Hoy,
10 de abril, ingresará el nombre de Efraín Huerta a la Cámara de Diputados.
EFRAÍN
HUERTA EN MI RECUERDO
“Porque la he visto danzar...”, así empezaba
el significativo texto que Efraín Huerta escribió para una de las exposiciones
de la pintora y grabadora Leticia Ocharán, la tabasqueña que cumplía años los
28 de mayo y que era gran amiga del poeta a través del vínculo que fue para
ellos el Taller de Gráfica Popular. Leticia fue mi esposa hasta su muerte, el
23 de octubre de 1997; la vi muchas veces delizarse sobre los andurriales de la
música, por ello comprendo el arrobo de Efraín ante su danza, legítima
expresión de la ignímova vegetación sureste.
A esa danza de Leticia (poema y trópico) se
refería Efraín cuando escribió:
Porque la he visto danzar (no baila, no se
contorsiona demencialmente: danza, que es lo superior en el cuerpo humano,
cuando se tiene un cuerpo claro, digno de ser admirado); porque la escucho reír
y hallarle el sabor al arte de estar vivos todos y porque la he observado en su
más misterioso momento; el de pensar en lo que vendrá, nerviosamente: en lo que
habrá de pintar. Ya lo tiene pensado y meditado, y el gran secreto está en
llegar a cubrir esa superficie y, como ya lo señaló con inteligencia la poeta
Thelma Nava, saber penetrar en el sueño y hacerlo llegar a otros soñadores, a
otros artistas, a otros seres, hermosamente humanos.
Por todo lo anterior y mucho más que no
puedo callarme, he llegado a admirar a Leticia Ocharán en todo lo extenso, insondable
y maravilloso que es la admiración. Bueno, he llegado a envidiarle hasta que
trabaje tanto y se dé el tiempo reciso y precioso para proyectar estos grabados
que ahora, aquí mismo, nos hablan de lo criminal que es la incomunicación entre
los seres a veces malamente llamados humanos.
Es como una condenación lírica, al través de
rostros que no deberían ser hostiles y de cabezas que no deberían estar ni
truncas ni trocadas. Ahora se ve una calle infinita, junto a un muro en donde
la tristeza nos abruma. Es una calle de una ciudad invisible para nosotros,
pero visible para la “belle” artista. ¿Llegará algún día a pintar una casa de
ciruelos? Es vascuense, Ocharán significa eso justamente: casa de los ciruelos.
Por lo pronto, ella nos da sus anchas, amargas
visiones de cómo la manzana de la discordia podría matarlentamente al hombre.
Siendo una denuncia, nos deja, sin embargo, la puerta abierta a la alegría
(ella es leticianamente alegre, valga el pleonasmo) y al optimismo.
Los recuerdos que guardo de Efraín Huerta
son tantos y tan intensos, militante en la amistad, en la poesía, en el
compromiso político, fue para muchos de nosotros más que un hermano. No
obstante la diferencia de edades (quizá no tanta) tuvimos el fuerte lazo de
amigos comunes: Juan de la Cabada, Juan Helguera, Ermilo Abreu Gómez, Aurora
Reyes (cómo lo quería), Jaime Sabines y tantos más. Precisamente en un poema
que le escribí a Sabines y que se publicó en mi libro De la obra poética (Edit.
Papeles Privados) hay una parte en la que menciono:
...Se
me ocurre decirte que tú, que Efraín,
son
de esas voluntades que salen a la calle,
al
prostíbulo, al mitin,
a
hablar con las vergüenzas de Dios
y
levantan la frente para esperar el rayo...
Pero no sólo hice homenaje a Efraín a través
de otros poetas. Hay un acto poético en su honor en mi poema Ajusco. La pieza
está dedicada a otro hermano nuestro, al gran escultor colombiano Rodrigo
Arenas Betancourt (qué tardes aquellas con Rodrigo en el Salón Palacio de las
calles de Rosales, en donde compartíamos con Manuel Blanco, Alfredo Cardona
Peña, Cardona Chacón, Xorge del Campo, el mismo Efraín y tantos otros). Si bien
el poema está dedicado en lo externo al ya desaparecido Arenas Betancourt, el
homenaje al hermano Efraín es interno y radica en que este poema está resuelto
en el mismo número de versos que componen el poema El Tajín, esa grandiosa obra
de nuestro poeta. Mi poema se llama en realidad Ajusco o Efraín y lleva el
subtítulo de “El Xitle”:
Los
días se mezclan, se entrecruzan,
Se
enredan en su oficio de espiral, en sus telares,
Modelan
el jornal de la hora en punto
Y
en el musgo del tiempo –partículas de sal del infinito-,
Trabajan
ciegamente el movimiento,
Lo
modelan segur al ras del suelo.
Abajo
los días inventan horarios verdipardos,
Se
encuentran en las calles, acales de humo. Se evitan,
Se
aniquilan en cruz entre el estruendo.
Las
que fueron lagunas, ojos secos adormecen.
De
pronto, de los pistilos del ruido
La
vista se levanta, dardo a vuelo,
Y
en lo alto, en la patria del relámpago,
En
el prisma ancestral de la sorpresa,
La
silueta del Tlatoani,
Allá
su penacho, su etérea soledad,
Ala
descomunal, allá, su cresta planetaria...
Y así sigue el poema hasta completar los
versos de El Tajín.
En esa correspondencia poética (nuestra
forma de medir el tiempo), publiqué por esas fechas el poema Cementerio-Verano,
pieza que Efraín escribió cuando se encontraba recluido en el hospital de
oncología del Seguro Social. Resulta que viendo hacia la tumbas por los
ventanales que dan al Panteón de La Piedad, Efraín recordó la fecha en la que
fueron a enterrar, en ese sitio a Silvestre Revueltas. Así, en el trasiego de
esos recuerdos, se puso a escribir el poema que su esposa, la poetisa Thelma
Nava, me entregó con señalada generosidad de su parte. Lo incluí en un cuaderno
que con el título de Silvestre Revueltas me editó en 1975 el Fondo de Cultura
Económica:
Como
puede ser la de la derecha
Puede
ser la de la izquierda
La
más ennegrecida
La
que parece una mano vendada
La
fea, la ronca, la sin yerbas
O
la otra que no ves bien
(Idiota,
tonto que no oyes)
la
que suena bonito
(Suena
y sueña, caramba)
La
más poderosa y la más humilde
Sí,
sí, sí, la del carcomido
Bosque
de violines
La
que huele a cerveza de barril
A
calzada de la Ronda...
Después, en esa misma tumba que recordaba
Efraín desde los ventanales del hospital, fuimos a enterrar a José Revueltas,
en una tarde de dolor-mitin-fiesta, deflagración del tiempo, forma de todos de
seguir estando sobre la tierra.
Mi orgullo al tener como amigo a Efraín era
mayúsculo, pues desde estudiante de secundaria supe de él por medio de volantes
en donde se reproducían sus poemas combativos, que eran repartidos en medio del
fragor de las batallas sindicales que se libraban en plena vía pública entre
maestros, ferrocarrileros, petroleros, etc., y los cuerpos represivos del
poder. Huerta era entonces el poeta de las luchas populares; por eso, cuando el
universo de nuestra poesía me hizo conocer físicamente a personajes, y
tratarlos, éste del que hablamos, fue central para mí. Después vino la
convivencia con él, con Juan Helguera, con Aurora Reyes...
Ya convertido en mi amigo lo visité varias
veces, acompañado por Leticia, en su
casa de las calles de Lope de Vega, en Polanco y tuve el honor de que varios
poemas míos fueran publicados en una columna de mucha tradición que el mantenía
en el periódico El Día con el nombre de El poema de amor, ilustrada ni más ni
menos que por otro gran amigo nuestro, el maestro Alberto Beltrán.
Hasta la calle de Lope de Vega llegamos
Leticia y yo un día de su cumpleaños para obsequiarle una caricatura que ella
le hizo a pluma en donde se veía a un cocodrilo ataviado con la camiseta del
Atlante. El saurio sosteniendo una pluma con la cola escribía versos sobre una
hoja de papel. El dibujo llevaba un epigrama escrito por mí. Este obsequio fue
reproducido más tarde en un libro elegantísimo dedicado a Efraín, que con el
nombre de Efraín Huerta: Absoluto amor integró Mónica Mansour con prólogo de
José Emilio Pacheco. (Gobierno del Estado de Guanajuato. 1984). El epigrama
decía:
Vate,
cocodrilo en cinta
de
máquina escribidora,
tanto
tropo trepa en tinta
que
un siglo más bebe... y llora...
En ese tono festivo hice también una
calavera que una de sus hijas me pidió para una exposición de calaveras que
dedicadas a Efraín se montó en el museo de El Chopo. En esos versos hacía
mención del poeta en huesos viajando en un autobús de la línea Juárez-Loreto.
Desgraciadamente esas líneas las tengo extraviadas.
El segundo texto de Efraín que quiero
reproducir aquí fue el que escribió como prólogo para un libro de poesía y
dibujos eróticos que con el título de Trece tiempos de Eros publicamos Leticia
y yo en 1980. Con el título de Erotismo en rosa roja dice Efraín en ese
prólogo:
Otro poeta –fraternal de Roberto López
Moreno- advirtió que el amor llega lento como la tierra negra y luego intentó
definirlo así: “Es blanquísimo y limpio, larguísimo y sereno: veinte sonrisas
claras, un chrro de granizo o fría seda educada”. Es la levedad en el
pensamiento: la rosa roja en plenitud. La palabra sobre nuestro amor puede
perderse, y uno buscará la piedad o hallará otros frutos, otras rosas acaso más
rojas que la primera.
Dibujable, un amor, un acto de amor, una
entrega, una pasión en forma de catedral. Dibujable, un amor que salva o pierde
en el instante más violento y más sudoroso. Dicbujable, la forma de un amor,
que es como dibujar un sueño: un antidesamor, una limpísima melodía.
Las manos deben detenerse allí, en una
blancura, en una pureza, a lo largo y ancho de la piel. Los labios deben ser
completamente labios, como lengua total una lengua a la otra. Un sexo cara a
cara con su día y su noche. Más día que nunca, por que el dibujo tiene que ser
una luz: la luz, pues, de una rosa roja.
Así se inventó la transparencia: trazando
sueños, con un poeta dormido en sus brazos. La transparencia como la forma de
un corazón o de unos senos anhelantes (“soñaba el hermoso color del amor en
corazón latidero”, escribió, dibujo otro poeta). Así es la llegada de Eros,
nocturnamente poseedor.
Hemos oído las claras voces del amor, digo,
del Amor, y un temblor nos diviniza y desnuda.
Amor es una ventana abierta por donde penetra
la alegría. La alegría se llama Leticia. La alegría en los breves poemas, es
Roberto.
Si se ama, se ama como estar en un jardín,
escuchando el sonido de una afanosa flor abierta al mundo.
Los dos textos, tanto ésta como el que habla
del grabado y la danza de Leticia fueron publicados más tarde en un cuaderno
que bajo el título de Prólogos de Efraín Huerta editó la UNAM en 1981 en su
colección Cuadernos de Humanidades.
El mucho cariño y la gran admiración al
poeta me llevó a participar en el Primer Concurso Nacional de Poesía Efraín
Huerta que instauró en 1978 el Gobierno de Guanajuato. Concursé con mi poema
Alegato desde el saurio y obtuve el segundo lugar (siempre creí que era el
merecedor del primero para estar a tono con mi natural modestia).
Esa vez pasamos gratas horas en Guanajuato
con el propio Efraín, Leticia, Thelma Nava, Elena Jordana, Armando Sierra
Partida, Gaspar Tapia Aguilera, Héctor Carreto y otros poetas. A Efraín lo
seguí saludando los sábados y los domingos en la Casa del Lago de Chapultepec,
en donde Leticia daba clases de pintura junto con el maestro Mariano Paredes y
Thelma Nava, esposa de Efraín, hacía labores de apoyo a favor de la guerrilla
nicaragüense en lucha a muerte contra el sanguinario dictador Anastasio Somoza.
Después vino la muerte de Efraín.
Habiendo reproducido aquí los dos textos que
tan fuertemente nos unieron a Leticia Ocharán y a mí con Efraín Huerta, sólo
quiero recordar la insistencia con la que Mirta Yánez, la queridísima escritora
cubana me obligó a que la llevara a la tumba de Efraín durante aquel su primer
viaje a México, para llevarle una rosa. Tomamos carretera. Mirta depositó la
rosa en la tumba y dijo en voz alta unos versos míos:
Y
fuimos a enterrar a Efraín Huerta
Que
fue algo así como enterrar la tierra,
Como
dejar un algo de nosotros mismos
Palpitando,
laico, entre los santos sepulcros.
Lo
sepultamos por allá, arriba de Xochimilco.
Al
fondo los volcanes crecieron un mucho
Frente
a una pupila diminuta en la cercanía.
El
aire olía al Tajín, a los hombres del alba.
A
la tierra bajó la tierra.
Efraín
quedó entre los viejos volcanes,
En
el nuevo camino a Oaxtepec.
Qué
nítidos sonaron esa noche los Revueltas.
En aquella inmensidad rural solamente
estábamos los tres, y el viento helado que baja de los volcanes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario