Memoria
del Sargento Pepper/Gabriel Albiac, filósofo.
ABC
| 17 de julio de 2014
Él
tuvo 64, de verdad, en 1967. No ahora. Esos sesenta y cuatro melancólicos que
corresponde evocar a un chaval de diecisiete que está escuchando por primera
vez el Sgt.Pepper’s lonely hearts club band en el vinilo que se trajo un amigo
con más fortuna que él de Londres, dentro de una carpeta que es un collage de
iconos prodigiosos. En aquellos sesenta y cuatro de entonces, un sereno
viejecillo pasea por el parque. Y eso no lo va a tener, desde luego, este de
ahora. Nunca. Ni sereno, ni sosegadamente armonizado con el jardín y el pasado,
ni aun menos, en el pasado, con su vida. A esta disparatada criatura, herida
por los óxidos de ciudad y biblioteca, el joint en el segundo piso de uno de
aquellos autobuses rojos londinenses, en los cuales fumar era la norma, podría
servirle solo –y eso es mucho– para conciliar ese letargo desdeñoso que hace
años ya que le regalan solo los ansiolíticos. Otro día en la misma vida. Todo
lo vio. Nada le importa. Como el aviador de Yeats en el instante supremo que
precede a la caída, «un solitario deleite» lo «trajo a este tumulto entre las
nubes». Todo, como él, lo ponderó y tuvo presente. Y, como a él, le da igual.
Todo. Está bien eso, piensa.
Luego,
un día, los calendarios se empeñaron en decir que ha cumplido sesenta y cuatro,
¡qué manía! En el cómputo de la seguridad social y de las administraciones. En
esa anecdótica fecha se acordó de los Beatles. Nada más despertarse. Es lo que
tiene haber tenido 17 cuando el Sgt.Pepper’s. Y haber sabido entonces, con la
seguridad intemporal que da ser joven, hasta qué punto tener 64 era imposible:
cementerio u hospicio; cosas que les suceden a los otros. Jamás a un debutante,
eso seguro. Jamás a quien no ha aún aprendido a no saberlo todo. When
I’msixty-four ha estado sonando, en impávido repeat durante toda esa mañana del
inimaginable 2014: «Cuando me haya hecho viejo y esté calvo, / dentro de mucho,
mucho tiempo…». No fue mucho. Fue infinito.
Medio
siglo. Casi. Pero él, en ese medio siglo, ha sido tantos. De la mayor parte de
ellos, ni se acuerda. Y de ninguno de ellos, sin excepción, sabe nada. En medio
siglo cabe la eternidad; y en un sujeto, todos. Algo percibe ahora de la
tortura de aquel memorioso Funes que maquinó Borges: un hombre que recuerda
todo, nada sabe, nada puede, ni siquiera decirlo; perece en el bucle de
evocaciones completas, que exigen un segundo del presente para evocar cada
segundo del pasado; eso lo determina a ser cristal inmóvil; ni siquiera un
muerto; menos.
«La
de cosas que hemos visto», silabea. Y, aunque aquí no hay nadie, él se exige el
plural: «Hemos visto». Porque, al cabo de los años, aquel que no se sabe muchos
bajo la poco verosímil identidad que dan un nombre y una serie alfanumérica
llamada NIF, es que nunca fue, ni por asomo, nadie, nada.
Como
quiera que él decidió nacer en el otoño del 67, diecisiete años después de lo
que la administración le había prescrito, lo de antes de esa fecha en nada le
concierne: un agujero negro, una habitación vacía; sin él. Todo empieza a
empezar cuando escucha el vinilo de la banda aquella del club de los corazones
solitarios del Sargento Pepper. El exorcismo, también, de que pudiera llegar a
ser un día el viejecillo que pone en escena la banda en trance de cumplir
sesenta y cuatro. Y el sueño, mucho más real, del chico que lía su peta, vaya
usted a saber por qué precisamente en el segundo piso de uno de esos
intemporales autobuses rojos londinenses, en uno cualquiera de los días de su
vida: «Alguien me habla y yo me sumerjo en mi sueño». Pero él aún no sabía que
de aquella cabezada de Lennon en un autobús de Picadilly despertaría de cabeza
en el 68. Y que nada iba a volver a ser lo mismo. Ni para lo bueno ni para lo
malo. Ni comparable.
Está
trazando signos de tinta negra, ahora, con una Conklin Endura de hacia 1927. Él
solo sabe escribir con estilográficas. Lo bastante más viejas que él para no
desasosegarlo: sin eso, está perdido. Escribir no consuela, desde luego, a
nadie que tenga una leve idea de lo que está haciendo. Pero escribe, pese a
todo. Qué raros son, se dice, estos hombres que escriben y que, para escribir,
saben repetir gestos cuyo sentido les escapa. Y que cifran la perfección de su
tarea en saber que nunca poseerán ni la menor idea de lo que están haciendo. Y
que por eso lo hacen.
Entre
aquel otoño del 67 y el final de los setenta hubo como un fogonazo de ilusión
en el futuro, a cuya llamarada muy pocos no perecieron. Y aun esos quedaron
heridos, inhábiles para ninguna cosa de este mundo común, de este aburrido,
previsible mundo de todos, que se les vino encima sin anunciar su llegada: el
mundo que borró el mañana. Ni utopías ni esperanzas iban ya a volver. Contra
toda lógica, aquello resultó ser muy divertido: el sentido de la historia era
una soberana plasta, y vivir pegado a un muro sin porvenir resultó inesperadamente
gozoso. Al principio, la añoranza de toda aquella fe histórica perdida era
demasiado evidente en la grandilocuencia del arrogante no-future de esos años.
Al final, acabó por ser una de esas evidencias que, de puro elementales,
resulta de mal gusto proclamar en voz alta: en un mundo sin sentido, tampoco
hay por qué tomarse en tono épico sinsentido alguno; sin más, porque el
sinsentido es lo normal, la norma.
El
chico del peta en el segundo piso del autobús tan rojo y londinense no iba a
llegar a los sesenta y cuatro. Se lo llevó por delante, al volver del parque,
un memo cargado de trascendencia y de grueso calibre: así de idiota. Acababa de
cumplir los cuarenta. A otro de los cuatro de la banda se lo zampó el cáncer:
cincuenta y ocho. Tantos de quienes tararearon, sobre fondo de su Sargento
Pepper, aquello de si alguien iba a seguir acompañándoles a pasear por el
parque a los sesenta y cuatro, se habrán ido quedando con las ganas de saberlo:
tampoco es que fuera una pregunta altamente especulativa. Y a este, la verdad,
cuyo DNI denuncia haber venido al mundo –también son ganas– en el cincuenta, no
le acaba de parecer muy diferente. Sabe que un hombre muere muchas veces a lo
largo de una vida. Y 64, para quien escuchó al Sargento Pepper y a su banda de corazones
solitarios en el 67, significa póstumo. De sí mismo. De sus muchos sí mismos.
Lo cual es estupendo. Puede que hasta lo mejor de esta vida: haber ido
enterrando a los sucesivos pesados que uno fue. Y no querer recordarlo.
Todo
lo puede invocar y todo lo sabe mentira. Narración, si queremos ser bondadosos.
Pero en la narración se juega el envite en el cual cabe la vida de un hombre:
olvidar lo sagrado; bajo sus prolijas máscaras. Borrar todos los ídolos.
También el del espejo. Ese imposible.
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