Cautivos del bipartidismo/Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del
Derecho y del Master de Derechos Humanos de la Universidad Oberta de Catalunya.
El País
| 20 de febrero de 2013
¿Se
acuerdan de Zu Guttenberg? Tenía solo 39 años y era ministro de Defensa en
Alemania. Pasaba por ser el político más valorado del país, y nadie dudaba de
que sustituiría a Merkel en el liderazgo del partido. Pero en marzo de 2011 se vio obligado a dimitir ¿Su delito? Había
copiado, en la universidad, partes de su tesis doctoral. Mientras escribo esto,
y como en una suerte de confirmación de lo que voy a defender aquí, acaba de
ocurrir lo mismo con la ministra de Educación, Annette Schavan.
¿Por
qué nosotros no somos así? Algunos enarbolan la teoría de la cultura política
del país, una manera elegante de decir que no podemos ser de otra manera, que
llevamos la corrupción en la sangre. Bien, no es cierto. Como todo en política,
no es cuestión de genes, sino de voluntad. Y el espejo alemán nos devuelve al
menos dos lecciones de las que deberíamos tomar buena nota.
La
primera es institucional. Quien obligó a Guttenberg a dimitir fue, por
supuesto, su partido. En Alemania son los propios partidos los que se encargan
de limpiarse a sí mismos. ¿Son los partidos alemanes mejores que los nuestros
por naturaleza? No, lo que ocurre es que desarrollan sus funciones en un marco
institucional que les obliga a combatir la corrupción. Un marco institucional
que tiene un nombre obvio: libre competencia.
Pero
en España no tenemos libre competencia entre partidos. Lo que tenemos es
bipartidismo. Por rara que nos suene, la pregunta clave para abordar la
corrupción en España es la siguiente: ¿Hay algo más desamparado desde el punto
de vista electoral que los ciudadanos de centro-derecha y derecha de este país?
Ocurra lo que ocurra, solo tienen una opción: votar al PP. Y algo muy parecido
ocurre con los ciudadanos de izquierda: solo pueden votar PSOE… o dejar que
gane el PP.
Esa
es una realidad institucional implacable y feroz para los millones y millones
de españoles que viven en las circunscripciones pequeñas, en las que no es
posible la pluralidad y solo existen esas dos opciones. Y esa realidad implacable
y feroz dibuja, frente a la urna, una alternativa diabólica: o votas PP aunque
incluya corruptos en sus listas, o dejas que gane el PSOE. Y viceversa: o votas
PSOE, te convenza o no, o dejas que gane el PP. Una indignada atrapó de forma
magistral el corazón del bipartidismo: “Es un absurdo absoluto que la forma de
castigar a un partido sea votar a otro con el que no se está de acuerdo”.
¿Qué
tiene que ver el bipartidismo con la corrupción? Todo. En un sistema así los
electores no somos los soberanos de los dos grandes partidos; somos sus
súbditos. Porque ambos juegan con la ventaja de saber que tienen a su favor el
propio sistema electoral —esto es, las reglas del juego— y que por tanto el
ejercicio de rendición de cuentas ante la ciudadanía se llevará a cabo siempre
de forma beneficiosa para ellos. En el PP pueden hoy huir hacia adelante solo
porque saben que, en la próxima jornada electoral, sus millones de votantes no
tendrán otra opción que elegir entre ellos y el PSOE. Esto es, porque saben que
todo aquel a la derecha del PSOE estará obligado a votarles.
En
Alemania el universo es otro. Hay proporcionalidad perfecta: cada partido
recibe la cuota de escaños que le dan sus votantes, sin trampa ni cartón.
Circunscripción única y absoluta igualdad de oportunidades para todos los
partidos. Libre competencia. Si el partido de Merkel presenta un corrupto, sus
votantes tienen otras opciones cercanas por las que decantarse. Cercanas… eso
es fundamental, porque implica que los votantes conservadores no tienen como
única alternativa a un partido de izquierda. En un escenario así, los electores
son libres y, por tanto, la corrupción se paga electoralmente cara.
En
un escenario como el español, no. Aquí son los votantes los que están cautivos
del partido y no al revés. Rajoy lo demostró de modo inmejorable. “Lamento el
daño que están haciendo al Partido Popular”, tuvo el valor de decir. Pero, si
hay algo indiscutible en todo esto, es que el daño al partido lo han hecho
ellos, los dirigentes. Son ellos, nadie más, los que han traicionado a sus
millones de electores. En Alemania los echarían a patadas con la primera
información periodística. Y lo harían desde el partido. Porque allí los
ciudadanos son soberanos. Aquí no. Aquí los millones de ciudadanos
conservadores no tendrán otra posibilidad que votarles a ellos y por eso Rajoy
puede hacer lo que hizo: insultar a su inteligencia, la de sus propios
electores, a la cara y en público. Son sus votantes en sentido patrimonial: no
pueden ir a otro lado.
La
segunda lección es ideológica. Es sabido que el partidismo, en la forma de
bipartidismo imperfecto que adquiere entre nosotros, lo ha acabado colonizando
todo: el ejecutivo, el legislativo, el judicial, el Banco de España, el
Tribunal de Cuentas, el Constitucional, las comunidades autónomas, las cajas de
ahorro. Pero empieza a colonizar también nuestras propias categorías de
análisis.
Solo
eso explica que hayamos llegado a pensar que la solución a la corrupción pasa
por un pacto entre los dos grandes protagonistas del duopolio representativo
que padecemos. Es todo lo contrario, ese pacto es el problema. Porque el pacto
democrático obvio es otro. El pacto democrático obvio es entre cada partido y
sus votantes. Son los votantes los que exigen a su partido que no se corrompa. Y,
si no cumple, se irán a otro partido. Pero, claro, para eso tiene que haber
proporcionalidad y libre competencia entre partidos. Esto es, que el elector
sea soberano y elija con entera libertad entre las diferentes opciones. Aquí es
al revés. Aquí el menú a dos ya está fijado de antemano y fosilizado ad eternum
gracias a la ley electoral. Por eso las decisiones las pactan entre ellos y por
eso a ese pacto a los votantes ni se nos invita, porque ya se sabe que solo
podremos votar por uno o por otro.
Alemania
funciona mejor que España por muchos factores; uno de ellos, sin duda, el
institucional. Los partidos se depuran a sí mismos y así la dinámica es otra.
Porque fijémonos en la dinámica que se avecina en nuestro país tras la
declaración de Rajoy. Una dinámica con solo dos posibilidades, la horrible y la
inconcebible.
La
horrible es un Gobierno con indicios más que sólidos de corrupción. Los
ciudadanos españoles tenemos documentos de puño y letra del tesorero del
partido en los que se afirma que Rajoy y el PP se financiaban ilegalmente.
Tenemos las declaraciones de un diputado del PP, en estas mismas páginas,
afirmando que los sobres existían. Tenemos la confirmación por varios miembros
del PP de que varias de las anotaciones de Bárcenas son ciertas. Y tenemos —y
también es algo ya perfectamente empírico— la propia reacción de la cúpula del
PP: en la hipótesis de la inocencia, no reúnes al partido… ¿Para qué, si todo
es falso? Si todo es falso descuelgas el teléfono, hablas con tus abogados y te
querellas. Y punto.
La
inconcebible es un Gobierno bajo chantaje. Todo apunta a que Bárcenas está
coaccionando al PP para que desde el Gobierno le protejan. Y todo apunta a que
ha ganado la batalla, porque solo eso explica que desde el PP amenacen a los
mensajeros, pero que a él, que es el remitente, ni lo mencionen. Lo que
implica, claro, que todavía guarda más munición. Esta es, en efecto, la
hipótesis teórica más verosímil, aquella en la que encajan como un guante todos
los datos empíricos que tenemos. Y, si eso es así, entonces el propio Gobierno
es preso de su hombre y se mantiene como Gobierno con la obligación de
protegerlo.
Y
ahora recordemos a Guttenberg y Schavan, dimitidos a la fuerza… ¡por copiar en
la universidad! Y no permitamos nunca que nos digan que no podemos ser como
ellos. Podemos, claro que podemos. Solo tenemos que arrancar nuestra mirada del
lodazal en el que se ha convertido nuestro sistema representativo y mirar un
poco más allá. Y empezar a creer.
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