Francia: la democracia y la fuerza/Manuel Aragón, es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.
El Mundo, Miércoles, 29/Mar/2023
El conocimiento que he tenido, a través de la televisión, de la justificación que ha dado para legitimar su conducta uno de los participantes en las multitudinarias manifestaciones que se han producido en Francia, me ha impulsado a escribir este artículo. Como se sabe, esas manifestaciones tenían por objeto rechazar la decisión del presidente de la República de acudir al ejercicio gubernamental de la potestad legislativa extraordinaria para ampliar la edad de jubilación de los 62 a los 64 años. La justificación esgrimida por aquella persona para legitimar su derecho a manifestarse consistió, según dijo, en que ese «decreto-ley, al expedirse por la fuerza, es contrario a la democracia».
Ante ello, y aunque en esa justificación no se aludiera a la violencia de las manifestaciones, lo que no puede obviarse es el hecho de que, efectivamente, la violencia sí se ha producido, aunque no fuera en todas las manifestaciones ni ejercida por todos los manifestantes. De ahí que convenga cuestionar, primero, lo que aquella persona dijo; y, segundo, el contexto de violencia, aunque fuese parcial, de las manifestaciones a que se refería. Ambos hechos pueden ser expresivos de unas ideas jurídicamente erróneas y, lo que es peor, de efectos muy nocivos para el adecuado entendimiento de la democracia.
En el caso de lo sucedido recientemente en Francia, el uso de esa especie de «decreto-ley» (allí no denominado jurídicamente así, aunque la expresión decreto-ley sea muy utilizada en el lenguaje común) es un procedimiento legislativo extraordinario que la Constitución ha previsto. La forma de impedirlo también está prevista constitucionalmente: mediante la presentación inmediata de una moción de censura al Gobierno que, si triunfa, hace caer al Gobierno y al propio decreto-ley;y si ese triunfo no se alcanza, recurriendo después al Consejo Constitucional. Eso es lo que en Francia exige el Estado constitucional y democrático de derecho, por lo que tal decreto-ley no está impuesto por la fuerza, ni debe ser rechazado usando la fuerza (mediante unas manifestaciones ciudadanas con violencia, como está ocurriendo).
Al final, utilizando los medios que el Derecho ofrece, ese decreto con fuerza de ley no ha sido rechazado, sino confirmado; y el Gobierno subsiste, porque la moción de censura presentada no ha contado con suficientes votos en la Cámara parlamentaria para su aprobación, aunque ya se haya anunciado desde la oposición que va a recurrir esa norma ante el Consejo Constitucional. Sin embargo, pese a todo ello, las manifestaciones violentas continúan, lo que obliga a explicar nociones bien elementales sobre la incompatibilidad de la violencia ciudadana con el Estado de derecho.
En cualquier Estado constitucional y democrático de derecho, las normas jurídicas han de ser obedecidas. Y los ciudadanos sólo pueden reaccionar frente a ellas proponiendo pacíficamente (en el ejercicio de sus libertades de expresión y manifestación) su modificación o derogación; o impugnándolas (en el ejercicio de su derecho a la tutela judicial) ante los tribunales de justicia. Cuando, en lugar de ello, se acude a la violencia, esa conducta no sólo es antidemocrática, sino además ilícita. Más aún, penalmente ilícita, en cuanto que las actuaciones violentas sobre las personas o las cosas están tipificadas como delitos en el Código Penal de todos los países democráticos.
En tal sentido, debe advertirse que lo que está sucediendo en Francia nos afecta también a nosotros, pues en España, lamentablemente, se produce en muchas ocasiones ese uso ilegítimo de la fuerza por parte de los ciudadanos, ya sea con ocasión de una huelga; ya sea mediante los llamados escraches, tan reiterados desde hace tiempo frente al ejercicio de la libertad de enseñanza o de la libertad de expresión; o ya sea en los casos de ciertas manifestaciones populares que, con violencia, impiden la libre circulación o causan daños a las personas o las cosas, pese a que el ejercicio del derecho de manifestación sólo es legítimo si la manifestación es «pacífica» (como dispone el art. 21.1. de la Constitución).
En nuestro país, constituido como Estado democrático de derecho, no hay ni puede haber, con carácter general, un derecho de los ciudadanos a usar la violencia; de ahí que convenga recordar que, cuando cualquier español, individualmente o en grupo, utiliza la violencia, nunca está ejerciendo un derecho: siempre está cometiendo un delito que se encuentra tipificado en nuestro Código Penal. El uso de la violencia por parte de los ciudadanos no puede tener ninguna motivación individual, social o política que lo justifique.
El viejo derecho de resistencia ciudadana, incluso por la fuerza, frente al poder injusto quedó abolido en el moderno Estado constitucional, precisamente, porque la Constitución ofrece medios pacíficos y regulares para impedir ese tipo de poder. Es cierto que aquel viejo derecho se mantiene en alguna Constitución del presente, como la alemana, pero sólo para proteger a la propia Constitución cuando, encontrándose ésta en una situación de extremo riesgo para su supervivencia, no hubieran sido eficaces los medios ordinarios y extraordinarios que ella misma establece para su defensa y su reforma. En tal caso excepcional, la violencia, en lugar de vulnerar la democracia, pudiera servir para defenderla.
Salvada pues esa justificada excepción alemana, conviene dejar muy claro que, como regla general, democracia y violencia son incompatibles. Lo que resulta muy pertinente en los tiempos actuales, cuando la utilización de la violencia por parte de algunos ciudadanos está tan extendida, no sólo en Francia o España, sino también en los demás países democráticos, de tal modo que la violencia pudiera llegar a convertirse en algo socialmente aceptado, una especie de «banalización de la violencia» con las consecuencias trágicas que históricamente ha tenido.
Debe exigirse, pues, a los poderes públicos y a la cultura cívica que reaccionen con eficacia frente a ese fenómeno, pues los unos, los poderes públicos, tienen los medios para reprimirlo y la obligación de hacerlo. Y la otra, la cultura cívica, puede y debe contribuir a erradicar o disminuir la violencia mediante la educación y las demás formas de transmisión a la sociedad de valores tan genuinamente democráticos, como la tolerancia, la solución pacífica de los conflictos y el respeto a los derechos y libertades ciudadanas.
Si en el futuro arraigaran en la sociedad mundial, con suficiente y general eficacia, los valores de la tolerancia y la paz, pudiera pensarse que entonces quizás desaparecería el uso de la violencia por parte de los ciudadanos. Aunque esa idílica realidad creo que es una utopía de muy difícil o imposible realización. Por ello, lo único posible y hacedero en el presente es sostener que, al menos en las naciones que sí se rigen internamente por los principios democráticos, la violencia ciudadana no tiene cabida, ya que, si se apela a ella y se practica de modo general y reiterado, lo que sucederá, muy probablemente, es la desaparición de la propia democracia, sustituida por el Leviatán hobbesiano que, con su dominio absoluto del poder y la consiguiente supresión de las libertades ciudadanas, vendría llamado a garantizar la paz y la seguridad.
En fin, la violencia ciudadana no sólo debilita la democracia, sino que incluso puede conducir a destruirla. La noticia sobre Francia a que aludí al comienzo de este artículo, teniendo en cuenta el contexto en que se produjo, hay que tomársela completamente en serio, pues no creo que sólo represente una mera anécdota referida a lo que allí está sucediendo, sino que trasciende esa circunstancia, al revelar un grave problema que hoy lamentablemente se encuentra muy extendido en la sociedad actual.
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Una tragedia francesa/ Guy Sorman
Si ahora aplicamos el aforismo marxista a la situación francesa, podríamos enriquecerlo señalando que entre nosotros la Historia no se repite dos, sino diez veces. Porque los franceses viven con la nostalgia de la toma de la Bastilla y nunca dejan de revivir aquella revolución de 1789, cada vez que el Gobierno les da la oportunidad.
Los franceses alimentan en sus corazones la nostalgia de las barricadas, convencidos de que toda revolución es siempre positiva y el poder de la calle más legítimo que el de la democracia electiva. La prueba está en que Francia ha tenido, desde 1791, año de la primera, hasta catorce (y hasta el momento) Constituciones; es la prueba de que los franceses no creen en las virtudes de la ley. Cuando por casualidad no cambiamos de Constitución, la reformamos: la actual, que data de 1958 y fundó nuestra Quinta República, ya se ha modificado veinticuatro veces. El presidente Macron se está planteando una vigésimoquinta reforma para introducir el derecho al aborto.
El hecho de que todas nuestras revoluciones hayan terminado en dictadura (Napoleón I, Napoleón III, Mariscal Pétain) o en masacre (el Terror de 1793, las represiones militares de 1830, 1848, 1871) no disuade a los franceses de reincidir; cualquier pretexto para derrocar al Gobierno por la violencia es bueno. A veces, este pretexto era legítimo: por ejemplo, restaurar la libertad de prensa en 1830. Otros pretextos son más discutibles, como establecer un régimen comunista en París en 1871 o, en 1940, alinear las leyes francesas con las del nazismo. Por supuesto, contrariamente a lo que proclaman los insurrectos, las revoluciones nunca son 'populares'. Siempre son minorías activas las que las guían para satisfacer sus intereses, su ideología o sus caprichos. Otra singularidad: las revoluciones son siempre parisienses y se representan, como en el teatro, en un espacio muy restringido de la capital, en los alrededores de la Asamblea Nacional y el Barrio Latino. A ellas contribuyen los estudiantes, siempre de manera determinante, junto con los líderes sindicales de izquierda y los grupúsculos trotskistas que nunca logran ser elegidos de manera democrática.
Vayamos a la revolución de hoy, que aún no sabemos si se convertirá en tragedia o en farsa. A diferencia de todas las revoluciones anteriores, esta es totalmente conservadora. Mientras el Gobierno propone subir la edad de jubilación de 62 a 64 años para salvar de la quiebra al sistema público de pensiones, la izquierda se moviliza para que nada cambie. A medida que aumenta la esperanza de vida y ya no hay suficientes trabajadores activos para financiar las pensiones de los inactivos, la izquierda no ofrece ninguna alternativa. Paradoja adicional, la izquierda, en esta disputa, se levanta contra el trabajo como si el trabajo fuera en sí mismo odioso.
En verdad, si a hondamos más en la hostilidad de la izquierda a esta minirreforma de las pensiones, nos encontramos con una constante hostilidad hacia la economía de mercado, las empresas, el capitalismo y las finanzas en todas sus formas. La reforma de las pensiones, por tanto, es odiosa para la izquierda (pero también para la extrema derecha anticapitalista), porque su razón fundamental es económica: la izquierda odia la economía, siente horror por su aritmética. Prefiere la utopía, un mundo donde dos y dos sean cinco en lugar de cuatro. Nos atrincheramos contra las sumas que salen bien. Pero esto no excusa al presidente Macron. Este, un puro técnico económico, no entiende que los franceses no quieren ser gobernados: quieren que se les encante. Entre la tragedia y la farsa, la revolución, o algo que se le parezca, es una fábrica de sueños: Macron, es lo menos que podemos decir, no deja soñar.
De modo que Marx tenía razón: los pueblos son prisioneros de su historia y lo que erróneamente creemos que es el pasado nunca desaparece por completo. Para los franceses, cualquier Bastilla será siempre buena para asaltar, independientemente de que esta Bastilla esté hecha de cartón o de trapos. Y lo que es obvio para Francia lo es para todas las naciones: ninguna deja de revivir algún mito fundacional, como -en España- la Leyenda Negra o la Guerra Civil. No comprendemos nada de la actualidad si no la iluminamos a través del pasado colectivo, por mítico que sea. En política, los mitos son objetos reales.
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