Trump contra Zelenski, ¿una repetición de Hitler contra Checoslovaquia?/ David Sarias Rodriguez es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.
Se deriva de la célebre Ley de Godwin que la calidad de un argumento es inversamente proporcional a la velocidad con la que uno los sostiene sobre una comparativa con los nazis o Hitler -o fascistas, cabe añadir, que viene a usarse como sinónimo.
Puede el lector inquisitivo hacer una rápida búsqueda online y encontrará idéntico fenómeno con Lyndon Johnson y Nixon durante la guerra de Vietnam; Tony Blair, Aznar y Bush durante la invasión y ocupación de Irak; Bin Laden, los talibanes y Hamás por las respectivas masacres y atentados contra la dignidad humana; o Benjamín Netanyahu y Joe Biden por la ocupación israelí de Gaza.
Lo de Trump, en esta línea es un verdadero no parar desde 2017, incluso antes de que llegara a la Casa Blanca. Como puede deducirse de la lista, Godwin incidía en una llaga especialmente sangrante para los historiadores profesionales: cuando "fascista" es cualquier cosa nada lo es, inclusive los fascistas originales. Por un lado, de ahí al negacionismo no media ni un paso, cosa grave en sí misma; pero también conduce a analogías absolutamente falsas que, lejos de ayudar a interpretar nuestra realidad, la distorsionan.
Y en eso estábamos cuando el presidente de una pequeña república de la Europa oriental, Volodímir Zelenski, se encuentra reunido con los líderes de la superpotencia del momento. De forma repentina e inesperada, el líder de ésta última, Donald Trump, la emprende a gritos con la ayuda de su vicepresidente en un esfuerzo por intimidar físicamente al mandatario ucraniano, ante la estupefacción de la comunidad internacional.
Esto, más o menos, lo que ocurrió en el Despacho Oval el pasado viernes. Un horror sin paliativos. Europa no había presenciado semejante espectáculo desde que en 1939 Emil Hácha, entonces presidente de Checoslovaquia, casi sufre un ataque al corazón cuando Hitler y Göering, a gritos, le exigían reconocer la partición entre Chequia y Eslovaquia y la ocupación alemana de Bohemia so pena de bombardear Praga.
Obsérvese que, en la práctica, las exigencias que afronta Zelenski ahora - o lo que sabemos de ellas - son efectivamente equivalentes las que los nazis plantearon hace ocho décadas y que la comunidad internacional encabezada por Neville Chamberlain concedió a Hitler en Múnich unos meses antes de la cumbre con Hacha y sin consultar a los checos. Zelenski, evidentemente, conoce el pasado reciente (más reciente si cabe en la Europa oriental) y se ha negado en redondo a jugar el papel de Hacha, que entregó su país a Alemania, o el de su predecesor Edvard Beneš, que accedió a desmantelar el ejército checo en Múnich.
A priori, los paralelos son palmarios y pareciera que nos asomamos a una excepción de la ley de Godwin - y un claro ejemplo de las pulsiones fascistizantes de Trump. El paralelismo más evidente entre ambos incidentes es comunicativo y estilístico. Ni siquiera Andrey Gromyko, el famoso 'Sr. No' durante su etapa de embajador soviético en Naciones Unidas se acercó a semejante espectáculo.
Trump ha utilizado el recurso a la coacción física y al chantaje por motivos idénticos a los de Hitler frente a los checos y con idéntico desprecio por el ordenamiento liberal internacional que prohíbe - en teoría, claro - las agresiones unilaterales entre Estados. Sólo esto es alarmante y apunta a una 'doctrina Trump' en política exterior construida desde la realpolitik y con absoluto desprecio a todo aquello que Trump no identifique como los intereses inmediatos de Estados Unidos.
No obstante, es bueno examinar el asunto con más detenimiento. Las negociaciones entre los alemanes, los británicos y (más adelante, cuando estaba la cosa ya resuelta) los checos, se condujeron en privado y a fecha de hoy conocemos los detalles por las minutas y memorias de los concernidos - que es lo que Trump ha hecho vía Putin y Arabia Saudí donde, efectivamente, se entablaron negociaciones reales.
Lo de Zelenski en Washington ha sido, claramente, una encerrona diseñada como espectáculo televisivo. El mismo Trump observó sin empacho que quería exponer el comportamiento de Zelenski al público; Vance repitió mecánicamente sus puntos de guion -"esto es una falta de respeto"- aleatoriamente y sin atender a la conversación.
El temperamento de Zelenski -irascible cuando se le regatean los fondos a expensas de muertes ucranianas- es bien conocido en Washington. También es sabido que Zelenski, un actor profesional como Trump, maneja el lenguaje televisivo con la misma eficacia que éste.
La cumbre, en resumen, no dejó de ser un espectáculo televisivo dirigido a las respectivas audiencias. La performance de Trump fue terrorífica para diplomáticos, periodistas y europeos en general, pero no es a ellos a quienes él se dirige, sino a sus votantes de base, que nunca han entendido por qué deben los norteamericanos salvar a los ucranianos mientras los europeos se echan a un lado -esto último es falso en términos de ayuda a Ucrania, pero contiene más de un grano de verdad en términos de gasto militar y desde luego Trump y los suyos lo creen sinceramente.
Zelenski, que ha tenido abundantes pruebas del desinterés de Trump, jugó la carta de la dignidad, como deberían haber hecho Beneš y Hácha, que es la única que tiene y al menos le sirve de cara a su opinión pública interna y para presionar a los europeos -a la luz de las reacciones, con cierto éxito en ambos campos.
El segundo contraste entre la cumbre de Berlín en 1939 y la de Washington en 2025 es que Trump, a diferencia de Hitler, no ha invadido nunca nada. Es más, si puede detectarse un eje rector en la política exterior de Trump es el aislacionismo. Notablemente en Afganistán, donde aceleró la salida de los norteamericanos que luego culminó Biden de forma desastrosa, pero también en Europa, donde evidentemente está intensificado los esfuerzos de sus predecesores por descargar sobre los europeos los problemas en sus propias fronteras.
Más allá de las diatribas recientemente dirigidas a los canadienses, los daneses y los panameños, la política exterior de Trump se ha distinguido por esfuerzos diplomáticos inefectivos y un tanto cómicos pero bienintencionados -en opinión de Trump- y absolutamente carentes de agresividad hacia Corea del Norte y, más al caso, la propia Rusia. Lejos de pulsiones fascistas, lo que motiva a Trump es el mismo impulso que movió a Chamberlain a desarmar Checoslovaquia y permitir a los nazis que la ocuparan. En palabras del premier británico, muy repetidas por Trump en fechas recientes, la idea es conseguir "la Paz en nuestro tiempo".
Zelenski, que ha entendido la dinámica a la perfección, no se cansa de repetir que los ucranianos, cuando frenan a Putin, también protegen, por ejemplo, a las repúblicas bálticas y a Polonia, y por ende a los norteamericanos. Siendo el argumento absolutamente cierto, también es absolutamente inefectivo con Trump y los suyos, dado que la última parte no la creen y lo de las bálticas sencillamente les resulta indiferente.
Y es que, en tercer lugar pero quizás más importante, Trump debe entenderse en el peculiar contexto de la política norteamericana. Volviendo a Múnich/Berlín en el albor de la Segunda Guerra Mundial, lo más importante es recordar que no hay análogo a Trump porque su predecesor de entonces, el mitificado Franklin Delano Roosevelt, se negó en redondo a inmiscuirse en los asuntos europeos e hizo campaña en las elecciones de 1940 -con la guerra ya empezada- como candidato "de paz".
Trump, hoy, parece querer convertir la ayuda de guerra a los ucranianos en una suerte de acuerdo comercial... que es exactamente lo que hizo Roosevelt cuando, en el marco de la Ley de Préstamo y Arriendo, forzó a Churchill a aceptar cesiones territoriales, o lo que perpetró el secretario del Tesoro Harry Dexter White cuando forzó la adopción del dólar como como moneda de cambio internacional en los acuerdos de Bretton Woods del año 1944.
Conviene recordar también que los norteamericanos sólo entraron en la guerra después del ataque directo japonés en Pearl Harbor. Sobra decir que la diferencia crucial entre ambos presidentes es que Roosevelt -como su predecesor Woodrow Wilson en la Gran Guerra- era consciente de que los norteamericanos debían entrar en el conflicto, pero se enfrentaba a una opinión pública galvanizada por movimientos populistas como el famoso 'America First Committee' que veía la guerra como algo lejano y a los nazis, en general, como una amenaza menor en comparación con la Unión Soviética.
Trump se inserta en el centro de esa corriente aislacionista que en realidad dominó el Partido Republicano hasta que Robert Taft perdió las primarias republicanas de 1952 a manos, significativamente, de Dwight Eisenhower, a la sazón comandante supremo de las fuerzas armadas aliadas en Europa. Trump, en realidad, se ha colocado al frente de ese movimiento social aislacionista que ha recuperado toda su fuerza tras el fin de la Guerra Fría y la resaca de las desastrosas guerras en Irak y Afganistán.
Hay un cierto sector de la opinión publicada e incluso buena parte de la Academia, como la notable historiadora Sarah Churchwell o el más prudente Gary Gerstle que encuentra difícil, casi imposible, resistirse a enfatizar las "tendencias fascistizantes" o, en el caso segundo, la pulsión "autoritaria" de la derecha americana en general y Trump en particular. El problema es que en lo relativo a política exterior este análisis conduce errar el diagnóstico e, inevitablemente, errar también el remedio.
Lejos de responder a presuntas simpatías de Trump hacia Orbán o hacia el propio Putin, la hipotética retirada -está por ver que se haga efectiva- de los norteamericanos del continente europeo ha sido una aspiración de todos los presidentes norteamericanos desde al menos Bill Clinton y la presión para que incrementemos nuestro gasto de defensa se retrotrae nada menos que a Eisenhower.
Algo similar ocurre en el terreno doméstico: el movimiento MAGA que ahora lidera Trump sólo es novedoso para la suerte de norteamericano culto, cosmopolita y acomodado más familiarizado con las últimas tendencias en Londres o Milán vía Nueva York, San Francisco o Chicago que con el temperamento de sus compatriotas de los Apalaches, la Minnesota rural o, a juzgar por las últimas elecciones, los barrios hispanos y negros a lo largo y ancho de la nación.
Se trata de un temperamento vetusto que se puede detectar en el citado Taft dentro del Partido Republicano hasta los cincuenta, o en movimientos de base como la John Birch Society de los años sesenta, en el candidato independiente Ross Perot y el republicano Newt Gingrich en las postrimerías del siglo XX o en el más reciente Tea Party.
La desconfianza hacia el Estado federal, la pulsión individualista, el resentimiento de clase entre las víctimas de la desindustrialización, el apego por la moral tradicional en cuestiones relativas al sexo (ahora también la cuestión de género) o el uso recreativo de drogas se combinan y recombinan en un curso fluido y constante que jamás ha desaparecido de la comunidad política norteamericana. También el racismo, la xenofobia y la misoginia galopante, claro, o la demagogia y las teorías de la conspiración. Pero poner el foco solo y exclusivamente en estos últimos elementos e ignorar los anteriores a fin de encontrar fascistas, como han hecho con olímpica y autodestructiva displicencia los demócratas en Estados Unidos y buena parte de la clase intelectual tanto allí como aquí es, como opinaba Godwin, absurdo y contraproducente.
El problema de Trump no es que se erija en un líder omnipotente con ínfulas totalitarias y expansionistas. El problema es que saque a los Estados Unidos del escenario europeo por las bravas para centrase en el teatro del Indopacífico. Y la solución, urgente, es que los europeos se tomen a sí mismos y sus responsabilidades en serio. Y que tanto europeos como norteamericanos, más allá de la élite política, afronten las evidentes tensiones socioeconómicas y culturales que azotan ambas orillas del Atlántico y explican el éxito de Trump y sus homólogos europeos desde la honestidad, en lugar del juicio moral y la condescendencia.
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