30 nov 2009

A la mitad del camino

Largos tres años/MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA
Revista Proceso # 1726, 29 de noviembre de 2009;
El martes primero de diciembre llega el presidente Calderón a la mitad de su sexenio. Le quedan, nos quedan, por delante tres años. “Tres largos años”, anunció él mismo el miércoles pasado, en un nuevo relanzamiento de su gobierno, semejante al que intentó el 2 de septiembre, si bien con mayor aparato difusor, con menos posibilidades de realización. Calderón se refirió pesaroso al trienio que viene, como niño que acepta resignado volver a la escuela cada mañana después de exclamar: ¡Cómo?, ¿otra vez! Proclamó su estado de ánimo en una lucidora ceremonia organizada por el secretario de Desarrollo Social, Ernesto Cordero (que se corrigió a sí mismo por su desplante frente al Premio Nobel Joseph Stiglitz), estrella de un espectáculo multimedia, con protagonistas en vivo (gente pobre de a de veras), destinado al combate a la pobreza.
La pobreza. Esa lacerante condición humana, que abarca en alguna de sus modalidades a más de la mitad de la población mexicana, evoca dos de las mayores derrotas de Calderón en su primer trienio, en esos años también largos que han transcurrido desde que, luego de entrar por la puerta de atrás, pudo rendir protesta como presidente de la República, un cargo cuya legitimidad le es negada aún ahora por millones de personas que –a la cabeza Andrés Manuel López Obrador– no dejan de considerarlo espurio.
Aunque es posible registrar claros avances en varios aspectos parciales de la política social, el saldo neto, reconocido oficialmente y aun en boca de Calderón, es que ha crecido el número de pobres precisamente en los años de su administración. Aunque el gasto social se ha incrementado considerablemente, no mejora la suerte de una ancha capa de sus destinatarios. Hay más pobres y quizá vivan en mayor desprotección que antaño. Prevalecía la indigencia rural; en el campo se concentraba la mayor parte de los menesterosos, los que enfrentan problemas para lograr la subsistencia diaria. Pero ahora una amplia porción de ellos se ha trasladado a las ciudades, donde carecen del auxilio mínimo, de la solidaridad que las redes familiares ofrecen a quienes son pobres entre los pobres.­
Consciente de esa realidad, Calderón buscó un remedio fiscal contundente, en una iniciativa que además fuera aprovechable con fines propagandísticos. Presentó al Congreso un proyecto para crear un nuevo gravamen, que nadie pudiera resistir. Se le llamó “contribución al combate a la pobreza”. Consistía en cobrar 2% al consumo general, incluidas las mercancías que tienen alguna excepción en el impuesto al valor agregado. Por ello se le consideró un IVA disfrazado, que gravaba medicamentos y comida, cuyo costo está hoy aliviado por pagar tasa cero de aquel impuesto al consumo.
Alrededor de esa iniciativa se desplegó una intensa campaña mediática, que hizo crecer la dimensión del impuesto a una suerte de panacea. Todos los problemas, no únicamente los de la población paupérrima, iban a ser resueltos con esa contribución. La mala conciencia de los sectores medios, aun los empobrecidos en las décadas, años y meses recientes, fue atacada directamente: ¿Quién osaría rechazar un gravamen de monto módico, que además sería etiquetado para que ine­quívocamente llegara a los programas de desarrollo social orientados a atenuar los rudos efectos de la miseria?
La iniciativa estaba afectada por defectos e insuficiencias que la propaganda ocultó o procuró enfrentar con sofismas. Puesto que se aplicaría a todo consumo, los pobres pagarían también, con lo cual se empobrecerían todavía más. Había una respuesta para eso: se ha calculado que los destinatarios de la contribución reciban prestaciones sociales en mucho mayor monto de lo que deban pagar con la nueva contribución. Y el impedimento legal de destinar específicamente a una partida –el combate a la pobreza– recursos fiscales que deben formar una masa, aplicable a fines específicos sólo al formularse el presupuesto de egresos, se dijo que iba a ser enfrentado en el proyecto del gasto social, donde programas como Oportunidades tendrían un financiamiento crecido de manera considerable.
El PRI, sin cuya colaboración el gobierno se paraliza, rechazó la contribución al combate a la pobreza. Nadie, ni el presidente mismo, su autor e impulsor, derramó una sola lágrima por la frustración de tan esplendente proyecto. En vez del nuevo gravamen se aumentó un punto a la tasa del impuesto sobre la renta. Y aunque la alternativa provino de la Secretaría de Hacienda, es decir del Ejecutivo, la victoria política fue atribuida al PRI, que obtuvo en efecto triunfos sustanciosos al establecer ingresos en cuyo manejo tengan ventaja los gobernadores, y al destinar los egresos a partidas que igualmente rindan provecho político. Como hizo al final del trámite legislativo de sus iniciativas de reforma energética, Calderón aparentó no ser el perdedor del lance y felicitó a los autores de su derrota, no con espíritu deportivo, sino ocultando la naturaleza real del desenlace. Pero esta vez lo hizo con menor convicción, metido ya en la insólita sucesión de gestos antagónicos y amistosos a sus aliados naturales, los grandes empresarios que fueron bien aceitadas piezas de la maquinaria que llevó a Calderón adonde está.
Voluble con los dueños del capital, a los que un día muestra el ceño adusto y otro día saluda con sonrisas, Calderón llega a la mitad de su sexenio en una acusada soledad, no remediada siquiera por su propio partido, en cuyo seno se gestan o se muestran disensiones que debilitan a un presidente en posición precaria. En las calles, en el llano, se extienden la desesperanza, el desencanto, reflejados en las páginas de la prensa usualmente dispuesta a aplaudir al gobierno en general y a Calderón en particular, y a denostar a sus detractores. Armando Fuentes Aguirre, Catón, probablemente el periodista más leído en el país, o al menos quien publica sus textos en un mayor número de diarios, adivinó hace poco el malestar presidencial. Diagnosticó que Calderón parecía contar los días que le faltan para concluir su sexenio. Ahora sabemos, por boca del interesado, que así es. Le quedan por delante, nos quedan, tres largos años.
O menos si se condensa el desánimo que crece en casi todos los círculos sociales, casi todas las capas de la población. El presupuesto de egresos está montado sobre una base ilusoria, ya que los ingresos calculados para encarar el gasto descansan en factores fuera del control del Estado. Diputados y senadores incrementaron el déficit, levemente, pero desde ahora mismo aparecen señales que acaso obliguen a aumentarlo en mayor medida. Es que se cubrirá con deuda pública la diferencia entre los ingresos reales y el gasto. Y la calidad del endeudamiento, su costo, depende del mercado financiero, está sujeto a la calificación que se otorgue al papel mexicano en las bolsas internacionales. Y ya una calificadora, que no obstante el desprestigio en que incurrió como partícipe en la gestación de la crisis financiera mundial sigue lanzando admoniciones, ha puesto la alerta sobre la deuda mexicana. En el extremo caótico, pudiera llegar un momento en que nadie nos preste dinero, en que no haya quien compre papeles de la deuda mexicana. Una suerte análoga, por impredecible, puede afectar al mercado petrolero y echar abajo el cálculo de los ingresos del crudo en que se basa nuestro equilibrio presupuestal.
Si esas apocalípticas circunstancias, más el agravamiento de las crisis acumuladas y no resueltas y su consecuencia en la gobernabilidad del país, si todo ello se sumara y generara un efecto disruptor, podría deteriorarse la estabilidad del gobierno al punto de que el rumor sordo que ahora se escucha termine en estentóreo clamor para exigir, al modo argentino, que se vayan todos.
Si es así, nadie, ni Calderón ni los gobernados, tendríamos que esperar tres largos años.

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