De París a Cádiz -Por
qué naufragó la Constitución de 1812
Texto de la conferencia
pronunciada por el director de EL MUNDO -Pedro J. Ramírez- anteayer viernes en
la Fundación Centro de Estudios Constitucionales de Cádiz con motivo del
Bicentenario de la Constitución de 1812
Publicado en El Mundo,
«En España todas las
plazas se llaman de la Constitución», escribió Alejandro Dumas cuando en 1846
hizo su famoso viaje titulado De París a Cádiz. El 19 de noviembre, al llegar
al final de su trayecto, se sintió deslumbrado por un lugar que definió como
«el único sitio donde he visto calles que parecen ir al cielo».
«¿Comprende usted,
señora?», le explicaba a la imaginaria destinataria de sus cartas desde la
península. «El extremo de estas calles de que le hablo da en el vacío, están
limitadas por el infinito; este azul que se extiende entre dos líneas blancas
aparece todavía más excesivo y brillante: es el azul absoluto».
Cuando le llevaron a San
Fernando por el estrecho istmo de la playa de Cortadura en el que por dos veces
en lo que iba de siglo se habían atrincherado frente al invasor francés los
defensores de la libertad española, el autor de Los tres mosqueteros escribió
que «Cádiz parece navegar como uno de esos barquichuelos de velas blancas que
los niños conducen con un hilo en el estanque de las Tullerías».
Dumas había llegado
desde Sevilla en barco, acompañado de un grupo de amigos que incluía a su
propio hijo y futuro sucesor en las glorias literarias. Durante el recorrido se
había entretenido disparando con su rifle a las avutardas y buitres que
poblaban el Guadalquivir. Pero el gran acontecimiento de ese trayecto no había
sido ningún lance cinegético sino el avistamiento de otro vapor, más viejo que
el suyo, que había encallado «más allá de Sanlúcar» al tratar de fondear en medio
de la niebla cuando subía la marea. Todos sus intentos habían sido vanos y al
cabo de seis horas de brega la bajamar le había noqueado. Según Dumas, ese
barco se llamaba el Trajano.
Pocas imágenes le
causaron tanto impacto como la de aquel naufragio: «Orgullosamente hemos pasado
a media legua del pobre Trajano, que sigue encallado en la arena esperando las
mareas altas para ponerse a flote… El pobre Trajano nos pareció muy
quebrantado, estaba mal caído sobre un costado; como un enfermo que sufre».
Teniendo en cuenta esos
achaques y la previsible esperanza de vida que entonces podían tener ese tipo
de ingenios, ¿resulta temerario que yo dé por supuesto aquí que se trataba del
mismo barco de vapor que en junio de 1823, recién inaugurado su servicio en el
río, había trasladado a los diputados de las Cortes de la última legislatura
del Trienio Constitucional, en su postrera retirada desde Sevilla hasta Cádiz,
cuando los Cien Mil Hijos de San Luis ya habían penetrado en Andalucía e iban
ciñendo el dogal que terminaría asfixiando la llamada «Revolución Española»?
Que me corrijan los
eruditos pero invoco como fuente de autoridad a Mesonero Romanos, testigo
presencial de los hechos como joven integrante de la Milicia Nacional de Madrid
que acompañó al Gobierno constitucional hasta el bastión de su último hurra. En
sus Memorias de un setentón recuerda cómo «las Cortes salieron por el río en el
vapor, acaso único que entonces había en España, denominado, si mal no
recuerdo, el Trajano».
Aquel barco representó
ya entonces todo un símbolo del naufragio del régimen liberal pues partir de
Sevilla y estallar en la ciudad una feroz revuelta absolutista que implicó la
destrucción de gran parte de los equipajes que debían de seguir a los
diputados, fue todo uno. Sólo las escenas de pillaje y ajustes de cuentas en
las calles de Saigón cuando el último helicóptero despegó de la azotea de la
embajada norteamericana, nos permiten imaginar lo que ocurrió entonces en
Sevilla al sentirse liberado el populacho más fanático de lo que percibía como
una autoridad enemiga de sus creencias.
El que junto a las
pérdidas en vidas y haciendas haya que consignar entre las víctimas de aquellas
horas vandálicas a los libros que componían la valiosa colección privada del
bibliotecario de las Cortes Bartolomé José Gallardo supuso además todo un
augurio de lo que en relación con la ilustración y la cultura habría de ser la
«década ominosa» que se cernía sobre España.
Doceañistas y
veinteañistas, masones y comuneros, se replegaban en el Trajano, juntos y
efímeramente revueltos, aferrados a su Constitución inmutable, a lo que ellos
mismos habían fosilizado como su «libro sagrado». Buscaban refugio en la ciudad
mítica en la que había germinado su sueño 11 años atrás, cuando tal día como
este próximo lunes de hace dos siglos pudieron lanzar su primer «¡Viva La
Pepa!».
Pero si al elegir aquel
19 de marzo de 1812 para la promulgación de su carta magna se burlaban
desafiantes del postizo monarca importado desde París que ese mismo día
celebraba su onomástica, en 1823 quien les pisaba los talones era otro francés
de linaje insigne: el Duque de Angulema, sobrino del rey Luis XVIII, hijo de
quien pronto le sucedería como Carlos X y casado con su prima María Teresa, la
princesa que sobrevivió a la guillotina en la que perecieron sus padres Luis
XVI y María Antonieta.
Lo que se avecinaba era,
en definitiva, el último ajuste de cuentas de la Europa de los tronos con la
Revolución. Si para los franceses lo que aconteció en España entre 1808 y 1814
fue el comienzo del fin de Napoleón; para los ingleses la Peninsular War y para
los españoles de varias generaciones la «Guerra de la Independencia», no cabe
duda de que para la élite política que fue capaz de aprovechar la oportunidad
para aunar el esfuerzo bélico contra el invasor con el impulso constituyente se
trató, como digo, de la «Revolución Española».
Así lo reflejaron en sus
memorias moderados como el conde de Toreno o Argüelles y exaltados como Flórez
Estrada o Juan Romero Alpuente; pero sobre todo así fue percibido por la Europa
de la Restauración, especialmente desde que el levantamiento de Riego, en 1820,
proyectó una sombra retrospectiva de jaque a la autoridad del rey que acrecentó
los recelos y sospechas sobre todo lo acontecido ocho años antes en Cádiz.
Prácticamente ninguno de
los doceañistas trataba de copiar la deriva de la Revolución Francesa. En El
primer naufragio he reflejado el espanto que la ejecución de Luis XVI había
producido en la corte de su primo Carlos IV hasta en afrancesados como el
Meléndez Valdés que clama: «¡Qué atrocidades! ¡Qué de horrores! Y por gente así
nos interesamos alguna vez. Avergoncémonos de nuestro engaño y escarmentemos
para en adelante». Y tampoco faltó la prevención lúcida de Jovellanos ante la
propia dinámica revolucionaria: «Jamás concurriré a sacrificar la generación
presente para mejorar las futuras… Si el espíritu humano es progresivo… no
podrá pasar de la primera a la última idea. El progreso supone una cadena
graduada y el paso será señalado por el orden de sus eslabones. Lo demás no se
llamará progreso, sino otra cosa».
El espanto y la
prevención prevalecían década y media después hasta el punto de que la
República no fue en ningún momento una opción para las Cortes de Cádiz, de que
expresamente se repudiaba el concepto de «democracia» y de que alguien como el
médico Pascasio Fernández Sardino, que editaba un periódico titulado El
Robespierre español, era carne de presidio incluso en un momento de cuasi
idolatría por la libertad de prensa.
Por si faltara alguna
prueba de que los peores excesos de la Revolución Francesa permanecían unidos
en el recuerdo de los españoles al abuso de la libertad política, basta ver
cómo al inicio del Trienio, en el ocaso de su vida, el abate Marchena, pese a
alinearse con el bando exaltado, esgrimía como mérito haber pasado por «las
mazmorras del execrable Robespierre» a consecuencia de «los desenfrenos de la
más loca democracia».
Además de terroristas
regicidas, los franceses eran también los invasores. No en vano uno de los
diputados más brillantes y activos en Cádiz, el conservador Antonio de Capmany,
había publicado en 1808 su Centinela contra franceses: «¡Alerta españoles! No
esperéis humanidad ni amistad de los franceses, desconfiad de sus palabras y
detestad sus obras».
Sin embargo, la obsesión
de los constituyentes gaditanos por diferenciar la «Revolución Española» de la
francesa, presentando su obra política como una especie de adaptación a los
nuevos tiempos de nuestra tradición medieval cuando los monarcas de los
antiguos reinos de Castilla, Aragón o Navarra debían gobernar sometidos a los
límites de unas Cortes poderosas, no les privó de incurrir en los mismos
errores de fondo que arrojaron contra el acantilado a sus predecesores allende
los Pirineos. A la hora de la verdad fue más fuerte el propio vértigo
declamatorio, el propio impulso trasgresor y experimentalista; y no fueron
capaces de resistir la tentación de saltarse unos cuantos eslabones de la
cadena histórica, intentando pasar directamente «de la primera a la última
idea» y confundiendo el «progreso» con esa «otra cosa» que Jovellanos ni
siquiera se atrevía a nombrar.
En el actual imaginario
colectivo la Constitución de Cádiz comparte de hecho con la Revolución Francesa
el paradójico anaquel destinado a los proyectos y experiencias impregnados de
utopía que, fracasando en su momento histórico, sirvieron de inspiración y
referencia a la posteridad y no dejan de crecer, generación tras generación, en
su condición mítica o seminal como fuentes del avance de la civilización
humana. De ahí que sea pertinente preguntarse por qué si esas dos criaturas de
las Luces consiguieron dar respuestas con validez universal a problemas como el
de la soberanía nacional, los derechos humanos o las libertades públicas, no
lograron en cambio producir mecanismos viables de gobierno que aportaran
estabilidad y prosperidad a sus coetáneos.
Si descontamos la
interrupción del Sexenio Absolutista podemos decir que la Revolución Española
-o sea el periodo de vigencia de la Constitución de Cadiz- duró los mismos
cinco años que en sentido estricto corresponden a la Revolución Francesa entre
la toma de la Bastilla y Thermidor. En ambas experiencias aparece una primera
etapa de optimismo acumulativo que en el caso francés culmina con la jura por
el rey de la Constitución de 1791 y en el caso español abarca los dos años de
victorias militares que precedieron al regreso del Deseado y los escasos
primeros meses del Trienio Constitucional en los que el «marchemos todos y yo
el primero» gozó de cierta credibilidad entre los sectores más voluntaristas de
la incipiente burguesía liberal.
A esta fase idealista de
entusiasmo expansivo, en la que las élites revolucionarias creían estar
construyendo la sociedad nueva inspirada en las enseñanzas de la razón, sucedió
con inexorable paralelismo el choque con la realidad y una sucesión de crisis y
conflictos en los que quedó patente la inadecuación de las reglas recién
alumbradas a los desafíos del momento. Y no es casualidad que en ambas
experiencias el lugar por donde estallaran las costuras de un traje totalmente
desajustado al cuerpo social al que se pretendía revestir fuera el del papel y
los poderes del Rey.
La ventaja de esta
aproximación plutarquiana a lo sucedido con Luis XVI y Fernando VII es que nos
permite trascender de los síntomas, por muy dramáticos que en ambos casos
resultaran en su concreción episódica, a las causas sustanciales del fracaso.
Porque si ni la Constitución Francesa de 1791 funcionó con un rey más bien
pánfilo y apocado con tendencia a transigir pero escasa capacidad de
adaptación, ni la Constitución Española de 1812 lo hizo con un rey hipócrita y
taimado -«de aviesa condición», según el propio Menéndez Pelayo- caracterizado
sobre todo por el oportunismo, tal vez el problema no estuviera tanto en las personas
como en las reglas del juego.
Y si resulta que
guillotinando a Luis, Francia perdió sus libertades en los patíbulos del Terror
y perdonando todas sus felonías a Fernando, España sometió las suyas al yugo
absolutista, quizá haya que pensar que ni con rey ni sin rey tenían aquellos
males remedio. O al menos ni con el rey ni sin el rey que tan equivocadamente
habían concebido los respectivos cuerpos constituyentes.
Fijarse en las cabezas
cubiertas, los rostros hoscos y el silencio reprobatorio de los parisinos al
recibir a Luis tras la fuga de Varennes y cotejar esas actitudes con las casi
idénticas de los gaditanos cuando Fernando llegó el 14 de junio de 1823 poco
menos que como rehén del régimen constitucional -fue acogido «con indiferencia
completa, sin insulto ni aplauso», recuerda Alcalá Galiano- puede tener un gran
valor narrativo o moralizante.
Pero el ejercicio de
Historia alternativa pertinente no es plantear qué hubiera ocurrido en Francia
si no se hubieran asaltado las Tullerías o no se hubiera guillotinado al último
Capeto. O qué hubiera sucedido en España si se hubiera depuesto al peor de los
Borbones tras el fallido golpe de la Guardia Real, el 7 de julio de 1822, en el
que estaba obviamente involucrado; o no se le hubiera repuesto en el trono tras
los cuatro días de extravagante regencia que un año después sirvieron para
vencer su oposición al traslado a Cádiz.
No, lo que tiene sentido
preguntarse es si un tratamiento constitucional de la figura del rey que
hubiera supuesto una amplia reforma de la Monarquía absolutista, limitando el
papel rector que durante 300 años había mantenido en ambos países -hasta el
punto de confundirse el Estado con el rey, según la divisa de Luis XIV-, pero
proporcionándole instrumentos adecuados para ejercer sus competencias dentro de
una fórmula de gobierno compartido -la «Monarquía mixta y equilibrada»
establecida en el Reino Unido según las ideas de John Locke-, no habría sido
más eficaz y ahorrado muchas convulsiones y desdichas.
Lo que es incontestable,
pues los hechos lo demostraron pronto, es que tanto en Francia como en España
se configuró lo que Manuel Moreno Alonso acaba de describir en su minucioso
estudio crítico de la Constitución de Cádiz como «una obra quijotesca» para un
«Estado imaginario» y lo que el profesor Joaquín Varela Suanzes bautizó
certeramente como «la Monarquía imposible».
En los debates que
tuvieron lugar entre 1810 y 1812 se trataba en definitiva de elegir entre la
vía británica y la francesa. En su reveladora carta a Lord Holland de febrero
de 1823 -cuando el Trienio Constitucional enfilaba ya el precipicio- Agustín
Argüelles, uno de los diputados que más contribuyeron a la redacción de La
Pepa, sostenía que «los vicios que pueda tener nuestro actual sistema fueron
inevitables cuando se formó en Cádiz porque en general entre nosotros no había
entonces ideas exactas sobre un sistema representativo. Sólo se conocían las
ideas y teorías francesas que tenían, no lo dude usted, mucha analogía con
nuestras antiguas Cortes».
Ninguna de estas dos
explicaciones era demasiado cierta. El propio Argüelles había vivido en Londres
como agente de Godoy y Blanco White venía promoviendo desde allí con asombrosa
lucidez, a través de las páginas de El Español, el modelo parlamentario
británico, también conocido como cabinet system, que implicaba una cooperación
permanente entre los representantes del pueblo y la Corona. Ésa había sido
asimismo la obsesión de Jovellanos hasta su muerte, invocando precisamente la
tradición española con mucha más propiedad que los principales orates de las
Cortes.
Argüelles venía a
reconocer en esa carta que las críticas al modelo constitucional eran
correctas, escudándose en una actitud tan española como la de que no se podía
ceder ante la presión: «Ya no es fácil para muchos discernir cuáles son los
males que proceden de vicios en la Constitución de los que son efecto del
infernal proyecto de habernos promovido, fomentado y sostenido una guerra
civil». Lord Holland tildaría esta actitud con burlona intencionalidad de
«amour propre». Terquedad española, empolvada a la francesa.
Todo indica que los
constituyentes de Cádiz eran conscientes de la senda por la que optaban, aunque
no naturalmente del desastre al que iba a conducirles. No eran republicanos
pero a la mayoría de ellos podría cuadrarles la definición de «monárquico
receloso de la Monarquía» que Varela Suanzes adjudica al influyente historiador
del Derecho castellano Martínez Marina. La bochornosa conducta de Carlos IV y
el propio Fernando VII en los años anteriores, y muy especialmente en Bayona,
había contribuido a engendrar no poco ese recelo, pues como comentó
irónicamente Díez del Corral, «de seguir siendo rigurosamente monárquicos
habría que reconocer como rey de España a José Bonaparte». De ahí que, en su
opinión, lo que se produjo en 1808 fuera en sentido estricto «un levantamiento
frente al principio monárquico, formalmente entendido». Se trataba de
«restituirle la Corona al Borbón pero de restituírsela justamente» porque, como
diría el artículo segundo de La Pepa, «la Nación española no puede ser patrimonio
de ninguna familia ni persona»; y el rechazo visceral de esa «Nación española»
a las abdicaciones de Bayona la hizo ser consciente de ello.
Lo que ocurrió es que el
golpe de péndulo llevó a las Cortes de Cádiz demasiado lejos. Ya en la primera
sesión el 24 de septiembre de 1810, a propuesta del extremeño Muñoz Torrero,
decretaron considerarse depositarias de la «soberanía». En la segunda, al día
siguiente, a propuesta del quiteño Mejía Lequerica, acordaron otorgarse el
tratamiento colectivo de «Majestad». Este mismo diputado de ultramar planteó
enseguida que, como en el juramento del Jeu de Paume, los diputados debían
comprometerse a «no separarse sin haber hecho antes la Constitución».
No se trataba de «una
vulgar imitación», precisa Moreno Alonso, sino de «un subsuelo ideológico
común», cimentado en el racionalismo de las Luces. Pero como había sucedido en
la Asamblea Constituyente francesa, los proyectos moderados -que dentro o fuera
de sus muros encarnaban Mirabeau, Lafayette o Barnave- fueron pronto desbordados
por planteamientos más radicales, jaleados, en Cádiz igual que en París, desde
unas tribunas vociferantes y siempre hostiles a quienes como el diputado
Valiente, obligado a dejar la ciudad para no ser linchado, osaban defender los
derechos del rey.
Para el eminente
politólogo Jellinek, lo que los constituyentes franceses terminaron
configurando no fue «sino una república con un jefe hereditario». Y eso mismo
es lo que se reprodujo en España, con la agravante de que el artículo 181 de La
Pepa permitía alterar tal principio hereditario al atribuir a las Cortes la
capacidad de «excluir de la sucesión» a quienes «hayan hecho cosa por que
merezcan perder la Corona». Este artículo por sí solo ya era para Blanco White
«una maldición» que empujaba a España hacia «la anarquía y la guerra civil» a
base de «horribles intrigas y disensiones domésticas».
El propio Fernando VII
denunciaría todo esto en 1814 al reimplantar por primera vez el absolutismo,
repudiando la obra de los diputados gaditanos porque «copiando los principios
revolucionarios y democráticos de la Constitución Francesa de 1791… sancionaron
no leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un gobierno
popular con un jefe o magistrado, mero ejecutor, que no un Rey, aunque allí se
le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la Nación». El
Manifiesto de los Persas le había puesto la comparación en bandeja al consignar
uno tras otro los ejemplos de cómo los constituyentes de Cádiz, «mientras
tenían a menos seguir los pasos de los antiguos españoles, no se desdeñaron de
imitar ciegamente los de la Revolución Francesa».
Para Blanco White, el
error de base de las Cortes consistía en su pretensión de imponer como dogma de
fe «una pretensión abstracta» como la «soberanía del pueblo» que a gran parte
de los españoles «se les ha enseñado a oír con horror desde su infancia». Hasta
el extremo, añadía, de que «hay hombre entre ellos que sufrirá martirio antes
de jurar la soberanía del pueblo». Por eso ya en noviembre de 1811 diagnosticaba
en El Español que buena parte de los conflictos desencadenados en Cádiz se
hubieran evitado «si se hubiese declarado la soberanía de la Nación no tomada
numeralmente como una horda de bárbaros que entran por la primera vez en
sociedad, sino como un cuerpo político compuesto de jerarquías en cuya escala
está el primero el Rey». Exactamente eso, e igualmente en vano, es lo que había
advertido Mirabeau en la Asamblea Nacional con su «no somos salvajes llegados
desnudos a orillas del Orinoco a fundar una sociedad nueva».
El problema no era que,
como dice Sánchez Agesta, «el Rey pasaba a ser un órgano constituido,
establecido por la Constitución», sino que su papel quedaba tan disminuido que
no en vano Rafael del Riego, percibido por Fernando VII como su gran
antagonista personal durante el Trienio, pudo espetarle desde la presidencia de
las Cortes que «el verdadero poder y grandeza de un monarca» residían
«únicamente en el exacto cumplimiento de las leyes». ¿Cómo podía conformarse
ningún monarca con ese «exacto cumplimiento» si, volviendo una vez más a Blanco
White, «Rey y Soberano son dos palabras sinónimas en el diccionario de todos
los pueblos de España»?
Máxime cuando se trataba
además de un «exacto cumplimiento» bajo un estricto régimen de libertad vigilada.
Nada menos que 11 veces, referidas a otros tantos supuestos, repetía el
artículo 172 de La Pepa, la humillante fórmula de «No puede el Rey…», «No puede
el Rey…», «No puede el Rey…». Sólo al llegar al supuesto duodécimo variaba la
redacción sin por ello hacerse ni más amable ni menos intrusiva: «El Rey antes
de contraer matrimonio dará parte a las Cortes para obtener su consentimiento;
y si no lo hiciere, entiéndase que abdica la Corona».
Fue a la vista de
artículos como éste cuando el editor de El Español se permitió añadir
sardónicamente que «si era necesario conservar a España bajo los reyes, no
debieran las Cortes haberlos considerado bajo el aspecto de una especie de
fieras indomables». El propio canónigo Espiga, miembro de la Comisión de Constitución,
lo había advertido durante los debates: «Yo desearía que no se considerara al
Rey como un enemigo que está siempre preparado para batir en brecha al cuerpo
legislativo».
En la práctica la clave
de ese arrinconamiento del rey residía en la débil posición que las
constituciones de 1791 y 1812, inspiradas por El contrato social de Rousseau,
relegaban al poder ejecutivo. No es casual que ni en Francia ni en España
existieran gobiernos dignos de tal nombre hasta que ambas revoluciones
derivaron en dictaduras pues, como queda reflejado en El primer naufragio, la
creación del Comité de Salvación Pública no es sino uno de los heraldos del
Terror y sólo es a finales de 1823, una vez recuperada su plena libertad de
obrar, cuando Fernando VII instituye el Consejo de Ministros.
Hasta entonces, bajo el
sistema constitucional, el rey podía nombrar y separar libremente a los
ministros en Francia y a los más precisamente llamados «secretarios de
despacho» en España. Pero su cometido se limitaba, en efecto, según la fórmula
de Riego, a la ejecución de la legalidad bajo la permanente supervisión de un
parlamento obsesionado con imponer su autoridad asamblearia. Y sin resorte o
vínculo alguno que permitiera al jefe del Estado apoyarse con su Gobierno en la
mayoría electoral o apelar a la opinión de la Nación. De hecho la condición de
ministro era incompatible con la de diputado. Ser nombrado ministro en esas
circunstancias era un seguro pasaporte hacia el fracaso, cuando no hacia la
guillotina o, al menos, hacia el limbo del oprobio y el descrédito.
Al presentar ante la
Convención su proyecto de Declaración de los Derechos Humanos, Robespierre
incluyó dos artículos que llevaban la desconfianza hacia el poder ejecutivo
hasta extremos enfermizos. «Cuando el Gobierno viola los derechos del pueblo,
la insurrección es el más santo de los deberes», decía el artículo 27. «Toda
institución que no parta de la base de que el pueblo es bueno y el magistrado
corruptible, está viciada», remachaba lapidariamente el artículo 30. No es de extrañar
que ninguna de las grandes figuras de la Revolución aceptara nunca un
ministerio con la excepción del efímero paso de Danton por la cartera de
Justicia, a la que renunció en cuanto fue elegido diputado.
Aunque no se expresara
tan crudamente, esa misma filosofía impregnó los debates de las Cortes de
Cádiz. «No diré que las Cortes no amen al Rey pero pocas veces dejarán de estar
mal con sus ministros», argumentó el sacerdote moderado Nicasio Gallego,
expresando el sentir general y anunciando un calvario de conflictos. Para
atarles corto, la Constitución del 12 establecía un número cerrado de
secretarios de despacho con sus respectivos cargos -siete contando el de
Ultramar-, se reservaba la facultad de iniciar procedimientos judiciales contra
ellos y se arrogaba la fijación de su sueldo.
El Discurso Preliminar,
leído por Argüelles, llevaba las cosas hasta el extremo de afianzar «la
absoluta libertad de las discusiones» de la Cámara, «prohibiendo que el Rey y
sus ministros influyan con su presencia en las deliberaciones». El artículo 125
matizaba sin embargo esta exclusión al precisar que «en los casos en que los
Secretarios del Despacho hagan a las Cortes algunas propuestas a nombre del
Rey, asistirán a las discusiones cuando y del modo que las Cortes determinen, y
hablarán en ellas; pero no podrán estar presentes a la votación».
Mal que bien las Cortes
impusieron lo que en la práctica era su propio absolutismo a las sucesivas
Regencias que precedieron al regreso del Deseado, pero durante los tres años de
obligada convivencia con un rey en ejercicio, el conflicto estuvo servido día
sí, día también. Es verdad que Fernando VII conspiró desde el primer momento
dentro y fuera de España, como lo había hecho Luis XVI, contra la Constitución
que las circunstancias le habían obligado a jurar. Pero también es cierto que
no sólo había estado al margen del proceso constituyente, sino que el texto
resultante limitaba su poder a un mero veto suspensivo de lo que aprobaran las
Cortes que decaía a los dos años, permitían a éstas sortear su posición
mediante los llamados «decretos parlamentarios» que no necesitaban sanción
regia y le excluían de todo proceso de reforma constitucional.
Incluso el ejercicio de
ese veto suspensivo era considerado como una provocación intolerable por parte
de quienes lo habían constitucionalizado. La famosa carta del ministro del
Interior Roland advirtiendo a Luis XVI de que «se pagará un precio de sangre»
si se empeñaba en vetar la ley que permitía expulsar a los curas refractarios,
tendrá continuidad un cuarto de siglo después cuando su homólogo Argüelles
advierta a Fernando VII que su veto a la supresión de las órdenes monásticas
podía provocar una sedición entre el pueblo de Madrid e incluso le precisaba
que se originaría en La Fontana de Oro. «Con lo cual, amilanado el Rey, se
allanó a dar la sanción», recordaría Alcalá Galiano.
Para más inri, la labor
del Rey y sus secretarios de despacho estaba condicionada por el importante
papel asesor del Consejo de Estado, cuyos 40 miembros eran elegidos por el
monarca pero a partir de las correspondientes ternas designadas por las Cortes.
Siendo los ministros los responsables penales y políticos, nada tan humano como
acomodarse por norma a los informes preceptivos de ese Consejo de Estado que
era el que en definitiva tenía el respaldo de las Cortes. Todas estas
restricciones pueden parecer hoy más que razonables pues no en balde los
principios inspiradores de las revoluciones francesa y española han ido calando
en la cultura de los países democráticos. Pero tanto en la España de 1812 como
en la de 1820 suponían una quiebra radical con el orden anterior que ni el
contexto internacional de la Europa de los congresos de Viena y Verona ni la
sensibilidad dominante entre los españoles permitían asimilar.
En cuanto al frente
exterior, todo sugiere que cuando Argüelles escribe su carta entre
justificatoria y numantina a Lord Holland ya conocía el memorando que alguien
con el ascendiente sobre los asuntos españoles de Lord Wellington había mandado
un mes antes a su representante personal en Madrid, transmitiéndole su receta
para salvar el régimen liberal: «Los españoles que deseen sinceramente la paz y
el bien de su país deben hacer en su Constitución las alteraciones que lleven
por objeto revestir al Rey del poder de desempeñar la autoridad real». Sabía de
lo que hablaba pues no en vano acababa de representar al Reino Unido en el
Congreso de Verona, en el que se había decidido apretarle las tuercas a España.
En cuanto al frente
interior, por algo admitiría Alcalá Galiano en 1824, después de haber tenido
que emigrar de un país en el que las partidas realistas que auxiliaban al
invasor hacían que toda España fuera una inmensa Vendée contrarrevolucionaria,
que «la Constitución existía de iure, pero no existía de facto».
Tiene razón Varela
Suanzes cuando establece que «el esquema que triunfó» en el Trienio respondió
en la práctica al principio del «quien fija la ley, manda; y el que la ejecuta,
obedece». Pero con la agravante de que esa obediencia no quedó nunca encauzada a
través de unas reglas claras, sino que se produjo de forma espasmódica y
turbulenta como fruto del sometimiento del Palacio a la coacción de la calle
concertada, como en el París de El primer naufragio, con los sectores más
radicales de las Cortes.
En mi opinión el momento
crucial del periodo sobreviene en marzo de 1821 cuando, después de leer su
famosa «coletilla» ante las Cortes, quejándose del trato que recibe, Fernando
VII destituye a su primer gobierno constitucional también llamado de «los
presidiarios» por estar formado, con Argüelles a la cabeza, por doceañistas
encarcelados durante el Sexenio. Aunque está ejerciendo libremente su
prerrogativa, el rey trata de compensar la impopularidad de su decisión
pidiendo a las Cortes que «para acertar en la elección de nuevos Secretarios de
Despacho… me designen las personas que más merecen la confianza pública».
En el debate
subsiguiente exaltados y moderados vinieron a coincidir en que acceder a la
demanda del rey supondría caer en su «trampa» y avalar implícitamente el cese
del anterior gobierno. Por eso las Cortes rehusaron darle nombre alguno. José
María Calatrava, hombre gozne entre las distintas sensibilidades y tendencias,
se distinguió entonces por la contundencia de sus argumentos de fondo: «El
Congreso Nacional no debe tener influencia alguna en el poder ejecutivo… Las
Cortes no pueden, sin contravenir la Constitución, dar a Su Majestad el consejo
que se les pide».
Ése era en efecto el
espíritu de La Pepa en relación a lo que, más que un sistema de «separación de
poderes», podría considerarse un sistema de «estancamiento de poderes». El
diagnóstico del catedrático Emiliano González Díez no puede ser más elocuente:
«Estas malas relaciones entre el Rey y las Cortes, entre los poderes ejecutivo
y legislativo nos alejan sobremanera de la concepción de un sistema
parlamentario de gobierno basado en el respeto institucional y en la confianza
política. Observamos que son poderes separados e independientes sin mecanismos
de unión ni empatía entre ellos».
No deja de ser una
triste ironía que el propio Calatrava, gran tribuno de las Cortes y una de las
figuras más importantes y menos conocidas de nuestro liberalismo, tuviera
ocasión de comprobar, desde el otro lado de la raya, es decir desde la
perspectiva del poder ejecutivo, la inviabilidad del modelo cuando poco más de
dos años después se sintió impelido por su patriotismo a aceptar el liderazgo
del último gobierno constitucional.
En primer lugar, a falta
de mecanismos legales adecuados, Calatrava fue promovido por un conciliábulo de
diputados -la mayoría de ellos masones- que, según Modesto Lafuente,
«comenzaban a sentirse como soberanos y a mirar al Rey como sometido a su
voluntad». «Juntáronse en gran número y acordaron proponer un Ministerio que no
dudaban sería, como impuesto por la necesidad, aceptado por el monarca». Así
fue, en detrimento del ya nombrado gobierno comunero que iba a encabezar Flórez
Estrada. Quienes en 1821 se habían negado a colaborar con el rey proponiéndole
nombres, convertían en 1823 su principal prerrogativa constitucional en papel
mojado, imponiéndoselos.
En segundo lugar, a las
pocas semanas de iniciado su mandato Calatrava se vio inmerso en una crisis
inaudita cuando las Cortes, sin contar con el Gobierno, incapacitaron
temporalmente a Fernando VII e impusieron una Regencia de cuatro días que
ordenó el traslado de todas las instituciones de Sevilla a Cádiz. Calatrava se
empeñó en vano en dimitir tanto ante al rey que le había nombrado pero carecía
en ese momento de competencias, como ante quienes sí las tenían -los regentes-
pero no le habían nombrado e insistieron en llamarse andana.
Esa sensación de estar
flotando en el vacío, entre un rey entregado bajo la máscara del disimulo a la
causa del invasor y unas Cortes remisas a corresponsabilizarse en otra cosa que
no fuera aprobar unos subsidios económicos virtuales, fue acrecentándose hasta
el hundimiento final cuando el general Burriel, responsable de la defensa de la
plaza, le comunicó que sus tropas no estaban en condiciones de mantener esa
línea de la Cortadura que Alejandro Dumas compararía con el tenue hilo que
sujeta a un barquito en un estanque.
Entre aquella negativa
de las Cortes a proporcionar al rey una lista de ministrables y su ambiguo
escapismo cuando Calatrava les pidió en las horas finales que autorizaran o
vetaran sus negociaciones con el enemigo y la salida del rey de Cádiz,
transcurrieron dos años de forcejeos en los que las distintas facciones del
liberalismo se arrojaron entre sí con fines infamantes el epíteto de
«modificadores», es decir la supuesta intención de introducir reformas en la
mitificada e intocable Constitución del 12. Era el equivalente a las
imputaciones de querer restablecer la Monarquía que intercambiaban los
jacobinos y los mal llamados girondinos en la Francia de la Convención.
«Modificador» en el
Trienio era sinónimo de «pastelero». Es decir, de querer buscar acomodo con el
trono al modo de Argüelles, Toreno o Martínez de la Rosa, bautizado como
«Rosita la Pastelera» por El Zurriago, un periódico mordaz y procaz que
desempeñaba el mismo papel de guardián de las esencias radicales que en París
habían representado Le Père Duchesne de Hebert y L’Ami du Peuple de Marat. Para
los zurriaguistas y otros émulos del radicalismo sans culotte no había otra
divisa que la de las secciones parisinas, adaptada a las circunstancias: «La
liberté ou la mort», «La Constitución o la muerte».
Dentro del código del
momento todas las herejías «modificadoras» y «pasteleras» quedaban resumidas en
la presunción de que tal o cual personaje, grupo o asociación propugnaba el
llamado «plan de cámaras», en alusión al desdoblamiento de las Cortes en un
Congreso y un Senado que al modo británico de la Cámara de los Lores
reintegrara a la aristocracia y al alto clero al consenso constitucional del
que habían sido excluidos.
No es casualidad que
fuera la misma imputación que en 1792 y 1793 los jacobinos habían lanzado
machaconamente contra los líderes moderados que, acariciando esa idea, no se
atrevieron a llevarla a la práctica por el miedo a la presión de la calle. Los
lectores de El primer naufragio recordarán cómo la defensa de ese planteamiento
por parte de nuestro desacomplejado Marchena en una conferencia que dio en
Bayona desencadenó un tumulto sobre el terreno, pero encendidos elogios en el
órgano moderado Le Patriote Français y una carta de felicitación del mismísimo
Brissot.
El «plan de cámaras» y
el cabinet system, que obligara al rey a nombrar un gobierno acorde con la
mayoría parlamentaria pero le permitiera ejercer la iniciativa legislativa y
disolver las Cortes, eran la quintaesencia de los proyectos «modificadores». Se
trataba de una hoja de ruta encaminada a reconducir la «Revolución Española»
hacia un espacio intermedio entre la inviable Constitución vigente y el sistema
de «carta otorgada» establecido en la Francia de la Restauración.
La adecuación de ese
planteamiento a la realidad española había quedado patente en la propia
Representación en defensa de las Cortes que Flórez Estrada dirigió a Fernando
VII en 1818. El que luego sería ardiente paladín del bando exaltado proponía al
rey «convocar inmediatamente las Cortes o representantes de la Nación, elegidos
(por ahora) con arreglo a lo prevenido en las últimas, sin perjuicio de que en
lo sucesivo se nombre una Cámara Alta, compuesta de grandes nobles y alto
clero, elegidos temporal o perpetuamente por V. M. pero cuya institución se
determine por leyes fundamentales».
El hecho de que quien
tan explícitamente proponía una reforma constitucional de ese calado
convirtiera cinco años después en síntoma de traición cualquier amago en la
misma dirección, es una muestra elocuente de la radicalización del régimen
liberal. A ello contribuyó no poco la inexistencia de partidos políticos como
tales y el papel sustitutivo que desempeñaron las sociedades patrióticas y
organizaciones secretas como la Masonería y la Comunería.
Ni la Constitución
Francesa de 1791 ni la Española de 1812 contemplaban la existencia de partidos
políticos o tan siquiera de grupos parlamentarios. Eso era reflejo de la
ingenua pretensión de que la Revolución estaba legitimada por la unidad de los
patriotas o «buenos españoles». Así lo expresó el ex guerrillero y diputado
Juan Palarea, alias El Médico, en un debate de las Cortes oportunamente
recordado por Moreno Alonso: «Los serviles son un partido, los afrancesados son
un partido, pero los liberales son toda la Nación; los liberales no son ni han
sido nunca un partido; son, repito, toda la Nación».
De hecho, tanto en el
París de la Convención como en el Madrid del Trienio siempre que se pretendía
descalificar a un conjunto de rivales se les anatematizaba como «la facción»,
responsabilizándoles de la ruptura de la unidad revolucionaria. Las tertulias
en los cafés, los banquetes populares y en especial las sesiones de las
sociedades patrióticas servían de espita al pluralismo. La Fontana de Oro,
inmortalizada por Galdós, hacía las veces de Club de los Jacobinos y la efímera
Sociedad Landaburiana emulaba al de los Cordeleros.
Cuando se cerraron
ambas, las intrigas y conspiraciones se refugiaron de nuevo en las sociedades
secretas con toda su parafernalia entre ridícula y grotesca. Los más templados
tendieron a embozarse en los mandiles de la Masonería, mientras los exaltados
se escudaban literalmente en la Comunería, que reproducía rituales de los
tiempos de Padilla, Bravo y Maldonado, espadas y rodelas incluidas. Entre una y
otra surgió la llamada Sociedad del Anillo con la vana pretensión de
estabilizar la Revolución a través de una élite a la vez moderada y reformista.
Tanto secretismo
subterráneo facilitó la propaganda absolutista que resumía lo que estaba
pasando en España como un intento de la masonería francesa de clonar la
experiencia revolucionaria que había desembocado en el Terror. Según uno de los
panfletos más difundidos tras la caída del régimen liberal, lo aprobado en
Cádiz no había sido sino «la misma Constitución de la Asamblea de París… que en
el corto espacio de un año la supieron traducir del francés». O sea, «un
librote compuesto para degollar a Fernando y a su familia real y acabar con
todos los sacerdotes y religión… por unos tolondros que eran viles discípulos
de aquellos revolucionarios».
En distintos momentos
del Trienio el rey sintió esa amenaza de modo explícito al ser objeto de
públicas invectivas e incluso ver invadido parcialmente su palacio al modo de
lo ocurrido aquel 20 de junio de 1792 que sirvió de ensayo general del asalto
final a las Tullerías. Al advertir que aquella era una dinámica insostenible,
Fernando VII, en carta a su hombre de confianza en el gabinete que sustituyó al
de «los presidiarios», el ministro López Pelegrín, utilizó incluso la misma
metáfora náutica que tantas veces había zarandeado los debates de las tres
asambleas de la Revolución Francesa: «La Nave se va a pique y zozobrará
indefectiblemente si un diestro piloto no la liberta del inevitable naufragio
en que va a perecer».
Consumado el desastre
llegó la autocrítica y fue en el exilio londinense cuando los liberales
españoles percibieron los graves errores de fondo de la Constitución de Cádiz.
Su contacto con el sistema parlamentario británico hizo bascular a buena parte
de ellos hacia las posiciones que, en pleno fervor por La Pepa, había mantenido
casi en solitario Blanco White. Así quedó reflejado en la serie de artículos
publicados en la revista Ocios de Españoles Emigrados con el elocuente título
de Desengaños Políticos y atribuidos a Canga Argüelles. En ellos se repudiaban
las «reformas exageradas» y se apostaba por el otrora denostado bicameralismo.
La sustitución en 1830
en Francia del absolutismo borbónico por la Monarquía de Julio encarnada por
Luis Felipe de Orléans como «Rey ciudadano» fue otro elemento decisivo para esa
metamorfosis. Gran parte de los próceres liberales españoles se trasladaron de
Londres a París y se encontraron, según Varela Suanzes, con «una Monarquía
constitucional al estilo de la británica, con un Rey robusto al que se atribuía
la titularidad del poder ejecutivo, la disolución de un parlamento bicameral y
la participación en la elaboración de las leyes». Era el éxito de «una vía
conciliadora y pragmática, tan respetuosa con los derechos de la Nación como
con los del Trono».
Cuando 16 años después
Alejandro Dumas salió de aquel París orleanista rumbo a Cádiz y descubrió
complacido que «en España todas las plazas se llaman de la Constitución», lo
que contemplaba ya no era el fervoroso y a menudo accidentado homenaje a La
Pepa, que tantos porrazos y descalabros, tantas retiradas y reposiciones
sangrientas de lápidas y placas había provocado. La Constitución del 12 había
rendido su último servicio en los pocos meses que, impuesta por el motín de los
sargentos de La Granja, volvió a estar en vigor durante el periodo
constituyente de 1836. Fue sustituida por la Constitución puente de 1837 y ésta
a su vez por la Constitución de 1845, que regiría durante el cuarto de siglo de
la era isabelina sobre la base ya de la «soberanía compartida» y con un Senado
designado por la reina.
Cuando inmediatamente
antes de la sargentada se especulaba con el restablecimiento de La Pepa, Larra
no podía por menos que burlarse del «cuento del cochero que, montado del revés,
arreaba al coche». No por eso dejaba de rendir homenaje al «paladión de nuestra
independencia nacional y la cuna de nuestra libertad». Pero desembocaba en el
repudio de la nostalgia: «La Constitución del año 12 era gran cosa, en verdad,
pero para el año 12… Para el año 1836 la única constitución posible es la de
1836».
Larra acertaba en lo
segundo, pero no en lo primero. La mítica Constitución del 12 había resultado
inservible para el 12, para el 14, para el 20 y para el 23. No digamos para el
36 o el 48. Desde dentro y desde fuera de España, las que fueran las dos
grandes cabezas pensantes del Semanario Patriótico habían escrito su obituario
casi antes de que entrara en vigor. Para Quintana, sus amigos constituyentes
habían cometido «el mismo error que los franceses: lo han querido todo a la
vez». Blanco White decía otro tanto: se había apostado «por un sistema
abstracto» y se había «perdido la ocasión de hacer las mejoras parte por
parte».
Con mucha más
perspectiva y bastante menos eufemismo, Jorge de Esteban ha diagnosticado que
aquella «copia de la Constitución Francesa de 1791 disfrazada con elementos
religiosos y reaccionarios de la Constitución tradicional de España» fue
percibida por gran parte de la población como «un Cristo con dos pistolas». Esa
sensación de estar recibiendo gato por liebre caló en la población rural a
través de unas estructuras políticas locales que, como ha explicado Tomás Ramón
Fernández, en teoría «pretendían recuperar la libertad del antiguo municipio
castellano», pero en la práctica estaban orientadas a «llevar la voluntad
nacional que a las Cortes en exclusiva correspondía formar y orientar… hasta el
último rincón del vasto territorio de la Monarquía». Al final la aplicación de
la Constitución de forma paradójicamente «absolutista» y sin que mediara
consulta alguna a esa nación a cuyas imaginarias sienes se trasladaba la corona
de la soberanía, terminó desencadenando con la insurrección de las partidas
realistas, antes de la propia invasión francesa, la que bien puede ser considerada
como primera guerra civil española.
Si la Revolución
Francesa provocó el primer naufragio de la democracia o al menos del
parlamentarismo liberal, la «Revolución Española» dio paso al segundo. A la vez
que el fruto de un bello sueño idealista, La Pepa es por lo tanto el emblema de
un trágico fracaso, representado en su viaje de ida y vuelta desde Cádiz, cuna
en 1812 y sepulcro en 1823 de aquel régimen constitucional.
Como en todas las
conmemoraciones, el riesgo de este bicentenario es que nos limitemos a
conmemorarnos a nosotros mismos. Es decir, que nos conformemos con celebrar con
cómoda indolencia esos aspectos del pasado que anticipan los valores del
presente. La principal utilidad de esta efeméride en la hora actual depende,
por el contrario, de nuestra capacidad de reflexionar sobre las causas de aquel
fiasco. De que una vez ponderados los fascinantes avances que para la
navegación fluvial supuso la introducción del barco de vapor y una vez descrita
la bella silueta del Trajano surcando los meandros del río, nos fijemos en su
esqueleto varado con la misma curiosidad y respeto con que lo hizo Alejandro
Dumas y analicemos, como he tratado de hacer yo hoy, las causas del siniestro.
La Constitución de 1978
asumió buena parte de los valores esenciales de la de 1812, sin incurrir en su
principal equivocación. Lejos de suponer una quiebra taxativa con el pasado
inmediato fue fruto de un proceso de transición iniciado desde el franquismo
por la llamada Ley de Reforma Política. Cumplió, pues, con esa especie de norma
canónica que Carmen Iglesias aplica al control de calidad de las mutaciones
políticas al considerar que «la Historia es resultado de un complejo entramado
de continuidades y rupturas, donde a modo de un conglomerado geológico se van a
veces superponiendo las distintas capas, que rara vez desaparecen del todo».
De ahí su general
aceptación, apuntalada en el consenso de unos constituyentes que incluían
antiguos franquistas y antifranquistas y en la conducta de un Rey que, pese a
haber sido designado heredero de la Corona por el dictador, siendo por ello
aceptado por unas Fuerzas Armadas aún ancladas en el pasado, hizo honor a sus
compromisos constitucionales hasta el punto de que el 23 de febrero de 1981 se
comportó de forma antagónica a la de su antepasado Fernando VII el 7 de julio
de 1822.
Sin embargo, nuestra
actual Carta Magna comparte con La Pepa una tara o defecto de fábrica que no es
menor. Me refiero a lo difícil y tortuoso de su proceso de reforma. Sin llegar
a los extremos de la de 1812, que exigía la implicación de tres legislaturas
diferentes con mayorías reforzadas tras un periodo de carencia de ocho años
contados a partir de la «puesta en práctica de la Constitución en todas sus
partes», la de 1978 también se ha dotado de lo que más que un procedimiento de
reforma parece, por utilizar la expresión del propio Jorge de Esteban, «un
cerrojo para que no se intentase nunca».
Éste es hoy el nudo
gordiano de nuestro sistema político pues la experiencia está demostrando, no
de la forma inmediata y dramática en que se desencadenaron hace dos siglos los
acontecimientos, sino por el deslizamiento constante hacia lo que ya se percibe
como un callejón sin salida, que el actual modelo autonómico abierto a la
voracidad de unos y de otros va engendrando un Estado tan inviable como aquella
«Monarquía imposible».
Y es significativo que
pocas definiciones cuadren mejor con lo que nos está pasando que aquella
descripción que Díez del Corral hizo del hundimiento de la Monarquía
absolutista: «Lo que sale a flor de agua de repente es esa España de taifas que
en el fondo estaba amenazando siempre los esfuerzos por la unidad nacional; en
vez de Estado, provincias; en vez de gobernadores, alcaldes y juntas; en vez de
regimientos, partidas; en vez de generales, guerrilleros». ¿Cuántas veces no
hemos sentido el mismo vértigo que Alcalá Galiano al constatar que en materia
lingüística o en relación a los símbolos del Estado hay lugares en los que la
Constitución «existe de iure pero no de facto»?
De la misma manera que
la Constitución de 1812 fracasó en su intento de reinventar el Estado porque no
fue capaz de regular adecuadamente las relaciones entre el rey, el Gobierno y
las Cortes, sería lamentable que la utilidad de la Constitución de 1978 para
los españoles periclitara por no haber logrado modular de forma eficiente las
relaciones entre la Nación y sus partes a medida que la erosión del tiempo y el
roce de los materiales imponían la obligación de revisar y perfeccionar el
mecanismo. Además de «provincias», es decir, además de comunidades autónomas,
nuestra democracia precisa tener «Estado». Un Estado que las aúne e incluya,
pero que sea mucho más que la mera suma de ellas. Y ello requiere que nuestro
desarrollo político tenga «continuidad» en el sentido del término utilizado por
Carmen Iglesias; una continuidad concebida, en palabras de Julián Marías, como
«lo contrario del continuismo, por lo tanto la perpetua innovación». O sea la
continuidad del reformismo.
Partiendo de la
explosiva mezcla de una crisis económica galopante de origen fiscal y la
demagogia del extremismo callejero, muchos son los paralelismos que se han
hecho desde la publicación de mi libro sobre el golpe de Estado jacobino entre
lo que se vivió en el París de la Convención y la escalada de la tensión que
sin duda veremos acrecentarse en España esta primavera. Cualquier conocedor del
Trienio podría sustituir fácilmente el antecedente de las turbas parisinas por
el de las madrileñas. Pero los últimos dos siglos no han transcurrido en vano
ni en el plano de los usos sociales ni en el de la cultura política. La reforma
constitucional, que tanto ha ayudado, enmienda tras enmienda, a la consolidación
de las libertades y al progreso de la principal democracia de la Tierra,
debería ser concebida en estas circunstancias como ese ancla de los compromisos
políticos que, con tanto oportunismo como clarividencia, pedía lanzar Bertrand
Barère, desde los bancos de la Convención, «para sujetar la nave del Estado en
medio de esta tormenta política».
Y la imagen del
pundonoroso y autosatisfecho Trajano, aquel Titanic del Guadalquivir, recostado
sobre la orilla «más allá de Sanlúcar», debería servirnos para darnos cuenta de
que cuando se navega en el río de los acontecimientos y se produce una fuerte
crecida o un aumento de la velocidad de la corriente, o reformas o te reforman,
o adaptas la embarcación a los requisitos de esa aceleración histórica o encallarás
y te irás a pique.
Después del naufragio de
nada sirven las autojustificaciones retrospectivas al modo de las que el
exaltado Evaristo San Miguel -tildado, cómo no, de «pastelero» en cuanto llegó
al poder por aquellos a quienes todo les parecía poco- deslizó en su biografía
de Argüelles para defender, con la mala conciencia de toda excusatio non
petita, el enroque del régimen frente a las demandas de las potencias
concertadas en Verona: «Las Cortes no fueron tercas y obstinadas por un
sentimiento de amor propio mal entendido. No escribieron en su bandera el lema
descabellado de “perezca la nación y sálvese un principio”. No consintieron en
cambios de Constitución porque percibieron bien que con esta añagaza se quería
sepultar a la Nación en un mar de confusiones; porque fue claro como la misma
luz del día que los cambios que se querían no eran otros que el
restablecimiento simple del absolutismo».
Ni la correspondencia de
Wellington, Canning, Chateaubriand o Villele, ni los llamados «papeles de
Ugarte» que recogen las presiones europeas para que Fernando VII no volviera al
absolutismo puro y duro, ni la propia conducta del Duque de Angulema antes del
hundimiento de la resistencia liberal acreditan eso. La propia nota francesa a
la que el Gobierno de San Miguel contestó desabridamente, sin cintura
diplomática alguna, expresaba su «esperanza de una mejora» de la situación
española en el sentido de una «libertad juiciosa». La reforma del régimen
constitucional habría hecho posible su supervivencia, el propio Fernando VII
con su proverbial instinto de conservación se habría adaptado a un modelo
bendecido por el Reino Unido y aceptable para Francia, y la invasión de los
Cien Mil Hijos de San Luis nunca habría tenido lugar.
Pero con su españolísimo
sentimiento trágico de la vida, con su obsesión por preservar intacto lo que
Díez del Corral llamaba su «reino de Dios laico», con su numantinismo de
«Constitución o muerte», los doceañistas y veinteañistas se arrojaron abrazados
al precipicio para poder seguir peleándose en su sima.
Con la peculiaridad de
que, como la mayoría de ellos podría comprobar al volver al poder durante la
Regencia o en la propia era isabelina, ni siquiera aquella «muerte» era para
toda la vida, pues tan inviable como el «Rey constitucional» que le habían
puesto de adorno a La Pepa resultó ser el «Rey neto» o «absoluto» que ya no era
de aquel siglo.
Y es que, con ellos o
pese a ellos, la Historia seguía avanzando a trompicones mientras lo único que
de verdad permanecía «absoluto», como bien observó Alejandro Dumas y todos
podemos comprobar aún, era y es, el «azul excesivo y brillante», «el azul
absoluto» del cielo de Cádiz.
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