8 jul 2014

Di Stéfano: la piedra filosofal


Di Stéfano: la piedra filosofal/Ignacio Camacho, periodista.
 Publicado  en ABC |8 de julio de 2014
Fue el primer futbolista planetario. El mito fundacional de una suerte de religión cívica del siglo XX. Más allá de los rankings y de los títulos; más allá de la leyenda y de la épica pasional, la figura gigantesca de Alfredo Di Stéfano se alzará siempre como la referencia precursora que cambió las magnitudes sociales, económicas y emocionales del deporte. Fue la piedra filosofal del fútbol, el pionero de su universalización como negocio y como industria. El astro que con su magnetismo y su pujanza estableció un punto de inflexión, un antes y un después de su irrupción magnética, vigorosa, avasalladora. Di Stéfano no inventó el fútbol, pero sí alumbró el fútbol moderno: vertical, rápido, pletórico, competitivo. Otorgó otra dimensión al juego y sobre todo al espectáculo, cuya fuerza potencial adquirió a partir de su revolucionaria aparición en los estadios la plena condición de un fenómeno de masas.

Su genio desatado, torrencial, tenía el poder de una energía transformadora. Santiago Bernabéu, un dirigente de luces largas, la utilizó como motor de un proyecto visionario. A principios de los años cincuenta, cuando Di Stefano llegó a España en medio de una rocambolesca negociación a varias bandas, el Real Madrid era un club de palmarés mediocre y discreta relevancia. Pero el nuevo presidente había intuido la capacidad del fútbol para ejercer como plataforma de poder blando en una capital que buscaba posiciones de influencia en la mortecina sociedad civil del franquismo. Primero decidió construir un gran estadio, un coliseo que sirviese de polo de atracción multitudinario; luego buscó en aquel brioso aunque ya maduro futbolista argentino la referencia que fuese capaz de llenarlo.
Bernabéu tuvo además otra visión de crucial alcance estratégico: cuando el periódico francés «L`Equipe» concibió la Copa de Campeones como una iniciativa para coser las heridas morales de la posguerra europea, el presidente madridista supo ver antes que nadie la fuerza motriz de aquella idea primigenia. La competición continental fue la palanca que necesitaba para proyectar al club como referente de una nación que quería emerger de su aislamiento político. Di Stéfano se encargó de lo demás; su arrasador liderazgo produjo una corriente expansiva que alteró no solo los conceptos técnicos del futbol sino su impacto social, mediático y económico. A su alrededor se levantó la leyenda hegemónica del Madrid, que encontró en la Copa de Europa el simbólico Grial de su mitología deportiva, un perpetuo leitmotiv de excelencia.
Ese trascendente salto cualitativo fue posible gracias a Alfredo Di Stéfano. Un líder de dominancia superlativa, un macho alfa que no soportaba la derrota y transmitía un continuo aliento de superación y de coraje. En las canchas de su Argentina natal, donde el fútbol se vive con la intensidad de una pasión insaciable, de una fe más que de un sentimiento, había mamado el carácter tribal que perfiló su esencial genética competitiva. A partir de unas condiciones físicas superdotadas, muy por encima de la media de la época, exportó a Europa un concepto innovador del juego basado en la velocidad, la técnica y el dinamismo, pero sobre todo en un irredimible y contagioso espíritu ganador. Fue un ciclón en el césped y un personaje de enorme relevancia en la calle; adelantado del cine y de la publicidad –aunque el siempre cazurro Bernabéu torciese el gesto ante cierto polémico anuncio de medias de mujer–, y objeto, por su enorme repercusión internacional, de un secuestro político en Caracas. Un gigante de la cultura popular en un mundo que tras la pesadilla de la tragedia bélica necesitaba despertar a la felicidad intrascendente y relativa de las emociones prestadas.
Le faltó la televisión para consolidar su presencia en el imaginario histórico de la memoria colectiva. Apenas registradas parcialmente en los noticieros cinematográficos, sus hazañas pertenecen aún a una tradición de fama preicónica, de transmisión oral y escrita; no fue hasta Pelé que el fútbol produjo un mito global televisivo. Esa bruma memorial concede sin embargo una aureola mágica a su legado, traspasado entre generaciones con el sello de un privilegio testimonial de primera mano. No existe siquiera una foto de su célebre gol de tacón, en vuelo rasante, a Bélgica, reconstruido por relatos y crónicas con el halo sobrenatural de un prodigio. Todo en él resultaba prodigioso, incluido su entusiasmo iracundo, vehemente, enérgico como una fuerza de la naturaleza.
Su influencia ha sido enorme. Fue el primer gran fichaje transatlántico, el traspaso inaugural del gran mestizaje futbolístico entre las dos orillas del océano. Su estilo, una combinación portentosa de potencia, técnica y precisión, cambió las pautas del juego al implantar con décadas de antelación un despliegue total por el campo. Dominaba todas las suertes, todos los lances, y ejercía en la cancha y fuera de ella una autoridad hipnótica, una aplastante superioridad física y psicológica. El madridismo vive todavía colgado de su divisa de campeón, de un paradigma que aún preside la atmósfera sentimental de Chamartín y sirve de baremo para evaluar a los nuevos jugadores, sometidos seis décadas después a la insoportable comparación con su fantasma sempiterno.
La designación de presidente de honor del Madrid, un acierto de Florentino Pérez, lo elevó en su etapa final a la categoría de emblema, de logotipo viviente del club más laureado del planeta. Su estampa en el palco, en silla de ruedas y sometido al implacable deterioro físico de la edad, provocaba hasta poco antes de su muerte el respeto reverencial de un dios viviente en su santuario. Conservaba la mirada acuosa y el porte soberbio del vencedor arrogante que siempre fue, crecido en su desafiante rebeldía de gaucho que cultivaba memorizando estrofas del Martín-Fierro. Siempre retador, noble, rebelde al fracaso. Acuñador certero de frases y sentencias, a menudo algo ásperas, de porteña sabiduría humilde y canchera, hizo popular la dedicatoria que consagró en su propia casa a la pelota que le cambió la existencia. «Gracias vieja», mandó escribir al pie de la escultura de un balón el hombre que erigió con su vida un monumento al fútbol, en cuyo Olimpo habitará por toda la eternidad vestido del mismo blanco con que se tejen las túnicas de los héroes. Como una deidad liminar surgida de las calles, de las mismas plazas y potreros en que millones de niños lo imitaron soñando gambetas con pelotas de trapo; adultos de hoy que tal vez, inmigrantes vitales en el nuevo siglo, le lloren con una pálida cosquilla de nostalgia por ellos mismos.

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