20 mar 2012

De París a Cádiz -Por qué naufragó la Constitución de 1812



De París a Cádiz -Por qué naufragó la Constitución de 1812
Texto de la conferencia pronunciada por el director de EL MUNDO -Pedro J. Ramírez- anteayer viernes en la Fundación Centro de Estudios Constitucionales de Cádiz con motivo del Bicentenario de la Constitución de 1812
Publicado en El Mundo,  
«En España todas las plazas se llaman de la Constitución», escribió Alejandro Dumas cuando en 1846 hizo su famoso viaje titulado De París a Cádiz. El 19 de noviembre, al llegar al final de su trayecto, se sintió deslumbrado por un lugar que definió como «el único sitio donde he visto calles que parecen ir al cielo».
«¿Comprende usted, señora?», le explicaba a la imaginaria destinataria de sus cartas desde la península. «El extremo de estas calles de que le hablo da en el vacío, están limitadas por el infinito; este azul que se extiende entre dos líneas blancas aparece todavía más excesivo y brillante: es el azul absoluto».
Cuando le llevaron a San Fernando por el estrecho istmo de la playa de Cortadura en el que por dos veces en lo que iba de siglo se habían atrincherado frente al invasor francés los defensores de la libertad española, el autor de Los tres mosqueteros escribió que «Cádiz parece navegar como uno de esos barquichuelos de velas blancas que los niños conducen con un hilo en el estanque de las Tullerías».

Dumas había llegado desde Sevilla en barco, acompañado de un grupo de amigos que incluía a su propio hijo y futuro sucesor en las glorias literarias. Durante el recorrido se había entretenido disparando con su rifle a las avutardas y buitres que poblaban el Guadalquivir. Pero el gran acontecimiento de ese trayecto no había sido ningún lance cinegético sino el avistamiento de otro vapor, más viejo que el suyo, que había encallado «más allá de Sanlúcar» al tratar de fondear en medio de la niebla cuando subía la marea. Todos sus intentos habían sido vanos y al cabo de seis horas de brega la bajamar le había noqueado. Según Dumas, ese barco se llamaba el Trajano.
Pocas imágenes le causaron tanto impacto como la de aquel naufragio: «Orgullosamente hemos pasado a media legua del pobre Trajano, que sigue encallado en la arena esperando las mareas altas para ponerse a flote… El pobre Trajano nos pareció muy quebrantado, estaba mal caído sobre un costado; como un enfermo que sufre».
Teniendo en cuenta esos achaques y la previsible esperanza de vida que entonces podían tener ese tipo de ingenios, ¿resulta temerario que yo dé por supuesto aquí que se trataba del mismo barco de vapor que en junio de 1823, recién inaugurado su servicio en el río, había trasladado a los diputados de las Cortes de la última legislatura del Trienio Constitucional, en su postrera retirada desde Sevilla hasta Cádiz, cuando los Cien Mil Hijos de San Luis ya habían penetrado en Andalucía e iban ciñendo el dogal que terminaría asfixiando la llamada «Revolución Española»?
Que me corrijan los eruditos pero invoco como fuente de autoridad a Mesonero Romanos, testigo presencial de los hechos como joven integrante de la Milicia Nacional de Madrid que acompañó al Gobierno constitucional hasta el bastión de su último hurra. En sus Memorias de un setentón recuerda cómo «las Cortes salieron por el río en el vapor, acaso único que entonces había en España, denominado, si mal no recuerdo, el Trajano».
Aquel barco representó ya entonces todo un símbolo del naufragio del régimen liberal pues partir de Sevilla y estallar en la ciudad una feroz revuelta absolutista que implicó la destrucción de gran parte de los equipajes que debían de seguir a los diputados, fue todo uno. Sólo las escenas de pillaje y ajustes de cuentas en las calles de Saigón cuando el último helicóptero despegó de la azotea de la embajada norteamericana, nos permiten imaginar lo que ocurrió entonces en Sevilla al sentirse liberado el populacho más fanático de lo que percibía como una autoridad enemiga de sus creencias.
El que junto a las pérdidas en vidas y haciendas haya que consignar entre las víctimas de aquellas horas vandálicas a los libros que componían la valiosa colección privada del bibliotecario de las Cortes Bartolomé José Gallardo supuso además todo un augurio de lo que en relación con la ilustración y la cultura habría de ser la «década ominosa» que se cernía sobre España.
Doceañistas y veinteañistas, masones y comuneros, se replegaban en el Trajano, juntos y efímeramente revueltos, aferrados a su Constitución inmutable, a lo que ellos mismos habían fosilizado como su «libro sagrado». Buscaban refugio en la ciudad mítica en la que había germinado su sueño 11 años atrás, cuando tal día como este próximo lunes de hace dos siglos pudieron lanzar su primer «¡Viva La Pepa!».
Pero si al elegir aquel 19 de marzo de 1812 para la promulgación de su carta magna se burlaban desafiantes del postizo monarca importado desde París que ese mismo día celebraba su onomástica, en 1823 quien les pisaba los talones era otro francés de linaje insigne: el Duque de Angulema, sobrino del rey Luis XVIII, hijo de quien pronto le sucedería como Carlos X y casado con su prima María Teresa, la princesa que sobrevivió a la guillotina en la que perecieron sus padres Luis XVI y María Antonieta.
Lo que se avecinaba era, en definitiva, el último ajuste de cuentas de la Europa de los tronos con la Revolución. Si para los franceses lo que aconteció en España entre 1808 y 1814 fue el comienzo del fin de Napoleón; para los ingleses la Peninsular War y para los españoles de varias generaciones la «Guerra de la Independencia», no cabe duda de que para la élite política que fue capaz de aprovechar la oportunidad para aunar el esfuerzo bélico contra el invasor con el impulso constituyente se trató, como digo, de la «Revolución Española».
Así lo reflejaron en sus memorias moderados como el conde de Toreno o Argüelles y exaltados como Flórez Estrada o Juan Romero Alpuente; pero sobre todo así fue percibido por la Europa de la Restauración, especialmente desde que el levantamiento de Riego, en 1820, proyectó una sombra retrospectiva de jaque a la autoridad del rey que acrecentó los recelos y sospechas sobre todo lo acontecido ocho años antes en Cádiz.
Prácticamente ninguno de los doceañistas trataba de copiar la deriva de la Revolución Francesa. En El primer naufragio he reflejado el espanto que la ejecución de Luis XVI había producido en la corte de su primo Carlos IV hasta en afrancesados como el Meléndez Valdés que clama: «¡Qué atrocidades! ¡Qué de horrores! Y por gente así nos interesamos alguna vez. Avergoncémonos de nuestro engaño y escarmentemos para en adelante». Y tampoco faltó la prevención lúcida de Jovellanos ante la propia dinámica revolucionaria: «Jamás concurriré a sacrificar la generación presente para mejorar las futuras… Si el espíritu humano es progresivo… no podrá pasar de la primera a la última idea. El progreso supone una cadena graduada y el paso será señalado por el orden de sus eslabones. Lo demás no se llamará progreso, sino otra cosa».
El espanto y la prevención prevalecían década y media después hasta el punto de que la República no fue en ningún momento una opción para las Cortes de Cádiz, de que expresamente se repudiaba el concepto de «democracia» y de que alguien como el médico Pascasio Fernández Sardino, que editaba un periódico titulado El Robespierre español, era carne de presidio incluso en un momento de cuasi idolatría por la libertad de prensa.
Por si faltara alguna prueba de que los peores excesos de la Revolución Francesa permanecían unidos en el recuerdo de los españoles al abuso de la libertad política, basta ver cómo al inicio del Trienio, en el ocaso de su vida, el abate Marchena, pese a alinearse con el bando exaltado, esgrimía como mérito haber pasado por «las mazmorras del execrable Robespierre» a consecuencia de «los desenfrenos de la más loca democracia».
Además de terroristas regicidas, los franceses eran también los invasores. No en vano uno de los diputados más brillantes y activos en Cádiz, el conservador Antonio de Capmany, había publicado en 1808 su Centinela contra franceses: «¡Alerta españoles! No esperéis humanidad ni amistad de los franceses, desconfiad de sus palabras y detestad sus obras».
Sin embargo, la obsesión de los constituyentes gaditanos por diferenciar la «Revolución Española» de la francesa, presentando su obra política como una especie de adaptación a los nuevos tiempos de nuestra tradición medieval cuando los monarcas de los antiguos reinos de Castilla, Aragón o Navarra debían gobernar sometidos a los límites de unas Cortes poderosas, no les privó de incurrir en los mismos errores de fondo que arrojaron contra el acantilado a sus predecesores allende los Pirineos. A la hora de la verdad fue más fuerte el propio vértigo declamatorio, el propio impulso trasgresor y experimentalista; y no fueron capaces de resistir la tentación de saltarse unos cuantos eslabones de la cadena histórica, intentando pasar directamente «de la primera a la última idea» y confundiendo el «progreso» con esa «otra cosa» que Jovellanos ni siquiera se atrevía a nombrar.
En el actual imaginario colectivo la Constitución de Cádiz comparte de hecho con la Revolución Francesa el paradójico anaquel destinado a los proyectos y experiencias impregnados de utopía que, fracasando en su momento histórico, sirvieron de inspiración y referencia a la posteridad y no dejan de crecer, generación tras generación, en su condición mítica o seminal como fuentes del avance de la civilización humana. De ahí que sea pertinente preguntarse por qué si esas dos criaturas de las Luces consiguieron dar respuestas con validez universal a problemas como el de la soberanía nacional, los derechos humanos o las libertades públicas, no lograron en cambio producir mecanismos viables de gobierno que aportaran estabilidad y prosperidad a sus coetáneos.
Si descontamos la interrupción del Sexenio Absolutista podemos decir que la Revolución Española -o sea el periodo de vigencia de la Constitución de Cadiz- duró los mismos cinco años que en sentido estricto corresponden a la Revolución Francesa entre la toma de la Bastilla y Thermidor. En ambas experiencias aparece una primera etapa de optimismo acumulativo que en el caso francés culmina con la jura por el rey de la Constitución de 1791 y en el caso español abarca los dos años de victorias militares que precedieron al regreso del Deseado y los escasos primeros meses del Trienio Constitucional en los que el «marchemos todos y yo el primero» gozó de cierta credibilidad entre los sectores más voluntaristas de la incipiente burguesía liberal.
A esta fase idealista de entusiasmo expansivo, en la que las élites revolucionarias creían estar construyendo la sociedad nueva inspirada en las enseñanzas de la razón, sucedió con inexorable paralelismo el choque con la realidad y una sucesión de crisis y conflictos en los que quedó patente la inadecuación de las reglas recién alumbradas a los desafíos del momento. Y no es casualidad que en ambas experiencias el lugar por donde estallaran las costuras de un traje totalmente desajustado al cuerpo social al que se pretendía revestir fuera el del papel y los poderes del Rey.
La ventaja de esta aproximación plutarquiana a lo sucedido con Luis XVI y Fernando VII es que nos permite trascender de los síntomas, por muy dramáticos que en ambos casos resultaran en su concreción episódica, a las causas sustanciales del fracaso. Porque si ni la Constitución Francesa de 1791 funcionó con un rey más bien pánfilo y apocado con tendencia a transigir pero escasa capacidad de adaptación, ni la Constitución Española de 1812 lo hizo con un rey hipócrita y taimado -«de aviesa condición», según el propio Menéndez Pelayo- caracterizado sobre todo por el oportunismo, tal vez el problema no estuviera tanto en las personas como en las reglas del juego.
Y si resulta que guillotinando a Luis, Francia perdió sus libertades en los patíbulos del Terror y perdonando todas sus felonías a Fernando, España sometió las suyas al yugo absolutista, quizá haya que pensar que ni con rey ni sin rey tenían aquellos males remedio. O al menos ni con el rey ni sin el rey que tan equivocadamente habían concebido los respectivos cuerpos constituyentes.
Fijarse en las cabezas cubiertas, los rostros hoscos y el silencio reprobatorio de los parisinos al recibir a Luis tras la fuga de Varennes y cotejar esas actitudes con las casi idénticas de los gaditanos cuando Fernando llegó el 14 de junio de 1823 poco menos que como rehén del régimen constitucional -fue acogido «con indiferencia completa, sin insulto ni aplauso», recuerda Alcalá Galiano- puede tener un gran valor narrativo o moralizante.
Pero el ejercicio de Historia alternativa pertinente no es plantear qué hubiera ocurrido en Francia si no se hubieran asaltado las Tullerías o no se hubiera guillotinado al último Capeto. O qué hubiera sucedido en España si se hubiera depuesto al peor de los Borbones tras el fallido golpe de la Guardia Real, el 7 de julio de 1822, en el que estaba obviamente involucrado; o no se le hubiera repuesto en el trono tras los cuatro días de extravagante regencia que un año después sirvieron para vencer su oposición al traslado a Cádiz.
No, lo que tiene sentido preguntarse es si un tratamiento constitucional de la figura del rey que hubiera supuesto una amplia reforma de la Monarquía absolutista, limitando el papel rector que durante 300 años había mantenido en ambos países -hasta el punto de confundirse el Estado con el rey, según la divisa de Luis XIV-, pero proporcionándole instrumentos adecuados para ejercer sus competencias dentro de una fórmula de gobierno compartido -la «Monarquía mixta y equilibrada» establecida en el Reino Unido según las ideas de John Locke-, no habría sido más eficaz y ahorrado muchas convulsiones y desdichas.
Lo que es incontestable, pues los hechos lo demostraron pronto, es que tanto en Francia como en España se configuró lo que Manuel Moreno Alonso acaba de describir en su minucioso estudio crítico de la Constitución de Cádiz como «una obra quijotesca» para un «Estado imaginario» y lo que el profesor Joaquín Varela Suanzes bautizó certeramente como «la Monarquía imposible».
En los debates que tuvieron lugar entre 1810 y 1812 se trataba en definitiva de elegir entre la vía británica y la francesa. En su reveladora carta a Lord Holland de febrero de 1823 -cuando el Trienio Constitucional enfilaba ya el precipicio- Agustín Argüelles, uno de los diputados que más contribuyeron a la redacción de La Pepa, sostenía que «los vicios que pueda tener nuestro actual sistema fueron inevitables cuando se formó en Cádiz porque en general entre nosotros no había entonces ideas exactas sobre un sistema representativo. Sólo se conocían las ideas y teorías francesas que tenían, no lo dude usted, mucha analogía con nuestras antiguas Cortes».
Ninguna de estas dos explicaciones era demasiado cierta. El propio Argüelles había vivido en Londres como agente de Godoy y Blanco White venía promoviendo desde allí con asombrosa lucidez, a través de las páginas de El Español, el modelo parlamentario británico, también conocido como cabinet system, que implicaba una cooperación permanente entre los representantes del pueblo y la Corona. Ésa había sido asimismo la obsesión de Jovellanos hasta su muerte, invocando precisamente la tradición española con mucha más propiedad que los principales orates de las Cortes.
Argüelles venía a reconocer en esa carta que las críticas al modelo constitucional eran correctas, escudándose en una actitud tan española como la de que no se podía ceder ante la presión: «Ya no es fácil para muchos discernir cuáles son los males que proceden de vicios en la Constitución de los que son efecto del infernal proyecto de habernos promovido, fomentado y sostenido una guerra civil». Lord Holland tildaría esta actitud con burlona intencionalidad de «amour propre». Terquedad española, empolvada a la francesa.
Todo indica que los constituyentes de Cádiz eran conscientes de la senda por la que optaban, aunque no naturalmente del desastre al que iba a conducirles. No eran republicanos pero a la mayoría de ellos podría cuadrarles la definición de «monárquico receloso de la Monarquía» que Varela Suanzes adjudica al influyente historiador del Derecho castellano Martínez Marina. La bochornosa conducta de Carlos IV y el propio Fernando VII en los años anteriores, y muy especialmente en Bayona, había contribuido a engendrar no poco ese recelo, pues como comentó irónicamente Díez del Corral, «de seguir siendo rigurosamente monárquicos habría que reconocer como rey de España a José Bonaparte». De ahí que, en su opinión, lo que se produjo en 1808 fuera en sentido estricto «un levantamiento frente al principio monárquico, formalmente entendido». Se trataba de «restituirle la Corona al Borbón pero de restituírsela justamente» porque, como diría el artículo segundo de La Pepa, «la Nación española no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona»; y el rechazo visceral de esa «Nación española» a las abdicaciones de Bayona la hizo ser consciente de ello.
Lo que ocurrió es que el golpe de péndulo llevó a las Cortes de Cádiz demasiado lejos. Ya en la primera sesión el 24 de septiembre de 1810, a propuesta del extremeño Muñoz Torrero, decretaron considerarse depositarias de la «soberanía». En la segunda, al día siguiente, a propuesta del quiteño Mejía Lequerica, acordaron otorgarse el tratamiento colectivo de «Majestad». Este mismo diputado de ultramar planteó enseguida que, como en el juramento del Jeu de Paume, los diputados debían comprometerse a «no separarse sin haber hecho antes la Constitución».
No se trataba de «una vulgar imitación», precisa Moreno Alonso, sino de «un subsuelo ideológico común», cimentado en el racionalismo de las Luces. Pero como había sucedido en la Asamblea Constituyente francesa, los proyectos moderados -que dentro o fuera de sus muros encarnaban Mirabeau, Lafayette o Barnave- fueron pronto desbordados por planteamientos más radicales, jaleados, en Cádiz igual que en París, desde unas tribunas vociferantes y siempre hostiles a quienes como el diputado Valiente, obligado a dejar la ciudad para no ser linchado, osaban defender los derechos del rey.
Para el eminente politólogo Jellinek, lo que los constituyentes franceses terminaron configurando no fue «sino una república con un jefe hereditario». Y eso mismo es lo que se reprodujo en España, con la agravante de que el artículo 181 de La Pepa permitía alterar tal principio hereditario al atribuir a las Cortes la capacidad de «excluir de la sucesión» a quienes «hayan hecho cosa por que merezcan perder la Corona». Este artículo por sí solo ya era para Blanco White «una maldición» que empujaba a España hacia «la anarquía y la guerra civil» a base de «horribles intrigas y disensiones domésticas».
El propio Fernando VII denunciaría todo esto en 1814 al reimplantar por primera vez el absolutismo, repudiando la obra de los diputados gaditanos porque «copiando los principios revolucionarios y democráticos de la Constitución Francesa de 1791… sancionaron no leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un gobierno popular con un jefe o magistrado, mero ejecutor, que no un Rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la Nación». El Manifiesto de los Persas le había puesto la comparación en bandeja al consignar uno tras otro los ejemplos de cómo los constituyentes de Cádiz, «mientras tenían a menos seguir los pasos de los antiguos españoles, no se desdeñaron de imitar ciegamente los de la Revolución Francesa».
Para Blanco White, el error de base de las Cortes consistía en su pretensión de imponer como dogma de fe «una pretensión abstracta» como la «soberanía del pueblo» que a gran parte de los españoles «se les ha enseñado a oír con horror desde su infancia». Hasta el extremo, añadía, de que «hay hombre entre ellos que sufrirá martirio antes de jurar la soberanía del pueblo». Por eso ya en noviembre de 1811 diagnosticaba en El Español que buena parte de los conflictos desencadenados en Cádiz se hubieran evitado «si se hubiese declarado la soberanía de la Nación no tomada numeralmente como una horda de bárbaros que entran por la primera vez en sociedad, sino como un cuerpo político compuesto de jerarquías en cuya escala está el primero el Rey». Exactamente eso, e igualmente en vano, es lo que había advertido Mirabeau en la Asamblea Nacional con su «no somos salvajes llegados desnudos a orillas del Orinoco a fundar una sociedad nueva».
El problema no era que, como dice Sánchez Agesta, «el Rey pasaba a ser un órgano constituido, establecido por la Constitución», sino que su papel quedaba tan disminuido que no en vano Rafael del Riego, percibido por Fernando VII como su gran antagonista personal durante el Trienio, pudo espetarle desde la presidencia de las Cortes que «el verdadero poder y grandeza de un monarca» residían «únicamente en el exacto cumplimiento de las leyes». ¿Cómo podía conformarse ningún monarca con ese «exacto cumplimiento» si, volviendo una vez más a Blanco White, «Rey y Soberano son dos palabras sinónimas en el diccionario de todos los pueblos de España»?
Máxime cuando se trataba además de un «exacto cumplimiento» bajo un estricto régimen de libertad vigilada. Nada menos que 11 veces, referidas a otros tantos supuestos, repetía el artículo 172 de La Pepa, la humillante fórmula de «No puede el Rey…», «No puede el Rey…», «No puede el Rey…». Sólo al llegar al supuesto duodécimo variaba la redacción sin por ello hacerse ni más amable ni menos intrusiva: «El Rey antes de contraer matrimonio dará parte a las Cortes para obtener su consentimiento; y si no lo hiciere, entiéndase que abdica la Corona».
Fue a la vista de artículos como éste cuando el editor de El Español se permitió añadir sardónicamente que «si era necesario conservar a España bajo los reyes, no debieran las Cortes haberlos considerado bajo el aspecto de una especie de fieras indomables». El propio canónigo Espiga, miembro de la Comisión de Constitución, lo había advertido durante los debates: «Yo desearía que no se considerara al Rey como un enemigo que está siempre preparado para batir en brecha al cuerpo legislativo».
En la práctica la clave de ese arrinconamiento del rey residía en la débil posición que las constituciones de 1791 y 1812, inspiradas por El contrato social de Rousseau, relegaban al poder ejecutivo. No es casual que ni en Francia ni en España existieran gobiernos dignos de tal nombre hasta que ambas revoluciones derivaron en dictaduras pues, como queda reflejado en El primer naufragio, la creación del Comité de Salvación Pública no es sino uno de los heraldos del Terror y sólo es a finales de 1823, una vez recuperada su plena libertad de obrar, cuando Fernando VII instituye el Consejo de Ministros.
Hasta entonces, bajo el sistema constitucional, el rey podía nombrar y separar libremente a los ministros en Francia y a los más precisamente llamados «secretarios de despacho» en España. Pero su cometido se limitaba, en efecto, según la fórmula de Riego, a la ejecución de la legalidad bajo la permanente supervisión de un parlamento obsesionado con imponer su autoridad asamblearia. Y sin resorte o vínculo alguno que permitiera al jefe del Estado apoyarse con su Gobierno en la mayoría electoral o apelar a la opinión de la Nación. De hecho la condición de ministro era incompatible con la de diputado. Ser nombrado ministro en esas circunstancias era un seguro pasaporte hacia el fracaso, cuando no hacia la guillotina o, al menos, hacia el limbo del oprobio y el descrédito.
Al presentar ante la Convención su proyecto de Declaración de los Derechos Humanos, Robespierre incluyó dos artículos que llevaban la desconfianza hacia el poder ejecutivo hasta extremos enfermizos. «Cuando el Gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es el más santo de los deberes», decía el artículo 27. «Toda institución que no parta de la base de que el pueblo es bueno y el magistrado corruptible, está viciada», remachaba lapidariamente el artículo 30. No es de extrañar que ninguna de las grandes figuras de la Revolución aceptara nunca un ministerio con la excepción del efímero paso de Danton por la cartera de Justicia, a la que renunció en cuanto fue elegido diputado.
Aunque no se expresara tan crudamente, esa misma filosofía impregnó los debates de las Cortes de Cádiz. «No diré que las Cortes no amen al Rey pero pocas veces dejarán de estar mal con sus ministros», argumentó el sacerdote moderado Nicasio Gallego, expresando el sentir general y anunciando un calvario de conflictos. Para atarles corto, la Constitución del 12 establecía un número cerrado de secretarios de despacho con sus respectivos cargos -siete contando el de Ultramar-, se reservaba la facultad de iniciar procedimientos judiciales contra ellos y se arrogaba la fijación de su sueldo.
El Discurso Preliminar, leído por Argüelles, llevaba las cosas hasta el extremo de afianzar «la absoluta libertad de las discusiones» de la Cámara, «prohibiendo que el Rey y sus ministros influyan con su presencia en las deliberaciones». El artículo 125 matizaba sin embargo esta exclusión al precisar que «en los casos en que los Secretarios del Despacho hagan a las Cortes algunas propuestas a nombre del Rey, asistirán a las discusiones cuando y del modo que las Cortes determinen, y hablarán en ellas; pero no podrán estar presentes a la votación».
Mal que bien las Cortes impusieron lo que en la práctica era su propio absolutismo a las sucesivas Regencias que precedieron al regreso del Deseado, pero durante los tres años de obligada convivencia con un rey en ejercicio, el conflicto estuvo servido día sí, día también. Es verdad que Fernando VII conspiró desde el primer momento dentro y fuera de España, como lo había hecho Luis XVI, contra la Constitución que las circunstancias le habían obligado a jurar. Pero también es cierto que no sólo había estado al margen del proceso constituyente, sino que el texto resultante limitaba su poder a un mero veto suspensivo de lo que aprobaran las Cortes que decaía a los dos años, permitían a éstas sortear su posición mediante los llamados «decretos parlamentarios» que no necesitaban sanción regia y le excluían de todo proceso de reforma constitucional.
Incluso el ejercicio de ese veto suspensivo era considerado como una provocación intolerable por parte de quienes lo habían constitucionalizado. La famosa carta del ministro del Interior Roland advirtiendo a Luis XVI de que «se pagará un precio de sangre» si se empeñaba en vetar la ley que permitía expulsar a los curas refractarios, tendrá continuidad un cuarto de siglo después cuando su homólogo Argüelles advierta a Fernando VII que su veto a la supresión de las órdenes monásticas podía provocar una sedición entre el pueblo de Madrid e incluso le precisaba que se originaría en La Fontana de Oro. «Con lo cual, amilanado el Rey, se allanó a dar la sanción», recordaría Alcalá Galiano.
Para más inri, la labor del Rey y sus secretarios de despacho estaba condicionada por el importante papel asesor del Consejo de Estado, cuyos 40 miembros eran elegidos por el monarca pero a partir de las correspondientes ternas designadas por las Cortes. Siendo los ministros los responsables penales y políticos, nada tan humano como acomodarse por norma a los informes preceptivos de ese Consejo de Estado que era el que en definitiva tenía el respaldo de las Cortes. Todas estas restricciones pueden parecer hoy más que razonables pues no en balde los principios inspiradores de las revoluciones francesa y española han ido calando en la cultura de los países democráticos. Pero tanto en la España de 1812 como en la de 1820 suponían una quiebra radical con el orden anterior que ni el contexto internacional de la Europa de los congresos de Viena y Verona ni la sensibilidad dominante entre los españoles permitían asimilar.
En cuanto al frente exterior, todo sugiere que cuando Argüelles escribe su carta entre justificatoria y numantina a Lord Holland ya conocía el memorando que alguien con el ascendiente sobre los asuntos españoles de Lord Wellington había mandado un mes antes a su representante personal en Madrid, transmitiéndole su receta para salvar el régimen liberal: «Los españoles que deseen sinceramente la paz y el bien de su país deben hacer en su Constitución las alteraciones que lleven por objeto revestir al Rey del poder de desempeñar la autoridad real». Sabía de lo que hablaba pues no en vano acababa de representar al Reino Unido en el Congreso de Verona, en el que se había decidido apretarle las tuercas a España.
En cuanto al frente interior, por algo admitiría Alcalá Galiano en 1824, después de haber tenido que emigrar de un país en el que las partidas realistas que auxiliaban al invasor hacían que toda España fuera una inmensa Vendée contrarrevolucionaria, que «la Constitución existía de iure, pero no existía de facto».
Tiene razón Varela Suanzes cuando establece que «el esquema que triunfó» en el Trienio respondió en la práctica al principio del «quien fija la ley, manda; y el que la ejecuta, obedece». Pero con la agravante de que esa obediencia no quedó nunca encauzada a través de unas reglas claras, sino que se produjo de forma espasmódica y turbulenta como fruto del sometimiento del Palacio a la coacción de la calle concertada, como en el París de El primer naufragio, con los sectores más radicales de las Cortes.
En mi opinión el momento crucial del periodo sobreviene en marzo de 1821 cuando, después de leer su famosa «coletilla» ante las Cortes, quejándose del trato que recibe, Fernando VII destituye a su primer gobierno constitucional también llamado de «los presidiarios» por estar formado, con Argüelles a la cabeza, por doceañistas encarcelados durante el Sexenio. Aunque está ejerciendo libremente su prerrogativa, el rey trata de compensar la impopularidad de su decisión pidiendo a las Cortes que «para acertar en la elección de nuevos Secretarios de Despacho… me designen las personas que más merecen la confianza pública».
En el debate subsiguiente exaltados y moderados vinieron a coincidir en que acceder a la demanda del rey supondría caer en su «trampa» y avalar implícitamente el cese del anterior gobierno. Por eso las Cortes rehusaron darle nombre alguno. José María Calatrava, hombre gozne entre las distintas sensibilidades y tendencias, se distinguió entonces por la contundencia de sus argumentos de fondo: «El Congreso Nacional no debe tener influencia alguna en el poder ejecutivo… Las Cortes no pueden, sin contravenir la Constitución, dar a Su Majestad el consejo que se les pide».
Ése era en efecto el espíritu de La Pepa en relación a lo que, más que un sistema de «separación de poderes», podría considerarse un sistema de «estancamiento de poderes». El diagnóstico del catedrático Emiliano González Díez no puede ser más elocuente: «Estas malas relaciones entre el Rey y las Cortes, entre los poderes ejecutivo y legislativo nos alejan sobremanera de la concepción de un sistema parlamentario de gobierno basado en el respeto institucional y en la confianza política. Observamos que son poderes separados e independientes sin mecanismos de unión ni empatía entre ellos».
No deja de ser una triste ironía que el propio Calatrava, gran tribuno de las Cortes y una de las figuras más importantes y menos conocidas de nuestro liberalismo, tuviera ocasión de comprobar, desde el otro lado de la raya, es decir desde la perspectiva del poder ejecutivo, la inviabilidad del modelo cuando poco más de dos años después se sintió impelido por su patriotismo a aceptar el liderazgo del último gobierno constitucional.
En primer lugar, a falta de mecanismos legales adecuados, Calatrava fue promovido por un conciliábulo de diputados -la mayoría de ellos masones- que, según Modesto Lafuente, «comenzaban a sentirse como soberanos y a mirar al Rey como sometido a su voluntad». «Juntáronse en gran número y acordaron proponer un Ministerio que no dudaban sería, como impuesto por la necesidad, aceptado por el monarca». Así fue, en detrimento del ya nombrado gobierno comunero que iba a encabezar Flórez Estrada. Quienes en 1821 se habían negado a colaborar con el rey proponiéndole nombres, convertían en 1823 su principal prerrogativa constitucional en papel mojado, imponiéndoselos.
En segundo lugar, a las pocas semanas de iniciado su mandato Calatrava se vio inmerso en una crisis inaudita cuando las Cortes, sin contar con el Gobierno, incapacitaron temporalmente a Fernando VII e impusieron una Regencia de cuatro días que ordenó el traslado de todas las instituciones de Sevilla a Cádiz. Calatrava se empeñó en vano en dimitir tanto ante al rey que le había nombrado pero carecía en ese momento de competencias, como ante quienes sí las tenían -los regentes- pero no le habían nombrado e insistieron en llamarse andana.
Esa sensación de estar flotando en el vacío, entre un rey entregado bajo la máscara del disimulo a la causa del invasor y unas Cortes remisas a corresponsabilizarse en otra cosa que no fuera aprobar unos subsidios económicos virtuales, fue acrecentándose hasta el hundimiento final cuando el general Burriel, responsable de la defensa de la plaza, le comunicó que sus tropas no estaban en condiciones de mantener esa línea de la Cortadura que Alejandro Dumas compararía con el tenue hilo que sujeta a un barquito en un estanque.
Entre aquella negativa de las Cortes a proporcionar al rey una lista de ministrables y su ambiguo escapismo cuando Calatrava les pidió en las horas finales que autorizaran o vetaran sus negociaciones con el enemigo y la salida del rey de Cádiz, transcurrieron dos años de forcejeos en los que las distintas facciones del liberalismo se arrojaron entre sí con fines infamantes el epíteto de «modificadores», es decir la supuesta intención de introducir reformas en la mitificada e intocable Constitución del 12. Era el equivalente a las imputaciones de querer restablecer la Monarquía que intercambiaban los jacobinos y los mal llamados girondinos en la Francia de la Convención.
«Modificador» en el Trienio era sinónimo de «pastelero». Es decir, de querer buscar acomodo con el trono al modo de Argüelles, Toreno o Martínez de la Rosa, bautizado como «Rosita la Pastelera» por El Zurriago, un periódico mordaz y procaz que desempeñaba el mismo papel de guardián de las esencias radicales que en París habían representado Le Père Duchesne de Hebert y L’Ami du Peuple de Marat. Para los zurriaguistas y otros émulos del radicalismo sans culotte no había otra divisa que la de las secciones parisinas, adaptada a las circunstancias: «La liberté ou la mort», «La Constitución o la muerte».
Dentro del código del momento todas las herejías «modificadoras» y «pasteleras» quedaban resumidas en la presunción de que tal o cual personaje, grupo o asociación propugnaba el llamado «plan de cámaras», en alusión al desdoblamiento de las Cortes en un Congreso y un Senado que al modo británico de la Cámara de los Lores reintegrara a la aristocracia y al alto clero al consenso constitucional del que habían sido excluidos.
No es casualidad que fuera la misma imputación que en 1792 y 1793 los jacobinos habían lanzado machaconamente contra los líderes moderados que, acariciando esa idea, no se atrevieron a llevarla a la práctica por el miedo a la presión de la calle. Los lectores de El primer naufragio recordarán cómo la defensa de ese planteamiento por parte de nuestro desacomplejado Marchena en una conferencia que dio en Bayona desencadenó un tumulto sobre el terreno, pero encendidos elogios en el órgano moderado Le Patriote Français y una carta de felicitación del mismísimo Brissot.
El «plan de cámaras» y el cabinet system, que obligara al rey a nombrar un gobierno acorde con la mayoría parlamentaria pero le permitiera ejercer la iniciativa legislativa y disolver las Cortes, eran la quintaesencia de los proyectos «modificadores». Se trataba de una hoja de ruta encaminada a reconducir la «Revolución Española» hacia un espacio intermedio entre la inviable Constitución vigente y el sistema de «carta otorgada» establecido en la Francia de la Restauración.
La adecuación de ese planteamiento a la realidad española había quedado patente en la propia Representación en defensa de las Cortes que Flórez Estrada dirigió a Fernando VII en 1818. El que luego sería ardiente paladín del bando exaltado proponía al rey «convocar inmediatamente las Cortes o representantes de la Nación, elegidos (por ahora) con arreglo a lo prevenido en las últimas, sin perjuicio de que en lo sucesivo se nombre una Cámara Alta, compuesta de grandes nobles y alto clero, elegidos temporal o perpetuamente por V. M. pero cuya institución se determine por leyes fundamentales».
El hecho de que quien tan explícitamente proponía una reforma constitucional de ese calado convirtiera cinco años después en síntoma de traición cualquier amago en la misma dirección, es una muestra elocuente de la radicalización del régimen liberal. A ello contribuyó no poco la inexistencia de partidos políticos como tales y el papel sustitutivo que desempeñaron las sociedades patrióticas y organizaciones secretas como la Masonería y la Comunería.
Ni la Constitución Francesa de 1791 ni la Española de 1812 contemplaban la existencia de partidos políticos o tan siquiera de grupos parlamentarios. Eso era reflejo de la ingenua pretensión de que la Revolución estaba legitimada por la unidad de los patriotas o «buenos españoles». Así lo expresó el ex guerrillero y diputado Juan Palarea, alias El Médico, en un debate de las Cortes oportunamente recordado por Moreno Alonso: «Los serviles son un partido, los afrancesados son un partido, pero los liberales son toda la Nación; los liberales no son ni han sido nunca un partido; son, repito, toda la Nación».
De hecho, tanto en el París de la Convención como en el Madrid del Trienio siempre que se pretendía descalificar a un conjunto de rivales se les anatematizaba como «la facción», responsabilizándoles de la ruptura de la unidad revolucionaria. Las tertulias en los cafés, los banquetes populares y en especial las sesiones de las sociedades patrióticas servían de espita al pluralismo. La Fontana de Oro, inmortalizada por Galdós, hacía las veces de Club de los Jacobinos y la efímera Sociedad Landaburiana emulaba al de los Cordeleros.
Cuando se cerraron ambas, las intrigas y conspiraciones se refugiaron de nuevo en las sociedades secretas con toda su parafernalia entre ridícula y grotesca. Los más templados tendieron a embozarse en los mandiles de la Masonería, mientras los exaltados se escudaban literalmente en la Comunería, que reproducía rituales de los tiempos de Padilla, Bravo y Maldonado, espadas y rodelas incluidas. Entre una y otra surgió la llamada Sociedad del Anillo con la vana pretensión de estabilizar la Revolución a través de una élite a la vez moderada y reformista.
Tanto secretismo subterráneo facilitó la propaganda absolutista que resumía lo que estaba pasando en España como un intento de la masonería francesa de clonar la experiencia revolucionaria que había desembocado en el Terror. Según uno de los panfletos más difundidos tras la caída del régimen liberal, lo aprobado en Cádiz no había sido sino «la misma Constitución de la Asamblea de París… que en el corto espacio de un año la supieron traducir del francés». O sea, «un librote compuesto para degollar a Fernando y a su familia real y acabar con todos los sacerdotes y religión… por unos tolondros que eran viles discípulos de aquellos revolucionarios».
En distintos momentos del Trienio el rey sintió esa amenaza de modo explícito al ser objeto de públicas invectivas e incluso ver invadido parcialmente su palacio al modo de lo ocurrido aquel 20 de junio de 1792 que sirvió de ensayo general del asalto final a las Tullerías. Al advertir que aquella era una dinámica insostenible, Fernando VII, en carta a su hombre de confianza en el gabinete que sustituyó al de «los presidiarios», el ministro López Pelegrín, utilizó incluso la misma metáfora náutica que tantas veces había zarandeado los debates de las tres asambleas de la Revolución Francesa: «La Nave se va a pique y zozobrará indefectiblemente si un diestro piloto no la liberta del inevitable naufragio en que va a perecer».
Consumado el desastre llegó la autocrítica y fue en el exilio londinense cuando los liberales españoles percibieron los graves errores de fondo de la Constitución de Cádiz. Su contacto con el sistema parlamentario británico hizo bascular a buena parte de ellos hacia las posiciones que, en pleno fervor por La Pepa, había mantenido casi en solitario Blanco White. Así quedó reflejado en la serie de artículos publicados en la revista Ocios de Españoles Emigrados con el elocuente título de Desengaños Políticos y atribuidos a Canga Argüelles. En ellos se repudiaban las «reformas exageradas» y se apostaba por el otrora denostado bicameralismo.
La sustitución en 1830 en Francia del absolutismo borbónico por la Monarquía de Julio encarnada por Luis Felipe de Orléans como «Rey ciudadano» fue otro elemento decisivo para esa metamorfosis. Gran parte de los próceres liberales españoles se trasladaron de Londres a París y se encontraron, según Varela Suanzes, con «una Monarquía constitucional al estilo de la británica, con un Rey robusto al que se atribuía la titularidad del poder ejecutivo, la disolución de un parlamento bicameral y la participación en la elaboración de las leyes». Era el éxito de «una vía conciliadora y pragmática, tan respetuosa con los derechos de la Nación como con los del Trono».
Cuando 16 años después Alejandro Dumas salió de aquel París orleanista rumbo a Cádiz y descubrió complacido que «en España todas las plazas se llaman de la Constitución», lo que contemplaba ya no era el fervoroso y a menudo accidentado homenaje a La Pepa, que tantos porrazos y descalabros, tantas retiradas y reposiciones sangrientas de lápidas y placas había provocado. La Constitución del 12 había rendido su último servicio en los pocos meses que, impuesta por el motín de los sargentos de La Granja, volvió a estar en vigor durante el periodo constituyente de 1836. Fue sustituida por la Constitución puente de 1837 y ésta a su vez por la Constitución de 1845, que regiría durante el cuarto de siglo de la era isabelina sobre la base ya de la «soberanía compartida» y con un Senado designado por la reina.
Cuando inmediatamente antes de la sargentada se especulaba con el restablecimiento de La Pepa, Larra no podía por menos que burlarse del «cuento del cochero que, montado del revés, arreaba al coche». No por eso dejaba de rendir homenaje al «paladión de nuestra independencia nacional y la cuna de nuestra libertad». Pero desembocaba en el repudio de la nostalgia: «La Constitución del año 12 era gran cosa, en verdad, pero para el año 12… Para el año 1836 la única constitución posible es la de 1836».
Larra acertaba en lo segundo, pero no en lo primero. La mítica Constitución del 12 había resultado inservible para el 12, para el 14, para el 20 y para el 23. No digamos para el 36 o el 48. Desde dentro y desde fuera de España, las que fueran las dos grandes cabezas pensantes del Semanario Patriótico habían escrito su obituario casi antes de que entrara en vigor. Para Quintana, sus amigos constituyentes habían cometido «el mismo error que los franceses: lo han querido todo a la vez». Blanco White decía otro tanto: se había apostado «por un sistema abstracto» y se había «perdido la ocasión de hacer las mejoras parte por parte».
Con mucha más perspectiva y bastante menos eufemismo, Jorge de Esteban ha diagnosticado que aquella «copia de la Constitución Francesa de 1791 disfrazada con elementos religiosos y reaccionarios de la Constitución tradicional de España» fue percibida por gran parte de la población como «un Cristo con dos pistolas». Esa sensación de estar recibiendo gato por liebre caló en la población rural a través de unas estructuras políticas locales que, como ha explicado Tomás Ramón Fernández, en teoría «pretendían recuperar la libertad del antiguo municipio castellano», pero en la práctica estaban orientadas a «llevar la voluntad nacional que a las Cortes en exclusiva correspondía formar y orientar… hasta el último rincón del vasto territorio de la Monarquía». Al final la aplicación de la Constitución de forma paradójicamente «absolutista» y sin que mediara consulta alguna a esa nación a cuyas imaginarias sienes se trasladaba la corona de la soberanía, terminó desencadenando con la insurrección de las partidas realistas, antes de la propia invasión francesa, la que bien puede ser considerada como primera guerra civil española.
Si la Revolución Francesa provocó el primer naufragio de la democracia o al menos del parlamentarismo liberal, la «Revolución Española» dio paso al segundo. A la vez que el fruto de un bello sueño idealista, La Pepa es por lo tanto el emblema de un trágico fracaso, representado en su viaje de ida y vuelta desde Cádiz, cuna en 1812 y sepulcro en 1823 de aquel régimen constitucional.
Como en todas las conmemoraciones, el riesgo de este bicentenario es que nos limitemos a conmemorarnos a nosotros mismos. Es decir, que nos conformemos con celebrar con cómoda indolencia esos aspectos del pasado que anticipan los valores del presente. La principal utilidad de esta efeméride en la hora actual depende, por el contrario, de nuestra capacidad de reflexionar sobre las causas de aquel fiasco. De que una vez ponderados los fascinantes avances que para la navegación fluvial supuso la introducción del barco de vapor y una vez descrita la bella silueta del Trajano surcando los meandros del río, nos fijemos en su esqueleto varado con la misma curiosidad y respeto con que lo hizo Alejandro Dumas y analicemos, como he tratado de hacer yo hoy, las causas del siniestro.
La Constitución de 1978 asumió buena parte de los valores esenciales de la de 1812, sin incurrir en su principal equivocación. Lejos de suponer una quiebra taxativa con el pasado inmediato fue fruto de un proceso de transición iniciado desde el franquismo por la llamada Ley de Reforma Política. Cumplió, pues, con esa especie de norma canónica que Carmen Iglesias aplica al control de calidad de las mutaciones políticas al considerar que «la Historia es resultado de un complejo entramado de continuidades y rupturas, donde a modo de un conglomerado geológico se van a veces superponiendo las distintas capas, que rara vez desaparecen del todo».
De ahí su general aceptación, apuntalada en el consenso de unos constituyentes que incluían antiguos franquistas y antifranquistas y en la conducta de un Rey que, pese a haber sido designado heredero de la Corona por el dictador, siendo por ello aceptado por unas Fuerzas Armadas aún ancladas en el pasado, hizo honor a sus compromisos constitucionales hasta el punto de que el 23 de febrero de 1981 se comportó de forma antagónica a la de su antepasado Fernando VII el 7 de julio de 1822.
Sin embargo, nuestra actual Carta Magna comparte con La Pepa una tara o defecto de fábrica que no es menor. Me refiero a lo difícil y tortuoso de su proceso de reforma. Sin llegar a los extremos de la de 1812, que exigía la implicación de tres legislaturas diferentes con mayorías reforzadas tras un periodo de carencia de ocho años contados a partir de la «puesta en práctica de la Constitución en todas sus partes», la de 1978 también se ha dotado de lo que más que un procedimiento de reforma parece, por utilizar la expresión del propio Jorge de Esteban, «un cerrojo para que no se intentase nunca».
Éste es hoy el nudo gordiano de nuestro sistema político pues la experiencia está demostrando, no de la forma inmediata y dramática en que se desencadenaron hace dos siglos los acontecimientos, sino por el deslizamiento constante hacia lo que ya se percibe como un callejón sin salida, que el actual modelo autonómico abierto a la voracidad de unos y de otros va engendrando un Estado tan inviable como aquella «Monarquía imposible».
Y es significativo que pocas definiciones cuadren mejor con lo que nos está pasando que aquella descripción que Díez del Corral hizo del hundimiento de la Monarquía absolutista: «Lo que sale a flor de agua de repente es esa España de taifas que en el fondo estaba amenazando siempre los esfuerzos por la unidad nacional; en vez de Estado, provincias; en vez de gobernadores, alcaldes y juntas; en vez de regimientos, partidas; en vez de generales, guerrilleros». ¿Cuántas veces no hemos sentido el mismo vértigo que Alcalá Galiano al constatar que en materia lingüística o en relación a los símbolos del Estado hay lugares en los que la Constitución «existe de iure pero no de facto»?
De la misma manera que la Constitución de 1812 fracasó en su intento de reinventar el Estado porque no fue capaz de regular adecuadamente las relaciones entre el rey, el Gobierno y las Cortes, sería lamentable que la utilidad de la Constitución de 1978 para los españoles periclitara por no haber logrado modular de forma eficiente las relaciones entre la Nación y sus partes a medida que la erosión del tiempo y el roce de los materiales imponían la obligación de revisar y perfeccionar el mecanismo. Además de «provincias», es decir, además de comunidades autónomas, nuestra democracia precisa tener «Estado». Un Estado que las aúne e incluya, pero que sea mucho más que la mera suma de ellas. Y ello requiere que nuestro desarrollo político tenga «continuidad» en el sentido del término utilizado por Carmen Iglesias; una continuidad concebida, en palabras de Julián Marías, como «lo contrario del continuismo, por lo tanto la perpetua innovación». O sea la continuidad del reformismo.
Partiendo de la explosiva mezcla de una crisis económica galopante de origen fiscal y la demagogia del extremismo callejero, muchos son los paralelismos que se han hecho desde la publicación de mi libro sobre el golpe de Estado jacobino entre lo que se vivió en el París de la Convención y la escalada de la tensión que sin duda veremos acrecentarse en España esta primavera. Cualquier conocedor del Trienio podría sustituir fácilmente el antecedente de las turbas parisinas por el de las madrileñas. Pero los últimos dos siglos no han transcurrido en vano ni en el plano de los usos sociales ni en el de la cultura política. La reforma constitucional, que tanto ha ayudado, enmienda tras enmienda, a la consolidación de las libertades y al progreso de la principal democracia de la Tierra, debería ser concebida en estas circunstancias como ese ancla de los compromisos políticos que, con tanto oportunismo como clarividencia, pedía lanzar Bertrand Barère, desde los bancos de la Convención, «para sujetar la nave del Estado en medio de esta tormenta política».
Y la imagen del pundonoroso y autosatisfecho Trajano, aquel Titanic del Guadalquivir, recostado sobre la orilla «más allá de Sanlúcar», debería servirnos para darnos cuenta de que cuando se navega en el río de los acontecimientos y se produce una fuerte crecida o un aumento de la velocidad de la corriente, o reformas o te reforman, o adaptas la embarcación a los requisitos de esa aceleración histórica o encallarás y te irás a pique.
Después del naufragio de nada sirven las autojustificaciones retrospectivas al modo de las que el exaltado Evaristo San Miguel -tildado, cómo no, de «pastelero» en cuanto llegó al poder por aquellos a quienes todo les parecía poco- deslizó en su biografía de Argüelles para defender, con la mala conciencia de toda excusatio non petita, el enroque del régimen frente a las demandas de las potencias concertadas en Verona: «Las Cortes no fueron tercas y obstinadas por un sentimiento de amor propio mal entendido. No escribieron en su bandera el lema descabellado de “perezca la nación y sálvese un principio”. No consintieron en cambios de Constitución porque percibieron bien que con esta añagaza se quería sepultar a la Nación en un mar de confusiones; porque fue claro como la misma luz del día que los cambios que se querían no eran otros que el restablecimiento simple del absolutismo».
Ni la correspondencia de Wellington, Canning, Chateaubriand o Villele, ni los llamados «papeles de Ugarte» que recogen las presiones europeas para que Fernando VII no volviera al absolutismo puro y duro, ni la propia conducta del Duque de Angulema antes del hundimiento de la resistencia liberal acreditan eso. La propia nota francesa a la que el Gobierno de San Miguel contestó desabridamente, sin cintura diplomática alguna, expresaba su «esperanza de una mejora» de la situación española en el sentido de una «libertad juiciosa». La reforma del régimen constitucional habría hecho posible su supervivencia, el propio Fernando VII con su proverbial instinto de conservación se habría adaptado a un modelo bendecido por el Reino Unido y aceptable para Francia, y la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis nunca habría tenido lugar.
Pero con su españolísimo sentimiento trágico de la vida, con su obsesión por preservar intacto lo que Díez del Corral llamaba su «reino de Dios laico», con su numantinismo de «Constitución o muerte», los doceañistas y veinteañistas se arrojaron abrazados al precipicio para poder seguir peleándose en su sima.
Con la peculiaridad de que, como la mayoría de ellos podría comprobar al volver al poder durante la Regencia o en la propia era isabelina, ni siquiera aquella «muerte» era para toda la vida, pues tan inviable como el «Rey constitucional» que le habían puesto de adorno a La Pepa resultó ser el «Rey neto» o «absoluto» que ya no era de aquel siglo.
Y es que, con ellos o pese a ellos, la Historia seguía avanzando a trompicones mientras lo único que de verdad permanecía «absoluto», como bien observó Alejandro Dumas y todos podemos comprobar aún, era y es, el «azul excesivo y brillante», «el azul absoluto» del cielo de Cádiz.

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