24 abr 2019

Gana la lengua más afilada/ Chantal Maillard

Gana la lengua más afilada/ Chantal Maillard
El País, 23 de abril de 2019
Se le llama argumento ad hominem a la falacia lógica que consiste en refutar la argumentación del oponente desacreditando personalmente a quien la sostiene. Distraer la atención del oyente del tema de debate y desviarla hacia la persona del adversario es un recurso retórico que, utilizado desde los inicios de la oratoria, ha demostrado ser bastante eficaz. La audiencia crece con los ataques personales y no parece importarle demasiado la falta de elegancia que demuestran, ni la carencia de conocimientos que pudiesen encubrir. Es ciertamente más sencillo crear adhesiones despertando aversiones que apelando a la razón. Convencer, a fin de cuentas, es vencer, y en el combate retórico más gana el que más tenga la lengua —el arma— afilada. Cuando se han invertido los términos, cuando ya no se trata de gobernar sino de ganar, el voto es el instrumento del que se saca… partido. Con-vencer, por tanto, es la clave, y para eso todo vale.

Pero, ¿y si ante estos bochornosos espectáculos el circo se quedara vacío? ¿Y si no hubiese nadie dispuesto a pagar la entrada? O, dicho de otra manera, ¿y si en vez de echar balones fuera nos preocupásemos por educarnos? Pues si las cosas son así, ¿no será porque seguimos confundiendo el gobierno con el poder, el servicio público con la autoridad, la justicia con la conveniencia y el bien público con el bien de una mayoría, la parte con el todo? Porque, ciertamente, la mayoría no es la totalidad, ni la democracia es el gobierno de todo un pueblo. Nunca lo fue, en realidad. En las más antiguas democracias de Atenas, según comentaba Aristóteles, se condenaba al ostracismo a aquel que, por su inteligencia o sus cualidades, destacara por encima de los demás. Era, decía el filósofo, lo equivalente a eliminar un detalle demasiado perfecto en una pintura mediocre en pro del equilibrio de la composición. Hemos tenido la oportunidad de comprobar que estas disposiciones han seguido vigentes a lo largo de los siglos. Seguimos arreglando el cuadro de acuerdo a la mediocridad reinante.
La mayoría, en efecto, rara vez piensa bien. Pensar bien, políticamente hablando, es pensar con el ánimo ecuánime, y esto es algo que sólo puede conseguir una sociedad políticamente educada: una sociedad que no se deje influenciar por la retórica de los candidatos, que haya aprendido a distinguir el ejercicio de la racionalidad de las inercias sentimentales, que sea capaz de pensar con imparcialidad y tomar medidas justas incluso si contravienen los intereses personales. Sustituir la estrecha moral del (más) semejante, por una ética mucho más abarcante, reemplazar los prejuicios por el juicio lógico, las creencias por la humildad, las opiniones por el conocimiento, las pasiones por la ecuanimidad, ¿es esto una utopía? Probablemente. Tan utópico como la supresión de los partidos políticos que proponía Simone Weil en 1950, dos años después de la Declaración de los Derechos Humanos. O el despertar de una conciencia ética colectiva. Utópico, pero no imposible.
Todo partido es partidista, el nombre lo indica. Un partido es una porción de una totalidad partida, en la que el bien de unos nunca coincide con el bien de otros. El bien, como el ser, se dice de múltiples maneras. Y si se entiende como sinónimo del interés, a todas luces nunca será común, sino más bien contradictorio. Justicia y bien público son términos que no a todos conviene. Y si lo que unos entienden como “bien común” es aquello que revierte en su bien privado, es evidente que irá en detrimento del bien de otros. Una sociedad políticamente educada entendería que el bien común es cuestión de ética. La ética es una forma de habitar y de pertenecer que se basa en el respeto y el respeto, en su forma natural, acompaña la conciencia de una equivalencia que no deriva de juicio alguno. Cuando faltan las vías que le permiten a esa conciencia común, que yace bajo la historia personal de cada uno, dictarnos la manera de actuar éticamente, recurrimos a la racionalidad. La razón es lingüística y el lenguaje es lógico, y la lógica nos brinda otra equivalencia. En el ámbito de la razón práctica, se le llama justicia.
Ahora, mientras las utopías devengan realidad, habremos de considerar el hecho de que la mayoría no piensa ni actúa con lógica, sino guiada por pasiones e intereses personales. De ahí que los partidos, que son, como decía Weil, máquinas de fabricar pasiones colectivas, tengan un lugar preeminente en el panorama político, y que tomar partido, situarse “en pro” o “en contra” de lo que generalmente no pasa de ser una opinión, haya sustituido la obligación de pensar. ¿Qué hacer entonces?Para empezar, dejar de asistir al circo. Dejar de seguirles el juego a quienes tratan de convencernos con argumentos pueriles o ganar nuestra simpatía descalificando al adversario. Si de combate se trata, la dignidad se impone: un gran enemigo es siempre preferible a uno mediocre. Todo buen estratega sabe que la mediocridad del enemigo reduce la talla de su adversario y que quien descalifica a su contrario se descalifica a sí mismo.

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