La
guerra que sí podemos parar/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: escritos políticos para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País | 2 de agosto de 2014
Hay
guerra en Europa. No, no estoy utilizando el presente histórico para hablar de
agosto de 1914. Estoy refiriéndome a agosto de 2014. Lo que sucede en el este
de Ucrania es una guerra, una “guerra ambigua”, como la denomina una comisión
del Parlamento británico, en lugar de un enfrentamiento abierto y declarado
entre dos Estados soberanos, pero una guerra. Y hay otras guerras en los
límites de Europa: en Siria, Irak y Gaza.
No
estoy diciendo que “Europa está en guerra”. Esa hipérbole se la dejo a Bernard
Henri-Lévy. Los países europeos, en su inmensa mayoría, no están envueltos en
un conflicto armado. Pero no nos hagamos ilusiones. Hemos vivido durante
decenios arropados por la tranquilidad que nos daba pensar que “Europa está en
paz desde 1945”, pero eso siempre ha sido una exageración. En varias zonas del
este europeo siguió habiendo pequeños conflictos armados hasta los primeros
años de la década de los cincuenta, y después llegaron las invasiones
soviéticas de Hungría, en 1956, y Checoslovaquia, en 1968. En los años noventa,
la antigua Yugoslavia acabó desgarrada por una serie de guerras, como bien
acaba de recordarnos un informe del grupo de trabajo e investigación especial
de la UE, que acusa con bastante credibilidad a los jefes del Ejército de
Liberación de Kosovo de haber cometido “crímenes de guerra”.
Kosovo
fue el primer lugar en el que vi cadáveres que sobresalían de bolsas de
plástico improvisadas y sangre en la nieve. Con aquella sangre aún fresca,
hablé con un comandante del Ejército kosovar, Ramush Haradinaj, que me dijo una
frase inolvidable: “Yo no podría ser la madre Teresa”. (Más tarde llegó a ser
primer ministro de Kosovo, hasta que presentó su dimisión cuando le juzgaron
por crímenes de guerra en La Haya; fue absuelto en dos ocasiones). De allí volví
a Europa occidental para encontrarme con que se dedicaban a discutir qué siglas
eran las que habían “preservado la paz” en Europa. ¿La UE, la OTAN, o tal vez
la OCDE (por la interdependencia económica), la OSCE (es decir, las estructuras
de seguridad paneuropeas), o tal vez la ONU? Estaban debatiendo una premisa que
era falsa entonces y lo es aún más hoy. Todavía hay guerra en Europa y en torno
a sus fronteras.
Salvando
las diferencias, las pequeñas guerras sucias de 2014 tienen un importante
elemento en común con la terrible Gran Guerra de 1914. En muchos casos incluyen
una lucha por definir y controlar los territorios procedentes de la
fragmentación de los imperios multiétnicos que se enfrentaron hace 100 años y
los Estados que les sucedieron. Por ejemplo, en la batalla por el este de
Ucrania, el problema son las fronteras del imperio ruso. Algunos de los
voluntarios rusos que dirigen el movimiento armado en el este de Ucrania se
califican a sí mismos de “nacionalistas imperiales”. (Desde su punto de vista,
no son separatistas, sino unionistas). Como dice Vladímir Sorokin en un
magnífico artículo escrito en tono satírico, Rusia está embarazada de Ucrania.
“El nombre de la niña”, escribe, “será hermoso: Adiós al imperio”.
Durante
las guerras de los Balcanes en la última década del siglo pasado, estaban en
disputa las piezas de los puzles que habían formado los Imperios Austrohúngaro
y Otomano, que luego volvieron a juntarse en otros rompecabezas nuevos y más
pequeños, como Bosnia, Kosovo y Macedonia. Gran parte de las fronteras que
forman el mapa actual de Oriente Próximo datan de los acuerdos posteriores a la
I Guerra Mundial, cuando las potencias coloniales de Occidente dividieron
distintas partes del antiguo Imperio Otomano en nuevos protectorados: Irak,
Siria, Palestina. La gran excepción, por supuesto, es el Estado de Israel, pero
también en este caso podemos remontarnos a la estela de horror de los imperios
europeos, porque la Alemania nazi, con su intento de exterminar a los judíos,
constituyó la última y macabra aventura del imperialismo racial y territorial
germánico.
¿Qué
va a hacer Europa para hacer frente a las consecuencias de todo esto a largo
plazo? Lo primero que debemos hacer es darnos cuenta, de una vez por todas, de
que vivimos en un entorno peligroso. No podemos ser una gran Suiza, ni desde el
punto de vista moral ni desde el punto de vista práctico: desde el punto de
vista moral, porque precisamente los europeos, más que nadie, tenemos la
obligación de no callarnos jamás cuando se cometen crímenes de guerra; y desde
el punto de vista práctico, porque no podemos aislarnos ante los efectos. Los
que ahora son combatientes en Siria en el futuro serán terroristas en Europa.
Los desposeídos de hoy serán inmigrantes ilegales mañana. Si dejamos que se
prolonguen estas guerras locales, acabaremos derribados mientras volamos de
Holanda a Malasia en el vuelo MH17. Nadie está a salvo.
En
otros tiempos, la anexión de un territorio era una señal de alarma
irresistible; sin embargo, la mayoría de los europeos occidentales
permanecieron impasibles cuando Putin puso en marcha su Anschluss e invadió
Crimea. Como señalan Stephen Holmes e Ivan Krastev en Foreign Affairs, la
tragedia del avión de Malaysian Airlines el 17 de julio marcó un antes y un
después, entre otras cosas, porque los hombres de negocios se pasan la vida
utilizando la aviación comercial. Sin ese hecho trascendental, es poco probable
que la canciller Angela Merkel hubiera podido convencer a la opinión pública y
los empresarios alemanes de que era necesario endurecer las sanciones contra la
Rusia de Putin.
¿Pero
de qué sirve el lento y blando poder económico de la UE contra la fuerza rápida
y dura del Kremlin? ¿O contra las que se despliegan en Oriente Próximo? ¿Qué
sentido tiene la mantequilla contra los cañones? La respuesta es: mucho más de
lo que podría parecer. Europa, por sí sola, no puede acabar con la guerra en
Oriente Próximo. Necesita coordinarse con Estados Unidos y contar con algo más
de colaboración de Rusia —vaya por Dios— para poder llevar la paz a Siria o
Gaza. En cambio, sí tiene poder suficiente para castigar a Rusia por emplear su
artillería y disparar proyectiles constantes desde su territorio contra el
Ejército ucranio mientras este trata de reconquistar su país, y puede tratar de
convencer y apoyar a las autoridades legítimas de Ucrania para que logren el
acuerdo interno más generoso posible, tan pronto como recupere el control de su
territorio soberano.
Ya
las mínimas sanciones que ha aplicado Europa hasta el momento han empezado a
hacer mella en el régimen de Putin. Las sanciones reforzadas aprobadas esta
semana tendrán, con el tiempo, más repercusión. Las democracias liberales
suelen reaccionar más despacio que las dictaduras, y es inevitable que una
comunidad voluntaria de 28 democracias sea más lenta aún. Las medidas
económicas tardan más tiempo en hacer efecto que las militares, pero al final
pueden ser más eficaces.
Hace
100 años tuvimos “los cañones de agosto”, según la sonora expresión de Barbara
Tuchman. Este agosto, tenemos mantequilla. Fíjense en el papel tan distinto de
Alemania entonces y ahora. Poco a poco, el Gobierno de Berlín está haciendo lo
que es debido. Está haciendo sentir el extraordinario peso de su relación
económica con Rusia, al tiempo que insiste, con razón, en que el coste recaiga
también sobre Francia, Reino Unido e Italia. A veces, las cosas cambian.
Algunas incluso mejoran.
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