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La tragedia de este domingo en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en Grand Blanc, Michigan, es más que una noticia de última hora: es el enésimo, y quizás el más crudo, recordatorio de una patología social profundamente arraigada en Estados Unidos: la violencia armada sistémica. La muerte de una persona y los nueve heridos, algunos críticos, no son meras cifras, sino el costo humano de una inacción política crónica.
