11 nov 2024

Dejarse llevar por el caos o aprender de él/

 Dejarse llevar por el caos o aprender de él/ Víctor Pérez-Díaz, es presidente de Analistas Socio-Políticos, Gabinete de Estudios y catedrático en la Universidad Complutense.

 El Mundo, Lunes, 11/Nov/2024 

Podemos agradecer de los errores que nos den la ocasión de corregirlos, pero una catástrofe suele desbordarnos. Patria, el nombre lo dice, es tierra de padres; luego, también, de hermanos; y de repente hemos visto miles y miles de nuestros hermanos de Valencia sumergidos bajo una oleada de barro y muerte y desolación. Es momento de hacer algo y apoyarnos. Pero también de comprender y aprender, tomando conciencia del contexto histórico de nuestra percepción de la catástrofe.

Hoy vivimos, en general, tiempos convulsos, en medio de un ruido y una confusión desbordantes: guerras, crisis, escándalos, tergiversaciones y un rosario de sobresaltos. Pero el caos tiene dos caras, según como lo tomemos: en clave de ciudadanos activos, o pasivos. Nos puede confundir y deprimir, de modo que nos dejemos llevar y nos abandonemos. O nos puede servir de estímulo, por ejemplo, para cultivar un espacio habitable a cierta distancia de tanta agitación, y así cobrar fuerzas para avanzar en la construcción de una sociedad libre, solidaria y razonable.

Para esto, lo primero es comprender el caos del que partimos. Una ventaja del caos es que suele ser bastante visible. Identificarlo no requiere una especial erudición. Puede ser el objeto de una intuición relativamente sencilla. La que aplica el sabio chino Shi Tao a la pintura o la educación. El arte de la pintura según Tao consistiría en generar un orden a partir del caos desde el mismo momento en que el artista toma el pincel en la mano; y la primera instrucción para aprender a leer, en despejar las tinieblas, recurriendo a las virtudes básicas y simples de lo que podríamos llamar el sentido común, la sinceridad y la veracidad.

Una vez visto (o entrevisto) el caos puede poner en evidencia nuestra ceguera de no haberlo visto antes, y hacernos comprender que ha llegado inadvertido como resultado no tanto de una acción espectacular cuanto de la inacción o una acción a medias.

Pensemos en tres ejemplos recientes. Pongamos el caso de Europa, que, con su larga historia de tragedias (y logros) a sus espaldas, ahora, con dos guerras a sus puertas, en Ucrania y en el Oriente Próximo, parece abrumada, poco más que un testigo de lo que sucede. Indecisa sobre qué hacer al respecto. En buena medida porque está sin un relato claro de cómo y por qué se ha llegado hasta aquí a lo largo del tercio de siglo transcurrido desde la desaparición de la Unión Soviética. Otro ejemplo: la guerra en el Oriente Próximo pone en evidencia el papel menor de Europa en el manejo de los acontecimientos y sugiere que ello resulta, en parte, del descuido estratégico de haber concedido a la región escasa atención durante demasiado tiempo. En el caso de España, es obvio que, por ejemplo, la crisis catalana, que puede conducir a una fractura del país (desmoronándose así una experiencia de medio milenio de unidad política) ha sido llevada sinuosamente a rastras de los acontecimientos de las últimas cuatro o cinco décadas, en una deriva del clima político marcada por la polarización y la desafección políticas, y por un modo incivil de hacer política.

La buena noticia es que podemos aprender del caos.

Reconocer el caos nos urge a hacer algo como cuestión de supervivencia, y convivencia, y acercarnos al pueblo desolado y sus calles embarradas aportando trabajos y cuidados y palabras. El caos nos puede despertar de la somnolencia cívica y disuadirnos de adoptar la posición de quienes afirman que no es para tanto, y derivan en la pasividad que se refleja en el cortoplacismo de las elites, y en la prevalencia en la sociedad de un estado de ánimo confuso y sumiso (aunque irritable).

Puestos a hacer algo, la sociedad puede dar varios pasos. Por ejemplo, puede decidir ir por partes y pensar que, para poner orden en Europa, conviene comenzar ya, ahora mismo, por nuestro propio país. En ese caso, los ciudadanos pueden hacerse preguntas y cerciorarse así de que ignoran en parte pero también entienden en parte su país, y de que, al menos en esa medida, les es accesible y pueden influir en él.

El paso siguiente sería partir de un diagnóstico provisional. ¿Es crítica la situación española? Habría que argumentarlo, lo cual requiere una atención más sostenida, y reparar en el hecho de que valorar la situación del país depende de lo que nos propongamos como referencia de lo que es una buena sociedad. En este sentido, una ventaja de la sensación de caos es que puede hacer más perceptible la complejidad de la situación y la conexión entre los problemas.

Por ejemplo, podríamos identificar los problemas teniendo en cuenta las cuatro esferas de la vida en común: la política, la economía, la sociedad y la cultura. En lo que se refiere a la política, España sería hoy una democracia liberal con un espacio público bastante polarizado, yendo en la dirección de una democracia tensa y beligerante. Pero la política no es sólo cuestión de proteger la polis de su división interna y la amenaza exterior. Es también cuestión de políticas públicas con las que manejar los problemas de su economía, de su integración social, de su cultura. Y aquí nos encontramos con una economía de mercado de resultados modestos (alta tasa de paro, pobre incremento de productividad, etc.). Con una sociedad con un riesgo de fragmentación social importante (generaciones, clases sociales, migraciones, identidades territoriales) y de atomización. Y con la cultura propia de un bajo nivel de educación cívica participativa; y de un relato diluido del país como casa común, y menos aún un país que se imagine cómo pueda ser coprotagonista de una casa común europea.

No digo que estemos en una deriva inevitable; estaríamos, más bien, navegando sin rumbo. Pero con el contrapunto (importante) de contar con las ventajas del reconocimiento del caos para dar pasos como los de manejar la complejidad de los temas, reconocer la responsabilidad de todos, aceptar una dosis importante de humildad, y ampliar nuestro horizonte temporal.

Reconocer la complejidad del orden social puede llevarnos más allá de los argumentos simplistas habituales, en particular los argumentos binarios; con los que se busca diferenciar entre supuestamente buenos y malos, dando a éstos el trato de chivos expiatorios a quienes atribuir la causa de todos los desastres.

Lo que nos lleva a otra ventaja del caos como es la de poner de manifiesto que la responsabilidad por los errores suele extenderse a todos, aunque en grados y formas diferentes. Por lo pronto, de las elites, incluidas las políticas, y de las clases medias profesionales que las rodean, y de los ciudadanos de a pie que las votan, obedecen, y se dejan influir por ellas.

Además, al ponernos en el camino de aceptar nuestra propia responsabilidad, el reconocimiento del caos nos ofrece la oportunidad de recibir el don de una cierta humildad: un reconocimiento de nuestros límites. Que es un paso necesario para desarrollar el sentido de la realidad, indispensable en todo, incluida la política; especialmente si se piensa en la realidad no tanto de ocupar el poder cuanto de resolver los problemas de la comunidad.

Por último, el reconocimiento del caos puede propiciar una mirada retrospectiva que nos haga reparar en que, en el pasado, probablemente hemos cometido, nosotros o nuestros padres (con quienes compartimos una misma patria) errores parecidos, pero también entrevisto posibles remedios.

A título de ejemplo, y como indicio de lo mucho que podemos aprender del pasado, cabe reflexionar sobre lo ocurrido en los últimos cuarenta años de la experiencia española. Bastante hemos aprendido de los arrebatos de violencia incivil, y la transición democrática ha sido testigo de ello. Pero menos hemos aprendido del manejo de los hábitos del poco debate cívico y de la mucha tolerancia con estrategias de dominación por parte de elites locales, sectoriales o estatales, que refuerzan esos malos hábitos. Ello destaca la relevancia de las consideraciones de Joaquín Costa en torno a una experiencia análoga, en su Oligarquía y caciquismo. Una experiencia no idéntica, pero sí análoga en sus rasgos e incluso, en sus posibles remedios, a los que se remite explícitamente Costa, como el refuerzo de la independencia judicial y del tejido asociativo, el crecimiento económico y el factor cultural clave de la educación; a lo que podemos añadir, cuidar el cauce de los ríos. Nos los propuso hace casi 125 años. Probablemente nos habríamos ahorrado muchos errores si los contemporáneos de Costa le hubieran escuchado y tomado sus consejos más en serio. 

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