. También evidencian algo grave: la violencia se ha convertido en un medio utilizado cada vez por más personas y por más motivos.

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, llegó al poder con la promesa de una transformación histórica, pero cualquier cambio está destinado al fracaso si no consigue frenar esta violencia cada vez más omnímoda.

Detrás de esta realidad descomunal, hay también un problema de comprensión de la violencia. Estos tres lustros han sido consumidos por la llamada guerra contra el narco. Pero, aunque la lucha por el control de las drogas ilegales sigue dejando víctimas, la palabra narco hace tiempo se quedó corta para explicar la situación de la violencia en México, un país extenso y con enormes recursos. En realidad, más que la guerra entre cárteles y Estado, los mexicanos sufren las consecuencias de una violenta lucha por el control y la conquista del territorio y sus riquezas en la que están involucrados el poder ilegal y el legal, muchas veces cómplices.

Los grupos criminales, que se han atomizado y, según algunos cálculos, llegan a ser 400, sacan réditos de infinidad de actividades. En un país donde el Estado es incapaz de ofrecer un mínimo bienestar, seguridad y justicia, siempre encuentran un negocio para pelear y gente para integrar sus filas. Hay generaciones de huérfanos, como los niños de Guerrero, y miles de jóvenes que, a falta de programas sociales y un control de armas efectivo, agarran un fusil para defenderse, vengarse o vivir rápido una vida que no merece demasiado ser vivida. La violencia, según un estudio, ha reducido un 0,6 por ciento la esperanza de vida de los hombres entre 15 y 50 años.

La droga sigue siendo uno de los productos de esa disputa territorial y en los corredores hacia Estados Unidos es donde se cometen más homicidios. Pero se mata también por combustible, como en Guanajuato, donde los homicidios se han triplicado en los últimos tres años hasta llegar a las 3540 personas asesinadas en 2019, más que en cualquier otro estado del país. En Michoacán, al menos una docena de bandas luchan por controlar el negocio de las extorsiones a los productores de aguacate, una industria que factura unos 2300 millones de dólares al año.

Aunque no existe un número oficial, se calculan cientos de miles de desplazados forzados por la violencia en el país. En los estados más afectados por este fenómeno, como Guerrero, Chiapas o Chihuahua, las causas, además del genérico crimen organizado, han sido tan variadas como violencia política —incluidos grupos paramilitares—, disputas de tierra o proyectos extractivistas.

México es ya el cuarto país del mundo donde se matan a más líderes sociales y el más peligroso para los defensores ambientales. De los 23 activistas asesinados el año pasado, 17 eran ecologistas. Antes de que los mataran, denunciaron la extracción de recursos fluviales, se opusieron a proyectos energéticos, a la minería y la tala clandestina.

En 2019, las denuncias por extorsión aumentaron un 29 por ciento. Este último delito, el que más encarna la lógica de extraer cualquier renta, afecta a individuos, pequeños comerciantes y grandes empresas. Como ejemplo, Coca Cola cerró una planta en Guerrero hace dos años por las amenazas extorsivas.

Y, en esta escalada de violencia, los feminicidios también van al alza. El sábado 15 de febrero fue hallado el cuerpo de la niña Fátima en Ciudad de México con signos de violación y tortura. La semana anterior, el de Ingrid Escamilla, apuñalada y desollada por su pareja. Estos casos, han desatado la indignación por el horror, pero también por lo que representan: ser mujer en México es hoy más peligroso. Diez mujeres mueren asesinadas cada día.

Esta violencia cada vez más estructural, extendida y diversificada hizo de 2019 el año más violento en casi un siglo con 34.582 homicidios y 1006 feminicidios. Lo más trágico de estos datos es que “el año más violento” se está convirtiendo en un lugar común: 2019 superó en un 1,68 por ciento el récord de 2018 y este el de 2017. Cada año hay más víctimas.

Para un conocedor de la historia mexicana como López Obrador no hay mejor puerta de entrada a ella que empezar a construir la paz en su país. El presidente debería romper con el pasado y dar un giro radical a su estrategia de seguridad. De lo contrario, la violencia acabará por desmentir como siempre cualquier promesa política y marcar su presidencia como sucedió con sus antecesores.

Para el expresidente Felipe Calderón, el auge de la violencia fue una profecía autocumplida: vendió la ficción de la inseguridad, militarizó el país cuando tenía una tasa de homicidios de poco más de 10 por cada 100.000 habitantes y los muertos se concentraban en unos pocos focos rojos. Al final de su mandato la tasa era casi el doble: 18,33 por ciento.

Su sucesor, Enrique Peña Nieto, hablaba de progreso y modernización, pero su legado será recordado por la corrupción y porque sus últimos años de mandato fueron más violentos que los más sangrientos de Calderón. Y algo peor: el Estado quedó expuesto como un autor no solo pasivo, sino también criminal en casos como Ayotzinapa.

La estrategia de operativos para descabezar a cárteles de la droga ha continuado con López Obrador, aunque durante los dos anteriores gobiernos solo dos de los “más buscados” fueron condenados por delincuencia organizada. Si se mantiene una estrategia continuista, el desastre se podría incrementar.

El presidente argumenta que cuando llegó al poder la situación del país era tan crítica que resolverla en un año era imposible, pero fue él quien avivó la quimera de una solución expedita. En abril ya aseguraba que la había controlado. La violenta realidad lo desmintió.

Es pronto para una solución, pero no para exigir un plan para llegar a ella. La estrategia de seguridad de AMLO ha tenido más similitudes que diferencias con el pasado. Las promesas de campaña de devolver la seguridad del país al poder civil, derivó en la creación de una Guardia Nacional de mando militar y en un ejército con cada vez más atribuciones. Una clara consecuencia ha sido la represión de los migrantes centroamericanos en la frontera sur de México.

Algunas de las medidas necesarias para paliar la violencia estaban en el discurso del candidato López Obrador, pero no en las prioridades de él como presidente, más allá de mencionar en sus ruedas de prensa que se reúne a diario con su gabinete de seguridad. En este arranque del año, temas absurdos como la rifa del avión presidencial han capturado el debate público por encima de otros realmente urgentes, como el aumento de homicidios y feminicidios. El orden de prioridades debería ser el contrario.

La escalada y casos como el del operativo contra la Unión Tepito, el principal grupo criminal de Ciudad de México, en el que después de la incautación de varias toneladas de droga y la detención de 31 personas, casi todas fueron puestas en libertad por las incongruencias de la fiscalía, ha hecho que el gobierno se plantee volver a la mano dura judicial. Se trata de un gran error.

El problema en México no es legal, sino administrativo y se manifiesta en la distancia entre las normas legales y la capacidad institucional para aplicarlas. Los juicios orales y públicos agilizarían los procesos judiciales, disminuyendo la condena de inocentes —o culpables fabricados— y dándole voz y rostro a las víctimas. Para alcanzar ese fin, el sistema de justicia mexicano necesita capacitar mejor a los funcionarios y un cambio de cultura para investigar, presentar pruebas sólidas y condenar a los delincuentes en un juicio justo. Eso contribuiría a establecer procesos transparentes basados en hechos que contribuyan a descifrar las redes del crimen y su complicidad con el poder legal mientras se fortalece el combate a la impunidad, dos aspectos esenciales para recuperar la confianza de la gente en el hoy colapsado sistema judicial. Y todo esto sumado serviría para entender mejor por qué cada vez se mata más.

La misma lógica se podría aplicar a los cuerpos de seguridad civiles, corrompidos hasta el tuétano. El Estado de derecho es inviable sin una policía fiable. Si hay centenares de grupos que ejercen violencia localmente, una respuesta adecuada sería responder de la misma forma: las autoridades municipales deberían ser el primer eslabón de la solución.

La legalización de la marihuana, otra de sus promesas electorales, sigue demorándose a pesar de los mandatos judiciales. Una ley para el cannabis ayudaría a devolver a la legalidad a los miles de campesinos que cultivan la planta en México y a aliviar la situación del campo. Su legalización sería el punto de partida para un debate más amplio sobre otras drogas. Por supuesto, no acabaría con la violencia en un país con un crimen tan estructural y diversificado, pero abriría nuevas oportunidades económicas, sociales y de salud. Además, hay un hecho incontrovertible: la prohibición sí ha ayudado a aumentar drásticamente la violencia.

Si todo esto no se incorpora a la agenda en políticas públicas y se concreta, México seguirá con la misma estrategia que ha fracasado estrepitosamente durante tres lustros. López Obrador ha pedido tiempo y ha asegurado que, ahora sí, en un año se verán resultados. Ojalá para entonces dejemos de vivir en el déjà vu del año más violento.



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