30 nov 2009

Alexander Wat

El siglo de Alexander Wat/Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 28/11/09;
Por mucho que sea el retraso y por variadas que sean las dificultades para afrontar su traducción al castellano, la aparición de Mi siglo del escritor, poeta e intelectual polaco Alexander Wat constituye un auténtico acontecimiento cultural. No resulta grano de anís animar a la lectura de un volumen de más de mil páginas sobre un mundo que a los españoles nos es tan absolutamente ajeno, el de la cultura polaca. Incluso entre nosotros hablar de Polonia obliga a referirnos a un programa de televisión – en mi opinión, deleznable-,heredero de una variante del humor cuyas raíces, por decirlo de alguna manera, habría que buscar en el caganer navideño, con absoluto desprecio a una magnífica veta de humorismo catalán cuyo representante más elegante fue para mí el malogrado Eugenio-.No me cuesta imaginar lo que pasaría si los polacos, que son gente sensible y con humor brutal, más allá del sarcasmo, se inventaran un programa humorístico para zelotes titulado Catalunya.¡Nosotros, que hemos sido capaces de hacer protestas institucionales porque nos criticaba un semanario británico!
Por si fuera poco un centón de mil y pico páginas, la edición española de Mi siglo en la prestigiosa fábrica editorial del Acantilado, tan cuidadosa en general, nos ha sorprendido agravando aún más las dificultades del libro. Primero al introducir un prólogo de otro escritor polaco, Adam Zagajewski, que en mi opinión desorienta aún más al lector en castellano, porque en vez de presentar a Alexander Wat ante el mundo cultural hispano, que lo desconoce absolutamente, viene a ejercer una especie de ajuste de cuentas generacional entre polacos, al que tiene pleno derecho, pero que me temo desanime aún más al abrumado lector. La traducción, que imagino de endiabladas dificultades, está salpicada de algunas expresiones imposibles, como llamar Sanación al período dictatorial de Pilsudski (Sanacjia, 1926-35). Por demás, las notas son estrictamente polacas y de dudosa utilidad aquí; el inmenso escenario de personajes carece de referencias que orienten al lector y se limita a una especie de guía telefónica al final, inmanejable y absurda.
¡Con lo fácil que hubiera sido seguir la pauta que marcó la edición francesa de 1989! Una sucinta bio-bibliografía al comienzo y leves notas aclaratorias a pie de página; lo que se llama la sopa de ajo de la edición. Es verdad que le faltan las fotografías con las que apareció en Francia, pero hubiera bastado con eso para facilitar la lectura de un texto ya de por sí complejo, sobre un mundo del que nosotros apenas sabemos nada: la cultura y la política polacas del siglo XX, encajonadas entre dos influencias tan apabullantes como la germana y la rusa.
Alemania y sobre todo la Rusia soviética conforman el paisaje de fondo de esta especie de gran fresco de Goya que va narrando a brochazos Alexander Wat, un hombre derrotado y enloquecido, enfermo crónico que ha somatizado todos sus dolores intelectuales. Una agonía del espíritu tan cruel que sólo acabará con el suicidio en 1967, exiliado en París, donde está enterrado. Aseguran que la expresión polaca wiek quiere decir bastante más que siglo,y aunque sólo fuera por el caso de Wat se entiende, porque no se trata sólo de la peculiaridad de un hombre que nació el primero de mayo de 1900 y se mató a los 67, sino que ese período comprende tal cantidad de acontecimientos, de ansias, de frustraciones que bien se puede decir que estamos ante una pintura mural de la lucha por la supervivencia de un intelectual, de un creador, durante un siglo, el XX, del que se podría decir que a la muerte de nuestro hombre, en 1967, ya había dado sus mayores frutos de criminalidad política.
Hay quien ha comparado Mi siglo de Alexander Wat con la búsqueda literaria de Marcel Proust a su tiempo pasado, y aunque pueda parecer excesivo el paralelo de dos mundos tan dispares hay algo tentador en el parangón: cuando se evoca el pasado vivido es inevitable reconstruirlo y en toda reconstrucción hay mentira.
Consciente o inconsciente, la memoria juega con nosotros. Existe una autonomía de la memoria que nos zarandea, nos hace sufrir o nos blanquea la mala conciencia. La memoria no sólo es selectiva, una obviedad, sino instrumental; eso que hace afrontar los pasados deslizándose sobre ellos como avezados surfistas. El siglo de Wat me parece por eso un fresco goyesco sobre el terror, y muy en concreto con una de las variantes más sobresalientes del terror en el siglo XX: la experiencia bolchevique y su continuidad estaliniana.
Nosotros, mi generación, no conoció el terror. Vivió y experimentó el miedo, pero el terror es otra cosa. El terror es la guerra, los fusilamientos, los paseos, la represión ciega, la impunidad asesina, los años cuarenta y buena parte de los cincuenta, son aún el terror. Luego vino el miedo. Nosotros somos unos privilegiados que sólo conocimos el miedo y que ante las víctimas del terror debemos ser ante todo respetuosos, casi reverentes. Y esa es la experiencia vívida, casi sangrante por torturadora, de Alexander Wat en la Rusia soviética, desde su detención en Lvov, tras el pacto germano-soviético – hay un texto precioso de la cosecha española de la época firmado por Dolores Ibarruri, donde explicaba que Polonia no existió nunca, que sólo había sido una invención del tratado de Versalles-hasta su vuelta a Polonia en 1946. Una manera de contar tan compleja como el mundo que describe y que es deudora del estilo de Dostoyevski, escritor al que admiraba y del que tradujo Los hermanos Karamazov.Otro detalle, el carácter políglota de esta intelectualidad; una razón que nos los hace tan distantes de las preocupaciones españolas de entonces. Polaco, alemán, ruso, yiddish, francés, e incluso lector con soltura de inglés e italiano.
Poeta futurista-surrealista en sus comienzos, promotor en Varsovia de un mítico Mensual Literario (1929-31), compañero de viaje de la revolución bolchevique desde sus comienzos y activista de la cultura en los sucesivos bandazos del estalinismo y sufridor de sus prisiones legendarias. En la Lubianka moscovita vivirá un profundo arrebato espiritual, casi místico, al escuchar casualmente a Bach durante un paseo carcelario. Luego los campos de trabajo, donde se concentraba la crema de la inteligencia rusa de la revolución. Y los destierros; la miseria cotidiana dentro y fuera de los gulags, las esperanzas de la posguerra pronto desvanecidas… Todo teñido de una pasión interior que le hará saltar con la misma vehemencia y dolor de la escritura servil al comunismo, en el que no cree, a la espiritualidad religiosa. No judía ni ortodoxa sino católica y hasta integrista; su referencia a nuestro olvidado santón reaccionario, Donoso Cortés, no deja de causarnos perplejidad. Quienes no conocimos el terror debemos ser especialmente humildes con quienes lo sufrieron. Para Wat llegó a ser una experiencia incluso metafísica. ¿Cómo es posible que aquellos geniales creadores de los años veinte soviéticos acabaran convertidos en patéticos guiñapos, aterrorizados, y muy certeramente, ante su destino? El destino, una palabra que Wat desentraña en todas sus variantes para dejarla reducida a la maldición que rige el terror.
Ante este libro desolador y luminoso uno se adentra en el valor de la palabra. En el valor incluso criminal que tiene la palabra, tanto, que por la palabra se mata, se encarcela, se sufre y sobre todo se miente. Hace unos años apareció en España y en una editorial singular – Pepitas de Calabaza, Logroño-uno de esos libros que desazonan tanto que uno no sabe muy bien qué hacer con ellos, si recomendarlos para otros sufrientes o esperar una oportunidad para citarlos. Su autor es el francés Armand Robin (1912-1961), otro políglota, en este caso prodigioso, con una biografía digna de competir en desgracias con la de Alexander Wat, y que nos dejó un libro titulado La falsa palabra,fundamental para comprender el desbordante monólogo que es Mi siglo.
Porque las 1.030 páginas de Wat, que hay que agradecer a Acantilado, por más que haya hecho lo más difícil y haya tropezado en lo más fácil, son eso: el monólogo de un intelectual polaco ante un testigo de excepción, su casi compatriota Czeslaw Milosz, Nobel de la poesía y autor del imprescindible Pensamiento cautivo.La tragedia de un poeta al que la historia hizo sufrir de tal modo que acabó matándolo. Una gran novela polaca que debería leerse como se hace con Guerra y Paz o Los Poseídos,asumiendo el llanto.

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