27 feb 2013

Sustancia y accidente/ Alfred Sonnenfeld


Sustancia y accidente/ Alfred Sonnenfeld, catedrático de la Universidad Internacional de la Rioja.
ABC | 23 de febrero de 2013.
¿Piensa que el papado seguirá siendo como es ahora? Es una pregunta que formulaba Peter Seewald al aún cardenal por aquel entonces Josef Ratzinger. Algunos hemos podido experimentar personalmente la mirada cercana y empática de este gran hombre, mirada de profesor sabio que indaga sobre la verdad de las cosas con la libertad y sencillez de un niño. Algunos hemos podido escuchar de sus labios respuestas lúcidas y clarividentes, respuestas exactas que, formuladas con la precisión característica del alemán, dejan la sensación de que se están cincelando, como con un láser, las palabras justas, las que resultan de haber llegado hasta el núcleo mismo de cada cuestión.
Así contestaba Ratzinger a la pregunta de Seewald: «En su núcleo central el papado seguirá siendo igual. Es decir, siempre se necesitará un hombre que sea el sucesor de San Pedro y la persona titular de la última responsabilidad, en apoyo de la colegialidad». Y continuaba: «Pueden cambiar las formas de llevar esto a cabo y, por lo pronto, el pontificado de Juan Pablo II, con todos sus viajes alrededor del mundo, ya es completamente diferente al del Papa Pío XII. Pero no podemos prever qué puede pasar en el futuro».

Es evidente que algo ha pasado ahora. Algo no previsto ha sucedido y nadie –a mi juicio– debería extrañarse de estas palabras: « Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino». En una entrevista del año 2010 decía Benedicto XVI que un Papa que llegase al pleno convencimiento de no estar ya en condiciones físicas, psíquicas y espirituales para ejercer sus funciones, podría y, en algún caso debería, renunciar a su cargo. La posibilidad, desde luego, está prevista en el canon 332, 2º del Código de Derecho Canónico.
Algunos han dicho que, a partir de esta renuncia, los Papas del futuro se verán sometidos a una casi irresistible presión para que renuncien. ¿No puede pensarse que Benedicto XVI haya querido identificar expresamente como no esencial algo que hasta ahora se consideraba esencial?¿Por qué no va a ser legítimo pensar que, a partir de ahora, en el mundo de la retransmisión live-stream, el papado se ejerza en edad de trabajar? O sea, que el Obispo de Roma se someta, en lo que atañe al cese en el cargo, a criterios distintos del carácter vitalicio. No digo que esto sea necesariamente así, pero ¿ por qué no van a poder cambiar los aspectos prácticos del funcionamiento de una institución?
Para entender esto conviene, una vez, más seguir las reflexiones del propio Ratzinger, que nos invita a considerar el origen de la palabra «cristiano» para, a continuación, entender mejor el Primado de Pedro. Según los Hechos de los Apóstoles (11, 26) los discípulos de Jesucristo adoptaron el nombre de cristianos por primera vez en Antioquía. Es una palabra de origen latino y pertenece al lenguaje propio del derecho romano. Con ese nombre los discípulos de Jesús fueron caracterizados como partido de un criminal llamado Cristo. De ese modo, el nombre «cristiano» se convirtió en un calificativo del derecho penal; a quien lo llevase no era preciso probarle ninguna otra culpa, era declarado, sin más, reo de muerte.
Ser cristiano significa, por tanto, estar dispuesto al martirio. Los mártires constituyen –según Ratzinger– el auténtico signo que nos indica dónde está la Iglesia. Sobre el fondo del martirio, el primado figura esencialmente como la garantía de la Iglesia frente a los diferentes poderes del mundo. El Papa, en representación de Cristo, es vicario de la obediencia humilde y de la cruz.
Juan Pablo II fue homopatiens en el sentido más literal del término. Benedicto XVI puede haber elegido el martirio de marcar el camino a otros y ser incomprendido. Benedicto XVI entiende la Jerarquía de la Iglesia como «causa santa», es decir, como fuerza que se va comunicando y que es santa y, por eso, siempre actúa de nuevo en cada nueva generación de la Iglesia.
Benedicto XVI ha abolido, primero, la costumbre de besar la mano del Papa. Después, la tiara, símbolo del poder universal de su trono, ha desaparecido de su escudo y ha querido poner en el centro de atención la colegialidad episcopal y no su propia persona. Durante varias décadas ha aceptado sin queja el peso de vigilar la fe. Pero, tanto con motivo de su papado como después, con su renuncia, una nueva dimensión ha entrado en su vida. El secreto de Benedicto XVI es que el sufrimiento es el camino de transformación y, sin sufrimiento, nada cambia. Siempre ha sabido ser mártir sin derramamiento de sangre.

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