9 ago 2008

Estambul



Estambul, ´mon amour´/Nedim Gürsel, escritor turco y director de investigaciones en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS) en París. Autor de La primera mujer, Ediciones Martínez Roca, 1988, y La novela del conquistador, Alianza Editorial, 2007. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Publicado en EL PAÍS (http://www.elpais.com/), 09/08/2008;
Estambul será capital cultural de Europa en 2010, lo cual podría parecer paradójico para la capital de los sultanes otomanos, pero también para la ciudad de Pierre Loti, el cantor de Estambul, que proyectó sus propios fantasmas sobre una Turquía que él deseaba oriental. Estambul hizo soñar tanto a los europeos a finales del siglo XIX, como la Puerta de Oriente o la Sublime Puerta -nombres que se le daban en la época-, que hoy nos resulta difícil concebirla fuera de su mito. Sin embargo, a caballo entre los dos continentes y las dos orillas del Bósforo, esta megalópolis de casi 15 millones de habitantes, que no deja de extenderse y desarrollarse y ha sido golpeada de nuevo en los atentados de julio, reclama su lugar entre las ciudades europeas.
Cómo evocar en unas cuantas palabras mi ciudad bien amada, que me ha seguido por todas partes y cuyo recuerdo está grabado para siempre, como un hierro al rojo vivo, en mi memoria. Estambul, que se llamó también Lygos, Bizancio, la Nueva Roma, la Puerta de la Felicidad, la Mansión del Califato, la Sublime Puerta, “viuda aún virgen tras mil esponsales” según Tevfik Fikret -un poeta airado turco de principios del siglo XX-, la ciudad por excelencia que no he dejado de cantar en mis libros. En París, al despertarme de un sueño, a la luz de mi lámpara que caía sobre las hojas en blanco, o en otros lugares, durante mis interminables viajes por todo el mundo, me he encontrado a menudo con Estambul. No era un recuerdo punzante que me rondaba, ni un pesar, sino una ciudad real en la que había “destruido mi vida”, como dice Kavafis, el poeta griego de Alejandría cuya familia procedía de la ciudad turca: “Lugares nuevos / no encontrarás, / ni otros mares; / la ciudad te seguirá”.
Y la ciudad me siguió. Ahora que tengo otra vez la posibilidad de volver a ella tras años de exilio, rozar sus tres mares y los remolinos del Cuerno de Oro, acariciar sus torres, sus cúpulas, sus minaretes, frotar mi rostro contra sus murallas, sus muros ennegrecidos, besar las dos orillas del Bósforo en forma de labios entreabiertos, escalar sus colinas y sus torreones, descansar a la sombra de sus plátanos tras todos esos retozos amorosos, ahora que puedo poseerla y penetrarla otra vez tras una ausencia tan larga, ¿qué puedo decir de ella sino el deseo insatisfecho que siento por esa “viuda aún virgen tras mil esponsales”?
Es curioso que esta metáfora adquiera todo su sentido en otro escritor, francés por añadidura, que no canta como Pierre Loti a la ciudad oriental, sino que la describe como una cantante “cubierta de gloria”: “He aquí, pues, esta ciudad, con la que soñaba a los 19 años a través de los numerosos escritores franceses, con Nerval a la cabeza, que la describen. He aquí, pues, a esta vieja cantante cubierta de gloria y joyas, a la que veo desde mi ventana. Otra más que se niega a que le hablen de su edad y su pasado. Es totalmente joven. Ha cambiado de nombre. Está empezando”.
En efecto, Estambul está hoy empezando en su traje nuevo de estrella europea. Y la metáfora de la “vieja cantante”, también es apropiada para la Europa que se va construyendo (”llenándose de aire e hinchándose”, debería decir) mientras se amplía. Tal vez sea todavía virgen tras mil esponsales y se prepare, con Turquía, para el milésimo primero. Pero las cosas no son como en los cuentos de Las mil y una noches, y las dos partes (la Unión Europea con sus 27 Estados miembros, de un lado, y del otro Turquía, con sus defectos y sus cualidades) se aman y, al mismo tiempo, se rechazan y se desgarran. No se trata de galanterías, sino de una verdadera relación pasional cuyo final es aún incierto.
Para regresar a la ciudad, diré que yo también, como Jean Cocteau, la he contemplado a menudo desde mi ventana y me he sentido deslumbrado por su famosa silueta de minaretes y cúpulas de color ceniza. Sin embargo, cuando llegué de Anatolia a los 12 años para estudiar en el instituto de Galatasaray, no vi esa silueta, el perfil de cúpulas y minaretes sobre el horizonte que hizo decir a Jean Thévenot que “era la situación más bella del mundo” y que Chateaubriand, Lamartine, Nerval y Gautier ya describieron antes que Loti. Lo que yo vi, mientras el barco se acercaba al puerto, fue una masa oscura en la bruma que adoptaba la forma de un monstruo surgido de la mar. Entonces cerré los ojos para no ver el rostro inmenso de aquella bestia de colmillos acerados ni el resplandor de las temibles llamas que salían de su gaznate. Luego, la ciudad me engulló durante mis años de adolescencia, de los que hablé largo y tendido en una novela, La Première femme, para cuya edición española escribió un prefacio mi amigo Juan Goytisolo.
Pasaron los años. Y antes de escribir Le roman du conquérant, yo no sabía nada sobre las peripecias de la caída de Constantinopla ni los incontables combates que hubo que librar para que la ciudad se rindiera. Ignoraba que, a principios de siglo, el temible cañón fundido por Orban fue arrastrado con gran esfuerzo por 50 pares de bueyes y 400 artilleros hasta la puerta de Kaligaria, y allí estalló, volatilizando a quienes se encontraban alrededor, después de haber lanzado varios disparos que abrieron profundas brechas en las murallas.
Tampoco había oído hablar de las noches desesperadas de Mehmet II, de sus pesadillas -¡sí, sus pesadillas!-, de la tenacidad de Zaganos Pachá, que permitió la prolongación del asedio, del diluvio de flechas, balas y piedras que se abatió sobre el ejército otomano, de los cadáveres de los jenízaros amontonados en los fosos al pie de las murallas. ¡Cómo podía saber algo acerca de la enorme cadena de varias toneladas que los sitiados tendieron entre las dos orillas del Cuerno de Oro, a la altura de Galata, para rechazar a la flota otomana, ni el apoyo que dieron a Bizancio genoveses y venecianos, ni el misterioso fuego griego que incendiaba hasta las olas!
Sólo años después, lejos de Estambul, pude por fin conocer la historia de mi ciudad, gracias a los libros que devoré en la biblioteca de la Sorbona, y escribir esa novela. Y si hablo hoy de su conquista, de su historia reciente en relación con el reino milenario de Bizancio, es para denunciar ese mito fundador que todavía revindican algunos nacionalistas.
Éstos, frente al rechazo de Turquía por parte de la mayoría de los europeos, son por desgracia cada vez más numerosos. Estambul será pronto la capital cultural de Europa, y sería una paradoja, incluso una incongruencia, prepararse para la ocasión en un espíritu de conquista y orgullo nacional.
¿Qué sería hoy de Europa sin Estambul, cuando acaba de integrar a Bulgaria y Rumania, dos países cuyo destino ha estado tanto tiempo unido al de Turquía? Convertida en la ciudad más
poblada del continente, construida en la encrucijada de dos mares y dos civilizaciones, a caballo entre Oriente y Occidente, la antigua capital de los sultanes sigue atrayendo, como en la época gloriosa del imperio otomano, a las poblaciones de los países vecinos, mientras otras ciudades europeas pierden habitantes y resultan aburridas en comparación. Después de haber visitado todas las capitales europeas, entre ellas, las de los países bálticos, no puedo dejar de pensar en el futuro de una Europa que deje a Estambul fuera de sus fronteras. Eso significaría rechazar una parte importante de su patrimonio histórico y cultural. Sin esta megalópolis efervescente que no deja de desarrollarse y europeizarse y, al mismo tiempo, conserva el legado de su pasado imperial, la vida ciudadana sería muy triste en una Europa envejecida.

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