11 jun 2012

AMLO por Jesús Silva Herzog

"Decía Burke que el político auténtico, el estadista debía temerse a sí mismo. Tenía razón: un hombre de poder debe admitir su capacidad para lastimarnos, debe estar al tanto de sus defectos para así vigilarse constantemente. Agregaría que al político conviene dudar de sus ideas, advertir su falibilidad, admitir las zonas de su ignorancia. Pero si López Obrador tuviera el don de la duda, no sería López Obrador..Silva Herzog

Hermética autenticidad/Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma, 11 Jun. 12
Mucho ha cambiado y sigue siendo el mismo. Ha encanecido, sus expresiones son más tranquilas, ha dejado de apretar la quijada y martillar con la mano. Habla con mayor lentitud: sus palabras se entretejen con silencios cada vez más largos. El tono chillante de sus gritos ha desaparecido, ahora se le escucha hablar con suavidad, puliendo las agujas de su activa animosidad. En alguna medida puede verse al Andrés Manuel López Obrador del 2012 como el gran crítico del Andrés Manuel López Obrador del 2006. No ha rehuido el debate, no ha satanizado a sus críticos. Es un político más maduro y más sereno que el que era hace seis años.

Durante seis años recorrió, como no lo ha hecho nadie, el territorio de México. Cada municipio del país, hasta el más pequeño, el más apartado, lo vio llegar en algún momento. No era una producción para las cámaras. No era la filmación para un noticiero o un documental para las salas de cine o para YouTube. Sus recorridos apenas aparecían en la prensa. Después de la agitación del gobierno, la campaña y la protesta, López Obrador pudo hacer política sin reflectores y sin prisas. Recorrió el país para establecer las bases de una organización política distinta a su partido, para palpar el país que no aparece en los anuncios turísticos ni es escenario de las telenovelas. El peregrinaje de un político para ser fiel a sí mismo.
En esa fidelidad está la grandeza de López Obrador. Ahí está también su cerco, su encierro. En una política donde el liderazgo parece obra de peinadores y maquillistas, el tabasqueño es un político, un dirigente auténtico. El lado oscuro de su autenticidad es su hermetismo. De su recorrido por el país no se desprenden aprendizajes sino ratificaciones. El país que encontró es idéntico al que ya conocía. A lo largo de los años, López Obrador no se ha enfrentado a ninguna sorpresa que lo haya motivado a cambiar de ideas o actualizarlas, no ha habido un solo descubrimiento que lo condujera a aceptar una lógica distinta a la de su discurso, a atender, quizá, alguna razón en sus adversarios, a registrar cierto valor que antes ignorara. El líder social carece del elemental impulso por conocer. Será que, para un moralista, la curiosidad es sospechosa.
Si no salió de México para conocer la experiencia de otras izquierdas, para ver de cerca experimentos exitosos como el brasileño o el chileno, fue por su enfática convicción de que nada nos pueden enseñar. No tuvo ánimo para descifrar el futuro que se inventa en Asia, ni siquiera fue a Estados Unidos para tratar de entender al vecino. Como los tecnócratas a los que detesta, López Obrador cree que ya sabe todo lo que necesita saber. ¿Quién es más peligroso? ¿El ignorante que no lee o el arrogante seguro de que ya ha leído suficiente? La política de López Obrador es una política de certezas selladas al vacío: la política de la fe. Su fe en el Pueblo (ese sujeto histórico que nunca se equivoca, que es sabio y bueno) equivale a su desconfianza en las instituciones (esas trampas que impusieron los de arriba para seguir estando arriba). La intensidad de esas dos convicciones muestra la columna populista de López Obrador, su código de identidad genética que ninguna exaltación al amor puede negar. Las instituciones serán culpables mientras a él no le demuestren lo contrario. Del componente populista de su discurso se ha dicho mucho. Vale seguir insistiendo en la incompatibilidad de sus prácticas con el pluralismo democrático. Pero valdría tal vez agregar un ingrediente que es anterior a esa megalomanía disfrazada de alabanza al Pueblo. Es una forma de conocer, un peculiar acercamiento a la realidad.
En su reciente aparición en el programa Tercer Grado, el candidato perredista ejerció nuevamente su derecho de negar el mundo con el que discrepa. En un momento, al menospreciar los datos del INEGI, afirmó: "la realidad es otra cosa". La epistemología del sectario funciona de esa manera. Sólo existe lo que ratifica su prejuicio. Aquello que lo refuta no es solamente falso: es perverso, producto de una siniestra maquinación del poder. La realidad no es lo que dictaminan las instituciones, no es lo que reportan las organizaciones independientes, las encuestas, los votos: la realidad es lo que el caudillo decreta como verdad.
Decía Burke que el político auténtico, el estadista debía temerse a sí mismo. Tenía razón: un hombre de poder debe admitir su capacidad para lastimarnos, debe estar al tanto de sus defectos para así vigilarse constantemente. Agregaría que al político conviene dudar de sus ideas, advertir su falibilidad, admitir las zonas de su ignorancia. Pero si López Obrador tuviera el don de la duda, no sería López Obrador.
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/
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Notas sobre la campaña/Jesús Silva-Herzog Márquez
En este ensayo, Silva-Herzog Márquez compara las trayectorias y perfiles de los tres candidatos a la presidencia y ubica el lugar desde donde leen (es un decir) a México y sus problemas.
Letras Libres de Mayo. No se ha vivido la elección del 2012 como el instante fundador de la democracia mexicana; tampoco se ha sufrido como el proceso que podría darle muerte. La novedad de esta elección presidencial es su falta de dramatismo. Con esperanzas desbordadas, con temores descomunales vivimos las campañas previas. A diferencia del dramatismo de las elecciones previas, esta ha sido una elección breve y tediosa, que apunta para confirmar la victoria de quien empezó adelante. Una elección que no parece poner en duda la naturaleza del régimen político ni amenazar con una ruptura radical. El drama mexicano está en otra parte: en la violencia bárbara que sigue descuartizando a México. La clase política recorre el país como si no estuviera en guerra. En el primer debate presidencial nadie se atrevió a mencionar los miles de muertos de los años recientes ni el indescriptible salvajismo de los que se expresan con cadáveres.
La izquierda quedó atrapada por dos mensajes incoherentes. Por una parte, la prédica del amor; por la otra, una denuncia tenaz de la estructura oligárquica que nos sofoca. La segunda campaña de López Obrador se plantó en oposición a la primera. López Obrador, como el mejor crítico de López Obrador, un político que entiende la necesidad de reinventarse, de presentarse de nuevo a todos quienes ya se han hecho una idea de él. De ahí viene, seguramente el discurso del amor con el que inició su segunda búsqueda de la presidencia. Es cierto que en ese tono se han inscrito otras campañas recientes de la izquierda latinoamericana, que han logrado presentarse con nueva luz bajo la retórica de la fraternidad. En el caso de López Obrador, el discurso fue muy eficaz para reducir la animosidad que existía en su contra, pero se quedó corta para alentar el voto a su favor. El gran problema con la república amorosa que fustiga los “placeres momentáneos y fugaces” ha sido, sin embargo, la anulación del combatiente auténtico que es el ex alcalde de la ciudad de México. No hay instinto más profundo en él que la batalla, la querella, la provocación. Para el político que ha vivido siempre en el conflicto, el amor parecía el grito de un pez contra el agua.
La mayor dificultad de la izquierda, por supuesto, no fue la estrategia electoral. De hecho, puede elogiarse la creatividad de su mensaje, la nueva serenidad del gesto, la apuesta por un equipo más allá de la venta de un candidato, la denuncia abierta de la concentración en la que sigue siendo militante solitario. López Obrador ha hecho mucho con el patrimonio político que le quedaba. El gran error lo cometió hace seis años. Al desconocer los resultados de la elección, al mandar al diablo sus instituciones, al autoproclamarse “presidente legítimo”, abandonó la plataforma privilegiada de la oposición y se fugó al antagonismo extremo. El cobijo devoto de sus seguidores lo condujo a un mundo paralelo: el palacio de su legitimidad fue un exilio de lo real. Fue, sobre todo, un obsequio a la otra oposición, al PRI, que desde 2007 ocupa la silla de la alternativa. Ningún regalo tan precioso como ese: desde entonces es el PRI y no la izquierda la que le hace sombra al gobierno panista.
Lo único que supo hacer el PAN durante esta campaña fue elegir a su candidata... y ni eso le ha salido bien. Josefina Vázquez Mota era la mejor opción que tenía el partido en el gobierno. Una secretaria exitosa en las dos administraciones panistas que supo rodearse de talento en sus responsabilidades y que fue capaz de dar buenas batallas (aunque la más importante la haya perdido). Vázquez Mota es la primera mujer con probabilidades de ganar la presidencia de México. Sin embargo, el barco del PAN nunca zarpó. Desde el primer momento ha ido a la deriva. Ligando un traspié con un error y un error con una tontería, Josefina Vázquez Mota no consiguió definir un mensaje coherente. La candidata de la continuidad enmarcó su campaña bajo el lema de la diferencia. Josefina diferente. ¿Diferente de qué? ¿De quién? Lo trató de responder en cada discurso pero en ninguno quedó claro.
El problema del PAN no es su candidata, sino su identidad. Acción Nacional vive una profunda crisis de identidad tras dos gobiernos mediocres. Doce años que sirvieron para extraviar al partido de la derecha democrática en México. El PAN dio una segunda vida al corporativismo mexicano, no logró disminuir la corrupción, conservó y consolidó la estabilidad económica pero no promovió el crecimiento y perdió para todos la paz. La vieja bandera cívica del PAN quedó hecha polvo. Los nuevos orgullos del PAN entusiasman poco. Durante mucho tiempo se definió por contraste. Primero fue el gran crítico del autoritarismo priista, después fue el enemigo del populismo de izquierda. Hoy la bandera del antagonismo parece agotada. El lobo viene de regreso, grita Pedro. Muy pocos lo atienden porque han visto que los lobos han cenado y brindado durante doce años con Pedro.
El PRI se prepara para recuperar el poder. A un mes de las elecciones no parece haber mucha incertidumbre sobre el ganador. Si acaso, la cuestión es el tamaño de la victoria. Por primera vez en mucho tiempo, la elección parece resuelta de antemano. Encaminan a la victoria priista los errores y las torpezas de sus adversarios, la superación de las antiguas desavenencias dentro del PRI, la corpulencia del que sigue siendo el único partido nacional, el profesionalismo de su campaña y el atractivo y disciplina de su candidato. Enrique Peña Nieto fue subestimado por muchos (y entre esos muchos, me incluyo). Creímos ver en él un maniquí hueco, un producto de mercadotecnia, un actor de telenovela repitiendo el libreto que no entiende. Dejamos de ver al político ambicioso y disciplinado que no solamente gobernó al estado más poblado de México sino que se hizo del liderazgo absoluto de su partido, a pesar de los enemigos, los obstáculos y las trampas. Pocos podrían negar que la conducción de su estrategia ha sido ejemplar. A unas semanas de la elección no hay forma de ignorar el profesionalismo de la campaña priista y el talento político de un candidato que ha trabajado metódicamente para ganar la presidencia de México. Hasta los errores han sido empleados como catapulta.
Enrique Peña Nieto ha hecho campaña sobre la frustración democrática. Su diagnóstico medular es el fracaso del pluralismo: obstáculo, torpeza, freno, indecisión. No ha ocultado su deseo de restablecer mayoría como requisito para la gobernación. Un gobierno eficaz es, para él, la sintonía de Legislatura y Presidencia. El electorado puede obsequiarle esa mayoría al nuevo presidente. La segunda alternancia puede verse acompañada, así, de un giro tan importante como el que se vivió en 1997 pero en sentido contrario. Si aquel año inauguramos el gobierno dividido, ahora podemos atestiguar su reunificación. Oportunidad y riesgo del presidencialismo restablecido. El cambio no tendría que ser, necesariamente, una reversión histórica. Podría ser plataforma para la eficacia pero implicaría, al mismo tiempo, un peligro de restauración. La probable victoria del PRI se anuncia contundente pero sobre todo, presagia adversarios quebrados, severamente disminuidos, carentes de liderazgo. ¿Quién hará la oposición indispensable? Las zonas de autonomía institucional, los contrapoderes en las instituciones políticas, en los espacios mediáticos, en las zonas de representación social, corren peligro. ¿Nueva mayoría o nueva hegemonía? ~


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