Sustancia y accidente/
Alfred Sonnenfeld,
catedrático de la Universidad Internacional de la Rioja.
ABC
| 23 de febrero de 2013.
¿Piensa
que el papado seguirá siendo como es ahora? Es una pregunta que formulaba Peter
Seewald al aún cardenal por aquel entonces Josef Ratzinger. Algunos hemos
podido experimentar personalmente la mirada cercana y empática de este gran
hombre, mirada de profesor sabio que indaga sobre la verdad de las cosas con la
libertad y sencillez de un niño. Algunos hemos podido escuchar de sus labios respuestas
lúcidas y clarividentes, respuestas exactas que, formuladas con la precisión
característica del alemán, dejan la sensación de que se están cincelando, como
con un láser, las palabras justas, las que resultan de haber llegado hasta el
núcleo mismo de cada cuestión.
Así
contestaba Ratzinger a la pregunta de Seewald: «En su núcleo central el papado
seguirá siendo igual. Es decir, siempre se necesitará un hombre que sea el
sucesor de San Pedro y la persona titular de la última responsabilidad, en apoyo
de la colegialidad». Y continuaba: «Pueden cambiar las formas de llevar esto a
cabo y, por lo pronto, el pontificado de Juan Pablo II, con todos sus viajes
alrededor del mundo, ya es completamente diferente al del Papa Pío XII. Pero no
podemos prever qué puede pasar en el futuro».
Es
evidente que algo ha pasado ahora. Algo no previsto ha sucedido y nadie –a mi
juicio– debería extrañarse de estas palabras: « Después de haber examinado ante
Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad
avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio
petrino». En una entrevista del año 2010 decía Benedicto XVI que un Papa que
llegase al pleno convencimiento de no estar ya en condiciones físicas,
psíquicas y espirituales para ejercer sus funciones, podría y, en algún caso
debería, renunciar a su cargo. La posibilidad, desde luego, está prevista en el
canon 332, 2º del Código de Derecho Canónico.
Algunos
han dicho que, a partir de esta renuncia, los Papas del futuro se verán
sometidos a una casi irresistible presión para que renuncien. ¿No puede
pensarse que Benedicto XVI haya querido identificar expresamente como no
esencial algo que hasta ahora se consideraba esencial?¿Por qué no va a ser
legítimo pensar que, a partir de ahora, en el mundo de la retransmisión
live-stream, el papado se ejerza en edad de trabajar? O sea, que el Obispo de
Roma se someta, en lo que atañe al cese en el cargo, a criterios distintos del
carácter vitalicio. No digo que esto sea necesariamente así, pero ¿ por qué no
van a poder cambiar los aspectos prácticos del funcionamiento de una
institución?
Para
entender esto conviene, una vez, más seguir las reflexiones del propio
Ratzinger, que nos invita a considerar el origen de la palabra «cristiano»
para, a continuación, entender mejor el Primado de Pedro. Según los Hechos de
los Apóstoles (11, 26) los discípulos de Jesucristo adoptaron el nombre de
cristianos por primera vez en Antioquía. Es una palabra de origen latino y
pertenece al lenguaje propio del derecho romano. Con ese nombre los discípulos
de Jesús fueron caracterizados como partido de un criminal llamado Cristo. De
ese modo, el nombre «cristiano» se convirtió en un calificativo del derecho
penal; a quien lo llevase no era preciso probarle ninguna otra culpa, era
declarado, sin más, reo de muerte.
Ser
cristiano significa, por tanto, estar dispuesto al martirio. Los mártires
constituyen –según Ratzinger– el auténtico signo que nos indica dónde está la
Iglesia. Sobre el fondo del martirio, el primado figura esencialmente como la
garantía de la Iglesia frente a los diferentes poderes del mundo. El Papa, en
representación de Cristo, es vicario de la obediencia humilde y de la cruz.
Juan
Pablo II fue homopatiens en el sentido más literal del término. Benedicto XVI
puede haber elegido el martirio de marcar el camino a otros y ser
incomprendido. Benedicto XVI entiende la Jerarquía de la Iglesia como «causa
santa», es decir, como fuerza que se va comunicando y que es santa y, por eso,
siempre actúa de nuevo en cada nueva generación de la Iglesia.
Benedicto
XVI ha abolido, primero, la costumbre de besar la mano del Papa. Después, la
tiara, símbolo del poder universal de su trono, ha desaparecido de su escudo y
ha querido poner en el centro de atención la colegialidad episcopal y no su
propia persona. Durante varias décadas ha aceptado sin queja el peso de vigilar
la fe. Pero, tanto con motivo de su papado como después, con su renuncia, una
nueva dimensión ha entrado en su vida. El secreto de Benedicto XVI es que el
sufrimiento es el camino de transformación y, sin sufrimiento, nada cambia.
Siempre ha sabido ser mártir sin derramamiento de sangre.
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