REPORTAJE de Jesús Rodríguez: Violencia en Pakistán
"Ojo por ojo, nariz por nariz"
El líder de la Mezquita Roja muerto ayer explicó sus ideas a J. Rodríguez periodista que hace medio año visitó el complejo
"Ojo por ojo, nariz por nariz"
El líder de la Mezquita Roja muerto ayer explicó sus ideas a J. Rodríguez periodista que hace medio año visitó el complejo
Publicado en el periódico El País, 11/07/2007;
Entramos al complejo de la Mezquita Roja a través de un estrecho pasadizo. Era a finales del año pasado. Nada más cruzar el umbral, a la izquierda, en una estancia desnuda, un par de seminaristas dormitaban con sus Kaláshnikov sobre el vientre. A la derecha, una amplia explanada de mármol, apta para el rezo, y la mezquita, en cuyo tejado varios hombres armados contemplaban el avance. Cuando llegamos a la estancia donde nos aguardaba Abdul Rashid Ghazi, el líder militar del complejo, me adelanté y pude ver cómo dos hombres sacaban de la habitación varios fusiles y pistolas por una puerta trasera.
"Tenemos miles de jóvenes dispuestos a morir. Dios está con nosotros"
-¿Para qué tantas armas? Fue mi primera pregunta. Abdul Rashid no se inmutó y contestó en perfecto inglés: "Comprendan que me tengo que defender de los ataques terroristas del Gobierno de Musharraf que busca satisfacer a los estadounidenses. Nos sentimos atacados y nos defendemos. Por eso tenemos muchas armas, para defendernos del dictador. Hemos sido atacados en Irak, Afganistán, Palestina y aquí también. Si nos atacan, la obligación del musulmán es extender la lucha a todo el mundo. Persona por persona, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente...".
La escuela coránica para mujeres Jamia Hafsa, con capacidad para 4,000 estudiantes, y la contigua Mezquita Roja (Lal Masjid), forman parte de un desordenado laberinto de construcciones comunicadas entre sí y rodeadas por altos muros en un barrio residencial del centro de Islamabad.
"Tenemos miles de jóvenes dispuestos a morir. Dios está con nosotros"
-¿Para qué tantas armas? Fue mi primera pregunta. Abdul Rashid no se inmutó y contestó en perfecto inglés: "Comprendan que me tengo que defender de los ataques terroristas del Gobierno de Musharraf que busca satisfacer a los estadounidenses. Nos sentimos atacados y nos defendemos. Por eso tenemos muchas armas, para defendernos del dictador. Hemos sido atacados en Irak, Afganistán, Palestina y aquí también. Si nos atacan, la obligación del musulmán es extender la lucha a todo el mundo. Persona por persona, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente...".
La escuela coránica para mujeres Jamia Hafsa, con capacidad para 4,000 estudiantes, y la contigua Mezquita Roja (Lal Masjid), forman parte de un desordenado laberinto de construcciones comunicadas entre sí y rodeadas por altos muros en un barrio residencial del centro de Islamabad.
El fotógrafo Alfredo Cáliz y yo entramos y entrevistamos a Abdul Rashid Ghazi. Ghazi y su hermano mayor, Abdul Aziz, eran célebres por representar la versión más extrema del islam, la punta de lanza contra el Gobierno pro-norteamericano del general Pervez Musharraf.
Abdul Aziz era el hombre de pensamiento, el líder espiritual de la madraza, el Maulana. Sus jutba (homilías) de los viernes reunían en torno a la mezquita a miles de radicales. Tras el rezo, se quemaban banderas estadounidenses y se lanzaban consignas contra Occidente. El Ejército rara vez intervenía. La mezquita siempre ha contado con la discreta protección de Mohammad Ejaz ul Haq, ministro de Asuntos Religiosos, hijo del dictador Zia ul Haq y amigo de la familia Ghazi.
Abdul Rashid había asumido, tras la muerte de su padre, el papel de hombre de acción de la familia, forjado en tres años de yihad contra los soviéticos en Afganistán. De aquellos tiempos, Ghazi conservaba su barba de un puño de longitud, como manda la tradición, una poderosa red internacional de contactos y la afición por las armas de fuego.
Sentado en el suelo en una pequeña estancia repleta de teléfonos, faxes y ordenadores ("no estamos en contra del progreso, como creen ustedes"), Ghazi, educado, con el tono mesurado y solemne del Profeta, ofreció té y comenzó su discurso. "El islam no es terrorismo ni armas. Nos concentramos en valores morales. En cosas que no deben cambiar, que se deben extender y no deben cambiar, como el respeto a la mujer. Ustedes, en Occidente, han perdido el respeto a las mujeres. Estamos a favor de que estudien, pero no que interaccionen con los varones". ¿Y cómo le da clase a las mujeres en la madraza? "Desde otra habitación con un micrófono", respondió.
La leyenda radical de la familia Ghazi proviene de su padre, Maulana Abdulá, que puso la primera piedra de la madraza Jamia Faridia en 1965, con sólo 200 estudiantes. En 40 años, la familia se ha hecho con unos 10.000 estudiantes, la mitad mujeres, distribuidos en sus distintos seminarios de Islamabad. Abdulá, un clérigo fiel seguidor de la escuela deobandi y natural de la provincia de la Frontera Noroeste, creció en fama en los años sesenta debido a sus discursos antioccidentales en los que exigía la aplicación en todo el país de la sharia (ley islámica).
En aquellos años no tuvo mucho éxito. Pakistán era un Estado de musulmanes, no un Estado musulmán. Sin embargo, tras el acceso al poder del general Zia ul Haq, en 1977, y su islamización a marchas forzadas de Pakistán, propiciado en parte por la CIA (el número de madrazas se multiplicaría en una década por 100), su amigo, el Maulana Abdulá, convertiría su madraza en una de las más poderosas del país después de la de Binori Town, en Karachi. Tras la invasión de Afganistán por el Ejército soviético, en 1979, comienzan a formar jóvenes novicios para luchar en ese país, además de convertirse en un banderín de enganche en Pakistán para militantes extranjeros ávidos de yihad. En esos años se forjaría una profunda amistad entre Abdulá y Osama Bin Laden.
Tras la guerra en Afganistán, la madraza asumió el papel de punto de reunión y refugio de yihadistas extranjeros en ruta hacia Cachemira. Además, en un auténtico golpe de efecto, los Ghazi lograron reunir a un grupo de ulemas y sacar adelante una fetua que les iba a permitir crear la primera madraza para mujeres del mundo, vecina a la Mezquita Roja. La de hombres quedaría emplazada en la zona más elegante de la capital, muy cerca de la gran mezquita Faisal.
Desde el púlpito de la Mezquita Roja, Abdulá ocupó un lugar esencial en la expansión del partido extremista Jamiat Ulema i Islam (JUI), protalibán y enemigo de Musharraf. Sin embargo, el 8 de octubre de 1998, fue tiroteado por una facción religiosa rival. Sus hijos achacaron su asesinato al Gobierno de Pakistán "para complacer a Estados Unidos". En esos mismos días misiles norteamericanos destruyeron campos de entrenamiento talibán en territorio afgano. Los Ghazi nunca perdonaron.
Tras la muerte del padre, y el acceso al poder del general Musharraf, los hermanos Ghazi, formados en la universidad, con experiencia religiosa y militar, se dividieron el poder. En esta mezquita se llevaron a cabo las reuniones que desembocaron en la creación de la coalición de partidos religiosos extremistas MMA (Frente Unido de Acción). Y en la formación del Consejo de Defensa Afgano-Pakistaní, una alianza de 35 grupos religiosos que previnieron a Musharraf que su apoyo a Estados Unidos podía sumir al país en la guerra civil. De aquí también salió una fetua de 500 ulemas para que no se enterrara en tierra santa a los soldados paquistaníes muertos en operaciones militares contra los talibanes. Más tarde pasaron por este recinto varios de los involucrados en un intento de asesinato contra Musharraf y en los atentados islamistas de Londres de 2005.
Debido a la presión internacional, Ghazi fue detenido, y tras una noche de cerco a la Mezquita Roja fue puesto en libertad de inmediato. "Ese año me intentaron matar como a un perro, los terroristas de Musharraf, como a mi amado padre, pero saqué mi pistola y acabé con ellos. Dios me ayudó".
Convertido en la cabeza de la oposición radical al Gobierno, Ghazi dijo durante la entrevista que quería convertir Pakistán en una copia de lo que hicieron del Afganistán de los talibanes. "Era un Gobierno ideal, pero nuestros hermanos afganos no tuvieron tiempo. No eran expertos en llevar un país. Eran religiosos y con ellos había paz, había ley y desaparecieron los señores de la guerra. No había drogas ni crimen. Aquél era un mundo bueno y limpio para vivir, pero no eran expertos en gobierno. Y los norteamericanos no les dieron oportunidad de hacerlo".
Cuando se despidió sonriente, mostraba la confianza del iluminado dispuesto a todo. "Ganamos a los rusos y ganaremos a los norteamericanos. No hay prisa. ¿Sabe por qué EE UU no puede ganar a los musulmanes con toda su tecnología y su dinero? Porque para vencer hay que tener coraje y principios. Ellos tienen 140.000 soldados en Irak y dígame uno sólo que sea capaz de ponerse una bomba en el cuerpo e inmolarse por su patria estadounidense. ¡Ninguno! Nosotros tenemos miles de jóvenes dispuestos a morir. Somos más poderosos. Dios está de nuestro lado".
Abdul Aziz era el hombre de pensamiento, el líder espiritual de la madraza, el Maulana. Sus jutba (homilías) de los viernes reunían en torno a la mezquita a miles de radicales. Tras el rezo, se quemaban banderas estadounidenses y se lanzaban consignas contra Occidente. El Ejército rara vez intervenía. La mezquita siempre ha contado con la discreta protección de Mohammad Ejaz ul Haq, ministro de Asuntos Religiosos, hijo del dictador Zia ul Haq y amigo de la familia Ghazi.
Abdul Rashid había asumido, tras la muerte de su padre, el papel de hombre de acción de la familia, forjado en tres años de yihad contra los soviéticos en Afganistán. De aquellos tiempos, Ghazi conservaba su barba de un puño de longitud, como manda la tradición, una poderosa red internacional de contactos y la afición por las armas de fuego.
Sentado en el suelo en una pequeña estancia repleta de teléfonos, faxes y ordenadores ("no estamos en contra del progreso, como creen ustedes"), Ghazi, educado, con el tono mesurado y solemne del Profeta, ofreció té y comenzó su discurso. "El islam no es terrorismo ni armas. Nos concentramos en valores morales. En cosas que no deben cambiar, que se deben extender y no deben cambiar, como el respeto a la mujer. Ustedes, en Occidente, han perdido el respeto a las mujeres. Estamos a favor de que estudien, pero no que interaccionen con los varones". ¿Y cómo le da clase a las mujeres en la madraza? "Desde otra habitación con un micrófono", respondió.
La leyenda radical de la familia Ghazi proviene de su padre, Maulana Abdulá, que puso la primera piedra de la madraza Jamia Faridia en 1965, con sólo 200 estudiantes. En 40 años, la familia se ha hecho con unos 10.000 estudiantes, la mitad mujeres, distribuidos en sus distintos seminarios de Islamabad. Abdulá, un clérigo fiel seguidor de la escuela deobandi y natural de la provincia de la Frontera Noroeste, creció en fama en los años sesenta debido a sus discursos antioccidentales en los que exigía la aplicación en todo el país de la sharia (ley islámica).
En aquellos años no tuvo mucho éxito. Pakistán era un Estado de musulmanes, no un Estado musulmán. Sin embargo, tras el acceso al poder del general Zia ul Haq, en 1977, y su islamización a marchas forzadas de Pakistán, propiciado en parte por la CIA (el número de madrazas se multiplicaría en una década por 100), su amigo, el Maulana Abdulá, convertiría su madraza en una de las más poderosas del país después de la de Binori Town, en Karachi. Tras la invasión de Afganistán por el Ejército soviético, en 1979, comienzan a formar jóvenes novicios para luchar en ese país, además de convertirse en un banderín de enganche en Pakistán para militantes extranjeros ávidos de yihad. En esos años se forjaría una profunda amistad entre Abdulá y Osama Bin Laden.
Tras la guerra en Afganistán, la madraza asumió el papel de punto de reunión y refugio de yihadistas extranjeros en ruta hacia Cachemira. Además, en un auténtico golpe de efecto, los Ghazi lograron reunir a un grupo de ulemas y sacar adelante una fetua que les iba a permitir crear la primera madraza para mujeres del mundo, vecina a la Mezquita Roja. La de hombres quedaría emplazada en la zona más elegante de la capital, muy cerca de la gran mezquita Faisal.
Desde el púlpito de la Mezquita Roja, Abdulá ocupó un lugar esencial en la expansión del partido extremista Jamiat Ulema i Islam (JUI), protalibán y enemigo de Musharraf. Sin embargo, el 8 de octubre de 1998, fue tiroteado por una facción religiosa rival. Sus hijos achacaron su asesinato al Gobierno de Pakistán "para complacer a Estados Unidos". En esos mismos días misiles norteamericanos destruyeron campos de entrenamiento talibán en territorio afgano. Los Ghazi nunca perdonaron.
Tras la muerte del padre, y el acceso al poder del general Musharraf, los hermanos Ghazi, formados en la universidad, con experiencia religiosa y militar, se dividieron el poder. En esta mezquita se llevaron a cabo las reuniones que desembocaron en la creación de la coalición de partidos religiosos extremistas MMA (Frente Unido de Acción). Y en la formación del Consejo de Defensa Afgano-Pakistaní, una alianza de 35 grupos religiosos que previnieron a Musharraf que su apoyo a Estados Unidos podía sumir al país en la guerra civil. De aquí también salió una fetua de 500 ulemas para que no se enterrara en tierra santa a los soldados paquistaníes muertos en operaciones militares contra los talibanes. Más tarde pasaron por este recinto varios de los involucrados en un intento de asesinato contra Musharraf y en los atentados islamistas de Londres de 2005.
Debido a la presión internacional, Ghazi fue detenido, y tras una noche de cerco a la Mezquita Roja fue puesto en libertad de inmediato. "Ese año me intentaron matar como a un perro, los terroristas de Musharraf, como a mi amado padre, pero saqué mi pistola y acabé con ellos. Dios me ayudó".
Convertido en la cabeza de la oposición radical al Gobierno, Ghazi dijo durante la entrevista que quería convertir Pakistán en una copia de lo que hicieron del Afganistán de los talibanes. "Era un Gobierno ideal, pero nuestros hermanos afganos no tuvieron tiempo. No eran expertos en llevar un país. Eran religiosos y con ellos había paz, había ley y desaparecieron los señores de la guerra. No había drogas ni crimen. Aquél era un mundo bueno y limpio para vivir, pero no eran expertos en gobierno. Y los norteamericanos no les dieron oportunidad de hacerlo".
Cuando se despidió sonriente, mostraba la confianza del iluminado dispuesto a todo. "Ganamos a los rusos y ganaremos a los norteamericanos. No hay prisa. ¿Sabe por qué EE UU no puede ganar a los musulmanes con toda su tecnología y su dinero? Porque para vencer hay que tener coraje y principios. Ellos tienen 140.000 soldados en Irak y dígame uno sólo que sea capaz de ponerse una bomba en el cuerpo e inmolarse por su patria estadounidense. ¡Ninguno! Nosotros tenemos miles de jóvenes dispuestos a morir. Somos más poderosos. Dios está de nuestro lado".
Musharraf in the Twilight/By Frederic Grare, a visiting scholar at the Carnegie Endowment for International Peace
THE WASHINGTON POST, 10/07/07;
The end of Gen. Pervez Musharraf’s era in Pakistan approaches. Since March 9, demonstrations have mounted to protest his dismissal of the independent chief justice of the Supreme Court, Iftikhar Mohammed Chaudhry. On May 12, protests resulted in carnage during which more than 40 people were killed, mostly from the opposition. The pro-Musharraf Muttahida Qwami Movement (MQM) was held responsible by the majority of the Pakistani press. The Pakistani army’s authority is now being challenged like never before. A taboo has been broken and Musharraf’s government has made mistake after mistake, exposing its true dictatorial nature and also its weakness.
The current Red Mosque crisis in Islamabad is unlikely to improve his image, both in Pakistan and abroad. Musharraf tolerated the Islamic radicals for weeks before deciding to move against them. Whatever the final outcome of the crisis, the Pakistani President will have to answer three major questions: How could such a crisis occur in the middle of the capital, about half a mile from the Inter-Services Intelligence (ISI) headquarters? Why did it occur right after the judiciary crisis? Why did it take so long for the regime to react? Whatever the answers, Musharraf is likely to appear at best incompetent and at worst complicit of attempting to divert public opinion from the real political issue of the moment.
Washington and most other Western capitals fret about the prospect of losing what they consider their best ally in the war on terror and a rampart against the supposedly inherent extremist tendencies of the Pakistani society. However, the crisis actually shows the relative weakness of extremists, and the dubious quality of Pakistan’s cooperation in the war on terror and against the Taliban.
The current crisis has not been triggered by anti-Western radical clerics but by a revolt against the constant violation of the rule of law and the constitution. The protestors are lawyers and other representatives of modern civil society who have been frustrated by Musharraf’s eight years of quasi-dictatorial rule.
At the same time, the truth is emerging about Pakistan’s mixed commitment to combating terrorists. Islamabad has undoubtedly handed over a number of al-Qaeda militants, but the military-dominated state has been more reluctant to cooperate against the Taliban. Former Supreme Allied Commander Europe (SACEUR) General James L. Jones and other U.S. military officials have recently given examples of Pakistan’s refusal to cooperate in this regard. Moreover, Pakistan has not respected a number of its commitments in the war on terror. Terrorists training camps have not been dismantled, and Musharraf has occasionally threatened to stop anti-terrorism cooperation when he was bothered by Western criticism of repression of political opponents, in Balochistan and elsewhere.
The end of the Musharraf regime should therefore not be seen as the potential disaster that Western conventional wisdom suggests.
Nor would Musharraf’s fall necessarily be the end of military power in Pakistan. The army could well decide to sacrifice its chief if it considers he has now become a liability. Musharraf’s departure could then open the way for another general to step in. Or, given the criticism that the army is facing, it could decide to withdraw behind the scene and let civilians assume the burdens of day-to-day government, while trying to regain some legitimacy through an agreement with civilian leaders.
Whatever its final outcome, the present crisis should be an opportunity to rethink Western strategies toward Islamabad. The United States, and the West generally, have given the Musharraf regime constant support. Pressure may have been privately exerted when Musharraf did not try hard enough in the “war on terror” but Islamabad kept benefiting from the largesse of the U.S. administration and the international community for whatever assistance it did deliver. Indeed, Musharraf even gained largess when he said he could not fight harder because he was imperiled by extremists. The reality is that the problems that Pakistani-based and nurtured jihadists pose to the world will not be without a change of the country’s foreign policy. And this cannot occur without the end of military domination in Pakistan.
The restoration of democracy — the re-establishment of civilian power according to the 1973 Pakistani constitution — is ultimately the only reasonable policy option in the short, medium and long terms. This restoration does not mean the “elimination” of the Army, but simply its withdrawal from politics. The military could be given a role through the National Security Council but would no longer be the domineering entity.
To encourage Pakistanis to pursue such reforms, the U.S. (and others) must stop allowing multiple objectives to be traded against each other, and instead recognize that terrorism, Afghanistan, Kashmir and democratization are related. They all require an end of the Army and intelligence service’s domination of Pakistan’s policy-making.
To facilitate such a shift the U.S. and other influential powers must offer increased assistance to Pakistan, but commit to reduce or eliminate it entirely if Pakistan does not act consistently with the principles it professes to share with its partners. Conditionality of assistance should apply if and when civilian rule is restored, too.
Some elements of the military will go along because they believe the increasing involvement of the army in non-military affairs is gradually decreasing its professionalism and that the military is culturally ill-equipped to run a country. There will be resistance. But specters of extremist takeover should not obscure the reality that military dominance largely produced the crises now confronting Pakistan and the world, and cannot be the solution to them.
The current Red Mosque crisis in Islamabad is unlikely to improve his image, both in Pakistan and abroad. Musharraf tolerated the Islamic radicals for weeks before deciding to move against them. Whatever the final outcome of the crisis, the Pakistani President will have to answer three major questions: How could such a crisis occur in the middle of the capital, about half a mile from the Inter-Services Intelligence (ISI) headquarters? Why did it occur right after the judiciary crisis? Why did it take so long for the regime to react? Whatever the answers, Musharraf is likely to appear at best incompetent and at worst complicit of attempting to divert public opinion from the real political issue of the moment.
Washington and most other Western capitals fret about the prospect of losing what they consider their best ally in the war on terror and a rampart against the supposedly inherent extremist tendencies of the Pakistani society. However, the crisis actually shows the relative weakness of extremists, and the dubious quality of Pakistan’s cooperation in the war on terror and against the Taliban.
The current crisis has not been triggered by anti-Western radical clerics but by a revolt against the constant violation of the rule of law and the constitution. The protestors are lawyers and other representatives of modern civil society who have been frustrated by Musharraf’s eight years of quasi-dictatorial rule.
At the same time, the truth is emerging about Pakistan’s mixed commitment to combating terrorists. Islamabad has undoubtedly handed over a number of al-Qaeda militants, but the military-dominated state has been more reluctant to cooperate against the Taliban. Former Supreme Allied Commander Europe (SACEUR) General James L. Jones and other U.S. military officials have recently given examples of Pakistan’s refusal to cooperate in this regard. Moreover, Pakistan has not respected a number of its commitments in the war on terror. Terrorists training camps have not been dismantled, and Musharraf has occasionally threatened to stop anti-terrorism cooperation when he was bothered by Western criticism of repression of political opponents, in Balochistan and elsewhere.
The end of the Musharraf regime should therefore not be seen as the potential disaster that Western conventional wisdom suggests.
Nor would Musharraf’s fall necessarily be the end of military power in Pakistan. The army could well decide to sacrifice its chief if it considers he has now become a liability. Musharraf’s departure could then open the way for another general to step in. Or, given the criticism that the army is facing, it could decide to withdraw behind the scene and let civilians assume the burdens of day-to-day government, while trying to regain some legitimacy through an agreement with civilian leaders.
Whatever its final outcome, the present crisis should be an opportunity to rethink Western strategies toward Islamabad. The United States, and the West generally, have given the Musharraf regime constant support. Pressure may have been privately exerted when Musharraf did not try hard enough in the “war on terror” but Islamabad kept benefiting from the largesse of the U.S. administration and the international community for whatever assistance it did deliver. Indeed, Musharraf even gained largess when he said he could not fight harder because he was imperiled by extremists. The reality is that the problems that Pakistani-based and nurtured jihadists pose to the world will not be without a change of the country’s foreign policy. And this cannot occur without the end of military domination in Pakistan.
The restoration of democracy — the re-establishment of civilian power according to the 1973 Pakistani constitution — is ultimately the only reasonable policy option in the short, medium and long terms. This restoration does not mean the “elimination” of the Army, but simply its withdrawal from politics. The military could be given a role through the National Security Council but would no longer be the domineering entity.
To encourage Pakistanis to pursue such reforms, the U.S. (and others) must stop allowing multiple objectives to be traded against each other, and instead recognize that terrorism, Afghanistan, Kashmir and democratization are related. They all require an end of the Army and intelligence service’s domination of Pakistan’s policy-making.
To facilitate such a shift the U.S. and other influential powers must offer increased assistance to Pakistan, but commit to reduce or eliminate it entirely if Pakistan does not act consistently with the principles it professes to share with its partners. Conditionality of assistance should apply if and when civilian rule is restored, too.
Some elements of the military will go along because they believe the increasing involvement of the army in non-military affairs is gradually decreasing its professionalism and that the military is culturally ill-equipped to run a country. There will be resistance. But specters of extremist takeover should not obscure the reality that military dominance largely produced the crises now confronting Pakistan and the world, and cannot be the solution to them.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario