Inocencia
corrupta/Kepa Aulestia
Publicado en La
Vanguardia | 19 de febrero de 2013
La
corrupción política es una manifestación del poder. En los regímenes
dictatoriales la corrupción está en el sistema mismo. En las democracias está
presente en proporción a la arrogancia con que se ejercen las tareas de
gobierno. Por lo general, la corrupción política responde a la percepción que
los administradores de lo público tienen sobre su continuidad al mando de las
instituciones y sobre la impunidad de la que gozarán mientras no se vean
apeados del poder. Los actores principales de los sistemas autoritarios creen
poseer un poder absoluto porque no está dividido entre ámbitos independientes.
En las democracias representativas la corrupción se cuela allá donde el poder
partidario se cree más duradero y se siente a resguardo de los contrapesos
institucionales, e incluso del papel crítico que corresponde a los medios de
comunicación. Resulta conmovedor cómo los denunciados, los investigados y sus
colegas más solidarios apelan a la justicia e incluso peroran sobre su
intención de defenderse mediante querellas de las que nunca se sabe.
Los
casos de corrupción se suceden y acumulan, porque la capacidad del sistema para
depurar responsabilidades es mucho menor que su disposición a sumar
acusaciones, enredos partidarios y procedimientos judiciales. Claro que la
algarabía de vergonzosas actuaciones públicas que acapara la primera plana de
la actualidad contribuye a trivializar el problema. Podemos pasar de una
sociedad indignada a una sociedad anestesiada en el desconcierto de la
corrupción. Tras la convicción de que la corrupción anida entre los pliegues
morales del partido adversario aparece la necesidad de creer que en casa ajena
hay más podredumbre que en la propia. Aun en un momento en el que la fidelidad
electoral parece más volátil, nadie está dispuesto a admitir públicamente que
sus elegidos le han traicionado corrompiéndose o, mejor, que no sabía que eran
corruptos cuando los votó. Resulta enternecedora la resistencia de quienes han
sido pillados in fraganti para admitir los hechos con las palabras que los
describen más fielmente.
El
recurso general a la presunción de inocencia para eludir toda responsabilidad
que no dependa del veredicto judicial es algo más respetable que la pretensión
de negar indicios y pruebas imputando a los acusadores que actúan movidos por
un propósito político espurio. Como cuando el presidente Rajoy reclama que le
dejen en paz para no desestabilizar su histórica tarea de sacar a España de la
crisis, o como cuando los dirigentes convergentes achacan a la existencia de
planes contra el soberanismo la proliferación de noticias que ensombrecen su
ejecutoria. Las acusaciones de corrupción no son políticamente inocuas; incluso
es probable que los inductores de denuncias, que en ocasiones parecen
dosificadas o cuando menos tardías, obedezcan a algún otro interés además de a
que prevalezca la verdad. Pero es de una candidez insultante para la ciudadanía
tratar de convertir cada noticia sobre corrupción en una maniobra urdida por el
enemigo común que reclamaría la complicidad entre el acusado y su pueblo.
La
inocencia es la expresión última de la fabulación en la que los corruptos y los
corruptores se atrincheran para soportarse a sí mismos y afrontar la pena de
telediario que sobre ellos pesa en una sociedad abierta, además de morbosa.
Sólo fabulando una actuación inocente, legítima e incluso beneficiosa para la
comunidad puede el corrupto soportar lo que le cae encima desde que comienzan a
identificarle como culpable de irregularidades hasta que la causa llega –cuando
llega– a una vista oral. Aunque la fabulación está presente en su
comportamiento mucho antes, puesto que nadie puede creerse ignorante de lo que
es lícito y de lo que no lo es en la administración de los intereses públicos
en su relación con la avaricia privada. La fabulación se asienta de forma
natural sobre el tráfico de influencias, ese espacio ambiguo de resbaladizo
encuentro entre lo privado y lo público. Es el vivero de la inocencia corrupta
que conduce a la prevaricación, el cohecho y la malversación.
El
sistema garantista asegura que haya siempre menos condenados por corrupción que
corruptos. Es lo que anima a estos a moverse al margen de la legalidad y a
perseverar, cuando son imputados, en convencer a los demás de que son tratados
injustamente y en recabar el apoyo solidario de sus compañeros de gobierno o
formación. La variante más sofisticada de tal comportamiento es que cuando al
imputado se le aplica la responsabilidad política –por parte de la institución
o del partido bajo el que se ha amparado hasta ese momento–, se le destituye
del cargo público o excluye como militante, la sentencia casi nunca explicita
el porqué de su depuración.
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