Un
mundo en guerra/Manuel Castells
Publicado en La
Vanguardia | 2 de agosto de 2014
Un
siglo después de la carnicería de 1914 el espectro de la guerra sigue
aterrorizando al mundo. Son nuevas formas de violencia salvaje, sin reglas,
apenas maquilladas por creencias o política en una sed de sangre y sadismo
nunca saciada. No son combatientes quienes más sufren, sino la gente, mujeres y
niños, violadas y asesinados. O tienen que dejarlo todo para sobrevivir en
campos de sufrimiento y espera sin fin. Nunca hubo tantas personas desplazadas
en el mundo. Hay una treintena de guerras activas en distintas zonas del
planeta, incluida Europa, donde la desintegración caótica del comunismo,
soviético o yugoslavo sigue generando violencia. Y junto a las llamas de esos
conflictos, nuevos focos potenciales de destrucción amenazan con estallar,
azuzados por la geopolítica y el pillaje de recursos naturales.
Aunque
la repugnante hidra de la guerra es una constante de la humanidad, la
tecnología actual permite descentralizar y multilocalizar la devastación.
Mientras el siglo XX, tras dos guerras mundiales, se afanó en lograr un
equilibrio del terror por el peligro de destrucción mutua a gran escala, la
tecnología digital (telecomunicaciones, drones, misiles) permite la destrucción
puntual de objetivos limitados, incluyendo daños colaterales, eufemismo para la
masacre de inocentes. Por otro lado, milicias variopintas basan su capacidad de
combate en movilidad y armas portátiles de gran potencia, incluidos
lanzacohetes y misiles. Y el mercado global de armamento, desde pistolas a
misiles, otorga poder militar a cualquier grupo con recursos financieros o
políticos. La producción y mercadeo de ese armamento sofisticado esta
concentrada en EE.UU., Rusia, Reino Unido, Francia e Israel, mientras que China
es el principal exportador de armas cortas de todo calibre. El negocio de
armas, que usa acuerdos estratégicos y redes de intermediarios ilegales, es el
combustible que alimenta la autodestrucción de los humanos.
Las
causas de las nuevas guerras son profundas. Están en la crisis del Estado
nación que ha perdido el monopolio de la violencia organizada en un mundo
globalizado. El desafío a su autoridad es doble: por un lado proviene de
identidades (religiosas, nacionales, étnicas, territoriales) no reconocidas en
la estructura de los estados; por otro lado, de poderosas organizaciones
criminales, cuyo poder tecnológico, financiero y a veces militar, supera a
algunos estados. Además, milicias identitarias y bandas criminales se asocian
para incrementar su poder. Los conflictos se exacerban pues los estados tratan
de recuperar parte de su poder con alianzas y apoyos estratégicos a las
múltiples milicias que proliferan en los vacíos de poder. Usando a los enemigos
de los estados para socavar a los estados enemigos, los estados nación
profundizan su crisis.
Así,
la guerra civil en Ucrania se originó por un conflicto identitario entre el
nacionalismo ucraniano y la población de origen ruso (un tercio del país), a la
que se le prohibió el uso de su lengua tras la revolución de Maidán. Un
conflicto identitario resultante de una Ucrania artificialmente construida por
la URSS. Aprovechando este enfrentamiento identitario Putin recuperó Crimea,
siempre rusa, y decidió contrarrestar la extensión de la OTAN y la UE hasta su
frontera. Los que mueren son ucranianos, antirrusos y prorrusos, pero los
beneficiarios son los viejos enemigos de la guerra fría. El enclave prorruso en
Moldavia podría ser el origen del próximo conflicto.
Ahora
bien, la fuente más importante y decisiva de esta mezcla explosiva entre
identidad y geopolítica es el fundamentalismo islamista, que se extiende por
todo el mundo. Bin Laden vive en su proyecto mesiánico de combatir a los
infieles en todos los rincones del planeta, aunque la Al Qaeda original se haya
fragmentado y multiplicado según la dinámica de cada país. El poder militar y
financiero creciente de los islamistas del Estado Islámico de Siria y Levante
amenaza la existencia misma de Iraq, precisamente aprovechando el
enfrentamiento entre chiíes y suníes. Curiosamente el Kurdistán, que intenta
construir un Estado propio a partir de su identidad y de sus milicias
peshmergas, es la única área que resiste a los islamistas. Lo que empezó en
Siria como un levantamiento democrático se convirtió en una lucha entre
distintas facciones suníes, enemigas entre ellas, contra la dictadura de Asad,
apoyada en los alauíes. Y en esa guerra atroz se mezcla la lucha entre Arabia
Saudí e Irán, como guerra de religión entre suníes y chiíes, así como los
intereses geopolíticos de Rusia e Irán en contraposición a EE.UU., Francia y Qatar.
Al igual sucede en Afganistán, en donde los talibán mantienen su influencia
apoyados por el ejército pakistaní, de simpatía islamista, esperando la
retirada estadounidense. El desigual combate entre Israel y Palestina en Gaza
tiene raíces de fundamentalismo religioso y territorial en donde so pretexto de
supervivencia supuestamente amenazada se puede bombardear a niños impunemente.
Y en África, los movimientos islamistas, desde Boko Haram a Somalia, pasando
por Mali, redefinen las redes de poder mediante violencia implacable.
El
otro gran desafío a los estados es el del crimen organizado, particularmente
violento en México en donde ya han muerto 100.000 personas y donde el Estado se
encuentra penetrado de raíz por los distintos cárteles. Algo así ha ocurrido en
Colombia hasta hace poco, aunque la negociación de paz con las FARC da
esperanza de desligar oposición revolucionaria con narcoguerrilla.
Un
recorrido por el mapa de la muerte en el mundo encuentra una y otra vez los
mismos componentes de esta danza sangrienta: identidades reprimidas y por tanto
exacerbadas; multinacionales de la droga y el crimen; mercaderes de armas, y
estados escasamente democráticos que subcontratan la violencia para mantener su
menguante poder.
Le
deseo buenas vacaciones. Pero no vuele por según qué rutas porque la guerra
actual es ubicua e imprevisible.
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