Crimen sin castigo/
Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.
El País | 8 de nvembre de 2015..
“No vale nada la vida, la vida no vale
nada”, es el estribillo de una vieja canción que expresa el dolor de muchos
mexicanos ante la violencia impune que diariamente afecta sus vidas. En una
encuesta reciente, el 60% ha declarado su temor a sufrir un asalto o un
secuestro. Todos asumimos que, de ser víctima de un atropello contra la
propiedad o la vida, las probabilidades de reparar el daño y castigar al
delincuente son del 1%. Por eso nadie denuncia.
El problema de la criminalidad impune
viene de muy atrás. Tiene su raíz en la debilidad institucional en materia de
procuración e impartición de justicia a todo lo largo del siglo XX. Nunca
pareció necesario consolidar esas instituciones, entre otras cosas por una
razón histórica: la Revolución mexicana (que entre 1910 y 1920 dejó centenares
de miles de muertos y una prolongada estela de impunidad) quedó grabada en la
memoria colectiva como un mito terrible. Si la violencia tenía como origen la
injusticia social, el Estado nacido de esa revolución sintió como obligación
principal repararla. Así nació el concepto de “justicia social”, entendida como
la capacidad de distribuir la riqueza (sobre todo la tierra, pero también
empleos, créditos, prebendas, concesiones), a cambio de apoyo político. Este
énfasis vació de sentido a la justicia sin más.
oEl Estado mexicano
era fuerte para comprar lealtades, reprimir a los disidentes políticos,
controlar a los delincuentes; ya sea aliándose con ellos o, en última instancia,
eliminándolos. Pero era débil en lo que no tenía consecuencias políticas. Los
delitos se atendían en Estados y municipios, pero cuando se volvían visibles en
un nivel nacional, el presidente o el procurador general (que era y sigue
siendo su subordinado) amenazaba con el cese a la autoridad local (aunque
teóricamente hubiese sido electa por votación popular), que por ese motivo
solía resolver el problema. Y la pirámide de poder funcionaba: de 1930 hasta
fines del siglo XX, la tasa de criminalidad bajó de 65 a 10 homicidios por cada
100.000 habitantes. El poder presidencial ejercía y administraba el uso
legítimo (e ilegítimo) de la violencia. Era temible y lo parecía.
Pero esa misma politización de la
justicia inhibió el desarrollo de las profesiones ligadas a su procuración e
impartición: ministerios, fiscalías, agentes investigadores, peritos de toda
índole, jueces. Tampoco las diversas policías y los sistemas carcelarios se
modernizaron en absoluto. Aun la Suprema Corte fue un apéndice del Ejecutivo hasta
fines del siglo XX.
Con ese pasado a cuestas, ¿qué podíamos
esperar? Carentes de instituciones, personal, prácticas y tradición jurídica,
sobre todo en el ámbito criminal, entramos a la primera década del siglo XXI
confiados en que la democracia electoral recién conquistada abriría un mundo de
paz, orden y legalidad. Pero, al quebrar el monopolio político del presidente
(columna vertebral del sistema político), la democracia —bienvenida por todos
motivos— tuvo el efecto centrífugo de liberar de toda tutela a los gobiernos
locales, que sin la presión del poder central dejaron el combate contra el
crimen a instancias federales (sobre todo el Ejército y la Marina),
insuficientes para la inmensa tarea y que han estado incómodas en asumirla,
porque es ajena a su misión central.
El proceso democrático de México
coincidió con varios fenómenos: el debilitamiento del narco en Colombia y el
consecuente fortalecimiento de los narcos mexicanos, el ascenso del consumo y
el precio de la cocaína en Estados Unidos, y el levantamiento de la veda de
compra de armas decretado por Bush en 2004. La reacción del Gobierno de
Calderón en 2007 fue lanzar una ofensiva casi desesperada por recuperar
territorios en manos del narco, lo cual contribuyó fatalmente a escalar las
confrontaciones de los grupos criminales, entre ellos y contra las fuerzas
federales o las policías locales, a veces coludidas con los delincuentes. Desde
entonces, la incesante ola de violencia se expandió del comercio de drogas a
todos los giros criminales: secuestros, extorsiones, asaltos, asesinatos, robo
de combustible en oleoductos, tráfico de personas, delitos de toda índole.
Entre 2008 y 2011 la tasa de homicidios subió de 9 a 24 por cada 100.000
habitantes. Ha sido un huracán de violencia y, aunque los índices han
disminuido un poco, continúa.
¿Por dónde empezar? Por despenalizar
las drogas, opina un sector creciente pero aún no mayoritario (29%) de la
opinión pública. La Suprema Corte ha dado ya el paso histórico en ese sentido,
al permitir su uso. Por su parte, el respetado ensayista Gabriel Zaid (que se
ha caracterizado por el sentido práctico de sus propuestas: desde los años
setenta fundamentó la idea de los microcréditos y el apoyo en efectivo a la
población pobre) ha sugerido empezar por las cárceles. Si el Estado mexicano
—escribe Zaid— no puede controlar las cárceles (una milésima parte del
territorio mexicano), ¿cómo pretende controlar el resto? Hay 416 cárceles y
244.960 reos en el país. 154 de esos centros están sobrepoblados, debido a la
alta proporción de reos procesados pero no sentenciados (42%). Las cárceles no
solo son porosas (hay fugas continuas) y corruptas (casi un cogobierno entre
reos y autoridades) sino violentas e inseguras. Y son escuelas del crimen donde
se opera gran parte de la extorsión telefónica. Entre las medidas prácticas que
propone Zaid está la solución legal masiva que pudiera liberar a los
delincuentes menores, auditorías internacionales a los penales (instalaciones,
equipos, prácticas), monitoreo de llamadas telefónicas, certificación semestral
de funcionarios, inspección sistemática de comisiones de Derechos Humanos.
El problema jurídico mexicano no es
legislativo. Una avanzada reforma constitucional introdujo en 2012 el sistema
de juicios orales que busca hacer expedita y transparente la justicia. Este
sistema se está instrumentando ya en algunos Estados y debe entrar en vigor a
nivel nacional a mediados de 2016. Otra reforma constitucional prevé para 2018
el establecimiento de una Fiscalía federal autónoma. Varias instituciones
autónomas funcionan bien en México. Pero está por verse si el presidente
renunciará de verdad a su dominio sobre la procuración de justicia. Si ocurre,
sería un gran paso: la Fiscalía autónoma podría recibir apoyo internacional
para el entrenamiento de funcionarios de todo nivel, incluidas las policías,
cuyos vicios y limitaciones son abismales.
La construcción —casi desde cero— de un
aparato de justicia llevará una generación. En México, la transformación no
depende únicamente del presidente en turno. También requiere que la sociedad
civil participe de manera consistente en la edificación y vigilancia de las
instituciones, los funcionarios y las prácticas. Los medios, las escuelas y
universidades deberán emprender un vasto programa de educación cívica y
judicial.
Nada nos urge más en México que
recobrar el valor de la vida.
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