La
banalidad del mal/Roberto Blancarte
Milenio, 8 de julio de 2014
Corcuera
era una buena persona, por lo menos en apariencia y en el sentido que le
solemos atribuir en México a aquellos que no son intrínsecamente ni malos ni
maliciosos. Denotaba una cierta ingenuidad en su manera de ver las cosas de la
legión.
La
muerte de Álvaro Corcuera, ex superior de los Legionarios de Cristo, me hizo
recordar la idea, impulsada por Hannah Arendt con motivo del juicio de Adolf
Eichmann en Israel, de cómo el mal no es necesariamente el gran demonio
actuando para imponerse, como fue el caso de Hitler y su grupo cercano, sino
que aparece en los actos aparentemente inocentes y banales de muchas personas,
que “solo siguieron órdenes” y no pensaron ni quisieron cuestionar ideas inmorales
(como la discriminación a los judíos) de un orden establecido porque se
consideraba sagrado e intocable. La maquinaria burocrática puede permitir eso:
unos solo aprehendieron a los judíos, otros los subieron a los vagones de
ferrocarril (y supuestamente no sabían que era con destino a los campos de
exterminio) y otros fueron los que los ejecutaron en las cámaras de gas. El
nazismo estaba lleno de buenas personas con buenos deseos. De esos con los que
dicen está pavimentado el camino al infierno.
Conocí
a Álvaro Corcuera cuando trabajé como consejero de la embajada de México ante
la Santa Sede, a mediados de los años 90. Tenía prácticamente mi misma edad y
acudía a la embajada cada vez que invitábamos a los miembros de distintas
congregaciones a cocteles o cenas de la representación mexicana. Yo bromeaba
con él y le decía “primo” en broma, porque resulta que, en efecto era primo de
unos primos muy lejanos. Él mismo me contó que el papa Juan Pablo II (a quien
había conocido desde su primer viaje a México, en enero de 1979, cuando Maciel
lo incrustó entre los ayudantes cercanos del pontífice) lo llamaba “il
rettorino” (el rectorcito), porque era definitivamente muy joven comparado con
otros rectores de seminarios de otras congregaciones. Era entonces el rector
del Ateneo Pontificio de Roma, institución que se dedicaba a capacitar a los
centenares de jóvenes legionarios, siguiendo el modelo impuesto por Marcial
Maciel. Era, se podría decir, una buena persona, por lo menos en apariencia y
en el sentido que le solemos atribuir en México a aquellos que no son
intrínsecamente ni malos ni maliciosos. Denotaba una cierta ingenuidad, casi
infantil, en su manera de ver las cosas de la legión. Era, por lo demás, una
característica que compartía con muchos de sus colegas legionarios, lo cual me
hace pensar que, si bien podía ser un atributo personal, también era una marca
de una congregación que los dejaba, intencionalmente, en un estado de
adolescencia permanente.
En
nuestras conversaciones sobre la historia y actividades de los Legionarios de
Cristo siempre me llamó poderosamente la atención el enorme culto a la
personalidad que no solo él, sino todos estos muchachos adoctrinados habían
desarrollado alrededor de la figura mítica y prácticamente divinizada de
Marcial Maciel. Nunca antes ni después he visto algo así, salvo en el caso del
nazismo: el fundador, o “nuestro padre”, como le solían llamar era un héroe
alimentado por burdas historias, evidentemente creadas para inflar la imagen de
un santo, pero cercano al poder. Como aquella “anécdota”, que leí en alguno de
sus libros-panfletos, en la que, siendo muy joven Marcial Maciel se había
encontrado en Roma con un hambriento sacerdote polaco, a quien habría ayudado y
que después resultaría ser Juan Pablo II. Bueno, pues los legionarios creían
esas burdas historias, propias de niños, diseñadas para mantener el culto
extremo a la figura de un simple mortal, que luego sería desenmascarado como un
abyecto criminal.
Nunca
vi a Corcuera después de que estalló el escándalo alrededor de Marcial Maciel,
allá por 1997. Pero sí sé que desde entonces hasta el retiro forzado del
fundador de la Legión, él como la mayoría de los miembros de la congregación,
permanecieron respaldándolo, protegiéndolo con el silencio y con la incredulidad,
a pesar de haber sido testigos durante años de las irregularidades y anomalías
en la arbitraria y manipuladora gestión de Maciel. Quizás porque no supieron de
sus fechorías. Quizás porque no quisieron saber de ellas. En suma, la banalidad
del mal, de aquellos que no quisieron pensar y prefirieron seguir órdenes,
eliminando su conciencia y libertad personal. Descanse en paz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario