El Mundo, Miércoles, 27/Sep/2017
Con unos 22 millones de habitantes en su zona metropolitana, la Ciudad de México es una de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo y la mayor del continente americano. Paradójicamente, esta megalópolis está emplazada en una zona particularmente expuesta y vulnerable a los riesgos sísmicos.
Recordemos antes de nada que México está situado en una de las zonas sísmicas de las más activas del mundo. Forma parte del Cinturón Circumpacífico, o Cinturón de Fuego, una estructura que rodea casi completamente al océano Pacífico extendiéndose desde las costas de Sudamérica y las de México, California y Canadá para continuar por Alaska, Japón, Filipinas, Indonesia, Papúa Nueva Guinea y Nueva Zelanda. Se estima que más del 80% de la energía sísmica del planeta se libera a lo largo de este cinturón.Además, la Ciudad de México está emplazada en un sitio particularmente problemático. La ciudad tiene su origen en una población que los aztecas habían establecido a principios del siglo XIV en islotes del Texcoco, un lago que fue siendo desecado para ganar tierras de cultivo y para ir expandiendo la ciudad, proceso que se aceleró con la llegada de los españoles y el establecimiento allí de la capital de Nueva España. Ciudad de México se encuentra pues sobre un lago desecado compuesto de arena y arcilla en gran medida y su subsuelo es aún húmedo e inestable. Cuando se produce un terremoto, las ondas sísmicas que llegan a la cuenca sedimentaria tienden a ser amplificadas por fenómenos de resonancia y las sacudidas del terreno hacen que ese material húmedo y arenoso se comporte como una gran masa de gelatina que oscila y se deforma con facilidad.
Los terremotos están causados por los movimientos de las placas tectónicas, los pedazos en que está fragmentada la litosfera. Los movimientos de las placas se conocen desde hace poco más de un siglo, cuando el explorador y científico visionario Alfred Wegener publicó su revolucionaria obra El origen de los continentes y los océanos. Según esta teoría, hace unos 300 millones de años todos los continentes estaban unidos en una masa única denominada Pangea. Desde entonces, aquel supercontinente se fue fragmentando y sus pedazos han ido separándose entre sí hasta configurar los continentes en los que vivimos hoy. Esta teoría, que fue ridiculizada y denostada en un principio, necesitó de medio siglo para ganarse la aceptación de la comunidad científica.
Pero nadie pone hoy en duda que las placas tectónicas flotan y se desplazan sobre la astenosfera, la capa inferior de la Tierra que se encuentra a unos centenares de kilómetros de profundidad, y que las zonas en que concurren dos placas son regiones de gran actividad sísmica y volcánica. En esos lugares en que dos placas entran en contacto pueden elevarse grandes cordilleras como el Himalaya o los Andes, y cuando una placa se sumerge bajo otra, en las denominadas zonas de subducción, se originan grandes fosas, como las observadas junto a las costas de islas volcánicas y continentes. Las velocidades de deriva de los continentes, que alcanzan valores de varios centímetros por año, se miden hoy directa y rutinariamente mediante diferentes métodos que utilizan satélites y observaciones astronómicas.
Los terremotos de México tienen su origen en la placa tectónica de Cocos, una pequeña placa encajada entre la gran placa del Pacífico y la Norteamericana. La de Cocos se mueve deslizándose bajo la placa Norteamericana en la costa occidental de México. Según su borde es forzado a hundirse, la placa de Cocos sufre grandes tensiones que la deforman, la tuercen y la arrugan. No se trata pues de movimientos suaves y paulatinos. Todo lo contrario, alcanzado un límite, tras meses o años de soportar tales tensiones, la placa puede experimentar un movimiento brusco o un desgarro repentino en el que se libera una gran cantidad de energía en forma de temblores de tierra.
Esos movimientos bruscos pueden suceder bien en la propia zona de subducción: son los terremotos interplaca, los más comunes; o bien en un punto interior de la placa: son los intraplaca, que pueden resultar mucho más dañinos. De este último tipo ha sido el terremoto del pasado 19 de septiembre, con magnitud 7,1 en la escala de Richter, al que han seguido numerosas réplicas. Este seísmo vino precedido de otro que tuvo lugar el 7 de septiembre en la costa mexicana del Pacífico con magnitud de 8,2. Recordemos que la escala de Richter es logarítmica y que cada grado supone un factor multiplicativo de 32 en la energía liberada. En un terremoto de magnitud 6 se libera una energía comparable a la de la bomba de Hiroshima, mientras que uno de magnitud 7 equivale a 32 bombas y uno de magnitud 8 a 1.000 de estas mismas bombas.
La ciencia actual no permite pronosticar los terremotos. No se sabe predecir cuándo, ni dónde, ni con qué magnitud, se producirá el próximo. Los sismólogos investigan sobre algunos fenómenos precursores que quizás pudiesen alertarnos, como alteraciones del campo magnético, ligeras modificaciones del terreno, o producción de microseísmos en una zona dada; pero por el momento ninguno de estos fenómenos se ha revelado como un indicador de utilidad práctica.
Sin embargo, aunque no se pueda realizar predicciones, sí que se puede evaluar de antemano los riesgos sísmicos y tomar medidas de prevención. Además de seguir promoviendo las tareas de investigación, es indispensable que los gobiernos, de acuerdo con los sismólogos, se anticipen a tales riesgos y dispongan unos preceptos de prevención claros y eficaces.
Por esas coincidencias que se dan en la naturaleza, el último gran seísmo ha sucedido exactamente 32 años tras el enorme terremoto de magnitud 8,1 que tuvo lugar en 1985, también un 19 de septiembre en Ciudad de México. Aunque todavía no se conocen las víctimas mortales ocasionadas por aquel dramático seísmo, algunas estimaciones las cifran en más de 10.000, mientras que las estimaciones para éste de 2017 rondan las 300. Si este terremoto reciente ha resultado mucho menos mortífero, esto ha sido gracias a las severas medidas de prevención sísmica que las autoridades han implementado en la megalópolis a lo largo de estos 32 años.
Entre ellas destacan las nuevas normas de sismorresistencia para la construcción de edificios, el establecimiento de unos procedimientos claros de emergencia que indican a los ciudadanos cómo protegerse, y el despliegue de un potente sistema de alarma que incluye más de 100 sensores en la costa y millares de altavoces en la ciudad. Cuando el seísmo se detecta en los sismógrafos instalados en la costa, la alarma se transmite de manera inmediata (por radio) a la urbe, mientras que las peligrosas ondas sísmicas tardan unos 50 segundos en llegar. Ciertamente es poco tiempo, pero ese minuto escaso es absolutamente clave para que la población pueda tomar algunas medidas indispensables (desalojar edificios, salir de los túneles, parar medios de transporte), lo que permite salvar innumerables vidas humanas.
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