28 may 2023

“Las ciudades”, una canción que intriga/Paloma Jiménez Gálvez

“Las ciudades”, una canción que intriga/Paloma Jiménez Gálvez

Milenio, / 19.12.2020 

La conjunción de agua y fuego es una metáfora antigua como la imaginación humana, empeñada desde el principio en resolver la oposición de los elementos en unidad. Octavio Paz

“Las ciudades” es una canción que intriga a mucha gente, a mí también, aunque conozca algo sobre su origen. Está escrita en un modelo que rompe con el canon, eso ya la hace diferente: no tiene estribillo, la rima es irregular y la métrica varía jugando con versos largos o cortos. Surge un soliloquio que bien podría ser el parlamento de una tragedia reveladora del pensamiento y de los sentimientos del poeta, sin ser interrumpido, medita. Por otra parte, considero que se vincula con la canción ranchera o bravía solo por haberla grabado con mariachi. La melodía está más cerca de una balada.

“Las ciudades” devela la cosmovisión de José Alfredo de un modo diferente: “Te vi llegar y sentí la presencia de un ser desconocido, te vi llegar y sentí lo que nunca jamás había sentido”. El poeta no menciona a Dios ni enuncia la palabra ‘sagrado’ y, no obstante, sus versos están llenos de sacralidad, porque su riqueza lanza al oyente hacia un amplio horizonte místico que se reafirmará en los siguientes versos: “Te quise amar y tu amor no era fuego, no era lumbre…”.

El fuego es el símbolo de la divinidad y es, como el agua, uno de los medios de purificación rituales más importantes en todas las religiones y creencias; si bien, ambos elementos son antagónicos, son, por otra parte, complementarios, pues van de la mano en múltiples ceremonias.

Es en la segunda estrofa en donde el compositor introduce el elemento agua; sin embargo, lo presenta en su forma sólida: “Y mi alma completa se cubrió de hielo, y mi cuerpo entero se me llenó de frío…”. No es aleatorio unir la fuerza de estos dos elementos que son, además, la alianza de lo femenino con lo masculino. Tu amor no era fuego, no era lumbre aunado al hielo, que es el agua encapsulada, parece introducirnos en un pasaje que no fluye, que no se mueve, que está petrificado por las bajas temperaturas del amor. El fuego y el agua se mezclan, me fascina esta fusión, en la palabra “aguardiente”, pues los enlaza casi de modo indivisible. Yo siento rigidez entre esta unión, algo extraño sucede con los protagonistas; por una parte, el amor ya no es fuego, por otra, el alma se cubre de hielo. Los dos elementos están presentes, empero, el lazo que los ata pasa por momentos confusos: “…las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres”.

Tal vez ahora es preciso platicar lo que alguna vez escuché que contaba mi padre. Oí que le decía a mi mamá que la había visto de lejos en su coche, detenida por el alto que marcaba el semáforo. Él se encontraba en el lado contrario de la avenida Félix Cuevas, a la altura del multifamiliar Miguel Alemán, esperando que saliera la flecha verde para dar vuelta a la izquierda hacia la avenida Coyoacán. Ambos estaban a tan solo dos cuadras de la casa que habíamos habitado durante diez años en la calle de Martín Mendalde.

Entonces yo no sabía que mi madre había descubierto que papá tenía una relación clandestina, que estaba siendo infiel. Esa era la razón por la que vivían una situación difícil como pareja. Además, aquel encuentro coincidió con su viaje a España; esa separación, la distancia y la incertidumbre detonaron la fuerza del tema.

A su regreso, cuando José Alfredo le cantó la canción a Paloma, a los dos se les llenaron los ojos de lágrimas. Desde luego sabían que era un tema profundo, con raíces poéticas e imágenes que saltan del cancionero, que en verdad pertenecen a un poeta que desea expresar sus sentimientos desde lo más hondo.

Creo que, al entregarle estas palabras, mi padre abría su corazón y se practicaba a sí mismo una ordalía. Esos juicios que durante la Edad Media consistieron en invocar e interpretar la voluntad divina, castigando al culpable mediante una tortura o prueba a base de fuego o de agua, como un oráculo que develara su inocencia o lo condenara por la falta cometida. Llevaban 14 años de casados, ella dedicada por completo al hogar, él con una enorme saturación de trabajo que lo alejaba continuamente de la ciudad. Buscaba el perdón en los ojos de su mujer, de ahí que cante:

“Y estuve a punto de cambiar tu mundo, de cambiar tu mundo, por el mundo mío”. No es fácil cambiar, es más sencillo que el otro te acepte como eres. Hay algo sagrado que revolotea en estos versos, una atmósfera de misterio que permite trascender lo mundano, que se muestra en plenitud.

José Alfredo sabe hablar desde el deshielo de su alma y comprende que cada pareja tiene su propia historia y que, aunque las distancias aparten las ciudades y las ciudades destruyan las costumbres, hay también prodigios capaces de fusionar contrarios, revelar la paradoja; ahora la palabra aguardiente cobra sentido. 

*Doctora en Letras Hispánicas

paloma28jimenez@hotmail.com

Estudió la maestría en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana, y es Doctora en Letras Hispánicas. Desarrolló el proyecto de la Casa Museo José Alfredo Jiménez, en Dolores Hidalgo, Guanajuato. Publica su columna un sábado al mes.


 


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