Benedicto XVI y
el Derecho/ Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de
Navarra y profesor visitante en la Emory Law School en Atlanta.
Publicado
en El Mundo |27 de febrero de 2013
No
es mi intención analizar en estas reflexiones el Pontificado de Benedicto XVI,
quien dejará de ser Papa mañana a las ocho de la tarde tras una renuncia
histórica cargada de simbolismo. Los papas gustan de mover sus fichas pensando
a largo plazo, a larguísimo plazo, sabedores de que gobiernan una institución
milenaria, llena de goteras y grietas, achacosa a veces, pero siempre viva y
pujante. Ratzinger no es excepción, sino todo lo contrario. El Papa es plenamente consciente de que en
estos momentos está haciendo historia, marcando una nueva pauta en la
Iglesia con esta última decisión suya tan valiente como premeditada. Por eso,
tiempo al tiempo. Ya llegará la hora de valorar objetivamente un pontificado
que, con sus luces y sus sombras, como todo en esta vida, pienso que acabará
enalteciendo la figura de Benedicto XVI.
Mi
objetivo hoy es más modesto. Tan solo pretendo referir lo que Joseph Ratzinger
ha aportado durante estos años a la ciencia del Derecho, una ciencia que está
sufriendo las consecuencias de vivir encerrada en sí misma, enrocada, ajena al
mundo exterior. Sí, el Derecho padece de narcisismo desde que el ordenamiento
jurídico se enamoró insaciablemente de su propia norma, reflejada, no en el
agua, como cuenta el viejo mito griego, sino en la Constitución. Por eso, el
Derecho necesita más que otras ciencias enriquecerse, recobrando el diálogo
interdisciplinar que venía manteniendo con la Historia, la Filosofía, la Ética,
la Economía, la Sociología, la Lógica, la Filología, la Teología.
Ratzinger
se ha acercado al Derecho desde esta última, como lo hicieron los maestros
españoles de la Escuela de Salamanca. Y lo ha hecho precisamente en la misma
dirección que Francisco de Vitoria. Si Vitoria buscó la reconciliación entre
Modernidad y Cristianismo, Ratzinger ha puesto toda su potencia intelectual al
servicio de la reconciliación entre Cristianismo e Ilustración. El argumento del Papa es el siguiente: a
diferencia de otras religiones, como el Judaísmo o el Islam que parten de un
derecho religioso, el Cristianismo como tal no tiene un sistema jurídico propio.
No existe, por tanto, un Derecho
cristiano en sentido estricto. Con esta tajante afirmación, pronunciada en
el Parlamento alemán en 2011, el Papa daba plena validez al método jurídico
precristiano que surgió a raíz del encuentro que se produjo en el siglo II a.C.
entre los filósofos estoicos y los juristas romanos.
Si
el ordenamiento jurídico es para todos, creyentes y no creyentes, ha de ser
incluyente; por ello, las herramientas que debe emplear no son en modo alguno
religiosas o teológicas. «No me diga usted, por favor, que esto es justo porque
Dios ha dicho que es justo. Deme otras razones», podríamos decir con frase
llana. No cargue sobre los hombros de Dios lo que no tiene por qué llevar Dios.
Sobre los hombros de Dios pesa la cruz, no el Derecho.
Este
argumento, en modo alguno, pretende expulsar a Dios del ordenamiento jurídico,
sino más bien no convertir el Derecho en algo revelado, a lo que sólo se tiene
pleno acceso desde la religión. He aquí la auténtica secularización del
Derecho, a la que yo me apunto como primer valedor. La cuestión, por tanto, no
es hacer un Derecho con Dios o un Derecho sin Dios, sino más bien hacer un
Derecho en el que la razón creadora de Dios no quede excluida, es decir, un
Derecho que esté, de alguna manera, abierto a la trascendencia. En efecto, si
el fin del Derecho es servir al ser humano, y este tiene una dimensión
transcendente, el Derecho ha de estar abierto a la transcendencia para proteger
así la integridad de la persona humana.
El
Papa pretende de esta manera romper el abismo infranqueable que, tras la Guerra
Mundial, creó el positivismo jurídico entre el ser y el deber ser. Esta oquedad
impide que de la naturaleza puedan derivarse indicaciones de carácter ético o
religioso. La moral y la religión pasarían a convertirse en una mera cuestión
exclusivamente privada, cerrada a las verdades objetivas. Ratzinger insiste,
creo que con razón, en que hay que conectar de nuevo el Derecho con las demás
ciencias a través de la naturaleza. Todas las ciencias, también el Derecho, deben
escuchar el lenguaje de la naturaleza. La voluntad humana solo se adecua a la
justicia cuando la persona se admite como lo que es, como un ser no autocreado,
en cuyo ADN lleva impresas normas morales y jurídicas. A nadie hay que
explicarle que matar está mal o que robar al vecino no es de recibo.
La segunda gran
aportación del Papa al Derecho ha sido, no ya en el terreno de la metodología,
cuanto en el ámbito internacional. En la era de la globalización,
Ratzinger ha apostado con fuerza por una autoridad mundial. Así lo hizo en su
encíclica Caritas in veritate. No se entienda con esto que el Papa es
partidario de una suerte de Gobierno del mundo como se puede gobernar un país o
una región. Menos todavía de la creación de una suerte de Estado Mundial, que sería
el principio del fin de la vida política, como bien dijo Hannah Arendt. El
argumento del Papa es el siguiente: la globalización necesita ser gobernada,
por cuanto afecta directamente a la consecución de un bien común global. Por
eso, requiere de una autoridad global. Esta autoridad estaría sometida al
imperio del Derecho y de la Ley, y debería constituirse con base en los
principios de solidaridad, subsidiariedad y división de funciones (que no de
poderes, como aparece en tantas malas traducciones del texto latino).
La
globalización, lo queramos o no, ha convertido a la Humanidad en una comunidad
política. Y toda comunidad necesita un Derecho. Este Derecho global es sui
generis y ha de integrar, en la medida en que los afecte, todos los
ordenamientos jurídicos existentes en el planeta, sin mermar la rica variedad
de tradiciones jurídicas y contenidos normativos. Así, la contraposición entre
monismo y dualismo, tan actual como estéril en el debate constitucional
contemporáneo, pierde su razón de ser con el nuevo paradigma global, capaz por
sí mismo, gracias a su carácter constitucional, de unir sin uniformar, de
armonizar sin igualar, de integrar sin equiparar. El Derecho global es, por
naturaleza, plural. La Humanidad, siendo de suyo incluyente, por ser única,
permite una diversidad interna muy superior a la ofrecida por la sociedad de
Estados. Esta realidad ha de ser tenida en consideración por el nuevo Derecho
global con el fin de evitar cualquier atisbo de imperialismo jurídico.
Una
última aportación de Joseph Ratzinger, que me parece de gran calado para el
Derecho canónico, es que el llamado principio de separación entre la Iglesia y
el Estado, en realidad, es un principio de dualismo no excluyente. La razón es
muy clara: nadie deja de ser miembro de la comunidad política por el hecho de
serlo de una comunidad religiosa. La Iglesia, por eso, es parte integrante de
la comunidad política en la medida en que vive dentro de ella. Esto se ha
puesto de manifiesto a raíz del horrible escándalo de abusos sexuales cometidos
por sacerdotes católicos que tanto ha manchado el Pontificado de Benedicto XVI
y que ha hecho sufrir al Papa hasta el agotamiento, a pesar de los reiterados
intentos, desde 1988, todos fallidos, de luchar contra la pederastia en la
Iglesia.
Algunos
eclesiásticos venían aplicando en este asunto una doctrina antediluviana que
era a todas luces injusta. Se trataba de
afirmar que de la misma manera que un familiar próximo, un padre, una madre,
una hermana, no tienen la obligación de delatar ante la justicia a sus seres
más próximos, el obispo, por ser pastor y padre espiritual de sus
sacerdotes, podía encubrir a estos con el fin de protegerlos ante la
jurisdicción civil. Se debería aplicar, sí, el Derecho canónico, pero éste era
un derecho interno de la Iglesia, y, por tanto, mucho más casero. Se defendía
de esta manera, tan pobremente, un principio paternalista y moralizante, pero
totalmente antijurídico, cuya aplicación ha causado un gravísimo daño a tantas
familias y ha ennegrecido la faz de la Iglesia hasta la vergüenza pública.
El
Papa Benedicto ha sido radical en el cambio de paradigma, aunque los frutos,
por desgracia, tarden en llegar. Para el Papa, la jurisdicción eclesiástica
debe colaborar con la jurisdicción civil en todas las materias que sean
competencia de ésta pues, repito, el dualismo Iglesia-Estado no es excluyente.
Por eso la Iglesia, como estructura social, está ella también sometida al
ordenamiento jurídico civil, en India, China y Honolulú. Y para la jurisdicción
civil, el obispo no es el pastor y padre del sacerdote, por más que lo sea
dentro de la Iglesia. Creo que esta línea de transparencia y claridad, iniciada
por Benedicto XVI, es la correcta para poner punto final a tanto drama humano y
para limpiar tanta miseria en una casa llamada a dar luz al mundo. Pero esto ya
corresponde al próximo pontífice.
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