Lo que olvidan algunos jueces/Gerardo Laveaga, director general del Instituto Nacional de Ciencias Penales de PGR
Publicado en Reforma, 12 de julio de 2011;
La mayoría de los jueces mexicanos son preparados y honestos. Me consta. Muchos de ellos, sin embargo, han olvidado el juramento que hicieron al asumir su cargo: defender la Constitución. Atascados en los formalismos procesales -los alcances de una causal de improcedencia, el vencimiento de un término, las implicaciones de una omisión...- olvidan los auténticos objetivos por los que prometieron luchar. Estos objetivos -temo que hay que recordarlo- no se encuentran en las leyes o los reglamentos. Menos aún en la jurisprudencia. Se hallan, repito, en la Constitución.
"Nuestra labor es establecer el correcto sentido de una norma, empleando técnicas de interpretación, ponderación o solución de antinomias, según sea el caso", se ufanan los jueces de todas las jerarquías, aclarando que a unos les corresponde una cosa y, a otros, otra. "Para ello gozamos de autonomía y no tenemos más compromiso que la imparcialidad". Pero, mientras ignoren que la autonomía que se les otorgó fue para aplicar la Constitución sin cortapisas y que su imparcialidad no los sitúa por encima del compromiso que tienen con nuestra Carta Magna, su alegato se antoja irrelevante. Me explico: El artículo 20 de la Constitución señala que el fin de un procedimiento penal es que el inocente quede libre, el culpable de un delito vaya a prisión y el daño de las víctimas sea reparado. En el quehacer cotidiano, no obstante, escudándose en el debido proceso, lo importante para un juez penal es que el Ministerio Público no haya omitido ninguno de los requisitos de una consignación, que no haya retenido al inculpado más de 48 horas y -Dios no lo permita- que no lo haya detenido sin orden judicial, así se le haya sorprendido en flagrancia. Si, verificados estos pormenores, el culpable queda libre o el inocente va a prisión, da igual. "El Ministerio Público no hizo su chamba", se lavan las manos los jueces, sin que ninguno de ellos se acuerde de la obligación que tiene de "mejor proveer".
El artículo 28 no titubea al condenar los monopolios y las prácticas de éstos: "la ley castigará severamente, y las autoridades perseguirán con eficacia" a quienes incurran en ellas. Pero, ¿de veras ocurre esto en los tribunales? Seducidos por los argumentos abogadiles en torno a la contradicción de cierta norma o a una laguna reglamentaria, nuestros jueces han tolerado que una treintena de grandes compañías se repartan la mayor parte de la riqueza nacional y, con ello -el dictamen es del Banco Mundial-, han cerrado las puertas a la competencia y a la inversión. Han clausurado las posibilidades que tiene México de convertirse en un gigante.
El artículo 31 obliga a los mexicanos a contribuir "para los gastos públicos... de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes". Si los jueces no estuvieran absortos en discernir la esencia del principio de proporcionalidad, hurgando en las ambigüedades de una miscelánea fiscal, y no dieran entrada a tantas estratagemas -recursos, corrigen los abogados- de las que emplean determinadas empresas nacionales y multinacionales para eludir sus impuestos, México sería un país más igualitario. La OCDE no insistiría en la necesidad de mejorar nuestras pobres tasas de recaudación.
Y, así, podríamos revisar uno por uno de los 136 artículos que conforman nuestra Carta Magna. Si ésta, muchas veces, ha quedado en quimeras y buenas intenciones se debe, en buena medida, a que muchos de nuestros preparados y honestos jueces no tienen el coraje para cumplirla y hacerla cumplir.
Que haya justicia en una sociedad depende tanto de los Poderes Legislativo y Ejecutivo como del Judicial. Es una responsabilidad compartida. El orden público depende más de los jueces que de los soldados, los policías o los fiscales. Con sus sentencias y amparos, dan vida a las leyes e indican quién se queda con qué y cómo. Cuando los integrantes de una sociedad prefieren arreglar sus dificultades a balazos o a través de corruptelas, esto significa que los jueces, por las razones que se quiera, no están cumpliendo con su cometido.
El primer aviso serio de que la judicatura no estaba a la altura de lo que se esperaba de ella fue la creación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, un organismo destinado a hacer lo que los jueces no estaban haciendo. La instauración de un Tribunal Constitucional -una idea que cada día cobra más fuerza en círculos políticos y académicos- podría significar una segunda advertencia...
Desdeñar lo que ordena nuestra Constitución, para perderse en disquisiciones como a quién corresponde el control difuso o el modo en que hay que entender la expresión "a la brevedad posible" en el inciso c) del párrafo segundo, de la fracción novena del artículo 1698 bis de un código cualquiera -concepto que difiere del inciso d)- es una actitud que no tiene cabida en ningún Estado Democrático de Derecho.
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