21 dic 2014

Adiós a un amigo (Julio Derbez)/Enrique Krauze

Adiós a un amigo/Enrique Krauze
Reforma,, 21 Dic. 2014
La guadaña avanza implacable, año tras año. Unos mueren a su tiempo, otros antes de tiempo. En octubre pasado, prematura y calladamente, se llevó a uno de mis amigos más cercanos y entrañables. Se llamaba Julio Derbez. Tenía 56 años. Lo sobreviven Claudia, su mujer, y tres hijos: Julio, Claudia y Regina. En vísperas de la Navidad quiero evocarlo.
 Julio llegó a la oficina de Vuelta, hacia 1977. Lo recomendaba nuestra directora comercial, Celia García Terrés. Chiapaneco de origen, desbordaba alegría, idealismo y bondad. No dudé en darle su primer trabajo: secretario del secretario de Redacción. Me auxilió admirablemente en el trato con los colaboradores. Se hizo amigo, por ejemplo, de Jorge Ibargüengoitia, por la vía más segura: acercándose a su mujer, la encantadora Joy Laville.

 Julio llevó en la vida muchas casacas. Quizá esa profusión de aptitudes fue su problema. Economista de formación, hizo carrera en el servicio público (tenía visión y sentido político) y por largo tiempo editó con éxito Vértigo, un semanario mordaz. Pero su pasión era la literatura, la edición y la gestión cultural. Publicó novelas y cuentos. Editó bellos libros de arte. Y juntos nos aventuramos por primera vez en el documentalismo histórico, junto con Alberto Isaac y Jaime Kuri.
 De pronto, hace unos diez años, un rayo golpeó esa vida creativa. Julio contrajo un cáncer primario del pulmón con metástasis en el cerebro. Al enterarme, no sé por qué asocié su tragedia con la muerte sorpresiva de su padre, que le costó mucho remontar. Lo operaron varias veces. Apoyado por su familia y una larga procesión de amigos, se repuso con un estoicismo en verdad heroico, y tuvo el temple de recoger su experiencia en un libro titulado Itinerario del intruso. En su textura moral, no es inferior a los que escribió -en una situación semejante- Susan Sontag. El "intruso" era el cáncer, y Julio recorre su lucha contra él sin sentimentalismo ni autocompasión. Una continua melodía religiosa lo recorre. Cada capítulo es la estación de un Calvario. Al final, Julio venció al cáncer pero no sin salir maltrecho del durísimo tratamiento.
 Como es natural, le intrigaba la profesión de médico. Letras Libres publicó uno de sus últimos textos, una honda reflexión sobre las limitaciones de la medicina actual, alejada del tratamiento individualizado -no exento de empatía y misericordia- que solían prodigar los médicos familiares del pasado. Para su fortuna lo atendió el cancerólogo Juan Zinser, uno de esos médicos a la antigua.
 De joven Julio había sido algo Don Juan. Tenía una gran melena y unos ojos negros y profundos. ¡Qué delicia fue compartir con él, en los remotos años ochenta, unas inolvidables veladas con su amigo y mentor Jaime Sabines! Julio parecía un personaje de "Los amorosos". Por eso me dolía tanto verlo llegar a nuestros desayunos con paso lento, remover la boina española para descubrir su cabeza rota, surcada de cicatrices, mirar sus ojos apagados, el cauteloso manejo de sus manos al usar los cubiertos, y el divagar de esa mente suya -tan perspicaz, tan pícara- perdida en sus tristezas y reflexiones.
 Tenía una idea fraternal y terapéutica de la literatura. Alguna vez, escuchando la desdicha de un amigo suyo, escribió un cuento que recreaba esa historia corrigiéndola, con un final feliz. Ahora he vuelto a leer las narraciones de Al día siguiente en la edición de Seix Barral (1995), con una sensual portada habanera de Rafael Cauduro y una contraportada admonitoria de Sabines: "¿Cuándo dejarás la política para meterte de lleno en esto que sí sabes hacer bien?". Pueblan el libro jóvenes setenteros levemente transgresivos que viajan a Teotihuacán o a la playa, o se reúnen simplemente a beber o fumar en una fiesta, hasta que de pronto el azar los golpea: una chica es violada, un jovencito se ahoga, un grupo experimenta el misterioso rito colectivo de entrar a la edad adulta. Así golpeó "el intruso" a Julio Derbez. Al día siguiente nada fue igual.
 Recuerdo que lo convencí de volverse nadador. Por casi cuatro décadas nos llamamos cada semana. Supo ser, al margen mío, amigo de mis hijos. Veo su fotografía en la solapa, tomada claramente antes de la enfermedad. Sereno, maduro, fuerte. El muchacho magnífico que conocí. Así quiero recordarlo.

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