La
imparcialidad inglesa/Jordi Soler es escritor.
El
País |21 de diciembre de 2014…
Borges
cuenta en un libro extraordinario, y sumamente raro, que escribió su amigo
Adolfo Bioy Casares, un episodio en la Universidad de Oxford que leí pensando
en el proceso independentista catalán. Este libro raro se titula, simplemente,
Borges, y en él Bioy escribe un diario, que empieza en 1931 y termina en 1989,
en el que va contando sus conversaciones con el gran maestro argentino, que son
casi siempre sobre los autores que van leyendo, pero también sobre la vida
cotidiana, los amigos comunes, las mujeres que Borges pretendía, los viajes,
las traducciones de sus libros y los libros que iban haciendo al alimón. En
este diario también abundan las observaciones, casi siempre ácidas, sobre la
forma de ser de los argentinos, de los españoles y del mundo hispano en general
que él, que era un anglófilo declarado, veía lleno de carencias y defectos. Le
parecía, por ejemplo, que los que hablamos en español somos, por motivos
culturales que en el fondo son religiosos, mucho más parciales y arbitrarios
que los ingleses que observan siempre, en todos los aspectos de la vida, una
rigurosa imparcialidad, virtud a la que Borges se refería, con mucha
coquetería, en inglés: fair minded.
La
anglofilia de Borges era muy aguda porque vivía en Argentina, un país
latinoamericano que comparte, naturalmente, la parcialidad hispana, ese defecto
que él mismo, con todo y su flema inglesa, agitaba con enorme vitalidad. Por
ejemplo, después de una lectura de poemas de Octavio Paz y de Neruda, opina:
“Los de Paz, no libres de fealdades y estupideces, parecen mejores”. De Quevedo
dice que “es una suerte de malevo, un espadachín. Si leyó mucho, de nada le
sirvió”. Sobre el insigne filósofo español comenta: “Ortega es un bruto”, y
dice del entrañable escritor irlandés: “Ese imbécil de Beckett”. Y del poeta
del Romancero gitano: “Lorca es bueno cuando es simple, cuando recuerda la
poesía popular; cuando escribe con metáforas es inmundo”. Como puede
apreciarse, Borges tenía opiniones salvajes, por eso apreciaba tanto la
imparcialidad inglesa y es desde esa vena anglófila que le cuenta a Bioy de un
college, en la Universidad de Oxford, que tiene un memorial de la guerra, una
pieza de mármol con los nombres grabados de los alumnos de ese college que murieron
en combate. A Borges le llama la atención que los nombres de los muertos
ingleses están frente a los nombres de los alemanes, también alumnos de Oxford,
que murieron en las filas del Ejército enemigo, peleando contra Inglaterra.
Borges se pregunta si en los países hispanos seríamos capaces de reconocer, de
esa manera tan generosa, a nuestros enemigos. “Las madres de los muchachos
argentinos muertos protestarían”, apunta Bioy Casares. A partir de este
episodio Borges observa “la natural pasión de los ingleses por la
imparcialidad. Son fair-minded, lo contrario de fanáticos”.
Con
ganas de hurgar en la naturaleza de este episodio inglés de conmovedora
imparcialidad, llegaríamos a la Glorious Revolution, a la deposición del rey
Jacobo y a la democracia parlamentaria que en 1689 produjo un documento donde
se establecían los derechos y los deberes del ciudadano común, que entre otras
cosas consiguió que los ingleses, desde finales del siglo XVII, tengan
conciencia de sí mismos y, sobre todo, de los demás: del otro. El memorial de
guerra que tanto impresionó a Borges fue concebido por personas que tenían la
perspectiva suficiente para ponerse en los zapatos del enemigo.
Esta
imparcialidad es el motor de la civilización inglesa y se manifiesta en todos
los campos de la existencia, en el debate entre parlamentarios, pero también en
las conversaciones privadas y en casi cualquier tipo de relación interpersonal.
Todo esto viene a cuento porque el episodio de Oxford nos invita a pensar sobre
la forma de relacionarse con los demás, con el otro, que ha operado en España
desde los tiempos del Lazarillo de Tormes; una forma que no consiste, como
enseña la imparcialidad inglesa, en ponerse en los zapatos del otro, sino al
contrario: en obligar al otro a ponerse nuestros zapatos.
Pongamos
por caso el proceso independentista catalán, un caso flagrante de imposición de
las ideas propias, de uno y otro bando, redondeado por la descalificación del
otro, por el ninguneo y la ridiculización del que tiene ideas distintas. El proceso
está encallado, y oscurecido, por esa tozudez hispana que mantienen los dos
extremos: el president se queja de la falta de diálogo pero es incapaz de
abandonar su monólogo, y el presidente se muestra dispuesto a dialogar sobre
cualquier tema, excepto del único que le interesa hablar, desde su irreductible
monólogo, al president.
Lo
que hay frente al proceso independentista son descalificaciones de ambos bandos
e incapacidad para ponerse en el lugar del otro, es decir, ausencia absoluta de
la fair-mindedness inglesa, pues todo se resuelve con esas escalofriantes
fórmulas ibéricas, que se usan con gran inconsciencia y desparpajo, lo mismo en
el mercado que en la casa de los yayos, o en una cena con amigos y sobre todo
en las más altas esferas de la política: “No me va usted a decir a mí”, “que te
lo digo yo”, “quién se cree usted para decirme aquello”, y un largo y variado
etcétera que al final significa que aquí la discusión la gana, no quien tiene
razón, no el más equilibrado ni el más sensato, sino quien, a fuerza de
vociferar estas escalofriantes fórmulas, logra condenar al otro a la
inexistencia.
Vivimos
en las antípodas de la fair-mindedness, y esa falta de respeto por el otro, ese
ninguneo, esa incapacidad de ponerse en sus zapatos, lo contamina todo y viene,
probablemente, de que aquí esa reflexión colectiva, sobre uno mismo y el otro,
que tuvieron los ingleses por escrito en el siglo XVII, y los franceses en el
XVIII, llegó con casi 300 años de retraso. Todo lo que hemos tenido durante
esos 300 años, se me ocurre especular, es el dogma que imparte la Iglesia
católica, el “porque te lo digo yo” que dice el cura, reforzado por los 40 años
de “no me va usted a decir a mí” que consolidó el dictador. Más que el
pensamiento se fomentó, durante todos esos años, la fe, el dogma, la creencia y
ahí, precisamente, está la clave del éxito de la arbitrariedad, de las medias
verdades, de la chabacanería política: al que cree no es necesario explicarle
nada, basta con decir, vociferando con mucha autoridad, algo que tenga la
suficiente eufonía.
El
discurso independentista, y el de sus opositores, están ubicados en el
territorio de la creencia; la bobería triunfal del independentismo tiene la
misma naturaleza que la histeria antiindependentista, las dos están basadas en
la irrealidad; no solo no ha habido un debate serio sobre la independencia,
como lo hubo entre Inglaterra y Escocia, ni siquiera existen los elementos para
debatir, todo lo que hay es la vieja fórmula ibérica, “porque te lo digo yo”,
“y no me va usted a decir a mí”.
Quien
piensa que la independencia está al caer vive en la misma ficción que quien
está buscando adónde irse el día que Cataluña se independice de España; pero si
se trasciende la creencia de unos y otros, si se desatiende por un momento el
estruendo que produce el proceso, y se atiende solo a los datos duros que han
ido apareciendo durante los últimos años, lo que queda es la realidad desnuda,
que de ninguna manera conviene a los líderes políticos, porque es la menos
redituable: la independencia es posible solo si se negocia con el Estado y con
Europa, la declaración unilateral de independencia arruinaría de golpe a
Cataluña y también a España: no hay fast track, solo existe el camino largo y
tortuoso que pasa por la Constitución. Esto es lo que hay más allá de la
creencia y lo que debería empezar a discutirse, con todos los elementos sobre
la mesa, sin las prisas, ni las trampas, que imponen las agendas políticas, sin
ese estruendo mediático que obnubila al ciudadano común y no lo deja pensar si
de verdad quiere que Cataluña sea un país independiente. Y todo hecho desde la
fair-mindedness, desde el fair play, desde esa saludable imparcialidad inglesa,
por favor.
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